Este no ha sido un sexenio prototípico. Comenzó con grandes proyectos de desarrollo y transformación institucional, para muy pronto caer en una crisis económica que acabaría por determinar la totalidad de sus programas, al menos durante los tres años que acaban de culminar. El contraste difícilmente podría haber sido más impactante: el discurso inaugural del presidente virtualmente ignoraba a la economía, dando por hecho que ésta iba viento en popa y nada la detendría. Veinte días más tarde todo cambió: la economía no sólo pasó al primer plano de las prioridades presidenciales, sino que se convirtió en el único plano en su horizonte. Por tres años, el actual gobierno se ha abocado, en cuerpo y alma, a recuperar la estabilidad macroeconómica que perdió, sin darse cuenta, tan pronto fue inaugurado. Tres años dedicados de manera íntegra a crear las condiciones que permitan esa tan ansiada recuperación económica para que, por ese medio, se generen los empleos y el ingreso que eventualmente saquen al país del subdesarrollo. Tres años dedicados a hacer cuanto en la óptica gubernamental fue necesario. Pero la interrogante crucial, tres años después, sigue siendo si lo hecho -lo planeado y lo realizado- es suficiente para lograr el escurridizo objetivo de impulsar un desarrollo sólido, duradero y equilibrado.
El planteamiento presidencial original, es decir, antes del desastre de diciembre de 1994, proponía una reforma de las estructuras políticas e institucionales con el fin de completar la transformación de la sociedad y economía mexicanas. Se trataba de un proyecto que daba continuidad al modelo de reforma , emprendido años atrás, que pretendía, a través de su profundización, darle permanencia y viabilidad de largo plazo. Veinte días después de inaugurado el actual gobierno, su mundo se alteró radicalmente. La transformación institucional quedó en un limbo y la recuperación económica acabó siendo el único objetivo y móvil de la administración. Es tiempo de comenzar a reflexionar sobre cuáles serán las consecuencias de esos avatares.
El año en que fue inaugurada la presente administración indudablemente fue el más caótico y peligroso de la historia moderna del país. En ningún momento, desde el fin de la Revolución, el país había vivido una combinación tan explosiva como la que observamos en 1994: alzamientos, guerrillas, asesinatos políticos, debate entre los candidatos a la presidencia y una elección verdaderamente competida. Todo esto al final de un sexenio saturado de reformas y cambios políticos y económicos, muchos de ellos extraordinariamente agresivos y forzados. La polarización política en el país se había exacerbado por la asertividad con que se conducían los cambios, por la ausencia de un consenso político en torno a éstos y por el desplazamiento de grupos políticos, intereses y personas de los centros neurálgicos del poder. El viejo modelo presidencial, fundamentado en el intercambio de privilegios y acceso a la corrupción por lealtad al presidente en turno, acabó por desmoronarse. Independientemente de todos sus vicios, ese modelo tenía la virtud de consolidar una estructura institucional en forma permanente y sistemática. Las reformas a la economía -y la forma en que se realizaron- así como la peculiar manera en que se enfrentaron las crisis electorales de ese sexenio, las llamadas “concertacesiones”, acabaron por desmantelar al viejo sistema político.
Los agentes en los mercados financieros reconocían plenamente la fragilidad del proceso político por el que atravesaba el país. La caída en el nivel de las reservas internacionales a lo largo del año de 1994 es evidencia contundente de la fragilidad del equilibrio que existía en aquel momento. Con gran destreza, que no necesariamente prudencia, el gobierno de entonces diseñó todo un esquema de financiamiento dirigido a los inversionistas extranjeros -los famosos tesobonos- que le permitió concluir su administración sin que los caóticos procesos políticos destruyeran la estabilidad del tipo de cambio, un ancla fundamental en materia económica. La fragilidad del momento, como hoy sabemos, era enorme. La continuidad demandaba dos condiciones que la nueva administración ni comprendió ni estuvo dispuesta a llevar a cabo: por una parte se requería de un acercamiento -y entendimiento- permanente a los mercados financieros internacionales y una respuesta institucional sistemática a las preocupaciones que éstos manifestaban. Es decir, se requería de la misma -e impresionante- destreza que había caracterizado a la administración hacendaria anterior. Por la otra, se requería de cambios estructurales importantes que permitiesen disminuir la fragilidad del momento. Es decir, se requería una substitución gradual de los tesobonos por deuda de largo plazo y atender el creciente problema bancario, que ya entonces era crítico, para reducir el riesgo de una crisis. El resto es historia.
