LA DEBACLE DELPRI

Luis Rubio

El pánico parece haberse apoderado del PRI y del gobierno. Luego de décadas de disciplina totalmente acrítica, el PRI se desmadeja ante la tensión que generan tres procesos irreconciliables. Por un lado se encuentra un gobierno que demanda disciplina y apoyo irrestricto por parte de los miembros del partido, sobre todo de los diputados y senadores. Por el otro, un grupo de priístas de corte más tradicional, lidereados por el gobernador de Puebla, que reclama la renovación del partido a partir de la exclusión de sus componentes más dinámicos, particularmente los miembros del gabinete presidencial. Por si la tensión entre estas dos situaciones anteriores no fuese suficiente, los procesos de nominación de candidatos para los catorce gobiernos estatales que enfrentan elecciones este año se han caracterizado por un enorme desorden y conflicto. Hace unos meses, hasta los más críticos del PRI pensaban que no más de dos o tres gubernaturas de las diez en juego serían vulnerables para el PRI. El PRI languidece por la falta de dirección del partido.

El PRI no nació para hacer participar a sus miembros. El PRI, o más correctamente, el Partido Nacional Revolucionario, se formó para articular un sistema político que permitiese institucionalizar el conflicto político que habían desatado años de lucha revolucionaria. En su origen, el PRI se constituyó precisamente para crear una base de apoyo político al presidente en turno, permitiendo que el país entrase en una etapa en la que fuese posible gobernar y, por lo tanto, construir cimientos para el desarrollo económico del país. El partido fue atractivo para los grupos políticos de la más diversa índole porque la estructura institucional les garantizaba la oportunidad de acceder al poder y a la riqueza sin tener que dar a cambio nada más que su lealtad y disciplina. A partir de entonces, un presidente tras otro demandó una disciplina absoluta.

La disciplina de los priístas explica en buena parte la razón por la cual los presidentes mexicanos contaban con un margen de acción tan extraordinario y tanto mayor del contenido en sus atribuciones constitucionales. Había pocas cosas que un presidente no podía hacer. Mientras cumpliera con su parte del acuerdo implícito en el pacto priísta original -dar acceso a los miembros del partido a puestos políticos y a la riqueza, legítima o no-, el presidente podía contar con el apoyo ilimitado de sus miembros y con un voto virtualmente unánime en el congreso. El sistema estaba diseñado para funcionar sin oposición y dentro de un entorno económico en el que el gobierno mandaba por encima de cualquier cosa; es decir, un entorno económico en el que los mercados internacionales eran irrelevantes y en el que los empresarios producían esencialmente para el consumo interno.

En la medida en que la realidad interna y externa comenzó a cambiar, el PRI entró en problemas cada vez más agudos. Para comenzar, la incapacidad de los gobiernos de los setenta de reconocer la profundidad del cambio que experimentaba la economía del mundo les llevó a adoptar programas económicos no sólo insostenibles, sino extraordinariamente costosos para el país y los mexicanos. Las crisis económicas de los setenta y ochenta no fueron producto de la casualidad, sino de decisiones económicas erradas que endeudaron en exceso al país y pospusieron la adopción de medidas indispensables para sostener el ritmo de crecimiento que se había logrado en los sesenta. Esas crisis obligaron a los gobiernos de los ochenta y noventa a introducir reformas económicas severas para poder retornar al camino del crecimiento que nunca debió haberse abandonado. Pero esas reformas constituyeron un golpe severo a una parte de la fórmula que había logrado el éxito del PRI, toda vez que redujeron drásticamente las oportunidades de acceder a la riqueza a través del gobierno. Es decir, la desregulación y las privatizaciones eliminaron infinidad de oportunidades de corrupción de las que se nutría el pacto entre los miembros del PRI.

Por su parte, el desarrollo de la sociedad a lo largo de décadas llevó a su natural diferenciación en términos políticos. Los partidos políticos distintos al PRI se fueron formando para dar cabida a aquellos mexicanos que no encontraban espacio o representación en el PRI. En adición a ello, las crisis económicas y, en general, el desgobierno que nos ha caracterizado, aceleró no sólo el crecimiento de esos partidos, sino sobre todo la disposición de los mexicanos a votar por partidos distintos al PRI. Una vez más, las crecientes demandas de democracia y de respeto al voto constituyeron un segundo golpe al pacto priísta. Ahora si, el presidente ya no podía garantizar el acceso a puestos públicos, lo que destruía la otra mitad del pacto priísta. Puesto en otros términos, los priístas ya no tienen el incentivo fundamental para ser leales y disciplinados, lo que explica su creciente disposición a abandonar el partido cuando no se benefician de sus decisiones.

El momento actual es particularmente delicado para el PRI. El gobierno actual inició su sexenio con una política que se resumía en dos frases muy claras: la sana distancia y la única línea es que no hay línea. Desde el punto de vista del desarrollo de largo plazo del país, la noción de dejar a los miembros del PRI a que fuesen dando forma a un nuevo partido con sus propios medios era extraordinariamente innovadora pero, en retrospectiva, temeraria. La mayor parte de los priístas, en forma idéntica a lo que ocurre en el sector empresarial, se quedaron totalmente paralizados, sin saber qué hacer. No supieron encontrar en la nueva libertad que aparentemente se les otorgaba la oportunidad para reconstituir al partido. Por su parte, los priístas más aventados se dedicaron a forjar el contenido de un nuevo partido, uno que intentaría repetir el éxito del PRI en los años sesenta o setenta, es decir, en buena medida retornando al pasado. Para ello recurrieron a la imposición de los famosos candados para las candidaturas de gobernadores y presidente, a llamados para volver a controlar y regular la economía y, en general, a tratar de reproducir el mundo idílico y perfecto del PRI.

La primera tensión se presentó cuando el gobierno demandó la lealtad absoluta del contingente priísta en el Congreso a principios de 1995. El gobierno que proclamaba la sana distancia no la podía tolerar en temas económicos cruciales. Más recientemente, la estrategia del gobernador de Puebla ha puesto en la palestra, con toda nitidez, los contrastes entre la visión gubernamental y la de los miembros del PRI que esperan sus propias reivindicaciones en el futuro y que, por primera vez, sienten amenazado el reino de su partido en las próximas elecciones presidenciales. Finalmente, la nominación de candidatos para las gubernaturas próximas ha resultado ser un desastre en varios estados, sobre todo en Zacatecas y Veracruz, pero otras prometen ser igual de conflictivas para el futuro de ese partido.

La postura presidencial en materia política partía de tres principios muy específicos: primero que el PRI se sostendría o que, en el peor de los casos, comenzaría una reestructuración por sí mismo. Segundo, que el tiempo para tales cambios era suficiente, sobre todo si la reforma electoral y la judicial avanzaban con rapidez, lo que reduciría tensiones entre los partidos y en la sociedad en general. Finalmente, que los partidos de oposición también reconocerían la oportunidad que el presidente les estaba presentando y que comenzarían a actuar con la responsabilidad e iniciativa que eso requeriría. Aunque hay indicios de que tanto el PRI como el PAN y el PRD han comenzado a asumir su verdadera y trascendental responsabilidad, la realidad es que todos los incentivos que existen en la actualidad los inducen a minar el orden político existente en lugar de construir uno nuevo.

A poco más de dos años de las próximas elecciones presidenciales, todavía es tiempo de introducir algún tipo de orden en el proceso de evolución política del país. Lo urgente es darle instrumentos a los partidos -a todos- para que se sumen al proceso de cambio en lugar de intentar sesgarlo permanentemente pero, sobre todo, modificar drásticamente los incentivos que en la actualidad casi obligan a los partidos a minar todo sentido de autoridad y gobierno. El presidente debe convertirse en el garante del proceso de sucesión presidencial, como el mecanismo fundamental de estabilidad, económica y política en el país. Es decir, el gobierno debe liderear el proceso de cambio político, fundamentando con ello la institucionalización de la política, en lugar de pretender controlar lo incontrolable. Esto no implica que el presidente favorezca a partido o candidato alguno, pero sí que asegure una competencia justa dentro de un marco de interacción perfectamente acotado, en el que se penalice cualquier infracción a las reglas del juego. Paradójicamente, una estrategia de esta naturaleza si implicaría que el presidente se dedicara activamente a reestructurar al PRI y a darle liderazgo para garantizar la estabilidad. Pero el punto de fondo es que, sin la participación activa de los tres partidos grandes en la definición de las reglas del juego para estos tiempos políticos difíciles, no hay manera de arribar a buen puerto en el 2000. En este momento no parece haber nada que los oriente en esa dirección.

