Luis Rubio
El pánico parece haberse apoderado del PRI y del gobierno. Luego de décadas de disciplina totalmente acrítica, el PRI se desmadeja ante la tensión que generan tres procesos irreconciliables. Por un lado se encuentra un gobierno que demanda disciplina y apoyo irrestricto por parte de los miembros del partido, sobre todo de los diputados y senadores. Por el otro, un grupo de priístas de corte más tradicional, lidereados por el gobernador de Puebla, que reclama la renovación del partido a partir de la exclusión de sus componentes más dinámicos, particularmente los miembros del gabinete presidencial. Por si la tensión entre estas dos situaciones anteriores no fuese suficiente, los procesos de nominación de candidatos para los catorce gobiernos estatales que enfrentan elecciones este año se han caracterizado por un enorme desorden y conflicto. Hace unos meses, hasta los más críticos del PRI pensaban que no más de dos o tres gubernaturas de las diez en juego serían vulnerables para el PRI. El PRI languidece por la falta de dirección del partido.
El PRI no nació para hacer participar a sus miembros. El PRI, o más correctamente, el Partido Nacional Revolucionario, se formó para articular un sistema político que permitiese institucionalizar el conflicto político que habían desatado años de lucha revolucionaria. En su origen, el PRI se constituyó precisamente para crear una base de apoyo político al presidente en turno, permitiendo que el país entrase en una etapa en la que fuese posible gobernar y, por lo tanto, construir cimientos para el desarrollo económico del país. El partido fue atractivo para los grupos políticos de la más diversa índole porque la estructura institucional les garantizaba la oportunidad de acceder al poder y a la riqueza sin tener que dar a cambio nada más que su lealtad y disciplina. A partir de entonces, un presidente tras otro demandó una disciplina absoluta.
La disciplina de los priístas explica en buena parte la razón por la cual los presidentes mexicanos contaban con un margen de acción tan extraordinario y tanto mayor del contenido en sus atribuciones constitucionales. Había pocas cosas que un presidente no podía hacer. Mientras cumpliera con su parte del acuerdo implícito en el pacto priísta original -dar acceso a los miembros del partido a puestos políticos y a la riqueza, legítima o no-, el presidente podía contar con el apoyo ilimitado de sus miembros y con un voto virtualmente unánime en el congreso. El sistema estaba diseñado para funcionar sin oposición y dentro de un entorno económico en el que el gobierno mandaba por encima de cualquier cosa; es decir, un entorno económico en el que los mercados internacionales eran irrelevantes y en el que los empresarios producían esencialmente para el consumo interno.
En la medida en que la realidad interna y externa comenzó a cambiar, el PRI entró en problemas cada vez más agudos. Para comenzar, la incapacidad de los gobiernos de los setenta de reconocer la profundidad del cambio que experimentaba la economía del mundo les llevó a adoptar programas económicos no sólo insostenibles, sino extraordinariamente costosos para el país y los mexicanos. Las crisis económicas de los setenta y ochenta no fueron producto de la casualidad, sino de decisiones económicas erradas que endeudaron en exceso al país y pospusieron la adopción de medidas indispensables para sostener el ritmo de crecimiento que se había logrado en los sesenta. Esas crisis obligaron a los gobiernos de los ochenta y noventa a introducir reformas económicas severas para poder retornar al camino del crecimiento que nunca debió haberse abandonado. Pero esas reformas constituyeron un golpe severo a una parte de la fórmula que había logrado el éxito del PRI, toda vez que redujeron drásticamente las oportunidades de acceder a la riqueza a través del gobierno. Es decir, la desregulación y las privatizaciones eliminaron infinidad de oportunidades de corrupción de las que se nutría el pacto entre los miembros del PRI.
Por su parte, el desarrollo de la sociedad a lo largo de décadas llevó a su natural diferenciación en términos políticos. Los partidos políticos distintos al PRI se fueron formando para dar cabida a aquellos mexicanos que no encontraban espacio o representación en el PRI. En adición a ello, las crisis económicas y, en general, el desgobierno que nos ha caracterizado, aceleró no sólo el crecimiento de esos partidos, sino sobre todo la disposición de los mexicanos a votar por partidos distintos al PRI. Una vez más, las crecientes demandas de democracia y de respeto al voto constituyeron un segundo golpe al pacto priísta. Ahora si, el presidente ya no podía garantizar el acceso a puestos públicos, lo que destruía la otra mitad del pacto priísta. Puesto en otros términos, los priístas ya no tienen el incentivo fundamental para ser leales y disciplinados, lo que explica su creciente disposición a abandonar el partido cuando no se benefician de sus decisiones.
