LA ERA CARDENAS

Luis Rubio

No le tomó mucho tiempo al Ing. Cuauhtémoc Cárdenas convertirse en el centro de la atención nacional. Luego de diez años en campaña, finalmente fue inaugurada su administración la semana pasada como jefe de gobierno del Distrito Federal. Pero una vez en el cargo, se ha adueñado de una buena parte de la política nacional, al menos por ahora. Ciertamente el gobierno del D.F. no era el cargo que Cárdenas preferiría presidir, pero eso no disminuyó en lo más mínimo el mérito de su arribo. Dos veces intentó llegar a la presidencia por la vía electoral. En su tercera oportunidad llegó a la jefatura del gobierno del Distrito Federal. La pregunta evidente es si comienza ahora una era de tres años o si, a pesar de las dificultades inherentes a su nueva responsabilidad -y del enorme número de políticos de todos los partidos que estarán aliados en el objetivo común de derrotarlo de aqui al 2000-, se inicia un periodo de nueve años en la política mexicana.

El planteamiento inicial de Cárdenas no deja la menor duda de que su agenda es de carácter nacional. El discurso está lleno de críticas a la «insensibilidad» de los gobiernos que le precedieron, a las políticas que han causado el desempleo, la marginación y el abandono de diversos sectores de mexicanos. Imposible suponer que se refiere exclusivamente a sus predecesores en la capital del país. Sus planteamientos, generosos en promesas y afirmaciones contundentes pero cortos en programas específicos, no se limitan a la ciudad de México. Si uno sigue el discurso y substituye «país» por «Distrito Federal» o «ciudad de México», no hay prácticamente lugar alguno en que no sea evidente el alcance de sus objetivos. Su agenda es nacional y va a actuar para intentar darle viabilidad política y electoral.

No hay duda que el discurso de Cárdenas es más un planteamiento político que un programa de gobierno. Es más la oferta política de un candidato victorioso que la de la cabeza de una estructura administrativa. En ambos sentidos, las prioridades del nuevo gobernante no dejan duda alguna de sus propósitos. Para comenzar, se trata de los discursos más políticos que los mexicanos hayamos oído en mucho tiempo. Despreocupado de lo que más importa a un técnico, cómo hacer las cosas, Cárdenas demuestra que el desciende de una escuela política donde lo importante no es cómo lograr las cosas -pues, en esa perspectiva, ese es precisamente el papel de la política- sino en los grandes planteamientos. Si uno ve la historia, la nuestra y la universal, esa es la visión que puede hacer grandes a las naciones, pero también la que puede destruir a las civilizaciones: igual un Lincoln o un De Gaulle que un Stalin o un Mussolini.

De entrada, el discurso de Cárdenas establece dos prioridades muy específicas. Por una parte dice que hay temas y problemas de largo alcance que requieren años de maduración -como el agua y los sistemas colectivos de transporte- y temas de corta maduración y que exigen atención inmediata -como la seguridad pública y la corrupción. No queda duda en su discurso que los primeros son parte de la agenda nacional que procurará llevar a la práctica a partir del año 2000, en tanto que los segundos serán la esencia de su actuar inmediato. A partir de su acción en los temas de seguridad pública y de corrupción es que parece proponerse construir el apoyo nacional que requerirá para lograr su objetivo fundamental: la presidencia. Esto implica que su despliegue va a ser amplio, expansivo y permanente; es decir, va a estar en la prensa continuamente y sus colaboradores, sobre todo en las áreas de seguridad pública y corrupción van a abocarse a casos de notoriedad nacional. No parece exagerado anticipar que el nuevo gobierno capitalino va a hacer todo lo posible por hacer suyas las ondas televisivas, de la radio y de la prensa nacional. Como si ya fuera un gobierno nacional.

La segunda prioridad del nuevo gobierno capitalino tiene que ver con el financiamiento de sus programas. El gobierno cardenista no va a perder el tiempo con nuevos impuestos o con mecanismos de ingeniería financiera para sacarle dinero a las piedras. Su esquema es mucho más simple y directo: la deuda del gobierno de la ciudad de México es excesiva y, por lo tanto impagable. No lo dijo directamente, pero detrás de su planteamiento es evidente el argumento de que la deuda es ilegítima, razón por la cual pretende transferírsela al gobierno federal. Como ha sido ya de por sí una costumbre frecuente con algunos estados, pero sobre todo con las grandes empresas paraestatales, el gobierno federal probablemente no tendrá más remedio que aceptar el fait accompli, aunque eso obviamente constituiría una caja de Pandora para todos los gobiernos emanados del PAN y del PRD. El gobierno federal seguramente se opondrá y, en cualquier caso, querrá cobrar el favor, pero probablemente acabará aceptando lo inevitable, toda vez que existen amplios precedentes para ello, además de que, una vez en funciones y con un estatuto autónomo del Congreso, el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas va a tener vida propia, independientemente de las preferencias federales.