 

CUAL JUSTICIA

Luis Rubio

Fabricación de pruebas, siembra de restos humanos, policías al servicio de sus dueños políticos, narcos o, simplemente criminales. Todas estas son las realidades de nuestro país. Los políticos pretenden y argumentan que existe justicia y democracia en México, pero los mexicanos sabemos la realidad: las leyes una ficción, la legalidad no existe y la justicia es, en este contexto simplemente imposible.

Lo único novedoso de los últimos dos meses ha sido la confesión por parte del establishment político de la realidad que ya todos sabíamos o suponíamos. El actual gobierno tenía el proyecto de imponer la legalidad, pero las fallas inherentes a su proyecto, sumadas a la terca realidad, han hecho que ésta no sólo no avance, sin que el retroceso sea mayúsculo. Frente a esta terrible realidad, el único resquicio de optimismo puede surgir del hecho de que hoy todos, en México y fuera, sepamos la realidad, confiadamente de la verdad se pueda construir algo más digno de un país que ha aguantado tanto abuso.

El problema es que los políticos se niegan a aceptar la realidad. Lejos de ello. En lugar de reconocer la vergüenza que representa la ausencia patente de justicia y legalidad, los políticos de todos los partidos se han abocado a la indecorosa actividad de culparse mutuamente y a convertir la que podía haber sido la base de un gran consenso político en favor de la justicia y legalidad, en una burla superlativa de la población.

Los mexicanos hemos tomado todos estos denigrantes hechos con una mezcla de mofa vergüenza y profundo desprecio. Para un país acostumbrado a vivir esta realidad por siglos, el hecho de que se hagan públicos estos hechos no hace sino comprobar lo que han sabido siempre: que la justicia en el país no es posible y a lo que lo que los políticos y gobernantes llaman justicia y legalidad no es y ha sido más que un abuso tras otro, diseñado para favorecer los intereses de un puñado de personas y grupos.

Lo que ha pasado ahora es que el arribo de una supuesta democracia ha descubierto el debate político y ha provisto enormes incentivos para lavar la ropa sucia en público. Si eso fuera todo, el beneficio potencial de largo plazo sería enorme. Sin embargo, nos estamos adentrando en un proceso político sumamente peligros que igual puede concluir en una democracia consolidada, pero más probablemente va a acabar con un conflicto exacerbado, potencialmente violento.

La legalidad del régimen no consiste en proteger a los individuos del abuso gubernamental -esencia de la legalidad aquí y en China- sino en codificar las leyes, para el resto de los políticos -e, incluso, muchos abogados-, la legalidad existe toda vez que se haga lo que ellos creen que debe hacerse. Sólo eso explica que existan procesos judiciales tan viciados como los que han sido casos espectaculares de los últimos sexenios, hasta los crímenes políticos más reciente. Lo que los políticos no parecen acabar de comprender es que la politización de la justicia una vez entraña su politización permanente. O, lo que es lo mismo, que el inquisidor de hoy puede ser el inculpado de mañana por el mero hecho de haber caído de la gracia de los altos poderes del momento.

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5 compra de testimonios, encarcelaciones sin pruebas, procesos corruptos, ,se

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¿Hay algo que se pueda hacer al respecto? Evidentemente es posible transformar la realidad actual y comenzar a construir un sistema legal y judicial moderno, pero los problemas y obstáculos en el camino no son pequeños. La pequeña -y muy modesta- mejoría en la manera de decidir y funcionar de la Suprema Corte de Justicia demuestran que es posible avanzar en la dirección correcta. Sin embargo, dada la enorme y profunda incredulidad que existe, un verdadero avance en materia de justicia y legalidad en el país probablemente sería asequible sólo si ésta se despolitiza de golpe y en su totalidad.

El gobierno tendría que organizar un acuerdo político amplio entre los partidos y fuerzas políticas para poder adoptar semejante iniciativa, una vez logrado esto, todos los políticos tendrían que aceptar la revisión de los casos políticos y politizados, entendiendo de entrada la posibilidad de que algunos inculpados, -culpables o no- pudiesen ser liberados por el hecho de que el gobierno y las procuradurías fallaron en los procedimientos o porque fueron incapaces de demostrar culpabilidad. En algunos ámbitos, una solución sería posible sólo en la medida en que se aceptaron jurisdicciones internacionales para la solución de problemas dentro del país. Es decir, aceptar e instrumenta las decisiones de instituciones como la Corte Internacional (e Interamericana) de Derechos Humanos, así como de entidades como MIGA, que otorgan garantías a la inversión respecto a acciones arbitrarias de los gobiernos .

 

MEXICO Y SU DEMOCRACIA

Luis Rubio

Nos estamos acercando al punto en que no sólo los procesos electorales serán aceptados como impolutos, circunstancia que ya se inició en 1994, sino que también estamos ante la posibilidad -por remota que sea- de que en 1997 se instale la primera legislatura de oposición en nuestra historia post revolucionaria. El hecho de que comencemos a otear la vida democrática será sin duda motivo de orgullo. Pero los problemas de México seguirán siendo los mismos y no es imposible que su solución se torne mucho más compleja, si no es que imposible.

La democracia tiene enormes virtudes, pero, como forma de gobierno, no es substituto de todos los requerimientos básicos que hagan funcional a un país. Cualquiera que sea el resultado electoral en julio próximo, México seguirá siendo un país sin estado de derecho, carente de un clima de tolerancia, de un gobierno funcional y de una economía pujante en la que participen, o tengan razonable posibilidad de participar, todos los habitantes. Por mucho que el gobierno esté satisfecho de sus logros o de que haya un puñado de empresas creciendo y desarrollándose en formas que deberían enorgullecernos a todos, el hecho es que el país no cuenta con ninguna de estas condiciones esenciales.

La democracia electoral podrá contribuir a premiar y a castigar a los gobernantes, pero no fue diseñada para crear los cimientos de un país exitoso. En esta medida, el hecho de que finalmente logremos dejar atrás la vergüenza de la historia priísta de fraude electoral, no garantiza que los problemas del país comiencen a evaporarse como por arte de magia. Los problemas seguirán siendo los mismos. Las herramientas para resolverlos dependerán de circunstancias similares a las que son disponibles en la actualidad. Lo que habrá cambiado en forma inexorable será la naturaleza de los protagonistas en el proceso político.

Los protagonistas irán cambiando en el tiempo. Independientemente de quién gane el congreso en julio próximo, pocas dudas caben que los procesos políticos van a adquirir una dinámica cambiante. Ciertamente, si el PRI logra una mayoría absoluta, el ritmo de cambio será menor que si eso no ocurre. Pero aun en ese escenario, es evidente que el PRI también está cambiando, lo que asegura que el futuro será muy distinto al pasado. Hay un número creciente de priístas que no comparten los objetivos o prioridades del gobierno, lo que les ha llevado a actuar con inusitada agresividad y militancia. Quizá más importante, la disposición de los priístas a hacer públicas esas diferencias es patente.

Cualquier otro escenario que resulte de las elecciones de julio próximo va a entrañar un proceso muy acelerado de cambio. Sea que el PAN gane la mayoría o, quizá más probablemente, que ningún partido acabe con mayoría absoluta, la forma de actuar del congreso sería nueva. Seguramente tendríamos oportunidad de ver iniciativas de ley por parte del propio Poder Legislativo que recibirían una consideración seria y real, como nunca antes. También observaríamos diferencias patentes entre las posturas del Poder Ejecutivo y el congreso. Indudablemente, esos cambios, al contribuir a lograr un equilibrio entre los poderes públicos, comenzarían a contener los arranques que históricamente ha tenido el gobierno, moderando al menos los brutales abusos y excesos legislativos a que nos tienen acostumbrados.

Los beneficios que un gobierno dividido podría traer consigo son obvios y no requieren mayor debate. El problema es que, por una parte, no sólo habría beneficios y, por la otra, que se han creado expectativas excesivas respecto a los potenciales beneficios de la democracia, cuando ésta no podría ser a ser real y efectiva más que en forma marginal.

El tema no es irrelevante. Hay algunos problemas mecánicos que acompañarían a un gobierno dividido que tendrían que ser resueltos, como es el hecho de que no existen mecanismos para vetar iniciativas o para eliminar un veto presidencial en el Poder Legislativo. No existen esos procedimientos porque nunca han sido requeridos y, sin duda, podrían ser acordados sin mayor dificultad. Sin embargo, más allá de ese tipo de problemas mecánicos, esta nuestra realidad cotidiana.

A pesar de que existen muchas leyes, el país carece de estado de derecho. La protección a los derechos individuales es sumamente pobre; no existe seguridad jurídica; cuando al gobierno le parece que es necesario, altera la ley y con ello justifica su cambio de actuar. Si bien algo de esto podría ser alterado por el hecho de existir un gobierno dividido, la ausencia de estado de derecho implica que se limitarán los berrinches y excesos por parte del gobierno, pero no que no habrá excesos similares por parte del propio congreso. Es decir, el hecho de que se modifique la relación entre los poderes públicos al haber un partido mayoritario distinto al PRI en el Congreso (o que ningún partido tenga mayoría) no va a afianzar los derechos individuales de los mexicanos ni va a hacer más efectivo o funcional al gobierno ni necesariamente va a limitar el número o la calidad de los abusos que los mexicanos sufrimos de manera regular.

