LA ERA CARDENAS

Luis Rubio

No le tomó mucho tiempo al Ing. Cuauhtémoc Cárdenas convertirse en el centro de la atención nacional. Luego de diez años en campaña, finalmente fue inaugurada su administración la semana pasada como jefe de gobierno del Distrito Federal. Pero una vez en el cargo, se ha adueñado de una buena parte de la política nacional, al menos por ahora. Ciertamente el gobierno del D.F. no era el cargo que Cárdenas preferiría presidir, pero eso no disminuyó en lo más mínimo el mérito de su arribo. Dos veces intentó llegar a la presidencia por la vía electoral. En su tercera oportunidad llegó a la jefatura del gobierno del Distrito Federal. La pregunta evidente es si comienza ahora una era de tres años o si, a pesar de las dificultades inherentes a su nueva responsabilidad -y del enorme número de políticos de todos los partidos que estarán aliados en el objetivo común de derrotarlo de aqui al 2000-, se inicia un periodo de nueve años en la política mexicana.

El planteamiento inicial de Cárdenas no deja la menor duda de que su agenda es de carácter nacional. El discurso está lleno de críticas a la «insensibilidad» de los gobiernos que le precedieron, a las políticas que han causado el desempleo, la marginación y el abandono de diversos sectores de mexicanos. Imposible suponer que se refiere exclusivamente a sus predecesores en la capital del país. Sus planteamientos, generosos en promesas y afirmaciones contundentes pero cortos en programas específicos, no se limitan a la ciudad de México. Si uno sigue el discurso y substituye «país» por «Distrito Federal» o «ciudad de México», no hay prácticamente lugar alguno en que no sea evidente el alcance de sus objetivos. Su agenda es nacional y va a actuar para intentar darle viabilidad política y electoral.

No hay duda que el discurso de Cárdenas es más un planteamiento político que un programa de gobierno. Es más la oferta política de un candidato victorioso que la de la cabeza de una estructura administrativa. En ambos sentidos, las prioridades del nuevo gobernante no dejan duda alguna de sus propósitos. Para comenzar, se trata de los discursos más políticos que los mexicanos hayamos oído en mucho tiempo. Despreocupado de lo que más importa a un técnico, cómo hacer las cosas, Cárdenas demuestra que el desciende de una escuela política donde lo importante no es cómo lograr las cosas -pues, en esa perspectiva, ese es precisamente el papel de la política- sino en los grandes planteamientos. Si uno ve la historia, la nuestra y la universal, esa es la visión que puede hacer grandes a las naciones, pero también la que puede destruir a las civilizaciones: igual un Lincoln o un De Gaulle que un Stalin o un Mussolini.

De entrada, el discurso de Cárdenas establece dos prioridades muy específicas. Por una parte dice que hay temas y problemas de largo alcance que requieren años de maduración -como el agua y los sistemas colectivos de transporte- y temas de corta maduración y que exigen atención inmediata -como la seguridad pública y la corrupción. No queda duda en su discurso que los primeros son parte de la agenda nacional que procurará llevar a la práctica a partir del año 2000, en tanto que los segundos serán la esencia de su actuar inmediato. A partir de su acción en los temas de seguridad pública y de corrupción es que parece proponerse construir el apoyo nacional que requerirá para lograr su objetivo fundamental: la presidencia. Esto implica que su despliegue va a ser amplio, expansivo y permanente; es decir, va a estar en la prensa continuamente y sus colaboradores, sobre todo en las áreas de seguridad pública y corrupción van a abocarse a casos de notoriedad nacional. No parece exagerado anticipar que el nuevo gobierno capitalino va a hacer todo lo posible por hacer suyas las ondas televisivas, de la radio y de la prensa nacional. Como si ya fuera un gobierno nacional.

La segunda prioridad del nuevo gobierno capitalino tiene que ver con el financiamiento de sus programas. El gobierno cardenista no va a perder el tiempo con nuevos impuestos o con mecanismos de ingeniería financiera para sacarle dinero a las piedras. Su esquema es mucho más simple y directo: la deuda del gobierno de la ciudad de México es excesiva y, por lo tanto impagable. No lo dijo directamente, pero detrás de su planteamiento es evidente el argumento de que la deuda es ilegítima, razón por la cual pretende transferírsela al gobierno federal. Como ha sido ya de por sí una costumbre frecuente con algunos estados, pero sobre todo con las grandes empresas paraestatales, el gobierno federal probablemente no tendrá más remedio que aceptar el fait accompli, aunque eso obviamente constituiría una caja de Pandora para todos los gobiernos emanados del PAN y del PRD. El gobierno federal seguramente se opondrá y, en cualquier caso, querrá cobrar el favor, pero probablemente acabará aceptando lo inevitable, toda vez que existen amplios precedentes para ello, además de que, una vez en funciones y con un estatuto autónomo del Congreso, el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas va a tener vida propia, independientemente de las preferencias federales.

De salirse con la suya en el tema financiero, Cárdenas quedaría en control de una administración con amplia disponibilidad de fondos para llevar a cabo sus programas, pero frente a retos monumentales que antes de resolverse han acabado por destruir las carreras políticas de prácticamente todos sus predecesores. No hay duda que el nuevo gobierno capitalino tiene a su favor el hecho evidente de que fue electo por un voto popular mayoritario y de que proviene de un partido distinto al PRI. Pero esas ventajas también tienen sus contrapartes.

Por un lado, la base política del ingeniero Cárdenas -las diversas corrientes e intereses del PRD- le va a demandar satisfactores inmediatos. El mismo, en su discurso inaugural, cometió la pifia de asegurar que habrá cambios inmediatos y que la población así lo percibirá. Las divisiones internas del propio PRD -que las encarnan desde los antiguos contingentes del Partido Comunista hasta las corrientes modernas cercanas al socialismo europeo- van a hacer muy difícil su gestión, toda vez que él nunca se ha definido claramente en estos términos, posiblemente porque comparte posturas con ambos, pero también porque, en una campaña, las definiciones son siempre vagas. Ya en control de un gobierno las definiciones son indispensables para que no se conviertan en líneas de ruptura que inhabiliten a toda la administración. Su gran problema es que, si no se define, corre el riesgo de fracasar en el Distrito Federal no sólo por las dificultades inherentes a esta ciudad, sino por los pleitos dentro de su propio partido. Al mismo tiempo, si se define corre el riesgo de perder el apoyo de contingentes importantes que son clave para su éxito en el DF y en su propia campaña futura. A final de cuentas, tendrá que optar entre la chamba que tiene ahora (que será mucho más difícil de lo que parece creer) y la que aspira ganar más adelante. Para fortuna de los habitantes de la ciudad de México, es virtualmente imposible ganar la presidencia sin primero resolver los problemas esenciales de la ciudad de México y con ello ganarse el respeto -y los votos- de sus habitantes.

Los conflictos dentro del PRD van a exigir una gran habilidad política en el nuevo gobierno. Pero sus conflictos no se van a limitar al partido. Las mafias, el crimen organizado, los intereses de otros partidos, y muy prominentemente los del PRI, difícilmente van a darle tiempo al nuevo gobierno para que se instale y organice. Cuauhtémoc Cárdenas hizo promesas muy claras, algunas de las cuales parecen temerarias, sobre todo aquella relacionada con la seguridad pública: «le vamos a quitar la Ciudad a los delincuentes; es una decisión que ya hemos tomado», como si lo único que se requiriera fuera la buena voluntad. Pero más allá de sus promesas, el nuevo gobierno tiene todo a su favor para poder transformar a la ciudad: el mandato, la legitimidad, probablemente los fondos y años de experiencia del «otro» lado de la barrera. Su éxito sería el de todos los habitantes de la ciudad.

Pero la legitimidad no garantiza el éxito. Dos gobiernos citadinos, sólo dos, han tenido amplia legitimidad en las últimas cuatro o cinco décadas. El primero, el de Ernesto P. Uruchurtu, se la ganó por la efectividad de sus acciones, por la paz que reinó en la ciudad durante su gestión y por el florecimiento económico que sus acciones hicieron posible. La eficacia lo hizo el regente más popular y exitoso de la historia. El segundo, el de Cuauhtémoc Cárdenas, se la ganó en las urnas. Nadie, comenzando por el nuevo gobernante, ignora que fue la ausencia de gobierno y la total falta de cumplimiento de sus obligaciones más elementales, la que hizo posible -¿necesario?- el triunfo de una persona como Cuauhtémoc Cárdenas. Ahora le toca a él probar que la legitimidad de las urnas no está peleada con la legitimidad que emana de una gestión exitosa y efectiv

Tres años de medio gobierno

Este no ha sido un sexenio prototípico. Comenzó con grandes proyectos de desarrollo y transformación institucional, para muy pronto caer en una crisis económica que acabaría por determinar la totalidad de sus programas, al menos durante los tres años que acaban de culminar. El contraste difícilmente podría haber sido más impactante: el discurso inaugural del presidente virtualmente ignoraba a la economía, dando por hecho que ésta iba viento en popa y nada la detendría. Veinte días más tarde todo cambió: la economía no sólo pasó al primer plano de las  prioridades presidenciales, sino que se convirtió en el único plano en su horizonte. Por tres años, el actual gobierno se ha abocado, en cuerpo y alma, a recuperar la estabilidad macroeconómica que perdió, sin darse cuenta, tan pronto fue inaugurado. Tres años dedicados de manera íntegra a crear las condiciones que permitan esa tan ansiada recuperación económica para que, por ese medio, se generen los empleos y el ingreso que eventualmente saquen al país del subdesarrollo. Tres años dedicados a hacer cuanto en la óptica gubernamental fue necesario. Pero la interrogante crucial, tres años después, sigue siendo si lo hecho -lo planeado y lo realizado- es suficiente para lograr el escurridizo objetivo de impulsar un desarrollo sólido, duradero y equilibrado.

