Luis Rubio
La relación entre la dinámica política y la económica en el país está experimentando un cambio fundamental: una se está distanciando cada vez más de la otra. Más específicamente, el gobierno está perdiendo capacidad de afectar, para bien o para mal, a un cada vez mayor númro de mexicanos. Lo mismo ocurre con los partidos políticos y con los políticos en lo individual. Sea por incompetencia, por su descrédito o por el cambio que experimenta la propia sociedad, el hecho es que la política y la economía avanzan en direcciones muy distintas.
Ciertamente, los políticos -de todos sabores y colores- no pretenden disminuir su ámbito de acción, ni aprecian el hecho de que el gobierno pierda capacidad de actuar o de movilizar a la población. Sin embargo, el hecho es que los conflictos políticos se vienen acelerando y profundizando, cada vez más al margen del resto de la población. Esto es particularmente notorio en el ámbito económico, donde el actuar gubernamental y político es cada vez menos relevante y más distante. Esto no implica que la población esté ausente de los procesos políticos o exenta de la manipulación que pudiesen intentar llevar a cabo toda clase de intereses, o que la economía esté liblicará una mucho mayor atención al desarrollo económico local. Sin embargo, el que los gobernadores se estén convirtiendo en factores clave del desarrollo regional puede tener efectos igualmente positivos que negativos.
Ya es lugar común observar que, en términos generales, las estructuras e instituciones del presidencialismo tradicional están siendo rebasadas por un sinnúmero de organizaciones sociales que van a cumplir con la misma función de organización y control social, pero no así con la de interlocución con el gobierno. La existencia de esta diversidad de grupos reduce sensiblemente el riesgo de inestabilidad política; sin embargo, la capacidad de acción del gobierno, que antes se daba a través de las organizaciones patrocinadas, apoyadas o reconocidas por el gobierno federal y por el PRI, está desapareciendo. La conclusión inevitable de todo lo anterior es que estamos presenciando un margen de independencia mucho mayor para todos los actores sociales, empresariales y políticos que en lo individual quieran actuar y que sepan como hacerlo.
De esta forma, lo que muchos lamentan constituye, en relaidad una gran oportunidad.
Lo anterior no disminuye el hecho de que el gobierno sigue manteniendo una gran capacidad de obstrucción, a pesar de que ha perdido la imponente presencia que lo caracterizaba en el pasado. Es decir, cuenta con regulaciones y recursos que fácilmente puede emplear para impedir que ocurran cosas o para obstaculizar acciones privadas: desde la Comisión de Competencia hasta el inspector fiscal o sanitario más mundano.
Pero quizá lo más importante es que la multiplicidad de actores que está emergiendo disminuye el riesgo de erupción política, pero también hace infinitamente más compleja la función de gobierno. Un gobierno acotado tiene menor capacidad de acción efectiva, lo que exige negociaciones, acuerdos y pactos entre los partidos y fuerzas políticas para poder gobernar. Esto que acongoja a muchos, entraña la enorme oportunidad de permitir que el país se desarrolle, de una vez por todas, al margen de las preferencias de la burocracia.
Sin embargo, las lacras burocráticas llevan años de hacer mella en un sector de la economía que crece sin cesar, pero que, al hacerlo limita el potencial de crecimiento del resto de la economía. La informalidad existe porque tanto la burocracia como la acción política han creado vacíos de empleo, de particiáción y de acceso a la economía legítima pagadora de impuestos. En un principio la informalidad surgió en un principio, esencialmente por las barreras de acceso que imponían (e imponen) las regulaciones federales, estatales y municipales, mismas que impiden o desincentivan la creación de nuevas empresas, sobre todo pequeñas. Esto ocurre porque esas trabas hacen sumamente onerosa la vida para las empresas que sí están registradas y que sí pagan impuestos. La informalidad se acentuó en los setenta por el crecimiento en las regulaciones. En los ochenta y noventa el proceso continuó, pero por razones distintas. En los noventa comenzaron a disminuir las regulaciones, pero la reducción no ha sido suficiente como para modificar los incentivos a la informalidad. En términos políticos, la informalidad es, claramente, un colchón contra la inestabilidad política y la descomposición social. Pero también es un impedimento al desarrollo de una economía sana, creciente y funcional, toda vez que emplea recursos de la sociedad (como infraestructura) pero no contribuye a ella a través de impuestos. Quizá más importante, representa un obstáculo porque impide el crecimiento acelerado de la productividad, además de que con su mera existencia, se propicia la ilegalidad.