Nuestro problema no es de portagonistas, sino de estructuras institucionales. Por más que el PRI se jacte de ser el partido de las instituciones, en realidad sigue siendo el partido de las personas y los cacicazgos, pero ahora sin un efectivo control centralizado como el que existía antaño. La carencia de estado de derecho y de instituciones, sumado a la discrecionalidad gubernamental en una etapa de gobierno dividido van a acentuar la inseguridad y la incertidumbre. El arte de gobernar será mucho más difícil y los conflictos inevitablemente mayores. Todo será más complejo, lo que pospondrá todavía más la solución de los problemas que veraderamente aquejan a la ciudadanía.

Estas realidades anuncian tiempos muy complejos, justo cuando los nuevos demócratas prometen el nirvana y el gobierno comienza a actuar como si el futuro inevitablemente será color de rosa

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La democracia electoral podrá ser fundamental para terminar -o, al menos, para penalizar- la impunidad que ha caracterizado a nuestros gobernantes, pero no fue diseñada para crear los cimientos de un país exitoso. En esta medida, el hecho de que finalmente logremos dejar atrás la vergüenza de la historia priísta de fraude electoral no garantiza que los problemas del país comiencen a resolverse como por arte de magia. Los problemas seguirán siendo los mismos. Las herramientas para resolverlos serán las mismas que hoy existen, pero su utilización dependerá aun más de las circunstancias del momento y de la capacidad de articular consensos una y otra vez. Lo único que habrá cambiado en forma inexorable será la naturaleza de los protagonistas en el proceso político. Bajo algunos escenarios electorales, la construcción de coaliciones y consensos va a requerir habilidades que han sido poco frecuentes en el gobierno y casi inexistentes en los últimos años.

Los protagonistas irán cambiando en el tiempo. Independientemente de quién gane el congreso en julio próximo, pocas dudas caben de que los procesos políticos van a adquirir una dinámica cambiante. Ciertamente, si el PRI logra una mayoría absoluta, el ritmo de cambio político será menor al que sería de otra manera. Pero aun en ese escenario, es evidente que el PRI también está cambiando, lo que asegura que el futuro será muy distinto al pasado. Hay un número creciente de priístas que no comparten los objetivos o prioridades del gobierno, lo que les ha llevado a actuar con inusitada agresividad y militancia. Quizá más importante, la disposición de los priístas a hacer públicas esas diferencias es patente.

Cualquier otro escenario que resulte de las elecciones de julio próximo va a entrañar un proceso muy acelerado de cambio. Sea que el PAN gane la mayoría o, quizá más probable, que ningún partido acabe con mayoría absoluta, la forma de actuar del congreso será nueva. Seguramente tendríamos oportunidad de ver iniciativas de ley por parte del propio Poder Legislativo que recibirían una consideración seria y real, como nunca antes. También observaríamos diferencias patentes entre las posturas del Poder Ejecutivo y el congreso. Indudablemente, esos cambios, al contribuir a lograr un equilibrio entre los poderes públicos, comenzarían a controlar los caprichos y bandazos políticos que históricamente ha tenido el gobierno, al menos moderando los brutales abusos y excesos legislativos a que nos tienen acostumbrados.

Los beneficios que un gobierno dividido podría traer consigo son obvios y no requieren mayor explicación. El problema es que esos posibles beneficios se han inflado de tal manera que se han creado expectativas excesivas que no podrán ser satisfechas más que en forma marginal.

El tema no es irrelevante. Hay algunos problemas mecánicos que surgirán de la práctica o el ejercicio de un gobierno dividido que tendrían que ser resueltos, como es el hecho de que no existan mecanismos para vetar iniciativas o para eliminar un veto presidencial al Poder Legislativo o para definir qué ocurre si, por ejemplo, no se aprueba el presupuesto. No existen esos procedimientos porque nunca habían sido requeridos y, sin duda, si los partidos reconocen la gravedad potencial del momento, podrían ser acordados sin mayor dificultad. Es irónico, en estas circunstancias, que el PRI, partido que lleva una década casi obligando a los partidos de oposición a firmar «pactos de civilidad» post electorales, sea ahora el que los rechaza. En cualquier caso, más allá de ese tipo de problemas mecánicos de los que sí podría vislumbrarse una solución, está nuestra realidad cotidiana.

A pesar de que existen muchas leyes, el país carece de un estado de derecho. La protección a los derechos individuales es sumamente pobre; la seguridad jurídica es inexistente; cuando al gobierno le parece que es necesario, altera la ley o, peor, la aplica selectivamente y con ello justifica cambios en su actuar y la imposición que ejerce. Si bien algo de esto podría ser moderado por la existencia de un gobierno con poderes divididos, la ausencia de estado de derecho no evita que haya excesos, abusos o caprichos similares a los del Ejecutivo por parte del propio congreso o de cualquier otra autoridad. Es decir, el hecho de que se modifique la relación entre los poderes públicos al haber un partido mayoritario distinto al PRI en el Congreso (o el que ningún partido detente la mayoría) no va a afianzar los derechos individuales de los mexicanos, ni va a hacer más efectivo o funcional al gobierno, ni necesariamente va a limitar el número o la magnitud de los abusos que los mexicanos sufrimos de manera regular.

Nuestro problema no es de protagonistas, sino de estructuras institucionales. Por más que el PRI se jacte de ser el partido de las instituciones, en realidad sigue siendo el partido de los líderes, los políticos y los caciques, pero ahora sin un efectivo control centralizado como el que existía antaño. Un gobierno dividido, en ausencia de estado de derecho y de instituciones, sumado a la existencia de una excesiva discrecionalidad gubernamental, podría acentuar la inseguridad y la incertidumbre ya de por sí imperantes. El arte de gobernar sería mucho más difícil y los conflictos inevitablemente mayores. Todo sería más complejo, lo que pospondría todavía más la solución de los problemas que verdaderamente aquejan a la ciudadanía.

Estas realidades anuncian tiempos muy complejos, justo cuando los opositores de antaño, hoy transformados en nuevos demócratas, prometen el nirvana y el gobierno comienza a actuar como si el futuro inevitablemente pintara color de rosa.

 

EL GRAN AUSENTE

Luis Rubio

Mientras que los países de Asia, Europa, Estados Unidos y hasta Africa compiten y se reparten la inversión -y, probablemente, el futuro-, el gran ausente en la reunión del Foro Económico Mundial de este año fue América Latina. Ls han sabido distinguir con gran tino las variables que se pueden manipular con éxito de aquéllas en las que simplemente no hay manera de hacerlo bien. Los resultados son patentes: mientras que países tan disímbolos como Tailandia, Malasia, Filipinas, Vietnam y hasta Corea del Norte crecen como bólidos, en América Latina sólo Chile puede preciarse de semejante logro, seguido de una manera distante por Argentina. Un agudo observador occidental residente en Japón llamó a este fenómeno: la enfermedad latinoamericana. El problema, dice, reside en la incompetencia permanente de sus gobiernos.

En los países de este hemisferio, los gobiernos no pueden dejar de manipular el tipo de cambio, a los sindicatos, a las cámaras empresariales y a los medios de comunicación. En algunos casos su objetivo es iluminado, en otras es de lo más pedestre. El hecho es que simplemente no pueden dejar de manipular. Sus fracasos en estos temas son patentes. Lo impactante es observar todo lo que estos gobiernos no se dedican a hacer: como proporcionar y propiciar una mejor educación, o las condiciones para una rápida transición entre empresas y empresarios quebrados hacia otras y otros que tengan dinero y mejor capacidad para una rápida transformación, menos regulaciones onerosas, mejores condiciones para pagar impuestos y, en nuestro caso en particular, arreglos institucionales para asegurar un proceso político tranquilo y sin incidentes en caso de que el congreso quede en manos de la oposición. Como en Davos, la calidad de gobierno se debe medir por las grandes ausencias.

