Intereses y banqueros

De nuestros banqueros y sus deudores no hacemos uno. El conflicto entre estos dos grupos está acercándose a una nueva conflagración como resultado de la revisión que está llevando a cabo la Suprema Corte de Justicia respecto a la legalidad del llamado pacto de anatocismo, que se refiere a la capitalización de intereses que realizan los bancos cuando un deudor se atrasa o difiere el pago relativo. Lo que está de por medio es mucho y muy serio: desde la imposibilidad real de un enorme número de personas honestas y decentes de pagar sus deudas hasta la viabilidad del sistema financiero en su conjunto. No es sorprendente que tanto deudores como acreedores vean en la esperada decisión de la Suprema Corte la solución a sus dificultades. El problema es que el tema de fondo no radica en este punto de contención.

 

La capitalización de intereses es un componente natural y normal de la intermediación financiera. Cuando se efectúa un depósito en el banco, se espera recibir un pago periódico de intereses por parte de la institución. Si los intereses ganados se acumulan al depósito original, es decir si los intereses se capitalizan, la nueva base para el cálculo de intereses será mayor que la que constituía el capital original y, en consecuencia, le corresponderá un pago por concepto de intereses superior al del período original (pues estos intereses deberán cubrir el rédito sobre el importe del depósito original más los intereses capitalizados). Esto que vemos todos los días en relación a los depósitos que efectuamos en los bancos, es idéntico a lo que hacen los intermediarios en su otra función: la de acreditantes. Cuando un banco otorga un crédito espera que el deudor le pague tanto el capital del préstamo como los intereses correspondientes por el uso de ese dinero. Si resulta que el deudor se atrasa o, de común acuerdo, difiere sus pagos, el banco le cobra intereses sobre los intereses que dejaron de pagarse en el o los periodos anteriores.

 

Se trata de dos operaciones normales y absolutamente lógicas en el quehacer financiero. Ninguna persona razonable podría esperar que el banco le pague intereses sobre intereses sobre sus ahorros, pero que no realice la misma operación con un deudor con el que ha acordado la capitalización de intereses. Es decir, lo que los bancos hacen es cumplir con su función y con su obligación tanto social como con sus accionistas. De no cobrar esos intereses, los bancos mismos entrarían en un proceso de descapitalización, lo que eventualmente los haría desaparecer (como, de hecho, ha venido ocurriendo en los últimos años) al no poder cobrar los créditos concedidos. En términos conceptuales, la lógica de la capitalización de intereses no tiene vuelta de hoja.

 

Pero la realidad cotidiana de un enorme número de deudores es aterradora. Aunque es evidente que entre los deudores (y muchos de los autoproclamados representantes de los mismos) hay infinidad de vivales y abusivos, hay un gran número de deudores que simplemente no pueden pagar sus créditos. En su momento, estas personas acudieron al banco para obtener un crédito que les permitiese comprar una casa o realizar algún negocio contando con los ingresos que tenían en ese momento. Con la crisis económica de 1995, el valor nominal de esos créditos se disparó de una manera brutal hasta hacer impagables muchas de esas deudas. El valor del crédito hipotecario promedio acabó siendo mucho mayor que el de la propiedad que éste permitió adquirir.

 

Aunque muchos de los deudores y sus organizaciones han hecho lo posible por no pagar sus deudas, utilizando argumentos como el de la capitalización de intereses, hay un dato que muestra que un gran número de deudores son personas honorables. Casi el cincuenta por ciento de la cartera hipotecaria de una de las instituciones bancarias está compuesta por casas que están abandonadas o invadidas. Es decir, ante la imposibilidad de cubrir sus compromisos, los deudores iniciales optaron por abandonar la propiedad. La decisión de abandonar pudo haber sido deficiente en términos jurídicos, pero muestra la cara de una población honesta y responsable.

 

Por su parte, los banqueros han mostrado una asombrosa incapacidad para enfrentar la realidad. No han sabido diferenciar entre los deudores honestos y los vivales y han perdido más de tres años buscando soluciones inadecuadas y, en todo  caso, insuficientes. El sobre-endeudamiento es un tema conocido en los bancos y requiere soluciones drásticas ya que por la capitalización de los intereses y el disparo de las tasas de interés en términos tanto reales como nominales, los créditos acabaron siendo superiores al valor de los bienes. En vista de que el problema es masivo, se requieren soluciones de política pública que, hasta la fecha, las autoridades han evadido buscando comprar tiempo en lugar de resolver el problema. Como muestra de la anterior aseveración está el crecimiento del Fobaproa, que evidencia que lo que se ha logrado es apilar deudas impagables en lugar de fortalecer al sistema financiero en su conjunto.