De salirse con la suya en el tema financiero, Cárdenas quedaría en control de una administración con amplia disponibilidad de fondos para llevar a cabo sus programas, pero frente a retos monumentales que antes de resolverse han acabado por destruir las carreras políticas de prácticamente todos sus predecesores. No hay duda que el nuevo gobierno capitalino tiene a su favor el hecho evidente de que fue electo por un voto popular mayoritario y de que proviene de un partido distinto al PRI. Pero esas ventajas también tienen sus contrapartes.

Por un lado, la base política del ingeniero Cárdenas -las diversas corrientes e intereses del PRD- le va a demandar satisfactores inmediatos. El mismo, en su discurso inaugural, cometió la pifia de asegurar que habrá cambios inmediatos y que la población así lo percibirá. Las divisiones internas del propio PRD -que las encarnan desde los antiguos contingentes del Partido Comunista hasta las corrientes modernas cercanas al socialismo europeo- van a hacer muy difícil su gestión, toda vez que él nunca se ha definido claramente en estos términos, posiblemente porque comparte posturas con ambos, pero también porque, en una campaña, las definiciones son siempre vagas. Ya en control de un gobierno las definiciones son indispensables para que no se conviertan en líneas de ruptura que inhabiliten a toda la administración. Su gran problema es que, si no se define, corre el riesgo de fracasar en el Distrito Federal no sólo por las dificultades inherentes a esta ciudad, sino por los pleitos dentro de su propio partido. Al mismo tiempo, si se define corre el riesgo de perder el apoyo de contingentes importantes que son clave para su éxito en el DF y en su propia campaña futura. A final de cuentas, tendrá que optar entre la chamba que tiene ahora (que será mucho más difícil de lo que parece creer) y la que aspira ganar más adelante. Para fortuna de los habitantes de la ciudad de México, es virtualmente imposible ganar la presidencia sin primero resolver los problemas esenciales de la ciudad de México y con ello ganarse el respeto -y los votos- de sus habitantes.

Los conflictos dentro del PRD van a exigir una gran habilidad política en el nuevo gobierno. Pero sus conflictos no se van a limitar al partido. Las mafias, el crimen organizado, los intereses de otros partidos, y muy prominentemente los del PRI, difícilmente van a darle tiempo al nuevo gobierno para que se instale y organice. Cuauhtémoc Cárdenas hizo promesas muy claras, algunas de las cuales parecen temerarias, sobre todo aquella relacionada con la seguridad pública: «le vamos a quitar la Ciudad a los delincuentes; es una decisión que ya hemos tomado», como si lo único que se requiriera fuera la buena voluntad. Pero más allá de sus promesas, el nuevo gobierno tiene todo a su favor para poder transformar a la ciudad: el mandato, la legitimidad, probablemente los fondos y años de experiencia del «otro» lado de la barrera. Su éxito sería el de todos los habitantes de la ciudad.

Pero la legitimidad no garantiza el éxito. Dos gobiernos citadinos, sólo dos, han tenido amplia legitimidad en las últimas cuatro o cinco décadas. El primero, el de Ernesto P. Uruchurtu, se la ganó por la efectividad de sus acciones, por la paz que reinó en la ciudad durante su gestión y por el florecimiento económico que sus acciones hicieron posible. La eficacia lo hizo el regente más popular y exitoso de la historia. El segundo, el de Cuauhtémoc Cárdenas, se la ganó en las urnas. Nadie, comenzando por el nuevo gobernante, ignora que fue la ausencia de gobierno y la total falta de cumplimiento de sus obligaciones más elementales, la que hizo posible -¿necesario?- el triunfo de una persona como Cuauhtémoc Cárdenas. Ahora le toca a él probar que la legitimidad de las urnas no está peleada con la legitimidad que emana de una gestión exitosa y efectiv