En el Foro Económico Mundial este año el gran ausente fue América Latina. Prominente entre los ausentes fue México. Los temas que ahí se discutieron son todos clave para nosotros, pero en ninguno estuvimos presentes. Las discusiones y conferencias medulares giraron en torno a los grandes temas del siglo XXI: la globalización, las comunicaciones, la economía digital, la tecnología y, sobre todo, las condiciones que cada país tiene que crear para estar ahí. Si uno observa lo que están haciendo países tan disímbolos como Irán, Egipto, Sudáfrica, Rusia, Malasia y Polonia, por citar sólo algunos parecidos en alguna u otra forma a México, no hay uno que no esté planteando nuevos esquemas educativos, acceso a nuevas tecnologías y el desarrollo de una economía capaz de absorber lo que viene en las próximas décadas. Para ellos, lo urgente es elevar los niveles educativos y reducir la capacidad de manipulación de sus burocracias para atraer las inversiones y las tecnologías que les harán posible alcanzar niveles de desarrollo tan elevados como los que nosotros también deseamos, pero para los que simplemente no nos estamos preparando.

El discurso y la retórica de los presidentes y primeros ministros prácticamente era indistinguible. No había líder político alguno que no estuviera privatizando, desregulando, desarrollando proyectos de inversión, negociando acuerdos de libre comercio o anunciando transformaciones políticas sustantivas. Si uno lee los discursos -en lugar de escucharlos- de personas tan diversas como Mandela, el presidente de Polonia, el primer ministro ruso, Mubarak de Egipto, Arafat o Netanyahu de Israel, lo que salta a la vista son las semejanzas, no las diferencias. En contraste, los debates que uno lee en la prensa mexicana -sobre la apertura comercial, el gasto público, o sobre la inversión extranjera, por ejemplo- son nada menos que bizantinos tanto para los gobernantes como para los partidos de oposición de los países antes citados. Todos ellos están en la misma órbita. Nadie discute la dirección de la política económica; por lo que se pelean es por la velocidad con la que van a llegar ahí. Todos, menos nosotros, buscan atraer y cautivar a la inversión, a la opinión pública internacional. Uno se pregunta si, en ese contexto y con esos contrastes, tendremos igual posibilidad de salir adelante que aquellos.

El mayor de los contrastes se encuentra en la diferencia de enfoques. Mientras que aquellos se debaten en el cómo la economía digital va a transformar a los nios temas latinoamericanos han dejado de ser relevantes para la crema y nata de la economía, las finanzas, la política y la futurología mundial. Los temas de la reunión anual en Davos este año no requerían de América Latina porque este subcontinente parece haber desaparecido del mapa. El problema es que, en un mundo crecientemente integrado e interdependiente, el que no está adentro se quedó afuera.

Nada en el temario del foro en este año incluía algo en lo que destacara América Latina. En una conferencia dedicada a los problemas relativos a los costos financieros de la vejez, se hizo alguna referencia distante a los planes de pensión chilenos y hubo discusiones sobre el TLC y su posible vinculación con Mercosur. Fuera de esas mesas de debate secundarias, América Latina estuvo ausente. Cuando se hacía referencia a México era en relación a la crisis del 94 y su impacto sobre los mercados financieros, así como a los posibles efectos de un proceso político explosivo sobre éstos en el futuro. Fuera de ello, no hubo conferencia plenaria alguna en la que México fuese un tema sustantivo.

Por supuesto que se encontraban presentes funcionarios de primer nivel tanto mexicanos como de otros países de la región, quienes en general hicieron un papel muy decoroso, cuando no excepcional. Pero México y la región en general, como temas de análisis o discusión, brillaron por su ausencia. Ni es un tema que interese a nadie más en el resto del mundo ni parece haber un intento por parte de los gobiernos de la región por engranarse con los temas y proyectos del futuro. Más bien, lo poco que sí hubo de México y de Latinoamérica se refería al pasado. Esto quizá ocurre porque algunos gobiernos están peleando con secuestradores, mientras que otros sólo piensan en su reelección; otros más ya se quemaron una vez, por lo que mejor no se aparecen frente a este imponente foro; y, finalmente, están los demás, los que no tienen programa o proyecto nacional fuera de atender lo urgente, por lo que no se atreven a exhibir sus limitaciones ante los líderes de la economía mundial. El hecho es que el mundo avanza en una dirección, mientras que nosotros nos consumimos en lo que pudo haber sido pero ya no fue.

Es irónica la actitud de los gobiernos latinoamericanos, expertos en manipularlo todo y en pretender que saben mejor que todos y cada uno de sus habitantes lo que es bueno para ellos, tanto en la economía como en la política. Con su ausencia y total inacción en el foro más importante del mundo en materia de inversión y desarrollo futuro, no sólo pretenden que su creciente aislamiento es algo irrelevante sino que parten del principio de que el tiempo juega a su favor. Si hay un área en la que los gobiernos de la región se ganarían el galardón dorado, ésta sería precisamente la de su propensión permanente e infructuosa de manipular las variables económicas y políticas. Evidentemente hay muchos países en el mundo que se dedican a manipular todo lo que pueden: nadie más que los asiáticos. Pero hay una gran diferencia entre unos y otros. Esos gobiernoños de primaria en El Cairo dentro de dos décadas, nosotros nos seguimos consumiendo con discusiones como aquélla en torno a las cámaras de industria y de comercio, y si éstas deben ser obligatorias o no, o con acciones como la que llevó a cabo la SCT al alterar, después del hecho, las reglas del juego en la privatización de una línea de ferrocarril. Los temas y nuestros niveles de debate son tan patéticamente diferentes que no es difícil explicar porqué las tasas de crecimiento de algunas regiones son tanto más elevadas y sostenidas que las nuestras y por qué a nosotros nos ven con suspicacia en el resto del mundo.

Por supuesto que los niveles de crecimiento de los países exitosos se han logrado gracias a que, a lo largo de algunas décadas, se construyeron los cimientos para hacer eso posible. Sin embargo, un ingrediente central del éxito que se observa en Asia, en algunos países de Africa y en Europa oriental es la visión de sus gobiernos y la disposición a convertir esa visión en proyectos concretos, en privatizaciones, en acciones dirigidas a crear consenso detrás de un concepto de desarrollo que todos puedan compartir. Quizá aquí logremos que algunos indicadores mejoren, pero para lograr el desarrollo se requiere, primero, la visión y, después, el convencimiento de toda la población. Esto necesariamente implica un delicado trabajo político, para que sea posible que el país entero persiga un objetivo común. Sin ello, el anhelado desarrollo no llegará nunca.

 

UN PARTIDO AGOTADO

Luis Rubio

Los priístas nopárecen saber como recuperar su antiguo reino. Primero salieron eufóricos de su asamblea en el mes de septiembre pasado. Pero la alegría duró poco, pues en noviembre los procesos electorales en tres estados evidenciaron la incapacidad de ese partido por adecuarse a un ambiente de competencia electoral. Conel cambio en la dirección delpartido en el mes de diciembre, los priístas están intentando una nueva táctica: la del miedo. Una estrategia resulta más futil que la otra. ¿Será que el PRI ha arribado a su etapa terminal?

Más que retrocediendo o consumiéndose, el PRI parece estarse desfundando. Sus contengentes y liderazgos parecen totalmente incpaces de comprender la angustia, los temores y, sobre todo, el profundoenojo que caracteriza a una polbalcín cada vez más consciente de sus derechos ciudadanos.

La XVII Asamblea marcó un hito en la historia del PRI porque unificó a los cuadros dirigentes de ese partido de una manera excepcional. Luego de años de retrocesos y conflictos reprimidos en el interior del partido, los priístas – sobre todo sus contenges más reaccionarios- encabezaron un movimiento reivindicatorio que logró generar niveles de energía no vistos desde hacia décadas. El hecho de legiti

Lo peror de todo Lo pepara los priístas es que la euforia con que concluyó la Asamblea les duró escasamente un mes. En noviembre vino el primer descalabro en la forma de las elecciones enlos estados de Coahuila y México e incluso eible que se trate de una caída temporal. Lo que es seguro es que, como evidenciaron los comicios de noviembre, lo que estamos observando no es un movimiento de los mexicanos hacia la oposición, sino la total incapacidad del PRI de atraerlos para que vayan a votar.

 

Para colmo, luego de esas elecciones se desató una avalancha de renuncias, algunas muy ruidosas, como la de la hija de un cacique priísta en Campeche. Esa renuncia fue seguida por la de un exgobernador de Veracruz y de otras muchas que generaron profunda ansiedad en el gobierno y en la presidencia del partido.

El temor de que la pequeña fuga por goteo se conviertiera en avalancha llevó a que el PRI y el gobierno se comportaran en la forma mas absurda -y obtusa- posible.

La reacción del nuevo liderazgo priísta, en obvia coordinación con el gobierno, ha sido de dos tipos. Por un lado el discurso y la retórica cobraron una súbita militancia, bordeando en la desesperación. Por otra parte, se iniciaron accines legales en contra de algunos de los desertores, prticularmente de Dante Delgado como si su detención fuese a modificar el devenir del partido.

