Luis Rubio
En su discurso al recibir el premio Nobel, Octavio Paz afirmó que el sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es progreso. Lo difícil es precisar cuándo se avanza y cuándo se retrocede: qué es progreso y cuándo se alcanza. Aunque es fácil observar el gran número de instancias en las que el país ha experimentado un sensible avance, la mayor parte de la población percibe retroceso y guarda una sensación de que las cosas están mal y sólo podrían estar peor. Eso ha creado una oposición visceral a cualquier cambio, pero también, y paradójicamente, una simpatía en ocasiones enfermiza con vendedores de milagros, teorías conspiracionistas y otras desviaciones similares. ¿Cómo medir el progreso de una mejor manera?
Las percepciones que se van forjando los ciudadanos responden a eventos, circunstancias y realidades que les van afectando. Una persona o familia puede tener un mucho mejor nivel de vida hoy que hace veinte años, situación que se puede medir de manera objetiva y convincente, y, sin embargo, percibir que su situación es peor. Parte de esto se explica simplemente por la comparación que toda persona inevitablemente realiza con sus pares, parte por situaciones objetivas (puedo estar mejor pero no tengo empleo lo que me hace estar peor) y parte por la sensación de letargo, parálisis e inacción que ha caracterizado al país por décadas. Las cosas pueden mejorar pero la percepción generalizada es que empeoran o, al menos, que no mejoran.
Medir el progreso democrático es todavía más difícil que el material y económico porque no existen indicadores medibles que sean fácilmente asibles. Mientras que uno puede medir el valor de un salario y compararlo, quitando el efecto de la inflación, con el que uno percibía hace veinte años, lo mismo no se puede decir del acceso al poder, la competencia entre partidos o la calidad del gobierno. Algunos de estos factores podrían parecer evidentes (por ejemplo que hay mayor libertad de expresión), pero también es cierto que ahora más periodistas pierden su vida por hacer su chamba, sobre todo en el mundo de la criminalidad. De la misma forma, aunque es evidente que la administración de los procesos electorales ha mejorado dramáticamente, también es evidente que el abuso por parte de los gobernadores decididos a que ganen sus delfines, es cada vez mayor.
Una manera de medir el avance en el terreno político, aunque no sea muy ortodoxa, es observar lo que ha ocurrido en otras sociedades que han pasado por procesos similares. En un libro sobre los archivos soviéticos, Jonathan Brent* describe su odisea al tratar de lograr autorización para publicar fuera de Rusia los documentos (cartas, discursos y escritos) de la era soviética, sobre aquellos de Lenin, Stalin y el Partido Comunista. El relato es mucho más que una historia de los avatares que uno esperaría de un ambicioso editor; es, ante todo, la descripción de un sistema político: lo que ha cambiado, lo que ha permanecido y donde algo que había cambiado muestra señales de retroceso. Mucho de ello parece copiado, toda proporción guardada, de nuestra propia evolución reciente.
Brent comienza describiendo el hedor que se respira en algunos lugares, pero no se refiere exactamente a algo que se huele sino a algo que se percibe: como que algo del viejo sistema nunca desapareció y sigue estando ahí. Aunque hay una gran apertura la gente puede viajar, hay acceso pleno al mundo externo y la libertad de expresión es amplia- la vieja burocracia sigue instalada en su lugar y sigue comportándose como si fuera dueña del mundo en lugar de empleada de la ciudadanía.
La descripción sobre la burocracia es extraordinaria no porque fotografíe el taco, la torta y el cafecito, sino porque se desvive por controlar, imponer requisitos burocráticos, trabajar poco y pretender que es la ley personificada. En su proceder no existe la noción de explicar qué se requiere para aprobar un determinado trámite y los derechos ciudadanos, consagrados en la constitución, no existen para quien tiene el poder de decir sí o no. Punto.
El mensaje general de Brent, y eso es lo que me hizo pensar que el libro se trataba sobre México, es que la cultura es más persistente que las ideas y los regímenes políticos. La gente está acostumbrada a hacer las cosas de una determinada manera y le cuesta mucho trabajo modificar sus patrones de comportamiento. Aunque muchos de los incentivos han cambiado en el caso ruso ya no hay detenciones por parte de la policía secreta a la mitad de la noche- la arbitrariedad sigue siendo la norma: la autoridad judicial decide a quién persigue y a quien libera, qué constituye un crimen, quién es culpable y cómo va a jugar su suerte. En otras palabras, cambió el régimen pero la arbitrariedad judicial sigue siendo la misma. El tema de la cultura es particularmente ominoso porque es uno de los factores centrales en la conformación de la manera como la gente entiende un tema, forja sus respuestas y hasta sus pensamientos.
En el ámbito económico, el ruso sigue viviendo en un mundo en el cual suele ser más fácil ganarse la vida robando que produciendo. La eficiencia es un término inexistente y la productividad todavía más. La legalidad es la que diga la autoridad y el más fuerte, lo que aquí hemos dado por llamar poderes fácticos. En este contexto, no debe sorprender que la corrupción sigue siendo un instrumento del poder aunque, dice Brent, responde ante el hecho de que no existe legalidad.
México nunca fue un estado totalitario como el soviético pero muchas de las cosas que describe Brent resultan reveladoras tanto de lo que hemos avanzado como del enorme trecho que todavía falta por recorrer. Por ejemplo, en el ámbito económico, México va muchísimo más avanzado de lo que describe el autor. Aunque es evidente que al país le falta mucho por recorrer, la economía mexicana parece un reloj suizo comparado con la economía petrolizada rusa de la actualidad. En lo judicial y burocrático, la descripción de Brent casi parece costumbrista mexicana. Pero en términos del poder que ejerce el gobernante, los rusos tienen mucho más que temer a sus gobernantes que los mexicanos. Aquí tenemos un gobierno disfuncional en tanto que allá están experimentando la recentralización del poder, algo que seguro no va a acabar bien. No es que aquí estemos en el Nirvana, pero la comparación deja pensar, o al menos soñar, con que lo nuestro es progreso, algún tipo de progreso, progreso al fin.