 

Por otra parte, más allá de la espectacular burbuja de deuda que creó la crisis bancaria, uno de los problemas centrales que yace detrás del conflicto entre deudores y bancos no ha sido atacado.  Este problema de fondo no tiene nada que ver con la crisis ni con la capitalización de intereses, sino con los extraordinarios diferenciales en las tasas de interés que cobran los bancos. El banco le paga a un ahorrador una tasa de, por ejemplo, dieciocho por ciento de interés. Pero al acreditado le cobra treinta y ocho por ciento, es decir, veinte puntos porcentuales más,  sin contar toda clase de comisiones que se acumulan al costo del crédito. Estos montos son abusivos bajo cualquier medida internacional.

 

Estos diferenciales son producto de tres circunstancias muy específicas: por una parte, la extraordinaria ineficiencia de los bancos, que siguen cargando con enormes costos internos y una muy pobre administración.  Por otra parte, la pésima legislación mercantil y financiera y las deficiencias en nuestro sistema judicial hacen que los conflictos entre deudores y acreedores se prolonguen por años, lo que encarece enormemente la prima de riesgo implícita en el costo del crédito.  Por último, los diferenciales son altos porque no hay competencia que obligue a los bancos a reducirlos. Con esto volvemos al problema de fondo del sistema bancario mexicano: todos los incentivos que tienen los bancos a su alrededor, por lo menos desde los años setenta, les lleva a ser costosos, ineficientes y abusivos. Nada hay que se los impida. Su privatización y la manera en que fueron salvados, antes de resolver ese problema lo ha acentuado. Todo eso les lleva a no competir por precio. El hecho es que no hay nada en el panorama que permita vislumbrar una banca capaz de financiar el desarrollo económico en el país.

 

El problema inconcluso de las deudas tiene que resolverse, aunque ello no vaya a alterar las tendencias generales del sistema bancario. La estructura regulatoria y los peculiares criterios de supervisión bancaria que existen en la actualidad no contribuyen a que el país cuente con bancos saludables y fuertes, capaces de cumplir con su función social, independientemente de la nacionalidad de sus propietarios. Mientras eso no cambie, disputas como la relativa a la capitalización de intereses serán meras distracciones al problema nodal.

Libre comercio en el continente americano

Mientras que el debate político en México se consume en frecuentes recriminaciones en torno al TLC, la mayoría de los países del resto del continente se apresuran a avanzar los procesos de liberalización comercial. Esta paradoja no es casual. Resume, de hecho, un conflicto político no resuelto entre diversas facciones que aspiran al poder y los avatares de una economía que sufrió gravemente de la crisis cambiaria y financiera de 1995. Una realidad adicional, que es casi pecado mencionar en el debate mexicano actual, es que la mayoría de los países del continente aspiran a igualar los términos de acceso al mercado estadounidense que México ya tiene a través del TLC.

 

La dinámica política que se está dando en México respecto a los debates comerciales que están teniendo lugar en el resto del continente es sumamente peculiar. Por años, México ha estado a la vanguardia en materia de política comercial. A pesar de los costos políticos y económicos que la apertura de la economía implicaba, México comenzó a abrir su economía desde mediados de los años ochenta. Esto no fue producto de teorías mal logradas que se impusieron sin discusión, sino de un reconocimiento cabal de la dinámica que comenzaba a caracterizar al resto del mundo. Para comienzos de los ochenta era evidente que las economías más exitosas del mundo eran precisamente las que estaban más integradas a los procesos de la llamada globalización económica. Aunque cada uno de esos países exitosos le dio una modalidad particular a su propio proceso de integración, el común denominador de todos ellos era la necesidad de participar activamente en el comercio internacional.