Con el inicio de una investigación en contra del exgobernador de Veracruz y su sucesivo encarcelamiento, el PRI y el gobierno inauguraron una peligrosa línea de acción. Los tribunales determinarán la culpabilidad legal del exgobernador, pero los incentivos que creó la acción gubernamente van a alterar el panorama político por mucho tiempo. Sud etención demuestra que el gobierno sólo castiga a quien no está enel PRI, por lo que fortalece la ancestral impunidad priísta. Peor todavía, al actuar visceralmente exhibe todas sus debilidades.

El intento de mantener la unidad priísta y su desepración por evitar una desbandada son plenamente comprensible. Pero, además de probablemente ser futiles en la mayoría de los casos, es difícil comprender cómo espera el liderazgo priísta que un partido lleno de políticos frustados que prefirirían abandonar el barco – pero no pueden por temor a que se les inicie un proceso penal- va a fundiconar diligentemente. Difícil creer que el PRI va a poder hacer frente a que podría ser el proceso electoral más competido de su historia sobre el andamiaje de políticos más caracterizados por el agotamiento, el enojo y la total incomprensión de las motivaciones y temores de la ciudadanía.

Quizá la reacción mas pueril y absurda es la que se obesrva en el lenguaje reciente del PRI. Elnuevo presidente del partido ha inaugurado una retórica diseñada para atemorizar al electorado, como advertencia de lo que pudiese ocurrir de perder el PRI su mayoría en el congreso en 1997. La desesepración que evidencia el discurso sería patetia, sino fuese por sus contradicciones. Para bien o para mal, una amplia proporción del electorado culpa a la política económica de todos los males habidos y por haber. Como partido gobernante, lo lógico sería que el PRI abogara por la política económica de su gobierno e intentara ganarle legitimidad. Lo absurdo de la retórica es que hace practicamente lo contrario: amenza al electorado. De no votar por el PRI, dice el discurso priísta, la política económica sufrirá perniciosas modificaciones. Como discurso pra inversionistas sería perfecto; como invitación a votar por un partido al que se culpa de todos los males es, mínimanete dificil de enter. Quizá revela que más que estrategia, al PRI lo conduce una inercia incontenible.

En 1994 la estrategia del miedo -conscientemente organizda o no- fue sumamente exitosa. Desde el levantamiento zapatista, los mexicanos han demostrado, una y otra vez, que reconocen la extrema fragilidad del momento, manifestándose sistemáticamente contra la violencia y por la estabilidad. La suma de estos factores llevó a un resultado tan definitivo en las elecciones de ese año. Tal vez por eso el PRI crea que puede repedir la faena de entonces.

LA ECONOMIA DEL PAN

Luis Rubio

Los buenos deseos, más que el conocimiento de la economía, parecen guiar al PAN en su gestión legislativa. En el mes de noviembre pasado, la fracción panista en el Senado envió una iniciativa de ley orientada a permitir que los contratos de crédito se modifiquen cuando así lo requieran los cambios en las condiciones del mercado. Intentado favorecer a los acreditados, los panistas han abierto una caja de Pandora, toda vez que no se trata de un discurso político, sino de una iniciativa de ley. Como tal, uno debe suponer que los conceptos contenidos en esa iniciativa representan la visión del mundo económico de las personas que, en unos meses, podrían ser los responsables de la conducción del Congreso. Si es así, más vale que nos amarremos los cinturones.

Con gran sensibilidad y en defensa de su postura, los panistas aluden a la precaria situación en la que viven miles de personas y familias que contrataron créditos antes del final de 1994 -en el entendido de que sus ingresos serían suficientes para sufragar los pagos convenidos- y que ahora padecen los cambios tan abruptos ocasionados por la devaluación en el sistema financiero y en sus adeudos. La situación es muy real y es loable que los legisladores se preocupen por el problema. Sin embargo, la solución que los legisladores panistas proponen es peor que la enfermedad.

Primero está el problema. Una familia contrató un crédito para comprar una casa. Luego de pagar tres o cuatro años, los intereses súbitamente se elevaron en forma no sólo imprevista sino brutal, llevando a que los pagos mensuales a que esa familia estaba acostumbrada fuesen insuficientes para mantenerse al día en sus pagos. Poco a poco, los intereses no cubiertos se fueron acumulando al capital, por lo que, en unos cuantos meses, el valor nominal del crédito resultó mucho mayor que el monto total originalmente contratado. Esta familia prototípica súbitamente se encontró ante la dramática situación de no poder pagar y, por lo tanto, ante la posibilidad de perder la casa o el inmueble del que se tratara. De esta manera la familia acabó no sólo con un contrato leonino y de muy dudosa legalidad en sus manos, sino que hasta podría quedarse en la calle. El problema es real y obviamente requiere de soluciones que, en muistas están de hecho demostrando su concepción de la economía.

En la iniciativa de los panistas aparecen tres conceptos. El primero consiste en proponer una solución legislativa a la política monetaria y cambiaria. Los panistas proponen que se utilice una nueva unidad de cambio, basada en salarios mínimos, para proteger al acreditado. El segundo se refiere a los márgenes de intermediación de los bancos. La iniciativa de los panistas propone fijar artificialmente una tasa máxima de intermediación para la banca, a fin de que el costo de los créditos disminuya. Finalmente, el tercero consiste en otorgar facultades a los jueces para que éstos fijen la tasa de interés adecuada cuando un crédito entre en litigio, además de premiar al moroso al permitirle no pagar intereses retrasados.

En los tres casos, los panistas enfocan un problema importante, pero proponen una solución que podría poner en entredicho la viabilidad de la economía en su conjunto, al sujetar la estabilidad del sistema financiero a la voluntad de los acreditados. En los tres rubros, los panistas han tocado problemas fundamentales, pero proponen soluciones que no resuelven nada y en cambio, podrían resultar sumamente contraproducentes, pues se olvidan de que los bancos son, como dice su descripción, intermediarios entre los ahorradores y quienes solicitan crédito. Los ahorradores no estarían dispuestos a depositar su dinero en el banco si no recibiesen a cambio un retorno suficientemente elevado como para compensar tanto la inflación como el riesgo intrínseco que existe en un mercado tan volátil como ha sido el nuestro. Por ello, la iniciativa panista desincentivaría el ahorro y el crédito, lo que recrearía el fenómeno de un mercado financiero informal y usurero, destruyendo la intermediación que realizan los bancos. Además, el efecto práctico para las personas que los panistas quieren atender sería el de elevar todavía más las tasas reales de interés. La política monetaria y cambiaria puede ser del gusto de los panistas o no, pero no es por la vía legislativa como puede ser modificada.

No hay la menor duda que los márgenes de intermediación de la banca mexicana no son sólo extraordinariamente elevados. En muchísimos casos son obscenos. Pero la noción de que una ley puede fijar los márgenes revela una enorme ignorancia o, en el mejor de los casos, inocencia. Lo único que podría reducir los márgenes de intermediación sería una mucho mayor competencia entre las instituciones bancarias, en el contexto de una bien arraigada seguridad jurídica (hoy inexistente), que les obligase a elevar sus niveles de eficiencia. Nada en el sistema bancario mexicano actual incentiva semejante acción.

Finalmente, al pretender que sean los jueces quienes decidan la tasa de interés que es justa para los acreditados, los panistas abren la puerta para que todos los acreditados dejen de pagar sus deudas y conviertan en deporte la cultura tan arraigada del «no pago». Los juzgados se saturarían de demandantes de tasas de interés favorables, independientemente de su capacidad de pago o del valor del bien para el que se contrató el crédito.

Este tema es particularmente grave en la medida en que el PAN se acerca cada vez más a la posibilidad de ser el partido mayoritario en el Congreso. Los legisladores panistas proponen nada más y nada menos que la consagración de la cultura del no pago en la ley. Con ello no sólo reducirían todavía más la poca seguridad jurídica que ya de por sí existe, sino que darían pie a que toda la economía se administrara de acuerdo a la lógica más populista: que el gobierno fije los precios, que el acreditado decida qué es justo una vez firmado un contrato (y recibido el dinero) y que las autoridades judiciales decidan el valor de un riesgo financiero. Después de eso los panistas podrían comenzar a proponer planes quinquenales y a determinar los salarios de los mexicanos. Los buenos deseos, desafortunadamente, no necesariamente hacen una buena economía.

Las décadas de historia del PAN no parecen haber preparado a sus dirigentes para el manejo de una economíchos casos, tendrán que ir bastante más allá de lo que los bancos y el gobierno han hecho hasta la fecha. El gobierno no ha logrado generar la confianza imprescindible para que disminuyan las tasas reales de interés, lo que han dado lugar a que crezcan movimientos como el Barzón y la cultura del no pago que se alimentan de la incredulidad y de la percepción de ausencia de gobierno.