La administración que en estos días concluyó la primera mitad de su mandato no sólo no asumió la continuidad en el ámbito financiero como objetivo, sino que nunca estuvo al tanto de la fragilidad que caracterizaba al sector externo de las finanzas públicas. Su programa de trabajo contemplaba todos los temas importantes y necesarios para darle viabilidad y permanencia al desarrollo del país: estado de derecho, justicia, seguridad pública, negociación de un pacto con los partidos políticos para asentar una transformación política pacífica por la vía electoral y continuación de las reformas que se habían iniciado en los años anteriores. El programa inicial del actual gobierno reconocía la realidad política nacional: que el mundo había cambiado y que la economía se estaba transformando, por lo que el reto fundamental que tenía que ser enfrentado era el de crear o consolidar estructuras institucionales que suplantaran a aquellas que las propias reformas habían minado. Sin estado de derecho, agrumentó el presidente a lo largo de su campaña y en su discurso inaugural, el país no tendría viabilidad.
La crisis económica que hizo explosión al final de 1994 ciertamente era evitable, pero eso habría requerido una mucho mejor comprensión de la coyuntura económica y de la fragilidad del momento, así como una destreza excepcional para enfrentarla. Hoy sabemos que no existió ni lo uno ni lo otro. Ese hecho acabó determinando la transformación de las prioridades del actual gobierno. El proyecto de construcción institucional quedó en los anaqueles de la historia y todo el esfuerzo gubernamental a partir de aquel momento se ha dedicado, en su integridad, al restablecimiento del equilibrio macroeconómico.
Los logros en este rubro no han sido pequeños. Las finanzas públicas han retornado al equilibrio, se han creado las condiciones para que se eleve el ahorro interno, se ha mejorado dramáticamente el perfil de la deuda externa y se ha avanzado substancialmente en la apertura de mercados de exportación. En adición a eso, aunque sin plan ni programa, el gobierno abiertamente favoreció un proceso de cambio político, todo éste contrario a los deseos y preferencias de los principales miembros del PRI. Además, se dió el gran paso en materia de reforma electoral, lo que llevó a una elección universalmente reconocida como impecable. El gobierno poco a poco avanzó en el reconocimiento de que era indispensable atraer capitales, tanto de mexicanos como de extranjeros, para financiar y hacer posible el crecimiento de la economía. Todas estas cosas le fueron ganando credibilidad dentro y fuera del país. Puesto en otros términos, en todos estos frentes se han ido sentando las bases para que el país sea atractivo a los empresarios e inversionistas, sin los cuales no hay fuentes de trabajo ni posibilidad de desarrollo.
Tres años dedicados a hacer cosas necesarias y fundamentales para poder transformar al país, cosas que no se hubieran concretado de no haber sido por la obstinación presidencial. Sin embargo, aunque todo lo que se ha hecho es necesario para lograr el objetivo de lograr la recuperación económica y sentar las bases para el desarrollo, claramente aún es insuficiente. El país sigue experimentando la erosión institucional que el propio gobierno había definido como su prioridad central desde el momento de su inauguración y que, con la sola excepción de la inacabada reforma a la Suprema Corte de Justicia, quedó totalmente abandonada. Por lo anterior, aunque el crecimiento del producto ha sido impresionante en este último año, nada hay que garantice la permanencia de las elevadas tasas de crecimiento o que la recuperación de la economía se transforme en desarrollo económico generalizado. Nuestro gran problema sigue siendo que no tenemos las condiciones necesarias ni las instituciones idóneas para lograr el desarrollo y nada se ha hecho al respecto. El gobierno se ha abocado con todas sus fuerzas y determinación a cumplir con la mitad de sus obligaciones. La mitad sobre la que ha trabajado ha mostrado resultados excepcionales. Sobre la otra mitad no ha hecho nada: llevamos tres años de medio gobierno. En otras palabras, se ha hecho recuperado la economía, pero no se ha hecho viable al país.