Luis Rubio
Mark Twain decía que «la primera mitad de la vida consiste en la capacidad de disfrutarla sin tener la posibilidad de hacerlo, en tanto que en la última hay la posibilidad sin la capacidad». Lo mismo es cierto de los gobiernos. En 2000 se dio la primera alternancia de partidos en el gobierno pero no hubo cambio en las estructuras institucionales del país. En términos técnicos, no hubo cambio de régimen. Ese fue el mayor error de Vicente Fox y la principal causa de la persistencia de las viejas estructuras políticas, los vicios y los fardos para el desarrollo. Ahora se da algo así como una segunda oportunidad, esta vez en Oaxaca y Puebla. Lo que hagan los nuevos gobernadores podría transformar al país.
Cuando Fox llegó a Los Pinos, el PRI era componente inherente al sistema presidencial. Las organizaciones que lo integraban funcionaban en coordinación con la presidencia y servían de mecanismo de transmisión y de control. Los intereses ahí insertos contaban con vehículos para influir y presionar. El sistema era corrupto, autoritario y con frecuencia conflictivo, pero también funcional: permitía el control, mantenía una semblanza de orden y limitaba (casi siempre) los peores excesos, al menos dentro de la normalidad que establecían las reglas «no escritas».
La llegada de Fox alteró la ecuación medular del sistema: al perder el control de la presidencia, el PRI se quedó huérfano y comenzó a experimentar distintos grados de convulsión. El «divorcio», por así llamarle, entre el PRI y la presidencia cambió la realidad del poder político en el país y desató fuerzas que no se habían visto desde antes de la Revolución. El poder fluyó de la presidencia hacia los gobernadores y los partidos. Al mismo tiempo, muchas de las organizaciones que, con mayor o menor cercanía o sincronía, funcionaban en torno al PRI, adquirieron vida propia, convirtiéndose en factores de poder autónomos, ya sin amarras institucionales que, para bien o para mal, habían operado como contrapeso. Así surgen los llamados «poderes fácticos», cuyo único interés es el propio. A la vez, desapareció el recurso para disciplinar a esos poderes sin cambiar al sistema, cuyo ejemplo paradigmático fue el «quinazo».
A su llegada, Fox tuvo la oportunidad, al menos hipotética, de negociar un acuerdo con los priistas, acuerdo que pudo haberse traducido en una nueva estructura institucional. Antes de que los beneficiarios del cambio político se percataran de las implicaciones del mismo, los priistas estaban aterrados de que pudieran ser enviados a la cárcel, al viejo estilo del sistema. Temían que el gobierno recurriera a tácticas autoritarias para tomar control del aparato gubernamental y se comportara como cualquiera de los anteriores. De haber previsto el efecto de la pérdida de poder del ejecutivo, el flamante gobierno panista pudo haber negociado desde una posición de fuerza: apalancándose en el temor de los priistas, redefinir la naturaleza de las instituciones políticas y cambiar el destino del país.
Lo que ocurrió es historia. Ante todo, el nuevo gobierno (2000) no tuvo la perspicacia ni una comprensión cabal de las fuerzas que había desatado. En segundo lugar, las posturas dentro del gabinete respecto a cómo proceder fluctuaban entre las jacobinas de quienes proponían comisiones de la verdad orientadas a juzgar (y, sin duda condenar) al viejo régimen, y quienes abogaban por mantener el statu quo. Lamentablemente no hubo una visión de Estado que trascendiera la coyuntura para aprovecharla de manera excepcional.
Los nuevos gobernadores de Puebla y Oaxaca no pueden ignorar la experiencia de Fox y el costo que ésta ha significado pero, al mismo tiempo, pueden aprovecharla para bien de sus estados y del país. Al asumir sus funciones se encontrarán con una fotografía no muy distinta a la que recibió a Fox: un PRI encumbrado, saturado de intereses que abusan de manera sistemática y una historia de corrupción inconmensurable. Algunos de los integrantes de las administraciones salientes se sentirán atemorizados (como ilustra la súbita búsqueda de impunidad a través del fuero del secretario de finanzas de Oaxaca), pero muchos ya vieron la forma en que todo vestigio de institucionalidad se colapsó con la llegada de Fox, lo que los ha envalentonado.
La situación crea la extraordinaria oportunidad de redefinir la naturaleza de la política en dos de los estados más rezagados y corruptos del país. Los nuevos gobernadores podrían plantear disyuntivas precisas y absolutas a quienes tienen cuentas pendientes, pero no a la usanza del viejo PRI que, a pesar de los años, nunca dejó de ser el partido obregonista: «nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos», o sea, la corrupción permanente. En vez de intentar comprar la paz, los nuevos gobernadores podrían plantear una nueva institucionalidad y abrir brecha para el resto del país: nuevas reglas a las que todos se someten a cambio de pintar una raya respecto al pasado.
Las opciones, al menos conceptuales, para los nuevos gobernadores son muy simples: comprar la paz y pretender que la suya fue una elección tradicional (como el PRI de siempre); tratar de mantener el bote andando (como Fox); o replantear el arreglo institucional. Nadie en el país ha intentado esto último, pero eso es lo que el país requiere: reglas nuevas y un gobierno capaz y dispuesto a hacerlas cumplir. Muchos reclamarán justicia revolucionaria («meter a los corruptos al tambo»), pero para eso se requeriría un sistema judicial creíble que no existe; en las condiciones actuales, ese camino llevaría a un «michoacanazo»: puro show sin final feliz, perdiéndose la gran oportunidad de transformación.
La verdadera alternativa es replantear las reglas del juego y comunicarlas bien: establecer un marco institucional nuevo -fundamentado en la ciudadanía y no en las corporaciones y organizaciones partidistas- y un marco legal idóneo para una sociedad que se propone transformarse. El intercambio dependería de la disposición de los poderes reales de la actualidad: si aceptan las nuevas reglas y se someten a ellas, su pasado quedaría libre; si no, se les aplicaría la ley y la fuerza sin miramiento. Mientras tanto, el nuevo gobernador mantendría una espada de Damocles, susceptible de utilizarse a la menor provocación.
Los nuevos gobernadores arriban a sus estados con un sinnúmero de deudas hacia quienes los apoyaron. Harían bien en recordar la forma en que Fiorino Laguardia rompió con todos ellos el día en que tomó posesión como alcalde de Nueva York: «mi primera calificación para esta gran función es mi monumental ingratitud». Por algún lado es imperativo comenzar.