Pero la solución que ofrecen los panistas a estos problemas es una colección de buenos deseos que disfrazan un populismo más propio del último trimestre del sexenio de López Portillo (en que se fijaron las tasas de interés en forma artificial), que una concepción económica moderna que contribuya a mejorar la situación del país. Si se tratara de un discurso político o de una arenga en campaña, los panistas, como animales políticos, estarían cortejando a sus electores y serían culpables, en el peor de los casos, de mera irresponsabilidad al prometer lo que no podrían cumplir. Pero dado que se trata de una iniciativa de ley, los pana en esta época mundial tan compleja. Para ellos parece más importante ser populares que estadistas. En esta iniciativa, como en otras previas relativas a los bancos y a la inversión extranjera, los panistas prefieren un discurso popular que el crecimiento hacia una capacidad real de gobierno. Cuando se trata de un mero discurso, que hagan lo que quieran; pero cuando lo que está de por medio es una legislación que podría deteriorar la ya de por sí precaria situación económica, mejor harían en controlar sus arranques.

 

UN NUEVO CONSENSO NACIONAL

Luis Rubio

Las fisuras políticas que experimenta el país se hacen particularmente patentes en el ámbito de la economía. Más que tender hacia un consenso, las fuerzas centrífugas dominan el debate político y producen un clima de confrontación creciente en el ámbito de la economía. El gobierno y su partido amenazan al electorado. En adición a ello, las propuestas de virtual ruptura institucional, disfrazadas de alianzas opositoras, contribuyen a crear un clima de deterioro del que nadie, excepto las fuerzas más reaccionarias, podría salir beneficiado. Es imperativo reconocer la fragilidad del momento en que nos encontramos.

El clima de tensión parece tener dos fuentes. Por una parte la creciente intolerancia que predomina en el ámbito político. El gobierno fustiga a todos los críticos y a toda disidencia, de cualquier color, como si viviéramos en la etapa stalinista de la era priísta. En lugar de propiciar un clima de confianza y serenidad que permita un desarrollo normal de la sociedad mexicana, el propio gobierno es el primero en enrarecer el ambiente público. Por otra parte, disfrazada de búsqueda de unidad y transición política, la propuesta de Alianza para la República destila un veneno de intolerancia preocupate, sobre todo por su naturaleza excluyente. En lugar de construir, dos de las fuentes potencialmente más fundamentales de transformación del país se están abocando a propiciar un enfrentamiento.

La tensión es palpable en el debate sobre la economía. Muchos de los intercambios que han tenido lugar en el tenso ambiente político se refieren a la disputa que existe en el corazón de la política económica. Quienes la apoyan y quienes la reprueban responden a circunstancias distintas. Si bien persisten algunos empresarios y muchos políticos que todavía suspiran por un mundo fácil, libre de importaciones y generoso en subsidios, los partidos políticos ya reconocen que la globalización de la economía es un hecho que no puede ser ignorado y, más importante, que no va a desaparecer porque uno cierre los ojos.

Aunque exista reconocimiento del problema, no hay consenso sobre cómo enfrentarlo. Típicamente, quienes apoyan la política económica ven en la globalización una oportunidad para el desarrollo del país, por lo que promueven una rápida inserción en la economía internacional, demandan esfuerzos mucho más intensos por desregular y privatizar para elevar la eficiencia e insisten en absoluta transparencia. Su prioridad es el largo plazo, a lo cual proponen subordinar los costos inmediatos del cambio. Para este grupo las oportunidades no esperan, por lo que cada día que se retrasan las afores y cada privatización que se cancela por cualquier razón es un paso atrás en la posibilidad de lograr un desarrollo económico sano que produzca empleos e ingresos para todos los mexicanos.

Por su parte, quienes reprueban la política económica no necesariamente rechazan la globalización, pero la ven más como una amenaza. Reconocen que el mundo del pasado ya no es posible, pero eso no les impide intentar preservar algunos de los trofeos que en esa época se cosecharon. Por ello proponen una mayor equidad en el desarrollo económico y convocan a un nuevo pacto social que redistribuya los beneficios, evite los extremos de pobreza y riqueza y garantice un mínimo de bienestar. Su prioridad se encuentra en el corto plazo a través de cambios graduales que garanticen la viabilidad socio política del proceso. Para este grupo el gobierno debe mantener sus instrumentos de acción política y social y emplearlos para proteger a los que menos tienen y asegurar que los beneficios se distribuyan más rápidamente.

Hasta hace unos años la mayoría de los mexicanos parecía aceptar que la única manera de avanzar era por medio de un curso más o menos intermedio entre estas dos posturas, donde se perseguían los objetivos de transformación económica, mientras que se asistía a los más desprotegidos. La participación que se dió en las elecciones de 1994 confirmaba que los mexicanos no sólo habían aceptado el rumbo adoptado como el único razonable y realista, sino que además reconocían la enorme fragilidad institucional del país.

La crisis económica dió al traste con ese virtual consenso y, desde entonces, no ha habido ni siquiera la intención de volver a forjarlo. Es por eso que la confrontación de posturas y los regaños presidenciales son tan preocupantes. No sólo no existe consenso, sino que el clima político es de creciente confrontación. La intoleracia se ha convertido en la norma en lugar de ser la excepción. Peor, en lugar de ver a la población como la razón de ser del país y el objetivo último de la política económica, los actores políticos se mueven como si lo único importante es ganar el punto del momento.

Los problemas del país son muchos y muy profundos. Por más que haya muchos creyentes, la democracia no va a resolverlos y sí, en cambio, puede dificultar su solución. Lo urgente es reconstruir un consenso sobre el rumbo adoptado para que los partidos y los políticos se peleen sobre los detalles. En la medida en que continuemos debatiendo la esencia, el país se va a consumir en el proceso. El país es demasiado importante como para que los pleitos y diferencias entre los políticos acaben destruyéndolo.

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4El clima de tensión parece alimentarse de está Pero también está que en en torno al corazón, la esencia, apoyan la política económica, aunsudinámica a través de exportaciones, importaciones, inversión extranjera, etcétera. Por ello demandan y, en esa medida, la del actuar gubernamental y de las reglas del juego/o se cancela una , se da ,,lonfueravertiente electoral de la incompleta mexicana .

 

SIN COMPROMISO EMPRESARIAL EL PAIS NO SALE

Luis Rubio

El cambio que ha venido experimentando el país es mucho más grande de lo que casi cualquiera reconocemos. Sin embargo, de los grandes ausentes en este proceso son los empresarios. Todo lo que se ha venido modificando en el país, tanto en la economía como en la política, entraña un cambio fundamental en el papel, la importancia y responsabilidad de los empresarios. De hecho, no sería exagerado afirmar que el cambio más importante que ha ocurrido en estos años ha sido precisamente que el centro de la actividad económica se ha desplazado del gobierno y sus entidades hacia los empresarios. Con muchas impresionantes excepciones, lo que falta es que los empresarios se enteren y asuman esa nueva responsabilidad.

La dinámica es doble. Por un lado está el cambio que experimenta el país. Por el otro se encuentra la tibia respuesta empresarial. El cambio en el país es impactante por donde lo quiera uno ver. Lo fácil es ver los baches en que parece que tenemos que caer a como dé lugar. La vida cotidiana en el país se ha vuelto una serie continua e interminable de situaciones caóticas, violencia, inseguridad, decisiones gubernamentales contradictorias y, en general, ausencia de claridad de rumbo. Pero si uno toma una perspectiva de largo plazo, la única conclusión posible es que el cambio que el país ha experimentado es trascendental y eventualmente se reflejará en una mejor vida para los mexicanos.

En lugar de ver los titubeos, contradicciones y tropiezos de toda índole que han venido caracterizando a nuestro devenir reciente, los cambios que impondrá la burocracia mañana o la absoluta falta de coordinación entre los distintos brazos del gobierno, observemos dónde estaba México hace una década o dos y dónde estamos ahora. Si nuestra observación es seria, no es posible concluir más que el país se ha transformado. Ciertamente estamos muy lejos de haber llegado al paraíso y también es imposible ignorar el desempleo, la pobreza y la quiebra de empresas de que ha venido acompañado este proceso de cambio, así como la profunda auto-devaluación nacional. Pero si uno salta más allá de las culpas, el hecho es que el país se encuentra cada vez más cerca de la posibilidad real de iniciar una etapa de crecimiento muy significativa.

Los cambios que me parecen más trascendentes son de dos órdenes. Por una parte, el gobierno y la política se están distanciando de la vida económica. Por la otra, se han creado mecanismos e instituciones que permiten al sector privado funcionar de manera cada vez más autónoma y, dentro de las enormes restricciones que impone nuestra idiosincrasia política y burocrática, el nivel de incertidumbre, que llegó a ser patológico en el pasado, parece irse reduciendo a niveles todavía elevados, pero cada vez más semejantes a los de otros países emergentes.