 

El planteamiento presidencial original, es decir, antes del desastre de diciembre de 1994, proponía una reforma de las estructuras políticas e institucionales con el fin de completar la transformación de la sociedad y economía mexicanas. Se trataba de un proyecto que daba continuidad al modelo de reforma , emprendido años atrás, que pretendía, a través de su profundización, darle permanencia y viabilidad de largo plazo. Veinte días después de inaugurado el actual gobierno, su mundo se alteró radicalmente. La transformación institucional quedó en un limbo y la recuperación económica acabó siendo el único objetivo y móvil de la administración. Es tiempo de comenzar a reflexionar sobre cuáles serán las consecuencias de esos avatares.

 

El año en que fue inaugurada la presente administración indudablemente fue el más caótico y peligroso de la historia moderna del país. En ningún momento, desde el fin de la Revolución, el país había vivido una combinación tan explosiva como la que observamos en 1994: alzamientos, guerrillas, asesinatos políticos, debate entre los candidatos a la presidencia y una elección verdaderamente competida. Todo esto al final de un sexenio saturado de reformas y cambios políticos y económicos, muchos de ellos extraordinariamente agresivos y forzados. La polarización política en el país se había exacerbado por la asertividad con que se conducían los cambios, por la ausencia de un consenso político en torno a éstos y por el desplazamiento de grupos políticos, intereses y personas de los centros neurálgicos del poder. El viejo modelo presidencial, fundamentado en el intercambio de privilegios y acceso a la corrupción por lealtad al presidente en turno, acabó por desmoronarse. Independientemente de todos sus vicios, ese modelo tenía la virtud de consolidar una estructura institucional en forma permanente y sistemática. Las reformas a la economía -y la forma en que se realizaron- así como la peculiar manera en que se enfrentaron las crisis electorales de ese sexenio, las llamadas “concertacesiones”, acabaron por desmantelar al viejo sistema político.

 

Los agentes en los mercados financieros reconocían plenamente la fragilidad del proceso político por el que atravesaba el país. La caída en el nivel de las reservas internacionales a lo largo del año de 1994 es evidencia contundente de la fragilidad del equilibrio que existía en aquel momento. Con gran destreza, que no necesariamente prudencia, el gobierno de entonces diseñó todo un esquema de financiamiento dirigido a los inversionistas extranjeros -los famosos tesobonos- que le permitió concluir su administración sin que los caóticos procesos políticos destruyeran la estabilidad del tipo de cambio, un ancla fundamental en materia económica. La fragilidad del momento, como hoy sabemos, era enorme. La continuidad demandaba dos condiciones que la nueva administración ni comprendió ni estuvo dispuesta a llevar a cabo: por una parte se requería de un acercamiento -y entendimiento- permanente a los mercados financieros internacionales y una respuesta institucional sistemática a las preocupaciones que éstos manifestaban.  Es decir, se requería de la misma -e impresionante- destreza que había caracterizado a la administración hacendaria anterior. Por la otra, se requería de cambios estructurales importantes que permitiesen disminuir la fragilidad del momento. Es decir, se requería una substitución gradual de los tesobonos por deuda de largo plazo y atender el creciente problema bancario, que ya entonces era crítico, para reducir el riesgo de una crisis. El resto es historia.

 

La administración que en estos días concluyó la primera mitad de su mandato no sólo no asumió la continuidad en el ámbito financiero como objetivo, sino que nunca estuvo al tanto de la fragilidad que caracterizaba al sector externo de las finanzas públicas. Su programa de trabajo contemplaba todos los temas importantes y necesarios para darle viabilidad y permanencia al desarrollo del país: estado de derecho, justicia, seguridad pública, negociación de un pacto con los partidos políticos para asentar una transformación política pacífica por la vía electoral y continuación de las reformas que se habían iniciado en los años anteriores. El programa inicial del actual gobierno reconocía la realidad política nacional: que el mundo había cambiado y que la economía se estaba transformando, por lo que el reto fundamental que tenía que ser enfrentado era el de crear o consolidar estructuras institucionales que suplantaran a aquellas que las propias reformas habían minado. Sin estado de derecho, agrumentó el presidente a lo largo de su campaña y en su discurso inaugural, el país no tendría viabilidad.

 

La crisis económica que hizo explosión al final de 1994 ciertamente era evitable, pero eso habría requerido una mucho mejor comprensión de la coyuntura económica y de la fragilidad del momento, así como una destreza excepcional para enfrentarla. Hoy sabemos que no existió ni lo uno ni lo otro. Ese hecho acabó determinando la transformación de las prioridades del actual gobierno. El proyecto de construcción institucional quedó en los anaqueles de la historia y todo el esfuerzo gubernamental a partir de aquel momento se ha dedicado, en su integridad, al restablecimiento del equilibrio macroeconómico.

 

Los logros en este rubro no han sido pequeños. Las finanzas públicas han retornado al equilibrio, se han creado las condiciones para que se eleve el ahorro interno, se ha mejorado dramáticamente el perfil de la deuda externa y se ha avanzado substancialmente en la  apertura de mercados de exportación.  En adición a eso, aunque sin plan ni programa, el gobierno abiertamente favoreció un proceso de cambio político, todo éste contrario a los deseos y preferencias de los principales miembros del PRI. Además, se dió el gran paso en materia de reforma electoral, lo que llevó a una elección universalmente reconocida como impecable.  El gobierno poco a poco avanzó en el reconocimiento de que era indispensable atraer capitales, tanto de mexicanos como de extranjeros, para financiar y hacer posible el crecimiento de la economía. Todas estas cosas le fueron ganando credibilidad dentro y fuera del país. Puesto en otros términos, en todos estos frentes se han ido sentando las bases para que el país sea atractivo a los empresarios e inversionistas, sin los cuales no hay fuentes de trabajo ni posibilidad de desarrollo.

 

Tres años dedicados a hacer cosas necesarias y fundamentales para poder transformar al país, cosas que no se hubieran concretado de no haber sido por la obstinación presidencial. Sin embargo, aunque todo lo que se ha hecho es necesario para lograr el objetivo de lograr la recuperación económica y sentar las bases para el desarrollo, claramente aún es insuficiente. El país sigue experimentando la erosión institucional que el propio gobierno había definido como su prioridad central desde el momento de su inauguración y que, con la sola excepción de la inacabada reforma a la Suprema Corte de Justicia, quedó totalmente abandonada. Por lo anterior, aunque el crecimiento del producto ha sido impresionante en este último año, nada hay que garantice la permanencia de las elevadas tasas de crecimiento o que la recuperación de la economía se transforme en desarrollo económico generalizado. Nuestro gran problema sigue siendo que no tenemos las condiciones necesarias ni las instituciones idóneas para lograr el desarrollo y nada se ha hecho al respecto. El gobierno se ha abocado con todas sus fuerzas y determinación a cumplir con la mitad de sus obligaciones. La mitad sobre la que ha trabajado ha mostrado resultados excepcionales. Sobre la otra mitad no ha hecho nada: llevamos tres años de medio gobierno.  En otras palabras, se ha hecho recuperado la economía,  pero no se ha hecho viable al país.

EL RIESGO DEL PRESUPUESTO

Luis Rubio

El proceso de aprobación del presupuesto comienza a amenazar la estabilidad económica del país. Ese proceso ha adquirido una dinámica y ha generado discusión en la Cámara de Diputados que nada tiene que ver con el presupuesto y todo con la necesidad de los partidos en general, y de muchísimos diputados en lo individual, de hacer valer la nueva correlación de fuerzas políticas. La discusión no se refiere a las prioridades de gasto o a la política de ingresos sino a los intereses, rencores y ánimos vengativos de los diputados en lo individual. Lo único que debiera ser importante, que es el desarrollo del país, no está presente en el debate.

El presupuesto de 1998 ha sido el primer punto de interacción real entre los partidos políticos después de la elección de julio pasado. Para el bloque opositor, que se conformó a raíz del hecho de que ningún partido obtuvo la mayoría absoluta en esos comicios, lo importante ha sido demostrar que el gobierno ya no controla al poder legislativo. Se trata de hacer valer la nueva correlación de fuerzas, independientemente del tema de que se trate -o de sus consecuencias. Este ímpetu es válido y absolutamente lógico; pero los riesgos inherentes a un descarrilamiento de lo poco que más o menos está bien en la economía, son elevadísimos. Las primeras escaramuzas tuvieron lugar en los días previos a la inauguración del actual periodo de sesiones, mismas que concluyeron con un cambio de formato del Informe Presidencial. En esa ocasión lo que estaba de por medio era ni mas ni menos que el simbolismo del control de la Cámara y la trascendencia de la nueva situación legislativa. La oposición hizo valer su fuerza, inaugurando una nueva etapa política en el país. No sólo logró su objetivo, sino que se ganó el respeto de la ciudadanía.

A diferencia de ese suceso, el tema del presupuesto no tiene nada de simbólico. En el presupuesto y en la Ley de Ingresos se plasman las prioridades de gasto e ingresos del gobierno, lo que inexorablemente constituye una definición política. Ahí se conjugan las expectativas, los intereses y los valores de la sociedad, en función de cómo los interpreten tanto los diputados, supuestos representantes populares, como los profesionales de la economía en el gobierno. La clave de un presupuesto se encuentra en que éste logre sus objetivos, sin causar una situación de crisis. Es decir, que atienda las prioridades que determine el proceso político, pero dentro de un marco de estabilidad económica. La discusión que hemos presenciado en las últimas semanas revela que un gran número de diputados no tiene la menor preocupación por la estabilidad económica y que su único propósito es el «derrotar» al gobierno.

La extrema irresponsabilidad de los diputados de algunos partidos de oposición contrasta con la seriedad, que en ocasiones parece bordear en ingenuidad, de los funcionarios de la Secretaría de Hacienda. El presupuesto presentado por el gobierno a la Cámara de Diputados tiene una característica muy específica y peculiar: en éste el gobierno intentó acomodar todas las demandas del PAN y del PRD (sobre todo en lo que se refiere a las transferencias de recursos a los estados y municipios y el gasto social). Los funcionarios del gobierno escucharon a los partidos y respondieron a sus demandas, todo esto dentro de un marco general orientado a preservar la estabilidad macroeconómica. En este sentido, es evidente que el gobierno reconoce, en la estructura y contenido del presupuesto, la nueva correlación de fuerzas en el Congreso.

