Luis Rubio
La historia cuenta que el Comodoro Perry, héroe de la guerra de 1812, acuñó la frase de que «hemos encontrado al enemigo y es nosotros». Algo similar se podría decir del viejo sistema priista: sigue vivito y coleando porque a todos nos beneficia, o creemos que nos beneficia, de alguna manera. Por más que todos los mexicanos, desde el más modesto hasta el más encumbrado, tengamos aspiraciones de mejorar, el viejo sistema era tan abrumador y omnipresente que se alojó hasta en la grieta más profunda de nuestro ser. El resultado, visible en todos los ámbitos, es que aunque nos consideremos modernos, algo de lo viejo, y de lo que impide cambiar, sigue estando ahí.
Los beneficios y privilegios, chicos o grandes, son siempre atractivos. Podrá molestarnos que un individuo se apropie de la calle y luego la rente como estacionamiento privado, pero es una forma muy conveniente de encontrar un lugar donde dejar un vehículo cuando uno va con prisa al dentista. También es más fácil hablarle a un cuate para que nos facilite un trámite en lugar de tener que hacer una cola. Todos estos pequeños privilegios son en realidad formas de discriminar a todo el resto de la sociedad. Por supuesto, ninguno de estos pecadillos se compara en monto con el abuso que representan las transferencias millonarias que recibe un sindicato del sector público o el monopolio de las comunicaciones, pero en concepto son exactamente lo mismo. Todos son privilegios que funcionan a costa de los demás. La cultura del privilegio, de las influencias y del derecho sin contraprestación constituye una afrenta al desarrollo del país.
La gran pregunta es cómo se le puede dar la vuelta a semejante realidad. Cuenta la historia que cuando los romanos lograron no sólo derrotar sino destruir a los cartagineses, su enemigo más poderoso, pensaron que finalmente su república estaría a salvo. De lo que no se cuidaron fue de sí mismos: tan pronto acabaron con su enemigo externo los propios romanos minaron su república al abandonar sus instituciones, reduciendo su libertad y erosionando su prosperidad, hasta acabar en una guerra civil. Los mexicanos estamos minando nuestra propia viabilidad como sociedad organizada en la medida en que jugamos el juego de los privilegios porque estamos haciendo imposible el funcionamiento de un país competitivo y una sociedad decente en sus formas.
Dejar el pasado es algo fácil en concepto pero difícil en la práctica, sobre todo a nivel individual cuando una persona o familia decide romper con esos modos para intentar vivir en un mundo de igualdad ante la ley. Muchos hemos hecho intentos en este sentido. Recuerdo dos casos específicos: al llegar a renovar su licencia de conducir, una conocida mía se encontró con la recepcionista que de inmediato le preguntó si quería servicio normal o exprés. Ingenua respecto a la naturaleza de la pregunta, mi amiga optó por el servicio normal. Horas más tarde, luego de observar cómo el servicio expedito tomaba unos cuantos minutos, acabó sucumbiendo: ella sola no podía cambiar al sistema. Lo opuesto le ocurrió a un empresario mexicano que intentaba realizar un trámite fiscal en EUA. Su primer instinto, a la mexicana, fue el de buscar algún contacto que le ayudara a hacer más expedito el trámite. Primero habló con un funcionario de la embajada estadounidense, quien le dijo que no podía asistirle pero que fuera directamente a la oficina pertinente. Molesto, colgó el teléfono y comenzó a hablar con otras personas en EUA. Uno de ellos, un abogado, le dijo que no era necesario pedir ayuda pero, más importante, que al hacerlo podía incurrir en un delito. Incrédulo y asustado, fue a la oficina respectiva y en menos de quince minutos, sin ayuda alguna, concluyó el trámite. El contraste entre las dos maneras de funcionar no podía ser mayor. Aquí todo está diseñado para que alguien se beneficie -desde la recepción de una «modesta» gratificación hasta un mercado entero-, mientras que allá el sistema funciona para el usuario y ciudadano.
Una de las paradojas del sistema que heredamos es que se ha vuelto mucho más intrincado desde que el PRI fue derrotado en 2000. Antes existían mecanismos, que no se usaban con frecuencia, para limitar algunos de los peores excesos (como ocurrió con el «quinazo»), pero nunca fueron concebidos para construir un país más equitativo y funcional. Con la dispersión del poder que hemos observado, en las circunstancias actuales no parece haber poder humano que permita limitar el abuso que sufre la ciudadanía por parte de burócratas, políticos, sindicatos, empresarios y otros poderes «fácticos». Entonces, ¿qué hacer? Lo fácil sería buscar culpables -quién hizo, o no hizo qué- pero eso no nos ayuda. Si uno lee las páginas de los periódicos o escucha los noticieros, las culpas vuelan por doquier. El problema es que nada de eso cambia la realidad.
Más útil sería buscar formas de ir erosionando al sistema que permite tanto abuso y exceso. Hay dos grandes líneas que la ciudadanía podría ir articulando en esta dirección: acciones y organización. Por lo que toca a las acciones, podríamos comenzar por decir NO, cada uno a su escala, a ese mundo de privilegios y sus concomitantes abusos. Cosas tan sencillas como pagar una multa en lugar de dar una mordida, estacionarse aunque sea lejos para no propiciar la «renta» de la vía pública, hacer las colas que sea necesario, negarse a aceptar una compra sin IVA. Una actitud quijotesca a todas luces puede sonar ingenua (y en muchos sentidos lo es), excepto si se propaga. Con un sistema tan intrincado y una estructura de beneficiarios tan enmarañada, es difícil creer que una persona o una familia en lo individual podría transformar a un país.
La única manera de provocar un cambio es creando una organización que poco a poco vaya sumando suficiente gente como para crear una masa crítica y convertirse en un factor político al que los poderes reales -igual gubernamentales que «fácticos»- no puedan negarse a atender. Un grupo o familia que logra convocar y sumar a otras familias para realizar actos de «resistencia activa», clamando «basta» a cada rato -no ceder, pagar IVA, exigir derechos- bien podría prender y provocar una marea.
Gandhi inauguró la estrategia de la resistencia pasiva para derrotar al enemigo colonial. En nuestro caso, lo que hace falta es una ciudadanía pujante y vigorosa, dispuesta a cumplir estrictamente con las obligaciones y regulaciones que la vida en sociedad exige. Para los mexicanos la alternativa es esperar que alguien, bondadosamente, cambie las cosas desde arriba, o comenzar a hacerlo por sí mismos cada minuto del día.
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