Luis Rubio
La tragedia humana que dejó el reciente huracán en Acapulco ha generado un alud de quejas y críticas al gobierno federal por la ineficiencia de su respuesta, al gobierno municipal por su tardía reacción y, en general, a las diversas autoridades no sólo por los efectos del fenómeno natural, sino por el hecho de que éste haya tenido lugar. La verdad es que la capacidad de respuesta de todos los niveles de gobierno es, con gran frecuencia, patética. Pero ahí no esta nuestro problema fundamental. La propensión de la prensa y de innumerables políticos por rasgarse las vestiduras cada vez que ocurre una desgracia originada por fenómenos naturales refleja una profunda convicción en nuestra cultura y estructura política de que el gobierno es nuestro salvador y garantía de todo, pero también de que es el culpable de todo lo que nos pueda suceder. La mayor parte de las quejas y críticas giran en ese sentido, como si en poder del gobierno estuviese evitar los huracanes, los temblores u otros fenómenos de la naturaleza. La tragedia genera toda clase de pasiones.
La inmensa fuerza que despliega la naturaleza en ciertos momentos, como cuando hace erupción un volcán o golpea una tormenta brutal, hace simplemente imposible a cualquier gobierno contener sus devastadores efectos. Huelga afirmar que el gobierno, por poderoso que históricamente haya sido, nunca, ni en sus peores momentos ha tenido el poder suficiente para manejar las variables de la naturaleza. Sin embargo, lo que el gobierno sí ha tenido en sus manos, ha sido la decisión sobre la localización de plantas industriales, el desarrollo de programas de asentamientos urbanos, la autorización de todas las construcciones que hay en el país y la protección, hasta donde esto es posible, razonable o costeable, de la población. Es en la sucesión de decisiones en esta materia en las que reside el crimen que, ahora en Acapulco, ha vuelto a golpear a un grupo de mexicanos.
Nuestro verdadero problema, entonces, no se encuentra en la manera en que el gobierno responde una vez que la naturaleza ha actuado, porque, a pesar de todo, ha habido una mejoría palpable después de su virtual parálisis frente a los sismos que sacudieron a la ciudad de México en 1985. Nuestro problema reside en el hecho de que los fenómenos naturales son brutalmente devastadores menos por la propia fuerza y naturaleza del fenómeno en cuestión que por el desorden, corrupción y desgobierno que impera en virtualmente todos los asentamientos humanos que hay en el país.
Según la información periodística, gran parte de los damnificados y de las personas que perdieron la vida en Acapulco, vivían en casas construidas en el cauce de un río que llevaba años seco. Esto era conocido por innumerables autoridades, las que no cumplieron con su deber de impedir un asentamiento ilegal y peligroso y, posteriormente, al «regularizarlo». Peor, seguramente, hasta impuestos prediales recolectaban en la zona. Más que su ineficacia ante el desastre dejado por el huracán, la falta grave del gobierno está en su negligencia al permitir la construcción de esas viviendas en una zona de alto riesgo. En este sentido, el origen de la tragedia no está en el huracán mismo, sino en la precariedad de los asentamientos humanos, algo que todos conocemos y estamos conscientes que existe a lo largo de todo el país.
Los asentamientos más golpeados en Acapulco existen en todas partes del país. En algunos lugares son producto de la mera ausencia de gobierno y en otras de la corrupción lo que, en última instancia, acaba siendo exactamente lo mismo. En un estado del norte del país, por ejemplo, un gobierno municipal creó un parque industrial especializado en industrias de alto riesgo. Con todo tino, localizaron el parque a una distancia apropiada de toda zona habitacional. Las empresas que ahí se establecieron fueron atraídas precisamente por el orden y seriedad con que aquel gobierno municipal había planeado y desarrollado el parque. Se instalaron ahí procesos industriales que requerían distancia de la población, precisamente para evitar riesgos innecesarios. Casi un experimento del primer mundo. Veinte años después, el parque ya no está aislado y distante de zonas habitacionales. El hecho de que ahí hubiera agua y luz eléctrica constituyó un enorme imán para que centenares de familias se instalaran, ilegalmente alrededor del parque. Las invasiones se iniciaron casi desde que se construyó y no han cesado desde entonces. Lo que antes era una zona exclusivamente industrial se convirtió en una zona urbana de alta densidad, donde las fábricas, que se establecieron conforme a lo que preveía la ley, hoy están a la defensiva frente a todos los invasores de la tierra que se sienten con derechos y, lo más increible, son apoyados por el gobierno que, poco a poco -por la vía de hechos (y cohechos)- ha protegido a los que se encontraban fuera de la ley, en tanto que agravia a los que la cumplieron en todo tiempo.
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El gobierno municipal (y el estatal) que había promovido el parque con tanto ahínco y visión se ha distinguido por su total ausencia. En un principio, los invasores se instalaron alrededor del parque, colocaron «diablitos» para tener luz eléctrica y obtuvieron acceso a los tubos de agua que llegaban al lugar. El gobierno no hizo nada por impedir el crecimiento del asentamiento, aun a sabiendas de la naturaleza del parque industrial. Con el tiempo, el gobierno no sólo se olvidó del parque, sino que comenzó a cooptar a los habitantes de la nueva ciudad. Se instalaron servicios integrales, se legalizó la propiedad de la tierra y los habitantes dejaron de ser invasores para convertirse en moradores de pleno derecho.
Esta historia se repite una y mil veces en todo el país. Por más que algunos funcionarios hayan actuado no solo con honestidad, sino también con gran visión, el hecho es que el desorden, la ausencia de un concepto de desarrollo urbano, la explosión demográfica, el activismo de los partidos de oposición, sobre todo del PRD, y la corrupción que está en todas partes, poco a poco destruyen hasta el mejor plan. Sólo así se explica uno la irracionalidad de los habitantes de San Juan Ixhuatepec, que dos veces en los últimos años han pagado con vidas el hecho de vivir en una zona gasera; de los habitantes de Acapulco que construyeron sus casas en un río seco; de quienes viven en las faldas del Popocatépetl; o de las personas que se instalan, por la buenas o por las malas, en zonas industriales de alta peligrosidad. El hecho de que esto ocurra en forma consuetudinaria confirma que el problema de la ausencia de gobierno no es algo reciente, sino una realidad cotidiana desde hace tiempo. Por ello, cuando «ataca» un sismo, una explosión o un huracán, el problema no es de respuesta inmediata -previa o posterior- por parte del gobierno, sino de la terrible vulnerabilidad que de hecho enfrenta una enorme porción de la población por el hecho de vivir donde vive. Por más que lo duden los creyentes en el gobierno todopoderoso, los de antes y los nuevos, nadie puede evitar que un huracán azote a una comunidad costera, al igual que nadie puede impedir que un sismo haga de las suyas. Lo que sí es evitable es el desorden que impera en los asentamientos humanos en todo el país y la corrupción que caracteriza a buena parte de las autoridades en esta materia. El hecho de que no se haga nada confirma que la negligencia es ubicua e histórica, como señaló el presidente Zedillo. ¿Para qué buscar culpables?.
El drama que vivieron los habitantes de Acapulco no es el primero ni será el último que se experimente en el país. Lo que es inaceptable es que todo en nuestra organización urbana esté diseñado para que el mayor número de mexicanos pague, con frecuencia con su vida, la negligencia gubernamental. Lo triste es que nuestros políticos, incluyendo los nuevos (y súbitos) demócratas, sólo quieren el poder para ellos y no la transformación del país. Desafortunadamente, para el mexicano común y corriente, habrá muchos más Acapulcos en el futuro.