País que ya no es

Luis Rubio

Dice un viejo refrán que la genialidad de la democracia reside en la alternancia en el poder porque obliga a la oposición a ser seria: mientras exista la posibilidad de llegar al poder, ésta tendrá que preocuparse por el futuro. Los mexicanos estamos ante el umbral de una posible nueva alternancia de partidos en el poder, pero no es obvio que los potenciales nuevos inquilinos de la casa presidencial tengan claridad sobre el profundo cambio que ha caracterizado al país.

Hoy, diez años después de la primera alternancia en la presidencia, está de moda despreciar la trascendencia del hecho mismo de que el poder haya cambiado de manos. Muchos recuerdan al PRI con nostalgia y otros gritan que estaríamos mejor con alguien más. Algunos ya declararon fallida la alternancia como fundamento esencial de la democracia y de los derechos ciudadanos. Y, sin duda, si uno se fija exclusivamente en los errores, torpezas e insuficiente capacidad de gestión de los gobernantes panistas, es fácil justificar cualquier prejuicio. Si uno se limita a evaluar la alternancia como un mero cambio de pandillas políticas, es evidente que ésta vale poco.

Nadie puede dudar que el devenir del país en los últimos años deja mucho que desear. Por donde uno le busque, el desempeño económico o la tranquilidad ciudadana han sido pobres, por decir lo menos. Sin embargo, si uno revisa los números para los últimos cuarenta años la situación no es muy diferente. Ciertamente, hay muchas cosas negativas que son atribuibles a las dos administraciones panistas, comenzando por el desperdicio de la gran oportunidad de transformar al sistema político al inicio del gobierno de Fox. Pero las tendencias negativas que experimenta el país se remontan a los sesenta, cuando comenzó el deterioro en la tasa de crecimiento. En los setenta experimentamos una aparente mejora, pero todavía no nos recuperamos de su costo en términos de legitimidad, inflación y deuda. Con Salinas vivimos un aparente renacer que no perduró. Pretender que los problemas del país comenzaron en 2000 es simplemente absurdo.

Igual de absurdo sería suponer que nada cambió a partir del 2000. La forma en que el régimen post revolucionario resolvió los problemas de estabilidad política y del poder fue centralizándolo. Primero a golpes y luego con toda clase de incentivos y controles, el sistema priista concentró el poder con lo que fue capaz de tomar decisiones y hacerlas cumplir. El sistema, cuyo nódulo era la vinculación entre el partido y la presidencia (y el rejuego entre ambos), entrañó todo un entramado de estructuras, organizaciones y mecanismos con tentáculos en todas partes que permitían disciplinar disidencias y someter rebeliones. El sistema se fue debilitando a lo largo del tiempo, pero la concentración del poder siguió siendo su característica principal.

A pesar de las fallas de Fox y de su ceguera ante la oportunidad y urgencia de renegociar las relaciones de poder con el PRI, el hecho mismo de la derrota cambió al país para siempre. Independientemente de sus logros o fracasos, el «divorcio» entre el PRI y la presidencia cambió a México porque desarticuló el pivote que permitía la centralización del poder a partir del control de la población, las empresas, los sindicatos, los partidos, los medios y el país en general. Baste observar la forma en que una infinidad de organizaciones, sindicatos, grupos y empresas se distanciaron del PRI -y se afianzaron como independientes- para ilustrar la profundidad del fenómeno. La aparentemente súbita aparición de los llamados «poderes fácticos» no fue tan súbita: todos esos ya existían, pero también existía algún grado o capacidad de control sobre ellos. La pérdida de la presidencia dejó al PRI más como un partido y menos como el sistema de control de antaño.

Si uno quiere ver al vaso medio vacío, es claro que la desaparición del viejo sistema vino acompañada del fin de la certidumbre que ofrecía el control. Al mismo tiempo, si uno quiere ver al vaso medio lleno, la ciudadanía súbitamente adquirió niveles de libertad de los que nunca, bajo el sistema priista, gozó. Ninguno de los dos es perfecto: hoy tenemos la incertidumbre propia de la democracia pero carecemos de un sentido de rumbo; tenemos amplios márgenes de libertad pero la inseguridad pública no permite ejercerlos.

Además de que es indeseable, lo que es seguro es que sea imposible reproducir el viejo sistema. Primero que nada, es imposible volver a someter a todas las organizaciones dentro de un régimen tipo priista. Segundo, los beneficiarios de la descentralización del poder -gobernadores, líderes partidistas y legislativos y poderes fácticos- difícilmente van a dejarse mangonear. Los gobernadores, que hoy son un microcosmos del viejo presidencialismo, no van a ceder ni un milímetro de su nuevo poder. Tercero, hay un sinnúmero de estructuras legales y financieras que se han empleado para financiar proyectos de desarrollo a nivel estatal que no son susceptibles de control federal. Finalmente, es una falacia suponer que el problema de inseguridad y narcotráfico que hoy padecemos sea producto meramente de la incompetencia gubernamental: el fenómeno es otro. El narcotráfico es un poder fáctico con tentáculos mucho más graves y peligrosos que cualquier otro interés en el país. Los arreglos, entendidos y corruptelas que permitieron que el narcotráfico funcionara hace décadas eran producto de las circunstancias: un gobierno en pleno control pero también un tráfico de estupefacientes cuya negocio era meramente el tránsito de sur a norte. Eso ya cambió y no se puede revertir por más que se quiera, aunque hay que enfrentarlo con inteligencia.

Muchos priistas observan a Putin como un modelo de re-concentración de poder y sometimiento de poderes fácticos a ser imitado. Allá, como acá, muchos políticos piensan que lo peor que le pudo pasar al país fue entrar a una era de juego democrático. Sin embargo, el poder de Putin no es el de Stalin y el antiguo partido comunista es uno de muchos jugadores. Tampoco se puede ignorar que la fortaleza de Putin se debe mucho más a los elevados precios del petróleo que a la fortaleza de su economía o la solvencia de su gobierno.

La pregunta relevante para quien aspire a gobernar a México a partir de 2012 no es la de la concentración del poder, sino la de la construcción de un sistema político capaz de tomar decisiones en un entorno de contrapesos efectivos que resulte en un desempeño económico robusto y sostenido. El viejo sistema debe quedar donde le corresponde: en el pasado. Lo clave hoy es comenzar a construir el futuro porque del pasado ni el PRI puede vivir.

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