Luis Rubio
Todo indica que la estrategia de Cuauhtémoc Cárdenas para tener un fuerte impacto en el poco tiempo que durará su mandato consistirá en concentrarse en dos temas muy específicos: la inseguridad pública y la corrupción. La inseguridad pública que acosa a la ciudad es tan grave que cualquier mejoría podría traducirse en un gran apoyo por parte de los habitantes de la ciudad y la zona conurbada a la campaña presidencial de Cárdenas para el 2000. Por su parte, un ataque frontal a la corrupción, sobre todo si éste viene acompañado de muchos actos muy espectaculares, podría atraer la atención del resto del país, de donde necesita por lo menos 35% del voto en una competencia de tres candidatos fuertes. Su estrategia de campaña puede o no ser exitosa. Pero lo que es seguro es que en la inseguridad pública enfrentará un monstruo que no va a poder vencer meramente con buenas intenciones.
La inseguridad pública es el mal número uno en todo el país y particularmente en algunas regiones, entre las cuales destaca de manera prominente la ciudad de México. Todas las encuestas muestran el deterioro creciente que la población percibe en este rubro y, excepto para los desempleados, para todos los segmentos de la ciudadanía es el peor de todos los males que la aquejan. Por lo que se refiere a los desempleados, la inseguridad es el segundo tema en importancia. Imposible minimizar el problema.
Por más que la macroeconomía haya venido arrojando buenas señales en los últimos meses, no hay razón para pensar que una mejoría en la situación económica de los habitantes de la ciudad (y del país) se va a traducir en una disminución de la criminalidad y la violencia. Estos dos fenómenos -la situación económica y la criminalidad, sobre todo la que se refiere a delitos serios y violentos,- no están directamente vinculados. Seguramente habrá algunos padres de familia que, desesperados por no encontrar qué llevar de comer a su casa, recurren al robo; también es posible que haya muchos jóvenes sin empleo, sin educación y sin nada que hacer que encuentran placer y dinero fácil asaltando a automovilistas, transeúntes y personas viendo la televisión en sus casas. Pero el componente principal de la criminalidad que padecemos es su organización y la protección de la que goza por parte de intereses profundamente intrincados en el gobierno y en las policías, por lo que los delitos graves no van a disminuir aun si se experimenta una sensible mejoría económica.
A juzgar por los resultados, el actual gobierno ciertamente no le ha dado a la inseguridad la prioridad que requiere. Pero su principal error no reside en su estrategia para enfrentar el problema, sino en su incapacidad para comprender que su diagnóstico es errado. A la fecha, todos sus esfuerzos se han concentrado en pretender disciplinar a las fuerzas policiacas (recurriendo para el efecto a la incorporación de elementos militares), en aumentar el número de policías y elevar el gasto gubernamental en el tema. Estas acciones muestran el hecho de que el gobierno reconoce la existencia del problema, lo que ya constituye en sí mismo un avance, pero demuestra que no reconoce las causas que realmente la originan, por lo que sus acciones no han tenido incidencia alguna sobre la criminalidad. Las estadísticas de criminalidad ascienden más rápido que el gasto, el número de reclutas o la demagogia de los responsables del tema.
Las nociones que Cuauhtémoc Cárdenas ha vertido sobre el tema no han sido particularmente alentadoras. Para comenzar, la noción de que el problema se puede reducir en forma rápida es por demás dudosa. A final de cuentas, el gobierno federal y el actual regente de la ciudad de México tenían todos los incentivos para tener un impacto rápido y, después de tres años, no tienen nada bueno que mostrar como resultado de sus esfuerzos. Y peor: muchas de las declaraciones de sus funcionarios, como la que hizo referencia al eventual toque de queda, sugieren desesperación más que capacidad de acción. Por su parte, Cárdenas ha insistido que si en Nueva York lograron reducir la criminalidad en casi cincuenta por ciento en tres años, no hay razón para pensar que lo mismo no se pueda lograr en nuestro caso.
