Los buenos deseos dominan el discurso del nuevo liderazgo de la Cámara de Diputados. Empleos, ingresos, crecimiento económico, son palabras que fluyen generosamente en su retórica. El problema es que ni los diputados, ni el gobierno pueden dictar el resultado del proceso económico. Lo que pueden definir son las diversas estrategias de política económica y confiar que éstas sean las correctas para propiciar los resultados deseados. Sin embargo, en el momento actual los diputados están demasiado engolosinados con el control de la Cámara como para reconocer la enorme fragilidad de la economía mexicana. Con un poquito de empeño podrían llevarnos no a la etapa que quieren recordar de los setenta y ochenta (del 72 al 74 y del 79 al 81) sino al 76 y al 82, pero aumentados y con trágicas consecuencias.
La realidad es que no hay gobierno alguno en México y en el mundo, que no quiera lograr los resultados que tanto atraen al expresidente del PRI y del PRD, así como a los demás voceros del bloque opositor. Todos quieren elevar los ingresos de la población, generar empleos permanentemente y multiplicar la riqueza. La pregunta que uno tiene que hacerse no tiene que ver con sus objetivos (o buenos deseos) sino con la capacidad estructural del país y con las políticas públicas para lograrlo. En este punto, por muchas crisis que hayamos pasado, los argumentos de los diputados que hoy dominan la mayoría del congreso simplemente no tienen el respaldo técnico y la consistencia del programa económico del gobierno, independientemente de los errores que éste haya cometido en el pasado.
Por otra parte, los (despectivamente) llamados tecnócratas no las tienen todas con ellos. A pesar de los títulos académicos que caracterizan a los economistas del gobierno, las crisis económicas de los últimos tres lustros han sido enormes y sus consecuencias sumamente graves para millones de mexicanos. Si eso le ha pasado a quienes tienen la capacidad, conocimiento y técnicas a su alcance para lograr el desarrollo económico, ¿como le iría a los políticos si se salen con la suya y politizan todavía más las decisiones económicas clave?
Como bien sabemos los mexicanos que hemos vivido una sucesión aparentemente interminable de crisis económicas, el hecho de que haya muchos economistas expertos en el gobierno no es vacuna contra la politización de sus decisiones. En el pasado, la política dentro del PRI y del gobierno tenía una enorme influencia sobre la definición de las estrategias económicas, factor que explica la perversión de muchas de las iniciativas que fueron adoptadas en los últimos años en materia de regulaciones, privatizaciones y demás. Muchos de esos programas eran excepcionalmente positivos, pero su politización -a la hora de llevarlos a la práctica- con frecuencia los distorsionó, corrompió o hizo inoperantes. El hecho de que el centro del poder político haya migrado del PRI al Congreso va a amplificar notablemente el potencial de disrupción económica, toda vez que se van a multiplicar los actores, los intereses, las ideologías y los ánimos de venganza.
Pero lo anterior no explica el factor central de nuestras dificultades económicas en los últimos años. La realidad es que la creciente competencia técnica y profesional de los administradores de la economía no ha compensado del todo los profundos cambios que han ocurrido en el resto del mundo. La complejidad de la economía mundial es tal, que hoy no basta con que el gobernante o el político cuente con una buena noción de la naturaleza humana, de las necesidades de la población y de un agudo instinto político que, a final de cuentas, eran la característica esencial de muchos de nuestros gobiernos hace varias décadas. Hoy en día ningún gobierno, por buenas intenciones que pudiese tener, controla o puede controlar lo que pasa en la economía.
Todas las economías del mundo están hoy insertas en la economía global y las más exitosas son aquellas cuyos gobiernos reconocen que, en la práctica, no existe diferencia alguna entre la economía interna y la economía internacional. Puesto en otros términos, los mexicanos comunes y corrientes piensan y participan en la economía internacional y, por lo tanto, gastan, ahorran e invierten de acuerdo a sus percepciones de lo que ocurre no sólo en México, sino en todo el mundo. De la misma forma, los inversionistas del resto del mundo comparan a México con Corea, Haití, Colombia e Indonesia, por citar algunos ejemplos, para decidir dónde van a localizar sus plantas o realizar nuevas inversiones. Hoy en día no hay diferencia entre la economía interna y la internacional, excepto en la mente de muchos políticos y burócratas que se rehusan a aceptar la profundidad del cambio en el entorno económico. El problema es que su falta de reconocimiento de la realidad económica actual podría llevarlos a tomar decisiones erradas, lo que podría traducirse, casi de inmediato, como en 1995, en una terrible recesión, en inflación, desempleo, etcétera. Todo lo que se requiere es un poco de ignorancia y muy buenas intenciones.