Pero igual de evidente es el hecho de que le gobierno no ha reconocido la naturaleza del proceso político que vivimos. Los partidos de oposición han demostrado, una y otra vez, que su objetivo real no es el de alterar dramáticamente las prioridades que entraña el presupuesto gubernamental, sino el de hacer valer su mayoría legislativa, independientemente de las fuentes de ingreso o prioridades de gasto, o de las consecuencias que sus acciones pudiesen tener en la estabilidad general de la economía. Para los diputados del bloque opositor es mucho más importante demostrar que ellos dominan el proceso que modificar el presupuesto per se. Es decir, tienen que modificar el presupuesto para demostrar que ha cambiado de dueño el Congreso, no por el hecho mismo de cambiar el presupuesto; saben que, en todo caso, para eso habrá tiempo después. Desde esta perspectiva, en un sentido estricto de negociación política, el gobierno debió haber presentado un presupuesto que explícitamente ignorara los intereses del PAN y del PRD, para darle amplias oportunidades a estos partidos de modificar el presupuesto presentado. Para su crédito, el gobierno optó por formular un presupuesto con el que se intentaba alcanzar un consenso legislativo. Esto demuestra la bondad, inteligencia y seriedad de sus funcionarios, pero no resuelve el problema político en que está enfrascado el bloque opositor. Su ingenuidad podría llevar a que la oposición destruya uno de los pocos logros de la presente administración: la recuperación incipiente de la estabilidad macroeconómica.

El debate en el Congreso se ha caracterizado por su primitivismo. Lo que se discute son bloques de gasto -y renglones de capricho- (como el «gasto social»), en lugar de programas específicos (como podrían ser los programas de lucha contra la pobreza, las transferencias a los campesinos o la distribución del gasto en educación, por mencionar algunos ejemplos). Al PAN lo único que parece importarle son las transferencias a los estados y municipios y la reducción de la tasa del IVA. Al PRD lo que le importa es aumentar el gasto social, elevar el déficit fiscal y reducir la tasa del IVA. Lo relevante no es quién paga qué o en qué se gasta el dinero de la sociedad, sino cambiar la propuesta gubernamental por el mero prurito de hacerlo. A mi no me cabe la menor duda de que el presupuesto adolece de muchas fallas y de que tanto el PAN como el PRD podrían, sobre todo a partir de su experiencia como partidos minoritarios al mando de gobiernos municipales y estatales subordinados al gobierno federal, incorporar modificaciones sustantivas y trascendentes en el presupuesto, a fin de mejorarlo y enriquecerlo. Pero nada de eso ha ocurrido. A nadie en el Congreso parece importante el bienestar de los mexicanos o la estabilidad de la economía. Lo importante es demostrar quién es el nuevo patrón. A lo macho.

Hace unas cuantas semanas, los mercados financieros del mundo experimentaron fuertes turbulencias. Al igual que casi todas las bolsas del mundo, la Bolsa de Valores de México y el mercado cambiario sufrieron embestidas importantes que mostraron la fragilidad de cualquier economía en esta era en que la información es ubicua. Gracias al manejo prudente de la política monetaria y de las finanzas públicas en los últimos años, la economía mexicana no es tan vulnerable a estas embestidas como otras economías del mundo, aunque la debilidad de nuestro sistema financiero es patente. Por ello los efectos de la embestida acabaron siendo muy moderados. Sin embargo, nada de eso ha servido de acicate para los diputados que creen vivir al margen de lo que ocurre en el resto del mundo.

La economía mexicana adolece de enormes problemas, no el menor de los cuales es el estancamiento económico de algunos de los estados del centro y prácticamente la totalidad de los del sur del país. Esos problemas requieren acciones económicas y políticas efectivas y urgentes que el gobierno ni siquiera ha comenzado a contemplar. Pero esas acciones tienen poco que ver con el presupuesto federal o la Ley de Ingresos. La economía en su conjunto ya viene creciendo a un ritmo superior al 7% anual, lo que implica que no requiere estímulo alguno por la vía de un mayor déficit fiscal. Si algo, lo prudente, para un gobierno tan preocupado por la estabilidad macroeconómica, debería ser el de generar un superávit fiscal que permita no sólo reducir la deuda gubernamental, sino, sobre todo, asegurar que ni las embestidas de los mercados internacionales ni la incertidumbre política que inevitablemente se va a incrementar en la medida en que se acerque el fin del sexenio, vayan a dar al traste con la estabilidad económica básica. Lo que está de por medio en este presupuesto es demasiado importante -en términos tanto políticos como económicos- como para dejarlo en manos de los rencores de muchos diputados que se sienten dueños del país.

 

Luis Rubio

El proceso de aprobación del presupuesto comienza a amenazar la estabilidad económica del país. La oposición hizo valer su fuerza, inaugurando una nueva etapa política en el paí

GOBIERNO Y ECONOMIA

Luis Rubio

Quizá la gran paradoja del momento actual resida en que justo cuando existe plena coincidencia política respecto a un conjunto fundamental de objetivos y circunstancias en el país, los medios para alcanzar esos objetivos son extraordinariamente disputados. Existe coincidencia en el objetivo de construir una democracia plena, en el de alcanzar el crecimiento económico como el único medio a través del cual es posible crear empleos y elevar el ingreso de los mexicanos y, sobre todo, en el hecho de que el crecimiento debe ser responsabilidad esencial de los empresarios. Sin embargo, los medios para alcanzar ese desarrollo, sobre todo el papel que debe jugar el gobierno en el proceso, son hoy sujeto de profundas diferencias. De esta manera, aunque existen consensos virtuales en la sociedad mexicana, algo totalmente novedoso, no todos estos se habrán de traducir en acciones concretas y en un rumbo certero y definido. Aun así, tampoco es evidente que los empresarios tengan hoy la posibilidad de materializar las expectativas que se han depositado en ellos por los ingentes obstáculos que persisten al desarrollo de su actividad.

El proceso de cambio por el que ha venido atravesando el país no puede menos que caracterizarse de espectacular. Si bien no todos los cambios que se han experimentado han contribuido a una mejoría sensible en la vida de los mexicanos, es imposible no reconocer que el México de hace quince años es radicalmente distinto al del día de hoy en un sinnúmero de ámbitos. Los cambios más positivos se reflejan en el desempeño del comercio exterior del país y en el hecho de que se experimenta un proceso de cambio político pacífico que, aunque incompleto e insuficiente bajo cualquier medida, es muy superior al que parecía posible hace sólo unos años. Pero ninguno de los logros que se han alcanzado, por más importantes y valiosos que sean, permite minimizar el hecho de que enfrentamos una extraordinaria debilidad institucional, misma que puede impedir avances futuros, así como hacer imposible la consolidación de los que ya se han dado.

Los cambios que ha experimentado el país son muchos y muy profundos. Algunos de ellos fueron promovidos por el gobierno, en tanto que otros resultaron de la conjunción de fuerzas políticas y de circunstancias ajenas a la gestión gubernamental. En cualquier caso, el gobierno detonó un proceso de profunda transformación en el país en el momento en que comenzó a eliminar trabas e impedimentos a la actividad económica y política. Una vez eliminados los mecanismos de control que el gobierno ejercía a través de las restricciones al comercio internacional, el monopolio del papel para periódicos, la posesión de una enorme diversidad de empresas paraestatales y el fraude electoral, el conjunto de la sociedad comenzó a ocupar espacios a los que nunca antes había tenido acceso. Dada la cambiante realidad internacional, sólo a partir de entonces fue posible contemplar la posibilidad de construir una economía competitiva capaz de crear empleos y elevar los niveles de bienestar de la población, así como desarrollar un sistema político competitivo y democrático.

La realidad no ha sido muy generosa en avanzar estos procesos. Ciertamente, en el tema económico, hoy en día contamos con una planta productiva que, en los grandes números, es mucho más competitiva de lo que jamás hubiéramos podido soñar. Las exportaciones mexicanas se ha multiplicado de una manera impresionante y han comenzado a generar empleos y oportunidades potenciales para proveedores nacionales. De seguir esta tendencia, el conjunto de la economía nacional vería beneficios tangibles en el curso de los próximos años.

Sin embargo, mano a mano con la parte exitosa y creciente de la economía nacional, subsiste parte de la vieja planta productiva del país que ha sido totalmente incapaz de actualizarse y de modernizarse. Un sinnúmero de empresas mexicanas continúa entrampada en esquemas productivos que ya no son viables en el mundo moderno, no por la apertura comercial a la que muchos culpan, sino por la obsolescencia de la tecnología, por la creciente sofisticación del consumidor nacional y por problemas específicos que van desde su excesivo endeudamiento hasta la carencia de liderazgo empresarial. En este sentido, la nueva economía mexicana convive con una planta industrial obsoleta que, en su estado actual, no tiene mayores opciones para salir de su propio letargo. El problema es que de esa planta industrial de antaño depende el bienestar de un enorme número de familias. Lo urgente es hacer posible la expansión de la nueva economía y fomentar el desarrollo de nuevos empresarios, pues la vieja economía ya no tiene capacidad de realizar su cometido y cada vez constituye un mayor lastre.

Por el lado político, los cambios que ha experimentado el país son todavía más impresionantes. Las elecciones se han convertido en el medio aceptado para elegir gobernantes y las disputas en la materia disminuyen día a día. Desde esta perspectiva, el avance político es extraordinario. Pero hay otra perspectiva que no puede ser desdeñada. A lo largo de la última década, el gobierno ha ido abandonando espacios políticos, económicos y regulatorios, lo que ha erosionado y, en un gran número de casos, eliminado, las instituciones que servían para conducir el desarrollo del país, dirimir disputas y, en general, conferir algún grado de certidumbre respecto al futuro. No cabe la menor duda que la gran mayoría de esas instituciones eran autoritarias, existían para proteger privilegios particulares y servían para impedir la participación política del conjunto de los mexicanos. Sin embargo, nuestro principal problema en la actualidad es que esas instituciones, con todos sus vicios, no han sido substituidas por unas más apropiadas a las circunstancias de un país como el nuestro en la actualidad.