El momento actual es particularmente delicado para el PRI. El gobierno actual inició su sexenio con una política que se resumía en dos frases muy claras: la sana distancia y la única línea es que no hay línea. Desde el punto de vista del desarrollo de largo plazo del país, la noción de dejar a los miembros del PRI a que fuesen dando forma a un nuevo partido con sus propios medios era extraordinariamente innovadora pero, en retrospectiva, temeraria. La mayor parte de los priístas, en forma idéntica a lo que ocurre en el sector empresarial, se quedaron totalmente paralizados, sin saber qué hacer. No supieron encontrar en la nueva libertad que aparentemente se les otorgaba la oportunidad para reconstituir al partido. Por su parte, los priístas más aventados se dedicaron a forjar el contenido de un nuevo partido, uno que intentaría repetir el éxito del PRI en los años sesenta o setenta, es decir, en buena medida retornando al pasado. Para ello recurrieron a la imposición de los famosos candados para las candidaturas de gobernadores y presidente, a llamados para volver a controlar y regular la economía y, en general, a tratar de reproducir el mundo idílico y perfecto del PRI.
La primera tensión se presentó cuando el gobierno demandó la lealtad absoluta del contingente priísta en el Congreso a principios de 1995. El gobierno que proclamaba la sana distancia no la podía tolerar en temas económicos cruciales. Más recientemente, la estrategia del gobernador de Puebla ha puesto en la palestra, con toda nitidez, los contrastes entre la visión gubernamental y la de los miembros del PRI que esperan sus propias reivindicaciones en el futuro y que, por primera vez, sienten amenazado el reino de su partido en las próximas elecciones presidenciales. Finalmente, la nominación de candidatos para las gubernaturas próximas ha resultado ser un desastre en varios estados, sobre todo en Zacatecas y Veracruz, pero otras prometen ser igual de conflictivas para el futuro de ese partido.
La postura presidencial en materia política partía de tres principios muy específicos: primero que el PRI se sostendría o que, en el peor de los casos, comenzaría una reestructuración por sí mismo. Segundo, que el tiempo para tales cambios era suficiente, sobre todo si la reforma electoral y la judicial avanzaban con rapidez, lo que reduciría tensiones entre los partidos y en la sociedad en general. Finalmente, que los partidos de oposición también reconocerían la oportunidad que el presidente les estaba presentando y que comenzarían a actuar con la responsabilidad e iniciativa que eso requeriría. Aunque hay indicios de que tanto el PRI como el PAN y el PRD han comenzado a asumir su verdadera y trascendental responsabilidad, la realidad es que todos los incentivos que existen en la actualidad los inducen a minar el orden político existente en lugar de construir uno nuevo.
A poco más de dos años de las próximas elecciones presidenciales, todavía es tiempo de introducir algún tipo de orden en el proceso de evolución política del país. Lo urgente es darle instrumentos a los partidos -a todos- para que se sumen al proceso de cambio en lugar de intentar sesgarlo permanentemente pero, sobre todo, modificar drásticamente los incentivos que en la actualidad casi obligan a los partidos a minar todo sentido de autoridad y gobierno. El presidente debe convertirse en el garante del proceso de sucesión presidencial, como el mecanismo fundamental de estabilidad, económica y política en el país. Es decir, el gobierno debe liderear el proceso de cambio político, fundamentando con ello la institucionalización de la política, en lugar de pretender controlar lo incontrolable. Esto no implica que el presidente favorezca a partido o candidato alguno, pero sí que asegure una competencia justa dentro de un marco de interacción perfectamente acotado, en el que se penalice cualquier infracción a las reglas del juego. Paradójicamente, una estrategia de esta naturaleza si implicaría que el presidente se dedicara activamente a reestructurar al PRI y a darle liderazgo para garantizar la estabilidad. Pero el punto de fondo es que, sin la participación activa de los tres partidos grandes en la definición de las reglas del juego para estos tiempos políticos difíciles, no hay manera de arribar a buen puerto en el 2000. En este momento no parece haber nada que los oriente en esa dirección.