Luis Rubio
El futuro, decía la activista ambiental Dana Meadows, es una elección, no un destino. Ahora que conmemoramos el centenario de la Revolución es un buen momento para reflexionar sobre el futuro. Además de reconcentrar el poder, la revolución de hace cien años causó un enorme número de muertes y vino acompañada de la destrucción física de activos productivos, propiedades e infraestructura. Hoy, con el poder desconcentrado una vez más, el gran reto será darle viabilidad al país. Lo que es claro es que ningún país puede ser exitoso si no cuenta con el aval, y sobre todo la confianza, de su población.
La Revolución Mexicana fue la consecuencia del agotamiento del régimen porfiriano y de la inevitable inflexibilidad que acompaña la edad de un solo personaje. Como escribió hace décadas Roger Hansen en su famoso estudio sobre el PRI, el sistema priísta resolvió ese problema, en las palabras inolvidables de Cosío Villegas, con una estructura monárquica no hereditable. Pero el sistema priísta también se agotó y su caída, aunque sin la destrucción revolucionaria, no resolvió el problema del poder. Hoy el país se encuentra nuevamente a la deriva, sin claridad sobre el futuro o sentido de propósito. Nada es más riesgoso para la estabilidad que un entorno así.
Las revoluciones, decía Jean Francois Revel, concentran el poder o no sirven para nada. La Revolución de 1910 llevó no sólo a la concentración del poder, sino también a la construcción de un sistema que, mientras funcionó, permitió responder a los retos que el país fue enfrentando. Como todas las revoluciones y regímenes que de ellas emanan, la nuestra arrojó toda una parafernalia de mitos, excesos, abusos e intereses. Pero lo interesante, y ese era el punto que Hansen enfatizaba, es que el éxito del régimen revolucionario fue el mismo que el de Porfirio Díaz: la concentración del poder permitió controlar a un país tan diverso y disperso y con una geografía tan cambiante y susceptible a generar feudos políticos por doquier. Díaz sometió a los poderes regionales exactamente de la misma manera en que lo hizo el general Cárdenas. Lo que ninguno de los dos sistemas logró fue darle permanencia institucional al país.
Un país de nuestras características sólo puede ser gobernado de dos maneras: ya sea concentrando el poder o institucionalizándolo. No es casualidad que el común denominador de las dos eras exitosas fue ese: la concentración del poder. A diferencia del porfiriato, el PRI construyó un sistema de inclusión que utilizaba la corrupción y la tolerancia a ésta- como mecanismos de control, ambos elementos inherentes al sistema. Lamentablemente, el fin de esa era no vino acompañado del desarrollo de un mecanismo capaz de resolver los asuntos del poder y, en ausencia de instituciones fuertes que lo contengan, su dispersión se ha traducido en una fuente de permanente inestabilidad, violencia y desencuentros entre gobierno federal y los gobernadores.
La extinción de los viejos mecanismos de concentración del poder, y la inexistencia de instituciones que contengan a quienes lo detentan y ejercen, constituye una amenaza para el desarrollo y es un componente fundamental de la parálisis económica. La población desconfía de los políticos porque no ve en ellos capacidad para decidir y actuar y los políticos reflejan la enorme diversidad que caracteriza a la población, lo que les lleva a paralizarse. El problema no es nuevo: lo que sí es distinto hoy es que no existen mecanismos para resolverlo.
Muchos políticos priístas critican a los gobiernos panistas por su incapacidad de actuar y creen que el problema es de personas, razón por la cual, afirman, el día en que ellos lleguen a gobernar, todo será diferente. De la falta de habilidad para la política y los asuntos de gobierno entre muchos panistas es imposible dudar. Sin embargo, es ilusorio pensar que todo depende de las personas. Irónicamente, fue Fox el presidente que creyó que el problema era de moralidad: entra un presidente probo en lugar de los corruptos del PRI y con eso se resuelve todo. Claramente el asunto era un poco más complejo, máxime que su propia elección implicó la dispersión del poder. El punto central es que no se resolvió el problema del poder, del crecimiento ni mucho menos de la moralidad.
La pregunta de antaño, pues, sigue siendo válida: ¿cómo gobernar a México? La constitución afirma que la solución es el federalismo y eso, en cierta forma, es lo que la derrota del PRI en 2000 nos endilgó. Sólo que nuestro federalismo no entraña una suma de gobiernos eficientes a nivel local, sino de agandalle permanente por parte de los gobernadores. En lugar de un emperador nacional ahora tenemos una multiplicidad de señores feudales a nivel local. El resultado, como muestra el magro crecimiento de la economía, ha sido patético. Desde una perspectiva liberal, la solución tendría que venir de una ciudadanía activa y pujante, dispuesta a hacer valer sus derechos y convertirse en un contrapeso efectivo frente al poder local. Pero nadie puede decretar la existencia de una ciudadanía militante y responsable y su ausencia entraña el riesgo de que alguien intente reimponer el orden por las buenas o por las malas.
La revolución, decía Trotsky, es imposible hasta que se torna inevitable. Ese es nuestro riesgo actual: que un mal manejo de gobernantes benignos, o un intento de reconcentración del poder por parte de otros menos benignos, nos lleve a lo mismo: a que desesperación y temor al caos le haga creer al gobernante que todo es materia de voluntad y de decisión personal.
Efectivamente, México es un país extraordinariamente difícil de gobernar tanto por la diversidad y dispersión como por el desenfado de la población. Como dice mi amiga Claudia Díaz, lo que jode a los países en buena medida es lo que jode a las personas: la inercia, la rigidez, la incapacidad para lograr alianzas saludables, los contrapesos, los delirios (personales y colectivos). La pregunta es cómo romper con esa inercia y con esa rigidez. Quizá la respuesta se pueda encontrar en un liderazgo que, como en Brasil, se aboque a construir las instituciones que son indispensables para el desarrollo. El riesgo sin duda es volver a caer en la dictadura.
Un día Robert Pastor le preguntó a un taxista en el DF si habría una nueva revolución. México, respondió el conductor, ya tuvo una y esa nos enseñó que las revoluciones no mejoran la vida de nadie. Ahora que estamos conmemorando deberíamos concentrarnos en lo que nos falta: instituciones sólidas que encaucen a los políticos y limiten el poder de los intereses particulares pero que a la vez permitan gobernar.