La combinación de una economía pujante, pero que ha dejado a muchos atrás, y de un sistema político cambiante pero fundamentado en instituciones políticas y legales sumamente débiles, explica en buena medida la aparente imposibilidad para arribar a consensos específicos respecto al futuro del país. Lo que era válido antes ha dejado de serlo y lo que es indispensable para el desarrollo del país en la actualidad todavía está incompleto o simplemente no existe.

De particular importancia en este tema es el gobierno mismo. Por tres lustros, el gobierno mexicano se ha abocado a transformarse, sin haberlo logrado. El gobierno virtualmente ha desaparecido como conductor del desarrollo del país, pero tampoco cumple las funciones más elementales para las cuales debe existir. Perviven sus viejas estructuras, las que obstaculizan más que promueven el desarrollo. En suma, el gobierno es la principal víctima de sus propias reformas porque no ha cambiado, lo que le impide funcionar y ser efectivo.

Lo que el país necesita es un empresariado decidido a actuar y a convertirse en el pilar de una economía pujante y creciente. Pero también necesita un gobierno adecuado a la realidad de la época actual. Un gobierno que, en lugar de impedir, se aboque a promover; y que en lugar de contentarse con ser un mero reflejo de lo que fue, se reforme para poder cumplir con sus funciones medulares, funciones en las que ninguna empresa privada lo puede substituir, pues se trata de la esencia de su actividad y su razón de ser, como lo es la provisión de seguridad pública y el establecimiento de el estado de derecho. La gran paradoja de este fin de siglo mexicano es que el gobierno tiene que reformarse para poder ser, dentro de criterios de absoluta eficiencia y equidad, mucho más fuerte que nunca antes.

 

LA INSEGURIDAD PUBLICA Y EL ESTADO

  Luis Rubio

Todo indica que la estrategia de Cuauhtémoc Cárdenas para tener un fuerte impacto en el poco tiempo que durará su mandato consistirá en concentrarse en dos temas muy específicos: la inseguridad pública y la corrupción. La inseguridad pública que acosa a la ciudad es tan grave que cualquier mejoría podría traducirse en un gran apoyo por parte de los habitantes de la ciudad y la zona conurbada a la campaña presidencial de Cárdenas para el 2000. Por su parte, un ataque frontal a la corrupción, sobre todo si éste viene acompañado de muchos actos muy espectaculares, podría atraer la atención del resto del país, de donde necesita por lo menos 35% del voto en una competencia de tres candidatos fuertes. Su estrategia de campaña puede o no ser exitosa. Pero lo que es seguro es que en la inseguridad pública enfrentará un monstruo que no va a poder vencer meramente con buenas intenciones.

 

La inseguridad pública es el mal número uno en todo el país y particularmente en algunas regiones, entre las cuales destaca de manera prominente la ciudad de México. Todas las encuestas muestran el deterioro creciente que la población percibe en este rubro y, excepto para los desempleados, para todos los segmentos de la ciudadanía es el peor de todos los males que la aquejan.  Por lo que se refiere a los desempleados, la inseguridad es el segundo tema en importancia. Imposible minimizar el problema.

 

Por más que la macroeconomía haya venido arrojando buenas señales en los últimos meses, no hay razón para pensar que una mejoría en la situación económica de los habitantes de la ciudad (y del país) se va a traducir en una disminución de la criminalidad y la violencia. Estos dos fenómenos -la situación económica y la criminalidad, sobre todo la que se refiere a delitos serios y violentos,- no están directamente vinculados. Seguramente habrá algunos padres de familia que, desesperados por no encontrar qué llevar de comer a su casa, recurren al robo; también es posible que haya muchos jóvenes sin empleo, sin educación y  sin nada que hacer que encuentran placer y dinero fácil asaltando a automovilistas, transeúntes y personas viendo la televisión en sus casas. Pero el componente principal de la criminalidad que padecemos es su organización y la protección de la que goza por parte de intereses profundamente intrincados en el gobierno y en las policías, por lo que los delitos graves no van a disminuir aun si se experimenta una sensible mejoría económica.

 

A juzgar por los resultados, el actual gobierno ciertamente no le ha dado a la inseguridad la prioridad que requiere. Pero su principal error no reside en su estrategia para enfrentar el problema, sino en su incapacidad para comprender que su diagnóstico es errado. A la fecha, todos sus esfuerzos se han concentrado en pretender disciplinar a las fuerzas policiacas (recurriendo para el efecto a la incorporación de elementos militares), en aumentar el número de policías y elevar el gasto gubernamental en el tema. Estas acciones muestran el hecho de que el gobierno reconoce la existencia del problema, lo que ya constituye en sí mismo un avance, pero demuestra que no reconoce las causas que realmente la originan, por lo que sus acciones no han tenido incidencia alguna sobre la criminalidad. Las estadísticas de criminalidad ascienden más rápido que el gasto, el número de reclutas o la demagogia de los responsables del tema.

 

Las nociones que Cuauhtémoc Cárdenas ha vertido sobre el tema no han sido particularmente alentadoras. Para comenzar, la noción de que el problema se puede reducir en forma rápida es por demás dudosa. A final de cuentas, el gobierno federal y el actual regente de la ciudad de México tenían todos los incentivos para tener un impacto rápido y, después de tres años, no tienen nada bueno que mostrar como resultado de sus esfuerzos. Y peor: muchas de las declaraciones de sus funcionarios, como la que hizo referencia al eventual toque de queda, sugieren desesperación más que capacidad de acción. Por su parte, Cárdenas ha insistido que si en Nueva York lograron reducir la criminalidad en casi cincuenta por ciento en tres años, no hay razón para pensar que lo mismo no se pueda lograr en nuestro caso.

 

Es de aplaudirse el optimismo del próximo jefe de gobierno del Distrito Federal, pero las circunstancias de Nueva York nada tienen que ver con las de la ciudad de México. En la ciudad estadounidense se siguieron dos estrategias básicas: por un lado se creó una estructura de incentivos para las policías, de tal suerte que se comenzó a premiar cada mejoría en su efectividad. Cada punto porcentual de reducción en la criminalidad en cada distrito de aquella ciudad implicó beneficios económicos directos para la policía de la zona. Por otro lado, se implantó una política de “tolerancia cero”, medida que consistía en penalizar cualquier comportamiento delictivo, así fuese éste menor, como cruzar la calle a la mitad de la cuadra, en vez de en la esquina, tirar un pedazo de papel en la vía pública o tratar de realizar comercio ambulante. Detrás de esta política se encuentra la noción de que si la población se acostumbra a respetar la ley, a sabiendas de que va a ser penalizada aun por cosas menores, nadie se va a atrever a llevar a cabo crímenes mayores.

 

Los resultados en Nueva York han sido espectaculares. Pero ninguna de las dos estrategias, sobre todo la segunda, es aplicable a México. Para empezar, en nuestro país, la población no tiene el menor respeto por la autoridad, comenzando por las policías; esto se explica, por razones históricas plenamente conocidas. La autoridad en México ha tendido a abusar más que a gobernar y a robar más que a administrar. Por supuesto que hay muchas excepciones, pero son eso, excepciones. La noción de que se puede convertir a las policías en cuerpos respetados y respetables en un corto plazo es totalmente absurda. Pero el problema fundamental no yace ahí. A final de cuentas, es obvio que la solución que funcione, cualquiera que ésta sea, va a tener que concluir o confluir con la constitución de un cuerpo policiaco profesional, bien entrenado y pagado, capaz de resolver, con toda competencia técnica y profesional, las investigaciones que su función requiera.

 

El problema reside en que aquí ni existe un marco legal funcional ni un estado de derecho. La impunidad que padecemos, que resume el problema de fondo de la criminalidad, es ubicua: la encontramos en la corrupción gubernamental; en la evasión de impuestos; en el comercio ambulante; en los monopolios gubernamentales y privados; en las mordidas que exigen los policías; en el uso privado de bienes públicos; en la existencia de criminales y ladrones conocidos en diversas zonas y hasta esquinas de la ciudad; en la existencia de fuerzas políticas al margen de la ley, como la zapatista; en el estacionamiento en segunda y tercera fila (aunque sea «por un momentito»); en las interminables manifestaciones; en los bloqueos y las pintas; en el secuestro de unidades de servicio público; en el saqueo de comercios; en los asentamientos irregulares, etcétera, etcétera. Implantar una política de tolerancia cero implicaría acabar con todo esto y más. ¿Tendrá el próximo gobernante no sólo la decisión de hacerlo, sino la fuerza política para enfrentar semejante reto, en el que se incluyen muchos de sus principales fuentes de apoyo electoral y político?

 

La inseguridad tiene solución. Pero eso requería la eliminación de la impunidad, para lo cual es indispensable la vigencia plena del estado de derecho, algo que nunca en nuestra historia ha existido en el país. Ahora que la era del PRI comienza a amainar es concebible la posibilidad de avanzar en esa dirección. Pero el desmantelamiento del PRI y de toda la estructura de privilegios e intereses que se esconden detrás de la impunidad (muchos de los cuales parecen estar migrando al PRD) no va a ser un trabajo de unos cuantos meses, por buenas intenciones que tenga la próxima administración de la ciudad.

 

Pero lo que está de por medio es mucho más grave que una candidatura presidencial. Max Weber, un sociólogo alemán de principios de siglo, definió al estado como una entidad  que tiene el monopolio del uso de la violencia. Nuestra realidad demuestra que lo opuesto también puede ser igualmente cierto: si los criminales no pueden ser castigados por la ley, ellos acaban siendo el estado y suyo es el monopolio de la violencia.