Es de aplaudirse el optimismo del próximo jefe de gobierno del Distrito Federal, pero las circunstancias de Nueva York nada tienen que ver con las de la ciudad de México. En la ciudad estadounidense se siguieron dos estrategias básicas: por un lado se creó una estructura de incentivos para las policías, de tal suerte que se comenzó a premiar cada mejoría en su efectividad. Cada punto porcentual de reducción en la criminalidad en cada distrito de aquella ciudad implicó beneficios económicos directos para la policía de la zona. Por otro lado, se implantó una política de “tolerancia cero”, medida que consistía en penalizar cualquier comportamiento delictivo, así fuese éste menor, como cruzar la calle a la mitad de la cuadra, en vez de en la esquina, tirar un pedazo de papel en la vía pública o tratar de realizar comercio ambulante. Detrás de esta política se encuentra la noción de que si la población se acostumbra a respetar la ley, a sabiendas de que va a ser penalizada aun por cosas menores, nadie se va a atrever a llevar a cabo crímenes mayores.
Los resultados en Nueva York han sido espectaculares. Pero ninguna de las dos estrategias, sobre todo la segunda, es aplicable a México. Para empezar, en nuestro país, la población no tiene el menor respeto por la autoridad, comenzando por las policías; esto se explica, por razones históricas plenamente conocidas. La autoridad en México ha tendido a abusar más que a gobernar y a robar más que a administrar. Por supuesto que hay muchas excepciones, pero son eso, excepciones. La noción de que se puede convertir a las policías en cuerpos respetados y respetables en un corto plazo es totalmente absurda. Pero el problema fundamental no yace ahí. A final de cuentas, es obvio que la solución que funcione, cualquiera que ésta sea, va a tener que concluir o confluir con la constitución de un cuerpo policiaco profesional, bien entrenado y pagado, capaz de resolver, con toda competencia técnica y profesional, las investigaciones que su función requiera.
El problema reside en que aquí ni existe un marco legal funcional ni un estado de derecho. La impunidad que padecemos, que resume el problema de fondo de la criminalidad, es ubicua: la encontramos en la corrupción gubernamental; en la evasión de impuestos; en el comercio ambulante; en los monopolios gubernamentales y privados; en las mordidas que exigen los policías; en el uso privado de bienes públicos; en la existencia de criminales y ladrones conocidos en diversas zonas y hasta esquinas de la ciudad; en la existencia de fuerzas políticas al margen de la ley, como la zapatista; en el estacionamiento en segunda y tercera fila (aunque sea «por un momentito»); en las interminables manifestaciones; en los bloqueos y las pintas; en el secuestro de unidades de servicio público; en el saqueo de comercios; en los asentamientos irregulares, etcétera, etcétera. Implantar una política de tolerancia cero implicaría acabar con todo esto y más. ¿Tendrá el próximo gobernante no sólo la decisión de hacerlo, sino la fuerza política para enfrentar semejante reto, en el que se incluyen muchos de sus principales fuentes de apoyo electoral y político?
La inseguridad tiene solución. Pero eso requería la eliminación de la impunidad, para lo cual es indispensable la vigencia plena del estado de derecho, algo que nunca en nuestra historia ha existido en el país. Ahora que la era del PRI comienza a amainar es concebible la posibilidad de avanzar en esa dirección. Pero el desmantelamiento del PRI y de toda la estructura de privilegios e intereses que se esconden detrás de la impunidad (muchos de los cuales parecen estar migrando al PRD) no va a ser un trabajo de unos cuantos meses, por buenas intenciones que tenga la próxima administración de la ciudad.
Pero lo que está de por medio es mucho más grave que una candidatura presidencial. Max Weber, un sociólogo alemán de principios de siglo, definió al estado como una entidad que tiene el monopolio del uso de la violencia. Nuestra realidad demuestra que lo opuesto también puede ser igualmente cierto: si los criminales no pueden ser castigados por la ley, ellos acaban siendo el estado y suyo es el monopolio de la violencia.