Luis Rubio
Decía uno de mis maestros, Roy Macridis, que a las políticas públicas, en particular las relativas a la política exterior, se les debía evaluar no por sus objetivos sino por sus consecuencias. El tema que a él le acongojaba de manera especial era el de la guerra de Vietnam, sobre la que su afirmación lapidaria era que Estados Unidos había logrado exactamente lo opuesto a lo que se había propuesto. Todos los gobiernos enfrentan situaciones similares: cada programa, estrategia, discurso o decisión se contempla a la luz de la información disponible, los prejuicios del grupo que participa o asesora y los objetivos que se persiguen. Una vez tomada la decisión de qué hacer y cómo hacerlo, lo que queda es lidiar con las consecuencias.
La visita del presidente Calderón a Washington hace unos meses tuvo lugar en el contexto de un profundo conflicto en la sociedad norteamericana sobre su futuro. En aquella ocasión, el presidente fue severo en sus juicios respecto a los dos asuntos más candentes de la relación bilateral: la migración y la venta de armas a las mafias de narcos en México. En ambos temas, no se limitó a la perspectiva mexicana, sino que se embarcó en una fuerte crítica a la forma de ser de los norteamericanos. En el tema de migración, propuso la necesidad de una solución conjunta pero, luego de afirmar su respeto por las leyes de aquel país, se dedicó a criticarlas. En el tema de las armas tampoco se limitó a exigir que el gobierno estadounidense se dedique a impedir la exportación de armas hacia México, sino que les advirtió del riesgo para ellos de continuar vendiendo armas de alto calibre para consumo en aquella nación.
Es difícil comprender la motivación de rebasar la línea entre lo que es la política exterior de lo que constituye una intromisión en los asuntos de política interior de otro país. Independientemente de lo que diga la ley, un extranjero debe ser siempre cauto respecto a externar sus opiniones respecto a la política interna de otra nación y, mucho más, si se trata de un presidente. Yo supongo que hay dos posibles explicaciones para este lapsus: una, que se trató de una decisión consciente, con pleno conocimiento de las consecuencias potenciales; la otra, que éstas nunca se imaginaron o midieron. Ahora, con los resultados electorales de esta semana en aquel país, es posible comenzar a vislumbrar los costos.
Especulando sobre el modo de proceder, éste pudo derivarse de una postura moral maximalista donde el objetivo era hacer sentir el peso de las implicaciones de las políticas estadounidenses sobre México o, quizá de manera más simple, el verdadero auditorio al que se dirigían los discursos era la galería en nuestro país. En cualquiera de los casos, la pregunta es para qué: cuál es el posible beneficio de ir hasta allá para alienar a la mitad de los anfitriones a los que, además, se les estaba proponiendo una sociedad de largo plazo, máxime ante la no remota posibilidad de que los republicanos pudieran llegar a tener un mucho mayor peso en las decisiones.
Independientemente de si la estrategia gubernamental consistía en intencionalmente causar una animadversión especialmente por parte del los legisladores republicanos y el movimiento del tea party o si se trató de una profunda incomprensión de la forma en que ha evolucionado ese país en los últimos años, el hecho tangible es que, a varios meses de aquel momento, la estrategia que se adoptó entonces fue errada. Lo que interesa a México es tener una relación con el gobierno y sociedad estadounidenses para poder resolver los complejos problemas que se derivan de la vecindad. Nada se logra alienando a los votantes o a los políticos en ascenso.
El movimiento del «tea party» comenzó a despegar a principios de este año, justo cuando la visita del presidente Calderón. Sus discursos le dieron instrumentos electorales a muchos de los candidatos: en un impactante número de anuncios, videos en YouTube y discursos de las campañas, se emplearon las palabras, imágenes y hasta la voz del presidente mexicano como medio para golpear a sus rivales y, de paso, al presidente Obama. Como dice un analista, los demócratas en el congreso le dieron una ovación, pero a nivel del estadounidense común y corriente las palabras del presidente mexicano sonaron a predicador frío, ingrato e hipócrita que estaba regañando a su congregación. En otras palabras, justificadamente o no, hizo enojar a los americanos.
Como diría mi maestro, es tiempo de lidiar con las consecuencias. Cualquiera que haya sido el objetivo que se perseguía con aquella visita, las consecuencias ya han sido extraordinariamente costosas y podrían serlo aún más, sobre todo porque han afianzado la noción de que México es un tema de política interior en aquel país, lo que lleva a justificar que nuestros connacionales son causantes de muchos de los males que los aquejan.
Como dice el viejo dicho chino, las crisis también son momentos de oportunidad. México se ha vuelto el malo de la película en EUA, circunstancia que afecta todas las facetas de nuestra interacción con aquel país. De no revertirse este camino, los costos se irán apilando en formas muy específicas, sobre todo en acciones mucho más duras a lo largo de la frontera, y en el rechazo a una nueva legislación migratoria o, mucho peor, en la adopción de una legislación tan restrictiva que acabaría cerrándole puertas no sólo a futuros migrantes sino sobre todo a quienes ya están allá. Es tiempo de lanzar una estrategia de conquista de las mentes de los norteamericanos.
Lo que México tiene que hacer en EUA es bastante evidente desde hace mucho tiempo. México ha sido un socio serio y responsable, se ha dedicado a enfrentar temas y problemas que afectan a las dos naciones vecinas y ha propuesto contribuir a resolver problemas comunes en formas que hace años eran herejía pura en nuestro país. Hoy, sin embargo, las circunstancias demandan un activismo decidido, una decisión de lanzar una estrategia de legitimación de México y lo mexicano. Con gran visión, Luis de la Calle ha hablado de posibilidades como la de colocar a un actor mexicano como médico en alguno de los programas más vistos de la televisión estadounidense o de promover que un par de ciudades, como San Diego y Tijuana, organicen conjuntamente los juegos olímpicos. El punto es cambiar el imaginario colectivo estadounidense para que la imagen del mexicano sea la de una persona trabajadora y responsable que quiere vivir mejor. Mejor esa imagen verídica que un proceso contestatario interminable.