 

GOBIERNO CONGRESO Y MERCADOS FINANCIEROS

Luis Rubio

Las diferencias que existen entre el bloque opositor en la Cámara de Diputados y el gobierno en el tema del presupuesto son mucho más de orden político que de carácter propiamente presupuestal. El gobierno insiste en su estrategia económica, aunque con frecuencia comete el error de defender un porcentaje (como ocurre con el IVA) más que una estrategia general de desarrollo. En el Congreso, las diferencias entre los dos principales partidos de oposición son quizá mayores que sus coincidencias; sin embargo, ambos perciben que, en este momento, votar con el gobierno sería suicida en términos electorales. Por lo anterior, aunque seguramente podrían existir arreglos satisfactorios en términos tanto políticos como presupuestales para ambas partes, todo parece indicar que la lógica que dominará será, al menos de entrada, la de la confrontación. Todos parecen querer tentar la furia de los mercados financieros.

El programa económico del gobierno es hijo de las sucesivas crisis que ha experimentado la economía mexicana de los setenta para acá. El objetivo general de la política económica gubernamental, y en particular el del presupuesto anual, ha sido el de corregir los problemas estructurales que, a juicio de la administración, han causado las crisis cambiarias de los últimas dos décadas. En este sentido, el presupuesto que el gobierno presentará al Congreso en estos días persigue dos objetivos muy específicos: un déficit fiscal relativamente bajo y una continuación de políticas orientadas a incrementar el ahorro interno. Por medio de estos instrumentos, el gobierno confía poder evitar una nueva crisis al final del actual sexenio. En cierta forma, la exitosa manera en que la economía mexicana ha resistido, al menos hasta ahora, el embate de los mercados financieros, sugiere que el gobierno va por el camino adecuado. La pregunta es si lo hecho a la fecha será suficiente para enfrentar con igual éxito los embates que vengan en los tres años que restan de este sexenio.

Por el lado del bloque opositor en la Cámara de Diputados, las cosas son más complicadas. El PRD propugna por dos objetivos inconciliables: uno es el de atender a los intereses de sus votantes (a los que prometieron una baja en el IVA); y el otro es el de aumentar el gasto público, para satisfacer su orientación ideológica. En el fondo, el gran problema del PRD es que su visión de partido no necesariamente empata la realidad de sus votantes. Su deseo de elevar el gasto social es muy respetable, pero responde mucho más al objetivo histórico de la izquierda y del propio PRI (del que proviene gran parte del liderazgo del PRD) de resolver los problemas ancestrales de pobreza vía gasto público y, a la vez, construir una clientela electoral, que a las expectativas de sus electores. Su principal base electoral es de naturaleza urbana, de clase media, para la cual el gasto social no tiene mayor impacto. Para esos votantes, una reducción en la tasa del IVA puede hacer una enorme diferencia.

Si el PRD enfrenta intereses y públicos con objetivos, inherentemente contradictorios, el PAN tiene un problema mucho más complejo. El PAN quiere lograr tres cosas de manera simultanea que no necesariamente son compatibles entre sí: busca no minar la recuperación económica, satisfacer a sus electores y mantener su identidad. Los líderes del PAN saben que la economía avanza hacia una recuperación más o menos general y creen que eso le puede ayudar a su partido en el 2000. En ese sentido, lo último que querrían sería participar en cualquier cosa que pudiese minar esa recuperación. Sin embargo, lo anterior no los lleva a votar con el gobierno, pues no quieren asociarse una vez más con él. Además, sus votantes son mucho más militantes en el tema del IVA de lo que son los del PRD. Por una razón u otra, el PAN tampoco encuentra una manera fácil de salvar la cara en esta coyuntura política.

La realidad es que es muy poco lo que pueden hacer el PAN y el PRD en el Congreso para alterar la política económica. Cualquier cambio que intentaran les llevaría a cargar con la responsabilidad de toda consecuencia negativa que éste llegara a acarrear. Quizá más importante, los márgenes de maniobra reales en materia económica son mucho más estrechos de lo que parecería a primera vista. El embate que sufrió la bolsa hace unos días demuestra que la solidez de las cuentas gubernamentales es absolutamente crucial para mantener la estabilidad de la economía. En este sentido, lo idóneo en estas circunstancias sería un mucho mayor conservadurismo en materia presupuestal. Es decir, no sólo no soñar con déficits mayores al que está proponiendo el gobierno, sino incluso reducir sensiblemente el que propone la administración. Sólo así se podría asegurar la estabilidad de la economía en esta etapa tan volátil de los mercados financieros, además de asegurar que lo poco que ya se ha avanzado en re-estabilizar la economía no se pierda una vez más. Quizá fuese posible forjar un consenso en un tema tan básico y esencial como el de reducir el nivel de endeudamiento interno y externo del gobierno federal, a fin de favorecer una situación económica mucho mas holgada y benéfica tanto para los mexicanos en general como para los partidos en lo individual, sobre todo los dos que ahora sí, por primera vez, tienen la real posibilidad de ganar la presidencia en el 2000. Su interés radica en la estabilidad económica.

Pero tal parece que la realidad política y la falta de imaginación de los actores clave hace sumamente difícil lograr un consenso público entre la oposición y el gobierno. La lógica de cada uno de los jugadores hace casi imposible que todos se sumen en un gran esfuerzo común, algo que, aunque obviamente deseable, aparece en este momento como altamente improbable. La salida tiene que venir de otra parte: tal vez los dos principales partidos de la oposición pudiesen unirse en un esfuerzo por aprobar un presupuesto que permita la continuidad de la política económica.

La política económica gubernamental tiene muchos defectos, pero una gran virtud: su objetivo esencial es el de evitar crisis futuras. Toda su lógica gira en torno a este principio. Ningún partido del bloque opositor podría oponerse a este objetivo esencial. Lo que el PRD ha propuesto, al menos lo que ha publicado, constituye un vulgar retorno a las políticas de los setenta, que son las que llevaron a las crisis que se han venido recrudeciendo y de las que todavía no salimos. Al margen de los objetivos ideológicos implícitos en el programa económico del PRD, el aumento del déficit que entraña tanto bajar los impuestos como aumentar el gasto, implicaría una nueva crisis, que los especuladores internacionales estarían deseosos de explotar. Dada la oferta disponible, nuestra disyuntiva económica es, pues, la de perseverar en la fundamentación de una plataforma más o menos sólida de desarrollo para el futuro que, aunque poco imaginativa, al menos constituye un intento serio por evitar crisis futuras, o la de cambiar el rumbo, lo que prácticamente asegura una nueva crisis. La verdad es que no hay opción.

Pero para los partidos políticos las opciones disponibles son mucho más complejas. El PAN y el PRD tienen que salirse de la camisa de fuerza en que se metieron con sus plataformas electorales sin sufrir una pérdida de credibilidad ante los votantes. En términos objetivos, hay muchas cosas que pueden hacer y que, seguramente, el gobierno estaría dispuesto a negociar, como son la distribución del gasto, las partidas que van a los estados y municipios y demás. Muchos de estos temas podrían ser mucho más trascendentes para la población en general, que un cambio en el porcentaje de IVA, al que se opone el gobierno a capa y espada. Pero nada de eso le permite salvar cara al PAN y al PRD, ni les ofrece una salida positiva para el futuro.

El tema presupuestal tiene dos grandes caras: la que es visible para la población y que se observa en los impuestos y en el gasto público; y la que tiene que ver con los mercados financieros internacionales que, nos gusten o no, son una realidad tangible que ningún político en el mundo puede ignorar. En este sentido, quizá la manera en que todos ganan en este juego, que podría parecer de suma cero, sería que el bloque opositor vote por un presupuesto que fuese aceptable para el gobierno. Con ello, la oposición se gana el reconocimiento de los mercados, lo que le abriría una enorme puerta de posibilidades para la elección del 2000. Por su parte, la calidad de políticos que han demostrado los panistas y los perredistas al lograr convencer a una enorme porción de los electores de votar por ellos sugiere que también tendrían amplia capacidad para convencerlos de que una redistribución en el gasto público puede ser mucho más trascendente que cualquier ajuste en materia de impuestos. ¿Será posible convertir esta coyuntura en un avance político de altos vuelo

Se materializará el ahorro

La reciente debacle en los mercados financieros internacionales no altera  los factores fundamentales del crecimiento economico de largo plazo.   Altos niveles de ahorro constituyen un común denominador de la mayoría de los países cuyas economías  han crecido con gran rapidez. La población de la mayor parte de los países del sudeste asiático que han logrado elevadas tasas de crecimiento económico es sumamente ahorradora, sea porque no tienen nada que consumir (como China) o porque sus gobiernos reprimen brutalmente el consumo (como Malasia). El ahorro es parte de la cultura de muchas de esas sociedades, lo que no ha impedido que países como Singapur impongan esquemas sumamente onerosos de ahorro forzoso, aunque su economía no crezca mucho más que países como Hong Kong, donde el ahorro voluntario de todas maneras es muy elevado.  La tradición en países latinos como el nuestro es casi la opuesta: la población consume tanto como puede. Es por ello que el éxito de Chile en elevar sus niveles de ahorro interno y de crecimiento económico haya resultado tan atractivo para el gobierno mexicano actual. La pregunta es si el éxito de Chile ha sido producto del sistema de pensiones o tiene otro origen.

 

El sistema chileno de pensiones es muy semejante al que se está instaurando en el país. Al igual que los mexicanos en la actualidad, cada chileno tuvo la opción de elegir a la empresa que administraría los fondos destinados a su pensión, mientras que el gobierno garantizaba que ninguna de las personas quedara atrapada en la transición entre el viejo sistema (administrado por una agencia estatal como el IMSS) y el nuevo sistema de administración privada. Es decir, las personas que ya habían cotizado en el sistema anterior por varios años no perdieron sus derechos adquiridos. Con ello, el ahorro concentrado en el nuevo sistema de pensiones logró resultados verdaderamente prodigiosos. El ahorro interno rápidamente rebasó el 25% del PIB, lo que les ha permitido financiar el crecimiento de su economía, evitando crisis espectaculares como las nuestras. Como una verdadera fantasía, el crecimiento en el ahorro interno resultó una solución milagrosa al problema permanente de la falta de financiamiento.

