Luis Rubio
El cambio que ha venido experimentando el país es mucho más grande de lo que casi cualquiera reconocemos. Sin embargo, de los grandes ausentes en este proceso son los empresarios. Todo lo que se ha venido modificando en el país, tanto en la economía como en la política, entraña un cambio fundamental en el papel, la importancia y responsabilidad de los empresarios. De hecho, no sería exagerado afirmar que el cambio más importante que ha ocurrido en estos años ha sido precisamente que el centro de la actividad económica se ha desplazado del gobierno y sus entidades hacia los empresarios. Con muchas impresionantes excepciones, lo que falta es que los empresarios se enteren y asuman esa nueva responsabilidad.
La dinámica es doble. Por un lado está el cambio que experimenta el país. Por el otro se encuentra la tibia respuesta empresarial. El cambio en el país es impactante por donde lo quiera uno ver. Lo fácil es ver los baches en que parece que tenemos que caer a como dé lugar. La vida cotidiana en el país se ha vuelto una serie continua e interminable de situaciones caóticas, violencia, inseguridad, decisiones gubernamentales contradictorias y, en general, ausencia de claridad de rumbo. Pero si uno toma una perspectiva de largo plazo, la única conclusión posible es que el cambio que el país ha experimentado es trascendental y eventualmente se reflejará en una mejor vida para los mexicanos.
En lugar de ver los titubeos, contradicciones y tropiezos de toda índole que han venido caracterizando a nuestro devenir reciente, los cambios que impondrá la burocracia mañana o la absoluta falta de coordinación entre los distintos brazos del gobierno, observemos dónde estaba México hace una década o dos y dónde estamos ahora. Si nuestra observación es seria, no es posible concluir más que el país se ha transformado. Ciertamente estamos muy lejos de haber llegado al paraíso y también es imposible ignorar el desempleo, la pobreza y la quiebra de empresas de que ha venido acompañado este proceso de cambio, así como la profunda auto-devaluación nacional. Pero si uno salta más allá de las culpas, el hecho es que el país se encuentra cada vez más cerca de la posibilidad real de iniciar una etapa de crecimiento muy significativa.
Los cambios que me parecen más trascendentes son de dos órdenes. Por una parte, el gobierno y la política se están distanciando de la vida económica. Por la otra, se han creado mecanismos e instituciones que permiten al sector privado funcionar de manera cada vez más autónoma y, dentro de las enormes restricciones que impone nuestra idiosincrasia política y burocrática, el nivel de incertidumbre, que llegó a ser patológico en el pasado, parece irse reduciendo a niveles todavía elevados, pero cada vez más semejantes a los de otros países emergentes.
La evidencia del cambio es inexorable. Las privatizaciones han transferido una enorme porción de la actividad económica a empresas privadas, la mayoría de las cuales -como ejemplifican el acero, los fertilizantes y la telefonía- se ha convertido en fuentes de riqueza insospechadas. La (incompleta y no siempre adecuada) desregulación ha liberado fuerzas y recursos más allá de lo imaginable: nadie hubiera podido imaginar que, en sólo una década, el país pudiera llegar a exportar más de setenta mil millones de dólares, sin incluir maquiladoras. Por su parte, la incipiente autonomía del banco central, que sólo se gana con el tiempo, ha logrado comenzar a fortalecer instituciones relativamente independientes del gobierno. La negociación de acuerdos comerciales ha permitido crear espacios de muy amplia certidumbre a los empresarios. Obviamente persisten conflictos e innumerables obstáculos a la actividad económica y ninguno de los ejemplos constituye una panacea. Pero lo que es obvio, además de que las panaceas no existen, es que el México económico de hoy es cercano a lo que los empresarios siempre habían demandado. Como uno lo quiera ver, el hecho es que se está creando un marco único y excepcional para el desarrollo de la economía.
Sin embargo, en términos generales el sector privado sigue siendo el gran ausente. La abrumadora mayoría de las empresas mexicanas se ha estancado y, en muchísimos casos, han quebrado, aún cuando ésto no se haga evidente por la obsoleta, injusta y disfuncional ley sobre la materia. Es muy fácil culpar de esto a la apertura de la economía, a las tasas de interés, al gobierno o a los malos mexicanos, pero en el fondo el problema reside en la ausencia de empresarios capaces de enfrentar el problema de fondo de México, que es el de crear, desarrollar, construir y enfrentar el ingente reto de crecer, producir riqueza y generar empleos. Frente a este desafío tenemos dos cosas: un grupo de empresarios excepcionales que ha logrado crear una de las economías más dinámicas del mundo, como reflejan las exportaciones, y un mar de burócratas de la producción que no tienen idea de por dónde empezar.
Los empresarios exitosos son lo mismo chicos que grandes y se encuentran en todos los sectores y ramas de la economía. En lugar de quejarse o de esperar que les digan por donde, estos empresarios se han dedicado a elevar la productividad, a mejorar sus productos y a encontrar mercados para ellos. Aunque tienen muchas razones válidas para quejarse del gobierno, prefieren dedicar su tiempo a ver cómo elevan su producción y rentabilidad. Por otra parte, los empresarios estancados se quejan, demandan apoyos del gobierno y se hacen representar por otros iguales que ellos en las cámaras. Este grupo sabe todas las razones por las que nada se puede hacer y siempre está más dispuesto a buscar un subsidio, un permiso o un pedido amañado por parte del gobierno con lo que confirma su carácter de gestor, mas no de empresario.
Los empresarios excepcionales que hay en el país son verdaderamente impresionantes. Igual se trata de algunas grandes empresas que de infinidad de pequeñas. El común denominador es que son eso, empresarios. Se dedican a ver cómo hacer cosas en lugar de a justificar su incapacidad de lograrlo. Como país, necesitamos un millón de esos empresarios. Lo que tenemos es un número creciente de «islas de productividad» que han logrado producir como nunca antes, pero siguen siendo islas. La pregunta es cómo promover la rápida conversión de esos que se decían -o dicen- empresarios, pero que no han sido más que meros gestores de la producción.
Claramente la situación política no ayuda, la complejidad de los requisitos fiscales y municipales es siempre un obstáculo y la burocracia siempre va a preferir complicar que simplificar. Esas son, sin embargo, restricciones relativamente menores en comparación a las limitaciones autoimpuestas por los propios empresarios. Mientras sea más fácil quejarse que hacer algo al respecto, la mayoría de esos productores seguramente se mantendrá quejándose. Sin embargo, ese es el peor mundo posible para el país. Si la economía mexicana va a salir adelante es porque habrá verdaderos empresarios capaces de emprender y crear, lo que hoy no es obvio.