En el corazón de todas las economías modernas se encuentra el sistema financiero. Claramente lo financiero no es más importante que la producción y el empleo, pero sin un sistema financiero fuerte y sólido, la producción y el empleo son imposibles. En este sentido, el sistema financiero domina la salud de la economía, en todas las economías, por lo que la estabilidad financiera es la esencia del desarrollo económico. Les guste o no a los políticos (los de antaño y los que así piensan), el éxito económico de las economías en la actualidad -y, por lo tanto, el de sus partidos y el suyo personal- depende no de sus buenas intenciones, sino de su capacidad para crear las condiciones de estabilidad que permitan a los empresarios crecer y desarrollarse.
En la actualidad, la estabilidad macroeconómica yace en el corazón de la capacidad de crecimiento de cualquier economía. De hecho, es muy poco lo que los gobiernos pueden hacer para procurar el crecimiento de la economía al estilo de antaño. En el pasado, los gobiernos utilizaban al gasto público para inducir a la inversión privada, protegían a la industria nacional y subsidiaban a la inversión. Todo eso sigue siendo muy atractivo en las mentes y programas de muchos de los nuevos diputados, pero nada de ello es posible en la actualidad, pues atenta contra la naturaleza de los mercados financieros y contra la estructura de la economía mexicana, cuya parte más exitosa se ha internacionalizado plenamente. En otras palabras, la instrumentación de un paquete de medidas proteccionistas, de subsidios, de gasto público y de política industrial resultaría totalmente contraproducente y podría crear una nueva catástrofe económica.
En esta época, particularmente por la complejidad del proceso de cambio político en que estamos inmersos, lo que le convendría al país sería precisamente lo opuesto de lo que nos quieren recetar los economistas y políticos que quieren retornar al paraíso de los setenta. Las convulsiones políticas por las que estamos atravesando demandan aferrarnos a un equilibrio fiscal y macroeconómico, evitar excesos económicos, atraer a la inversión del exterior y fortalecer a todas las instituciones que son fundamentales para la buena marcha de una economía, como el poder judicial y el banco central. Precisamente porque los tiempos políticos son difíciles es que los partidos políticos y el gobierno deberían ser especialmente cautos en materia económica. Algunos economistas argumentan, por ejemplo, que es imperativo generar un superávit fiscal que no solo contribuya a estabilizar a la economía, sino que permita reducir las tasas de interés, en beneficio de todas las empresas e inversiones y, por lo tanto, de los empleos e ingresos de los mexicanos. Un manejo profesional de las variables medulares de la economía y el desarrollo de un verdadero estado de derecho permitirían, además, lograr la clasificación de «grado de inversión» en los mercados financieros, lo que bajaría todavía más los costos de la inversión. No existe mayor (y más permanente) subsidio a la economía, al empleo y a la producción que una menor inflación y unas menores tasas de interés reales, algo que ningún político puede hacer por sí mismo, sino como consecuencia de una sucesión de decisiones acertadas en el curso del tiempo. De la misma manera, todas las acciones que fortalezcan la credibilidad de la política económica y la independencia de las instituciones clave para su desarrollo favorecerían el crecimiento de la actividad económica y su consolidación, en beneficio de toda la población.
Este no es tiempo de politizar las acciones gubernamentales, los nombramientos de funcionarios o el desarrollo, por enclenque que sea, del estado de derecho. El debate político en materia económica es necesario y natural, pero debe limitarse a temas como el de la distribución del gasto, por ejemplo, y no a afectar el equilibrio fiscal general. En otras palabras, lo que nos urge es despolitizar la economía -tanto por parte del gobierno como de la oposición- para que pueda funcionar la política a plenitud. Sin ello no habrá ni democracia ni desarrollo económico.