 

Sin embargo, estudios recientes por parte de analistas en el Fondo Monetario Internacional  (Occasional Paper 139) y en el propio Chile sugieren que los fondos de pensiones no son la causa fundamental del extraordinario crecimiento en el ahorro interno de ese país. Según estos estudios, el ahorro chileno creció por la combinación de dos circunstancias, una efectivamente relacionada a los fondos de pensiones, pero la otra no. Por una parte, los fondos de pensiones se instauraron en forma casi simultánea a la crisis bancaria chilena de 1982, cuando el precio de todos los valores bursátiles, incluyendo los instrumentos financieros gubernamentales, se encontraban sumamente deprimidos. Con la extraordinaria revaluación que experimentaron esos valores en la década subsecuente, los niveles de ahorro se dispararon mucho más allá de lo que hubiera ocurrido en circunstancias normales. Es decir, los fondos de pensiones chilenos crecieron mucho más por las exitosas inversiones que realizaron las empresas administradoras (y su oportunidad) que por el hecho de haberse constituido el sistema de ahorro mismo.

 

Pero la otra razón por la cual se dispararon los niveles de ahorro en Chile es mucho más interesante. Según estos estudios, el ahorro interno creció mucho más por el éxito empresarial de las empresas pequeñas y medianas que por los fondos de pensiones. Esas empresas comenzaron a descollar en el curso de los ochenta, lo que elevó sus utilidades y su ahorro. Las empresas descollaron porque se eliminaron infinidad de burocratismos y barreras a su funcionamiento, porque se abrió la competencia internacional, porque se mejoró la infraestructura, porque se llevó a cabo una reforma laboral que hizo flexible la contratación y porque se creó un clima de confianza y certidumbre para la inversión privada. Todo eso generó un ambiente propicio al desarrollo de pequeñas industrias y empresas de servicios. Es decir, el exitoso desarrollo empresarial se tradujo en elevados niveles de ahorro interno. No menos importante fue el hecho que se reformó a la institución de seguridad social, con lo que se bajaron drásticamente sus costos y, más importante, la vertiginosa tasa de crecimiento de su gasto.

 

El éxito de Chile en elevar su ahorro interno se debió, en consecuencia, a diversos factores que estuvieron presentes cuando se crearon el equivalente de las Afores. Estas administradoras de fondos de pensiones fueron un factor clave del proceso, pero ciertamente no el único ni, en volumen, el más importante. No hay duda que la disponibilidad de ahorro forzoso por plazos largos (los años en que una persona trabaja antes de retirarse) constituye un invaluable factor de estabilidad económica. Pero la existencia de esos fondos también ha causado efectos no esperados. Muchos chilenos, por ejemplo, ahora se sienten muy tranquilos de que cuentan con una pensión razonable (y certera), por lo que han disminuido los niveles de ahorro personal que normalmente realizaban. Es decir, ya no encuentran razón para ahorrar tanto en lo personal, por lo que han elevado sus niveles de consumo.

 

Todo lo anterior no disminuye el extraordinario desempeño del ahorro interno en Chile. Pero sí matiza su importancia en el desarrollo económico. Junto con los planes de pensiones, el gobierno de aquel país manejó una política macroeconómica sumamente conservadora y allanó el camino, en forma decidida y sin titubeos, para que el sector privado pudiese prosperar sin limitaciones. Para eso llevó a cabo infinidad de privatizaciones, eliminó regulaciones y convirtió al gobierno y a su burocracia en promotores, en lugar de obstáculos, al desarrollo. Muy poco de eso se ha hecho en México.

 

En Chile triunfó no sólo el ahorro, sino el énfasis en el crecimiento.  Para nosotros esto implicaría que, en lugar de concentrar las baterías en el tema del ahorro, lo hiciéramos del crecimiento de la economía. En lugar de sólo ver cómo ahorrar más, lo cual ciertamente es necesario, habría que pasar a analizar qué es lo que obstaculiza la inversión e impide el desarrollo empresarial. Esta perspectiva facilitaría alcanzar lo que debería ser el objetivo   -el crecimiento del empleo y de los ingresos-, en lugar de seguir enmarañados en los medios, como lo es elevar el ahorro. Esto también favorecería la consolidación y generalización de un consenso en torno a la política económica general, incluyendo al ahorro, que sería la mejor ancla para el desarrollo futuro.

 

Dadas nuestras complejas circunstancias políticas, si queremos imitar el resultado chileno tenemos que aplicar las fórmulas idóneas y no poner todos los huevos en una sola canasta. Los fondos de pensiones son una gran adición al arsenal  del desarrollo, pero serán insuficientes si no vienen acompañados de una rápida liberalización de la economía, de una ampliación severa y decidida de la base de causantes fiscales en la economía informal y de una transformación de la burocracia mexicana, a todos los niveles de gobierno. Quizá todavía más inmediato y urgente sería entrar en una etapa de extraordinario conservadurismo en la administración macroeconómica, todo ello orientado a elevar dramáticamente el ahorro público por medio de reducciones todavía más dramáticas del gasto gubernamental, sin afectar las áreas prioritarias para el desarrollo, como la educación, salud e infraestructura (lo que requeriría reformas profundas) así como a atacar el frente más débil del gobierno, que sigue siendo el de la seguridad y certidumbre.

PAN – PIVOTE U OFRENDA DE SACRIFICIO

El partido que podría guardar el balance de la Cámara de Diputados no sabe qué papel le toca jugar. Ha pagado caros los años de (absolutamente legítimo) apoyo legislativo al gobierno y ahora corre exactamente el mismo riesgo al subordinarse por completo al PRD. En lugar de construir sobre sus activos, este partido parece preferir el asiento trasero de la política mexicana. Es paradójico que, justo cuando los panistas se encuentran con la oportunidad de convertirse en el pivote de la política nacional, a sus líderes se les caiga la brújula en una coladera.

 

El comportamiento del PAN en el último año es, en el más benigno de los casos, enigmático. Hace sólo un año, las encuestas colocaban a ese partido en la cima de las preferencias electorales tanto a nivel federal como en distintos estados. Los priístas no dejaban de quejarse -y preocuparse- del avance que experimentaba su «rival histórico». Algunos miembros de la vieja guardia del PRI veían al PAN como la peor amenaza a su sobrevivencia. Los miembros del PRD los despreciaban (y envidiaban) a más no poder. Por su parte, los panistas estaban tan seguros de ser los legítimos (y naturales) beneficiarios de la debacle gubernamental y priísta, que hasta se daban el lujo de ignorar a sus críticos, a la vez que minimizaban a sus actuales socios en la Cámara de Diputados. Ni siquiera estuvieron dispuestos a contemplar una alianza electoral para el Distrito Federal con el PRD, pues su triunfo les era más que evidente.

 

Un año después, la debacle ha dejado de ser privativa del PRI. Hoy en día, tampoco los panistas, a nivel nacional, tienen la menor idea de qué hacer o hacia dónde dirigirse. Pero sus circunstancias son muy diferentes. Mientras que el PRI nunca ha sido un partido político, en el sentido estricto del término, y su gran dilema reside en cómo recuperar la iniciativa e incorporar a sus bases en el proceso político para poder recobrar su vitalidad, el PAN tiene que avanzar en sentido contrario: para el PAN lo crucial es dejar de ser un mero paraguas de muchas organizaciones regionales, cada una con sus propias características e intereses. Así como el control central absoluto que históricamente caracterizó al PRI ha acabado por estrangularlo, la extrema descentralización que caracteriza al PAN lo paraliza y le impide actuar. En el PAN hay decenas de interlocutores, ninguno de los cuales tiene la visión del conjunto, en tanto que aquéllos que si la tienen (o deberían tenerla) no tienen capacidad alguna para articularla. La estructura del PAN lo paraliza y lo hace presa fácil de los dos primos revolucionarios. Su efectivo liderazgo nacional durante los años de Salinas le permitió convertirse en un partido nacional, pero siempre subordinado a las decisiones del PRI. Ahora, con un liderazgo menos efectivo, ha quedado subordinado a las decisiones del PRD. Su estructura lo condena a la subordinación.

 

La relación del PAN con el gobierno de Carlos Salinas fue sumamente importante para el país y valiosa para ambas partes. Ese gobierno requería el apoyo legislativo del PAN para poder legitimar (y en ocasiones aprobar) sus políticas, en tanto que el PAN logró abrir muchos boquetes en el monopolio del PRI en materia electoral. Muchas de las transacciones que se realizaron al amparo de esos entendidos, sobre todo las despectivamente llamadas «concertacesiones», ciertamente son criticables bajo una óptica democrática. Sin embargo, vistos en retrospectiva, esos entendidos fueron un importante antecedente para los cambios políticos que están teniendo lugar en la actualidad. El pragmatismo del PAN contribuyó en ese momento a que el país avanzara en un proceso de cambio económico y político de manera pacífica, algo que no podemos minimizar.

 

Cualquiera que haya analizado las diferentes posturas y opiniones que existen dentro del PAN, sabe bien que son muy exageradas las frecuentes afirmaciones de comentaristas y observadores en el sentido de que no hay diferencia alguna entre la política económica que han promovido los últimos gobiernos y la postura del PAN en esta materia. No hay duda que algunos de los integrantes del PAN, probablemente los menos, ciertamente se inclinan hacia una economía abierta y de mercado; pero también hay otros, probablemente los más, que se entenderían mejor con los más radicales del PRD. Esos contrastes explican mucho del comportamiento del PAN y los frecuentes bandazos que caracterizan su comportamiento legislativo: en ocasiones sus líderes llegan a un acuerdo con el presidente o con el PRD, sólo para encontrarse con que no cuentan con el apoyo de sus diputados en el Congreso.