La conclusión de todo lo anterior es que el país está avanzando por un proceso político que no se conforma con una utopía democrática, pero tampoco implica necesariamente una desarticulación social. Por lo tanto, la economía previsiblemente va a seguir funcionando en todas las instancias en que existan empresarios capaces de hacerlo, lo que arroja una perspectiva mucho más optimista de lo que muchos are de toda obstrucción burocrática, pero sí implica que se trata de dos dinámicas cada vez más diferenciadas.
Por su parte, el hecho de que disminuya el ámbito de acción de la política a nivel nacional no implica que se trate de una situación estática o definitiva. La situación nacional puede cambiar en cualquier momento, como resultado de actos políticos promovidos por el gobierno o por cualquier otro actor, lo que inevitablemente tendría efectos sobre la población, la economía y las empresas. Con todo, es innegable que la política está teniendo un efecto cada vez menor sobre el desenvolvimiento de la economía.
La economía, por su parte, está experimentando un cambio de profundas consecuencias. La economía se ha dividido en dos grupos: las empresas que funcionan y las que no. El primer grupo, probablemente constituido por unas tres o cuatro mil empresas, ha adquirido una dinámica propia que le permite funcionar sin el gobierno: produce, exporta, invierte, se diversifica, etc. El segundo grupo, constituido por las 150,000 empresas restantes, experimenta una agonía gradual, producto esencialmente de la incompetencia de sus propios empresarios. Es decir, la principal diferencia entre el primer grupo y el segundo reside en su capacidad de administración y no en su tamaño o en el sector de la economía en que se ubiquen.
Estos dos procesos arrojan una escena caracterizada por una serie de realidades y circunstancias que hacen sumamente complejo, pero también viable, el futuro mediato del país. El hecho de que el gobierno esté perdiendo capacidad de gestión en todos los niveles trae consecuencias muy importantes en los más diversos ámbitos. Es plausible, por ejemplo, la descentralización del poder y de la capacidad de acción, en todos los niveles, regiones y espacios. Esto es particularmente visible en el ámbito de los estados, donde los gobernadores que han roto con la lógica presidencialista se están fortaleciendo y están aumentando su capacidad de acción independiente. En la mayoría de los casos esto impnticipan.
Pero los riesgos también son importantes. Los perdedores en el proceso de cambio político y económico son muchos y nada deseosos de ceder sus posiciones y privilegios. Además, el choque de expectativas que ocurrió entre 1994 y 1995 ha acelerado la desarticulación del sistema político, lo que se ha traducido en una total incapacidad por parte del gobierno de contener la creciente inseguridad pública. La respuesta ciudadana a estos factores ha sido, ante todo, la incredulidad, seguida del rechazo al PRI en las urnas. Dadas las circunstancias objetivas de los últimos dos años, estas respuestas han sido extraordinariamente civilizadas y, por lo tanto, promisorias.
El aguante de los mexicanos es legendario, pero eso no niega el hecho de que la fibra social se esté deteriorando, sobre todo en los sectores marginales urbanos, pero también en los rurales. organizaciones sociales de todo tipo han impedido que esa patología se extienda al resto de la sociedad, pero eso no quita que sólo la disponibilidad de empleos y la expectativa de una mejoría de ingresos puedan revertir la realidad social actual.
¿A dónde nos lleva todo esto? El cambio político y económico del país es extraordinario y sumamente profundo. La descomposición política y social que se observa en los más diversos ámbitos no se va a ir sola, pero tampoco implica que vaya a desembocar inexorablemente en inestabilidad. Cambiar la realidad objetiva de los mexicanos más pobres y más afectados por tanto golpe de timón, los reales y los figurados, no va a ser fácil, pero la mayoría de las circunstancias que caracterizan al país en la actualidad sugiere que un cambio en las expectativas de los mexicanos -acompañada de un fortalecimiento y transormación de sus capacidades- podría transformar las percepciones y, por lo tanto, las realidades de la población y del país. Lo ideal sería un consenso sobre la política económica. Pero, como sugiere el primer párrafo, dado el hecho de que la economía se distancia cada vez más de la política, la falta de consenso puede obstaculizar muchas cosas, pero difícilmente va a alterar el rumbo que poco a poco, y con muchas penas, le están imprimiendo las empresas exitosas al país.