La evidencia del cambio es inexorable. Las privatizaciones han transferido una enorme porción de la actividad económica a empresas privadas, la mayoría de las cuales -como ejemplifican el acero, los fertilizantes y la telefonía- se ha convertido en fuentes de riqueza insospechadas. La (incompleta y no siempre adecuada) desregulación ha liberado fuerzas y recursos más allá de lo imaginable: nadie hubiera podido imaginar que, en sólo una década, el país pudiera llegar a exportar más de setenta mil millones de dólares, sin incluir maquiladoras. Por su parte, la incipiente autonomía del banco central, que sólo se gana con el tiempo, ha logrado comenzar a fortalecer instituciones relativamente independientes del gobierno. La negociación de acuerdos comerciales ha permitido crear espacios de muy amplia certidumbre a los empresarios. Obviamente persisten conflictos e innumerables obstáculos a la actividad económica y ninguno de los ejemplos constituye una panacea. Pero lo que es obvio, además de que las panaceas no existen, es que el México económico de hoy es cercano a lo que los empresarios siempre habían demandado. Como uno lo quiera ver, el hecho es que se está creando un marco único y excepcional para el desarrollo de la economía.

Sin embargo, en términos generales el sector privado sigue siendo el gran ausente. La abrumadora mayoría de las empresas mexicanas se ha estancado y, en muchísimos casos, han quebrado, aún cuando ésto no se haga evidente por la obsoleta, injusta y disfuncional ley sobre la materia. Es muy fácil culpar de esto a la apertura de la economía, a las tasas de interés, al gobierno o a los malos mexicanos, pero en el fondo el problema reside en la ausencia de empresarios capaces de enfrentar el problema de fondo de México, que es el de crear, desarrollar, construir y enfrentar el ingente reto de crecer, producir riqueza y generar empleos. Frente a este desafío tenemos dos cosas: un grupo de empresarios excepcionales que ha logrado crear una de las economías más dinámicas del mundo, como reflejan las exportaciones, y un mar de burócratas de la producción que no tienen idea de por dónde empezar.

Los empresarios exitosos son lo mismo chicos que grandes y se encuentran en todos los sectores y ramas de la economía. En lugar de quejarse o de esperar que les digan por donde, estos empresarios se han dedicado a elevar la productividad, a mejorar sus productos y a encontrar mercados para ellos. Aunque tienen muchas razones válidas para quejarse del gobierno, prefieren dedicar su tiempo a ver cómo elevan su producción y rentabilidad. Por otra parte, los empresarios estancados se quejan, demandan apoyos del gobierno y se hacen representar por otros iguales que ellos en las cámaras. Este grupo sabe todas las razones por las que nada se puede hacer y siempre está más dispuesto a buscar un subsidio, un permiso o un pedido amañado por parte del gobierno con lo que confirma su carácter de gestor, mas no de empresario.

Los empresarios excepcionales que hay en el país son verdaderamente impresionantes. Igual se trata de algunas grandes empresas que de infinidad de pequeñas. El común denominador es que son eso, empresarios. Se dedican a ver cómo hacer cosas en lugar de a justificar su incapacidad de lograrlo. Como país, necesitamos un millón de esos empresarios. Lo que tenemos es un número creciente de «islas de productividad» que han logrado producir como nunca antes, pero siguen siendo islas. La pregunta es cómo promover la rápida conversión de esos que se decían -o dicen- empresarios, pero que no han sido más que meros gestores de la producción.

Claramente la situación política no ayuda, la complejidad de los requisitos fiscales y municipales es siempre un obstáculo y la burocracia siempre va a preferir complicar que simplificar. Esas son, sin embargo, restricciones relativamente menores en comparación a las limitaciones autoimpuestas por los propios empresarios. Mientras sea más fácil quejarse que hacer algo al respecto, la mayoría de esos productores seguramente se mantendrá quejándose. Sin embargo, ese es el peor mundo posible para el país. Si la economía mexicana va a salir adelante es porque habrá verdaderos empresarios capaces de emprender y crear, lo que hoy no es obvio.

 

Año Nuevo economía nueva

La recuperación económica está en pleno apogeo. Los principales funcionarios gubernamentales irradian confianza y tranquilidad al ver que la economía comienza a salir de la terrible recesión en la que nos metieron. Los grandes empresarios, y muchos no tan grandes, se regocijan por la mejoría en los prospectos de la actividad económica en general. Y, sin duda, la recuperación es un hecho y muchas de sus características invitan a sumarse al optimismo que en si mismas entrañan. El problema es que la incipiente recuperación no es generalizada ni existen elementos para suponer que, a futuro, vaya a serlo.

 

Razones para ser optimistas hay muchas y muy buenas. Luego de la brutal recesión de 1995, la economía muestra signos de creciente fortaleza. Todavía más importante, esa fortaleza no es producto de factores artificiales, como podría ser un súbito (y, por definición, efímero) impulso promovido por el gasto público, sino que es el resultado de la decisión y del sudor de la frente de un creciente grupo de empresarios y obreros mexicanos que se han vuelto tan productivos y hábiles como los mejores del mundo. Las exportaciones mexicanas llegan a cada vez más confines del globo terráqueo, sin subsidios ni ayudas gubernamentales, lo que demuestra que el potencial del país y de la población es literalmente infinito. De nuevo, la pregunta es si ese potencial puede generalizarse.

 

El éxito exportador se debe a toda una década de esfuerzo en la creación de condiciones internas y externas para el desarrollo de empresas con esa capacidad y al empeño de los empresarios por aprovecharlos y sacarles ventaja. La crisis de 1982 cambió la naturaleza de la economía mexicana porque demostró que era imposible construir una economía creciente en un ambiente carente de competencia y saturado de subsidios y deudas. Los ochenta obligaron a las empresas, sobre todo a las grandes, a redefinirse. Las que lo lograron son hoy los pilares de la economía. La mayor parte de esas empresas exitosas hacen cosas muy distintas a las que hacían antes de 1982, pero ahora son de las mejores del mundo en eso que hacen bien. Para que el país salga adelante, necesitamos multiplicar el número de empresas exitosas.

 

Pero además de la labor realizada por las empresas, el gobierno se dedicó a crear condiciones para que esas empresas pudieran ser exitosas. El gobierno actuó en tres frentes: infraestructura, finanzas públicas y comercio exterior. En materia de infraestructura se avanzó en la privatización de empresas, lo que generó, entre otras cosas, un sistema moderno de comunicaciones, sin el cual la competitividad es simplemente imposible. En materia de finanzas públicas se avanzó sensiblemente hacia un equilibrio fiscal, lo que redujo la inflación y generó un ambiente propicio a la inversión (con la salvedad de estos dos últimos años de crisis y ajuste). Finalmente, en materia de comercio exterior se hicieron dos cosas vitales: por un lado se abrió la economía, lo que produjo un estímulo brutal para que las empresas comenzaran a adecuarse a la realidad internacional, y por el otro se crearon estructuras institucionales, sobre todo acuerdos de libre comercio, como instrumentos para que las empresas mexicanas pudiesen exportar.

 

Las empresas que han sabido aprovechar las circunstancias que produjeron estas políticas son las que liderean la actividad económica en el país. Lo que no es claro es cómo sumar a las otras empresas, que son la mayoría, al círculo virtuoso. Al respecto hay dos maneras de ver el problema. Una es analizando lo que ha ocurrido en otros países y la otra es comparando nuestras circunstancias con países exitosos para evaluar si es razonable esperar que México replique esos éxitos.

 

Quienes han estudiado el caso de Chile y de algunos otros países que han reformado total o parcialmente a sus economías, han observado que el patrón de recuperación económica es muy específico y sigue ciertos pasos bastante predecibles. Luego de la crisis que experimentó Chile en 1982, en la que quebró prácticamente todo su sistema bancario, la economía sufrió una profunda recesión de dos años para luego experimentar tasas de crecimiento modestas por otros dos o tres. Para el cuarto año la economía ya estaba creciendo a un ritmo de 7% y de ahí ha continuado con niveles semejantes cada año. Si este patrón hubiese de ser repetido en México, querría decir que en 1996 y 1997 vamos a experimentar tasas de crecimiento moderadas, de entre 3% y 5% y que para 1998 o 1999 podríamos comenzar a experimentar tasas mucho más altas.