 

Quizá el peor error tanto del PAN como del actual gobierno haya sido el nombramiento de un procurador venido de las filas del PAN. La noción de nombrar a un procurador que no proviniera del PRI era extraordinariamente atractiva pues, en la percepción pública, eso garantizaba la posibilidad de enfatizar el desarrollo de la procuración de justicia, algo que era imposible de otra manera, dada la naturaleza histórica del PRI. Pero la noción de que cualquier persona, por el hecho de no ser del PRI, sería la apropiada, probó ser no sólo falaz, sino extraordinariamente onerosa. El PAN defendió y apoyó incondicionalmente al procurador por el hecho de que era un miembro prominente del partido, pasando por alto su probada incompetencia para tal encomienda. Ese fue su grave error. El PRI aprovechó el error con gran generosidad pero, irónicamente, acabó beneficiando no al PRI, sino al PRD.

 

La verdad es que la debacle del PAN es auto inflingida. Bajo cualquier medida electoral objetiva, los resultados del seis de julio pasado fueron extraordinariamente buenos. El PAN aumentó el número total de votos obtenidos respecto a 1994, logró dos gubernaturas excepcionalmente importantes y aumentó sensiblemente el número de distritos electorales representados por el PAN en la Cámara de Diputados. Esos triunfos no han impedido que los panistas se midan por sus fracasos. Ciertamente esperaban ganar tanto el control de la Cámara de Diputados como el gobierno y la legislatura de la ciudad de México y en ambos casos fueron derrotados por el PRD. Pero su problema no es de más o menos curules o votos, sino de total ausencia de visión estratégica, algo que, aunque también presente en el PRI, lo tiene de sobra el PRD.

 

Son muchos los países en que un partido como el PAN constituye el pivote del poder político. Partidos mucho más pequeños que el PAN hacen toda la diferencia en la constitución y estabilidad de gobiernos como los de España, Italia, India e Israel. En todos esos casos, un partido con el 25% de los votos en un congreso o parlamento en el que nadie tiene mayoría absoluta, tiende a convertirse en la pieza más cotizada del mundo. Sin embargo, este no es el caso del PAN. Parece que los panistas se han  conformado con jugar un papel secundario en la Cámara de Diputados, para beneficio del PRD.

 

La alianza del PAN con el PRD (y con el PT y el PVEM) fue un golpe magistral de la oposición. Haber logrado que el PRI perdiera la mayoría absoluta para luego no controlar la Cámara hubiera sido verdaderamente criminal. Pero todos sabemos cuan endeble es esa alianza. Los cuatro partidos del bloque opositor tienen muy pocas cosas en común; de hecho, lo único que comparten es su anti-priísmo. Pero el bloque tiene un valor en sí mismo y sus cuatro componentes saben bien que cualquier ruptura favorecería a su enemigo común. Sin embargo, de lo anterior no se deriva que exista necesidad de votar en la misma dirección en materia legislativa.

 

En un sistema parlamentario, si el bloque que controla el poder legislativo (y, por lo tanto, el ejecutivo) no logra aprobar una legislación, el gobierno cae. No así en un sistema presidencial como el nuestro, donde los votos en el Congreso nada tienen que ver con la estabilidad del Poder Ejecutivo. Obviamente un gobierno va a poder avanzar sus programas sólo si logra que se aprueben sus iniciativas de ley; pero su supervivencia no depende de la mayoría legislativa en la Cámara de Diputados. Lo mismo se puede decir de los integrantes de una coalición en el Congreso: excepto en los votos  referentes al gobierno de la propia Cámara, la coalición no tiene por qué disolverse si sus integrantes votan de distintas maneras en los demás temas que se presenten. Para el PAN, esta circunstancia abre enormes oportunidades, pues le permite apoyar y mantener al bloque opositor en control de la Cámara, sin con ello subordinar de nueva cuenta su agenda y  convicciones a los intereses de terceros. En consecuencia, a menos de que el PAN encuentre la manera de resolver sus propias contradicciones internas y convertirse en el pivote del poder en el Congreso, para de este modo avanzar su propia agenda política, acabará siendo, nuevamente, la ofrenda que sacrifiquen los socios que no ha sabido escoger.

ASENTAMIENTOS IR-REGULARES

Luis Rubio

La tragedia humana que dejó el reciente huracán en Acapulco ha generado un alud de quejas y críticas al gobierno federal por la ineficiencia de su respuesta, al gobierno municipal por su tardía reacción y, en general, a las diversas autoridades no sólo por los efectos del fenómeno natural, sino por el hecho de que éste haya tenido lugar. La verdad es que la capacidad de respuesta de todos los niveles de gobierno es, con gran frecuencia, patética. Pero ahí no esta nuestro problema fundamental. La propensión de la prensa y de innumerables políticos por rasgarse las vestiduras cada vez que ocurre una desgracia originada por fenómenos naturales refleja una profunda convicción en nuestra cultura y estructura política de que el gobierno es nuestro salvador y garantía de todo, pero también de que es el culpable de todo lo que nos pueda suceder. La mayor parte de las quejas y críticas giran en ese sentido, como si en poder del gobierno estuviese evitar los huracanes, los temblores u otros fenómenos de la naturaleza. La tragedia genera toda clase de pasiones.

La inmensa fuerza que despliega la naturaleza en ciertos momentos, como cuando hace erupción un volcán o golpea una tormenta brutal, hace simplemente imposible a cualquier gobierno contener sus devastadores efectos. Huelga afirmar que el gobierno, por poderoso que históricamente haya sido, nunca, ni en sus peores momentos ha tenido el poder suficiente para manejar las variables de la naturaleza. Sin embargo, lo que el gobierno sí ha tenido en sus manos, ha sido la decisión sobre la localización de plantas industriales, el desarrollo de programas de asentamientos urbanos, la autorización de todas las construcciones que hay en el país y la protección, hasta donde esto es posible, razonable o costeable, de la población. Es en la sucesión de decisiones en esta materia en las que reside el crimen que, ahora en Acapulco, ha vuelto a golpear a un grupo de mexicanos.

Nuestro verdadero problema, entonces, no se encuentra en la manera en que el gobierno responde una vez que la naturaleza ha actuado, porque, a pesar de todo, ha habido una mejoría palpable después de su virtual parálisis frente a los sismos que sacudieron a la ciudad de México en 1985. Nuestro problema reside en el hecho de que los fenómenos naturales son brutalmente devastadores menos por la propia fuerza y naturaleza del fenómeno en cuestión que por el desorden, corrupción y desgobierno que impera en virtualmente todos los asentamientos humanos que hay en el país.

Según la información periodística, gran parte de los damnificados y de las personas que perdieron la vida en Acapulco, vivían en casas construidas en el cauce de un río que llevaba años seco. Esto era conocido por innumerables autoridades, las que no cumplieron con su deber de impedir un asentamiento ilegal y peligroso y, posteriormente, al «regularizarlo». Peor, seguramente, hasta impuestos prediales recolectaban en la zona. Más que su ineficacia ante el desastre dejado por el huracán, la falta grave del gobierno está en su negligencia al permitir la construcción de esas viviendas en una zona de alto riesgo. En este sentido, el origen de la tragedia no está en el huracán mismo, sino en la precariedad de los asentamientos humanos, algo que todos conocemos y estamos conscientes que existe a lo largo de todo el país.

Los asentamientos más golpeados en Acapulco existen en todas partes del país. En algunos lugares son producto de la mera ausencia de gobierno y en otras de la corrupción lo que, en última instancia, acaba siendo exactamente lo mismo. En un estado del norte del país, por ejemplo, un gobierno municipal creó un parque industrial especializado en industrias de alto riesgo. Con todo tino, localizaron el parque a una distancia apropiada de toda zona habitacional. Las empresas que ahí se establecieron fueron atraídas precisamente por el orden y seriedad con que aquel gobierno municipal había planeado y desarrollado el parque. Se instalaron ahí procesos industriales que requerían distancia de la población, precisamente para evitar riesgos innecesarios. Casi un experimento del primer mundo. Veinte años después, el parque ya no está aislado y distante de zonas habitacionales. El hecho de que ahí hubiera agua y luz eléctrica constituyó un enorme imán para que centenares de familias se instalaran, ilegalmente alrededor del parque. Las invasiones se iniciaron casi desde que se construyó y no han cesado desde entonces. Lo que antes era una zona exclusivamente industrial se convirtió en una zona urbana de alta densidad, donde las fábricas, que se establecieron conforme a lo que preveía la ley, hoy están a la defensiva frente a todos los invasores de la tierra que se sienten con derechos y, lo más increible, son apoyados por el gobierno que, poco a poco -por la vía de hechos (y cohechos)- ha protegido a los que se encontraban fuera de la ley, en tanto que agravia a los que la cumplieron en todo tiempo.

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El gobierno municipal (y el estatal) que había promovido el parque con tanto ahínco y visión se ha distinguido por su total ausencia. En un principio, los invasores se instalaron alrededor del parque, colocaron «diablitos» para tener luz eléctrica y obtuvieron acceso a los tubos de agua que llegaban al lugar. El gobierno no hizo nada por impedir el crecimiento del asentamiento, aun a sabiendas de la naturaleza del parque industrial. Con el tiempo, el gobierno no sólo se olvidó del parque, sino que comenzó a cooptar a los habitantes de la nueva ciudad. Se instalaron servicios integrales, se legalizó la propiedad de la tierra y los habitantes dejaron de ser invasores para convertirse en moradores de pleno derecho.

Esta historia se repite una y mil veces en todo el país. Por más que algunos funcionarios hayan actuado no solo con honestidad, sino también con gran visión, el hecho es que el desorden, la ausencia de un concepto de desarrollo urbano, la explosión demográfica, el activismo de los partidos de oposición, sobre todo del PRD, y la corrupción que está en todas partes, poco a poco destruyen hasta el mejor plan. Sólo así se explica uno la irracionalidad de los habitantes de San Juan Ixhuatepec, que dos veces en los últimos años han pagado con vidas el hecho de vivir en una zona gasera; de los habitantes de Acapulco que construyeron sus casas en un río seco; de quienes viven en las faldas del Popocatépetl; o de las personas que se instalan, por la buenas o por las malas, en zonas industriales de alta peligrosidad. El hecho de que esto ocurra en forma consuetudinaria confirma que el problema de la ausencia de gobierno no es algo reciente, sino una realidad cotidiana desde hace tiempo. Por ello, cuando «ataca» un sismo, una explosión o un huracán, el problema no es de respuesta inmediata -previa o posterior- por parte del gobierno, sino de la terrible vulnerabilidad que de hecho enfrenta una enorme porción de la población por el hecho de vivir donde vive. Por más que lo duden los creyentes en el gobierno todopoderoso, los de antes y los nuevos, nadie puede evitar que un huracán azote a una comunidad costera, al igual que nadie puede impedir que un sismo haga de las suyas. Lo que sí es evitable es el desorden que impera en los asentamientos humanos en todo el país y la corrupción que caracteriza a buena parte de las autoridades en esta materia. El hecho de que no se haga nada confirma que la negligencia es ubicua e histórica, como señaló el presidente Zedillo. ¿Para qué buscar culpables?.

El drama que vivieron los habitantes de Acapulco no es el primero ni será el último que se experimente en el país. Lo que es inaceptable es que todo en nuestra organización urbana esté diseñado para que el mayor número de mexicanos pague, con frecuencia con su vida, la negligencia gubernamental. Lo triste es que nuestros políticos, incluyendo los nuevos (y súbitos) demócratas, sólo quieren el poder para ellos y no la transformación del país. Desafortunadamente, para el mexicano común y corriente, habrá muchos más Acapulcos en el futuro.

 

Novatez en política y en economía

Los buenos deseos dominan el discurso del nuevo liderazgo de la Cámara de Diputados. Empleos, ingresos, crecimiento económico, son palabras que fluyen generosamente en su retórica. El problema es que ni los diputados, ni el gobierno pueden dictar el resultado del proceso económico. Lo que pueden definir son las diversas estrategias de política económica y confiar que éstas sean las correctas para propiciar los resultados deseados. Sin embargo, en el momento actual los diputados están demasiado engolosinados con el control de la Cámara como para reconocer la enorme fragilidad de la economía mexicana. Con un poquito de empeño podrían llevarnos no a la etapa que quieren recordar de los setenta y ochenta (del 72 al 74 y del 79 al 81) sino al 76 y al 82, pero aumentados y con trágicas consecuencias.

 

La realidad es que no hay gobierno alguno en México y en el mundo, que no quiera lograr los resultados que tanto atraen al expresidente del PRI y del PRD, así como a los demás voceros del bloque opositor. Todos quieren elevar los ingresos de la población, generar empleos permanentemente y multiplicar la riqueza. La pregunta que uno tiene que hacerse no tiene que ver con sus objetivos (o buenos deseos) sino con la capacidad estructural del país y con  las políticas públicas para lograrlo. En este punto,  por muchas crisis que hayamos pasado, los argumentos de los diputados que hoy dominan la mayoría del congreso simplemente no tienen el respaldo técnico y la consistencia del programa económico del gobierno, independientemente de los errores que éste haya cometido en el pasado.

 

Por otra parte, los (despectivamente) llamados tecnócratas no las tienen todas con ellos. A pesar de los títulos académicos que caracterizan a los economistas del gobierno, las crisis económicas de los últimos tres lustros han sido enormes y sus consecuencias sumamente graves para millones de mexicanos. Si eso le ha pasado a quienes tienen la capacidad, conocimiento y técnicas a su alcance para lograr el desarrollo económico, ¿como le iría a los políticos si se salen con la suya y politizan todavía más las decisiones económicas clave?

 

Como bien sabemos los mexicanos que hemos vivido una sucesión aparentemente interminable de crisis económicas, el hecho de que haya muchos economistas expertos en el gobierno no es vacuna contra la politización de sus decisiones. En el pasado, la política dentro del PRI y del gobierno tenía una enorme influencia sobre la definición de las estrategias económicas, factor que explica la perversión de muchas de las iniciativas que fueron adoptadas en los últimos años en materia de regulaciones, privatizaciones y demás. Muchos de esos programas eran excepcionalmente positivos, pero su politización -a la hora de llevarlos a la práctica- con frecuencia los distorsionó, corrompió o hizo inoperantes. El hecho de que el centro del poder político haya migrado del PRI al Congreso va a amplificar notablemente el potencial de disrupción económica, toda vez que se van a multiplicar los actores, los intereses, las ideologías y los ánimos de venganza.

 

Pero lo anterior no explica el factor central de nuestras dificultades económicas en los últimos años. La realidad es que la creciente competencia técnica y profesional de los administradores de la economía no ha compensado del todo los profundos cambios que han ocurrido en el resto del mundo. La complejidad de la economía mundial es tal, que hoy no basta con que el gobernante o el político cuente con una buena noción de la naturaleza humana, de las necesidades de la población y de un agudo instinto político que, a final de cuentas, eran la característica esencial de muchos de nuestros gobiernos hace varias décadas. Hoy en día ningún gobierno, por buenas intenciones que pudiese tener, controla o puede controlar lo que pasa en la economía.

 

Todas las economías del mundo están hoy insertas en la economía global y las más exitosas son aquellas cuyos gobiernos reconocen que, en la práctica, no existe diferencia alguna entre la economía interna y la economía internacional. Puesto en otros términos, los mexicanos comunes y corrientes piensan y participan en la economía internacional y, por lo tanto, gastan, ahorran e invierten de acuerdo a sus percepciones de lo que ocurre no sólo en México, sino en todo el mundo. De la misma forma, los inversionistas del resto del mundo comparan a México con Corea, Haití, Colombia e Indonesia, por citar algunos ejemplos, para decidir dónde van a localizar sus plantas o realizar nuevas inversiones. Hoy en día no hay diferencia entre la economía interna y la internacional, excepto en la mente de muchos políticos y burócratas que se rehusan a aceptar la profundidad del cambio en el entorno económico. El problema es que su falta de reconocimiento de la realidad económica actual podría llevarlos a tomar decisiones erradas, lo que podría traducirse, casi de inmediato, como en 1995, en una terrible recesión, en inflación, desempleo, etcétera. Todo lo que se requiere es un poco de ignorancia y muy buenas intenciones.

 

En el corazón de todas las economías modernas se encuentra el sistema financiero. Claramente lo financiero no es más importante que la producción y el empleo, pero sin un sistema financiero fuerte y sólido, la producción y el empleo son imposibles. En este sentido, el sistema financiero domina la salud de la economía, en todas las economías, por lo que la estabilidad financiera es la esencia del desarrollo económico. Les guste o no a los políticos (los de antaño y los que así piensan), el éxito económico de las economías en la actualidad -y, por lo tanto, el de sus partidos y el suyo personal- depende no de sus buenas intenciones, sino de su capacidad para crear las condiciones de estabilidad que permitan a los empresarios crecer y desarrollarse.

 

En la actualidad, la estabilidad macroeconómica yace en el corazón de la capacidad de crecimiento de cualquier economía. De hecho, es muy poco lo que los gobiernos pueden hacer para procurar el crecimiento de la economía al estilo de antaño. En el pasado, los gobiernos utilizaban al gasto público para inducir a la inversión privada, protegían a la industria nacional y subsidiaban a la inversión. Todo eso sigue siendo muy atractivo en las mentes y programas de muchos de los nuevos diputados, pero nada de ello es posible en la actualidad, pues atenta contra la naturaleza de los mercados financieros y contra la estructura de la economía mexicana, cuya parte más exitosa se ha internacionalizado plenamente. En otras palabras, la instrumentación de un paquete de medidas proteccionistas, de subsidios, de gasto público y de política industrial resultaría totalmente contraproducente y podría crear una nueva catástrofe económica.

 

En esta época, particularmente por la complejidad del proceso de cambio político en que estamos inmersos, lo que le convendría al país sería precisamente lo opuesto de lo que nos quieren recetar los economistas y políticos que quieren retornar al paraíso de los setenta. Las convulsiones políticas por las que estamos atravesando demandan aferrarnos a un equilibrio fiscal y macroeconómico, evitar excesos económicos, atraer a la inversión del exterior y fortalecer a todas las instituciones que son fundamentales para la buena marcha de una economía, como el poder judicial y el banco central. Precisamente porque los tiempos políticos son difíciles es que los partidos políticos y el gobierno deberían ser especialmente cautos en materia económica. Algunos  economistas argumentan, por ejemplo, que es imperativo generar un superávit fiscal que no solo contribuya a estabilizar a la economía, sino que permita reducir las tasas de interés, en beneficio de todas las empresas e inversiones y, por lo tanto, de los empleos e ingresos de los mexicanos. Un manejo profesional de las variables medulares de la economía y el desarrollo de un verdadero estado de derecho permitirían, además, lograr la clasificación de «grado de inversión» en los mercados financieros, lo que bajaría todavía más los costos de la inversión. No existe mayor (y más permanente) subsidio a la economía, al empleo y a la producción que una menor inflación y unas menores tasas de interés reales, algo que ningún político puede hacer por sí mismo, sino como consecuencia de una sucesión de decisiones acertadas en el curso del tiempo. De la misma manera, todas las acciones que fortalezcan la credibilidad de la política económica y la independencia de las instituciones clave para su desarrollo favorecerían el crecimiento de la actividad económica y su consolidación, en beneficio de toda la población.

 

Este no es tiempo de politizar las acciones gubernamentales, los nombramientos de funcionarios o el desarrollo, por enclenque que sea, del estado de derecho. El debate político en materia económica es necesario y natural, pero debe limitarse a temas como el de la distribución del gasto, por ejemplo, y no a afectar el equilibrio fiscal general. En otras palabras, lo que nos urge es despolitizar la economía -tanto por parte del gobierno como de la oposición- para que pueda funcionar la política a plenitud. Sin ello no habrá ni democracia ni desarrollo económico.