 

El problema es que las circunstancias que Chile experimentó a partir de que virtualmente quebró en 1982 no son ni remotamente semejantes a las nuestras. Cuando los bancos chilenos quebraron, el gobierno no se dedicó a subsidiarlos para que siguieran funcionando, sino que rápidamente los revendió al mejor postor, dando lugar a una muy rápida revitalización del sector financiero. Lo que pudo tomar años (como  aparentemente está sucediendo aquí), allá se hizo, literalmente, en cuestión de meses. De la misma manera, la mayor parte de los empresarios que existían antes de 1982 y que quebraron en ese momento, fueron procesados por una ley de quiebras que demostró enorme eficacia al desinmovilizar enormes activos y dar cabida a nuevos empresarios, más diestros y más acordes con una economía de mercado que los anteriores. Por ello, en lugar de pasarse años lamentándose de lo que pudo haber sido, el empresariado chileno se dedicó a producir y a vender, en lugar de vivir negociando con los bancos o con el fisco. Finalmente, el entorno chileno promovió activamente la competencia entre empresas en un mismo sector, lo que ha favorecido la creación de nuevas empresas y que el consumidor sea el beneficiario final.

 

En México hemos seguido un camino casi opuesto. Tenemos un sistema financiero en muletas que no puede prestar ni un quinto y, cuando lo hace, demanda tasas de interés punitivas. En lugar de permitir que efectivamente llegue una «nueva generación de banqueros», seguimos apuntalando a muchos de los que quebraron. En lugar de que se promueva la creación de nuevas empresas, que se facilite la legalización y formalización de las que existen y que se acelere la quiebra de las que no pueden sobrevivir para que sus activos -sus máquinas y herramientas- puedan tener un beneficio social, seguimos estancados en interminables litigios en espera de una salida milagrosa.

 

Los milagros no se dan aquí ni en China. Para que haya mas empresas exitosas y empresarios que sí saben lo que están haciendo, es imperativo un ambiente regulatorio, político y macroeconómico propicio.  Sólo así se logrará una recuperación generalizada  El ahorro es necesario, pero no es suficiente. Por ello, aunque hay avances, comparados con el resto del mundo, nos estamos quedando atrás.

 

La recuperación es un hecho real y constituye una extraordinaria noticia. Pero sus beneficiarios van a ser muy pocos mexicanos porque no existen las condiciones para que ésta se generalice. La mayor parte de los mexicanos trabajan en empresas que no están saliendo adelante y que, por su situación actual, tienen muy pocas probabilidades de lograrlo. Lo urgente era la recuperación económica. Lo necesario es crear las condiciones para que sus beneficios los compartan todos los mexicanos.

INVERSION PRODUCTIVIDAD Y DESARROLLO

Luis Rubio

La competitividad de un país es el factor individual más importante que distingue a los países en su capacidad para crecer y desarrollarse. Mientras más competitivo es un país, mayor capacidad de alcanzare se han publicado al estudio del WEF argumenten que nada ha cambiado en la realidad mexicana, lo que indica, dicen esos críticos, que una evaluación de la competitividad de este tipo es muy volátil. Desde luego, este mismo argumento podría servir para indicar lo contrario: es posible que la evaluación de la competitividad del país en los años pasados haya sido excesivamente alta y que el lugar que obtuvimos en esta ocasión refleje fielmente dónde estamos o dónde nos perciben que estamos de una manera más realista. En esta perspectiva, quizá lo exagerado no fue la caída en la evaluación sino la sobre-estimación que tuvimos en el pasado. Sea cual fuere la realidad, no es posible ignorar la importancia de las percepciones, pues estas tienen mucho que ver con las decisiones de inversión en el mundo.

El beneficio de la manera en que el WEF mide la competitividad reside en que nos da una imagen inmediata y absoluta de como nos perciben los principales empresarios del mundo. Cuando esos empresarios deciden hacia dónde extenderse o dónde realizar nuevas inversiones, su percepción de la realidad de cada país va a ser determinante. Hoy nos perciben como poco competitivos respecto a otros países que compiten con nosotros tanto por inversiones como por mercados, lo que constituye un gran problema para nuestro futuro.

Medir la competitividad en forma objetiva es virtualmente imposible. Pero hay una medida muy específica que nos permite determinar la capacidad de crecimiento económico y de atracción de inversión privada, que es la productividad. Las empresas miden su productividad de una manera relativamente simple, pues evalúan lo producido por trabajador en un tiempo determinado. A nivel nacional esa medida se vuelve mucho más difícil de determinar, pero es ahí donde es crucial. Al margen de los debates políticos que necesariamente existen en torno al desarrollo económico, es muy fácil afirmar que la productividad es el factor decisivo tanto en los niveles de crecimiento económico como en los niveles de empleo e ingreso de la sociedad. Puesto de otra manera, si no elevamos drásticamente la productividad de la economía mexicana, el desarrollo seguirá siendo un mero espejismo.

La productividad se eleva con inversión y educación. Inversión en infraestructura física, de salud y de comunicaciones, así como en maquinaria y tecnología. Educación de calidad, con maestros idóneos, bien entrenados y remunerados, capaces de transformar, en una generación, a niños con raíces fundamentalmente rurales en personas capaces de acceder a los engranajes de la economía moderna, las computadoras, la tecnología, el comercio internacional, etcétera. A la fecha si bien probablemente sería relativamente fácil lograr un consenso nacional en torno a estos dos factores -infraestructura y educación-, ese consenso no ha sido articulado, ni se ha convertido en un factor transformador del país, sin lo cual la productividad no se podrá elevar y, por lo tanto, el crecimiento económico seguirá restringido a las empresas capaces de actuar por sí mismas.

Lo que el reporte del WEF demuestra es que todos los países están encaminados en la misma dirección: inversión en infraestructura, privatización de servicios, desregulación, etcétera. Lo único que va a poder sacar al país adelante es cada vez más inversión privada que cree riqueza, genere empleos nuevos y compense los que se están perdiendo en los millares de empresas que no se están transformando. Esto sólo será posible en la medida en que se acelere el proceso de reforma económica y se institucionalicen estructuras políticas y legales en un sentido que favorezca la certidumbre y limite el poder discrecional.

La importancia del reporte del WEF reside en evidenciar que, con dos o tres excepciones en el mundo, todos los países están orientados a lograr lo mismo: atraer la inversión productiva. Por esta razón, nuestra competitividad -medida tanto por la productividad como por las percepciones de los empresarios- sólo se va a lograr cuando aceptemos que estos factores son trascendentales, el desarrollo. El problema es como lograr esa competitividad.

El tema de la competitividad volvió a cobrar relevancia noticiosa en el país por la publicación del índice mundial elaborado por el Foro Económico Mundial, (WEF, por sus siglas en inglés) una organización suiza que organiza reuniones anuales entre empresarios, políticos y académicos en Davos. Según el reporte de 1996, los empresarios del Foro colocan a México en el lugar 42 de competitividad, sensiblemente por debajo del nivel que había avanzado en años anteriores. Quizá más significativo, esta es la primera vez en que el país empeora en el índice, luego de varios años de avance lento, pero constante. La pregunta es por qué.

A juzgar por los pocos comentarios que suscitó el anuncio de los resultados de dicho índice, parecería como si el tema no fuera relevante para el país. En realidad, el reporte cayó como bomba tanto en el gobierno como entre los miembros del sector privado, de la prensa y de la academia que reconocen en el estudio un enorme valor, al menos simbólico. A pesar de ello, no ha habido una respuesta oficial al estudio. Lo más que ha habido es una expresión un tanto obscura, diseñada para descontar la importancia del estudio más que a buscar resolver el problema de fondo. Quizá reconociendo la existencia de un problema de fondo sería posible comenzar a revertir la tendencia negativa.

En realidad, el reporte refleja un problema muy fundamental en el país. Según el WEF, la competitividad es la suma de diversos factores, entre los que se incluyen temas de substancia, como infraestructura, legislación, equidad en los términos de inversión, etcétera, así como comparaciones con otros países. La primera parte refleja el estado de la infraestructura física, educativa, legal, regulatoria y política. La segunda, parte del supuesto de que todo lo anterior es relevante sólo en la medida en que sea superior a otros países en condiciones semejantes. De esta manera, para el WEF lo importante no es solamente el hecho de que exista infraestructura, sino el que ésta le otorgue una ventaja a los productores de cada país respecto a otros. Un país puede estar muy orgulloso de la calidad de su proceso educativo o de su infraestructura de comunicaciones, por citar dos ejemplos, pero éstos son relevantes solo en la medida en que sean superiores a los de los países con que las exportaciones del primero compiten. Puesto en otros términos, la infraestructura se ha convertido en un factor trascendental para atraer inversión y por lo tanto, para lograr tasas de crecimiento elevadas y sostenibles.

El reporte del WEF mide la competitividad de un país a partir de un cuestionario de opinión que se realiza entre todos los miembros del Foro. Esta manera de comparar la competitividad de un país tiene un gran defecto, pero también un enorme beneficio. El gran defecto de una encuesta de esta naturaleza reside en el hecho de que sus resultados se fundamentan en opiniones y percepciones y no en datos sólidos. Esto ha llevado a que muchas de las críticas quy superiores a cualquier otro tema de disputa actual.