 

Al comienzo de los ochenta, el gobierno mexicano enfrentaba una aguda recesión que rápidamente reconoció como algo mucho más serio y profundo que una simple coyuntura económica temporal. El ajuste financiero que comenzó en 1983, terminó por convertirse en un proceso de reforma a toda la estructura económica del país. El gobierno acabó por reconocer que con la crisis de 1982 había quebrado el modelo de crecimiento fundamentado en la protección respecto a las importaciones, los subsidios gubernamentales y la concentración casi total de la industria en el mercado interno. En el ámbito comercial, ese reconocimiento se tradujo en la búsqueda de medios para elevar las exportaciones y, eventualmente, la negociación de acuerdos de libre comercio para garantizar el acceso de los productos mexicanos a otros países, así como para generar condiciones equitativas para atraer inversión del exterior. En todo este proceso, el gobierno mexicano fue pionero en procurar una integración económica con el resto del mundo como el único medio que podría hacer posible la creación de los empleos que demanda una población creciente.

 

La exitosa conclusión del TLC generó serios problemas entre México y muchos de los países en el sur del continente. Para el gobierno brasileño, la negociación del TLC norteamericano constituyó casi una afrenta. Era como si alguien de menor rango y tamaño hubiera osado entrometerse en las grandes ligas del mundo antes que la mayor economía del subcontinente. De hecho, la respuesta brasileña, una vez conocida la intención mexicana de negociar el TLC, fue la de estructurar el Mercosur, como una opción intermedia hacia una eventual negociación comercial, en bloque, con Estados Unidos. Detrás de la decisión brasileña de constituir el Mercosur, probablemente existió una racionalidad política muy lógica para un país que se ve a sí mismo como una economía continental virtualmente desarrollada. Por una parte, los brasileños optaron por fortalecer su posición negociadora frente a los miembros del TLC norteamericano en general y a Estados Unidos en lo particular. Ciertamente, el atractivo de negociar con cuatro  economías ya integradas (los cuatro miembros originales del Mercosur) es mucho mayor  que el de negociar con cualquiera de ellas en lo individual.

 

Pero, por otra parte, no hay la menor duda que la creación del Mercosur también respondió a un intento por parte de Brasil de enfrentar el reto que imponía la mera noción de un tratado de libre comercio entre México y Estados Unidos. A final de cuentas, las economías de México y de Brasil son (o, al menos, eran a finales de los ochenta) mucho más similares entre sí de lo que son con la de Estados Unidos. En este sentido, el hecho de que los productores mexicanos contaran con un acceso garantizado al mercado norteamericano representaba una ventaja comparativa virtualmente insalvable para los brasileños. En la práctica, el TLC de Norteamérica ha sido un éxito extraordinario para México y el motivo de enormes y crecientes envidias por parte de Brasil y otros países sudamericanos. Todos ellos quisieran tener el mismo acceso al principal mercado del mundo.  El Mercosur ha sido exitoso, pero no le ha ahorrado a sus países miembros el ajuste industrial que implica la competencia en las grandes ligas del mundo, como bien saben los industriales mexicanos.

 

El debate político dentro de México no ha integrado la trascendencia de esta realidad. En lugar de apreciar las enormes ventajas que representa el TLC, los partidos políticos en México se han dedicado a intentar acrecentar su presencia política -y su potencial de ganar las próximas elecciones- desacreditando a la política económica en general y al TLC en particular. Esto ha creado la absurda paradoja de que en México hay la propensión a desechar un tratado que todos los demás países del continente morirían por lograr.

 

Por su parte, los productores mexicanos, que encuentran cada vez más y mejores maneras de explotar los beneficios implícitos en el TLC, han comenzado a invertir y a desarrollar productos y servicios pensando en el largo plazo. En un país donde, históricamente, todo se ha planeado en términos sexenales, este cambio constituye una transformación radical. Lo que es más, representa la mayor justificación -y éxito- del  Tratado mismo, pues finalmente se ha logrado disminuir la excesiva politización de las decisiones económicas (y, por lo tanto, todo lo relativo a la creación de empleos y riqueza). Por donde se le vea, el TLC ha sido un éxito rotundo.

 

Estas circunstancias han hecho que México esté interesado en el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), pero no demasiado. El éxito de largo plazo del ALCA sin duda ampliará las oportunidades de desarrollo y crecimiento de la economía mexicana. Sin embargo, las ventajas inherentes que tiene la economía mexicana en virtud del TLC son tan grandes -y los problemas internos a ser superados tan enormes- que el atractivo de ver concluido un tratado continental en el corto plazo, inevitablemente, no es extraordinario. Parece evidente que el gobierno mexicano negociará de buena fe, pero no ve en ese tratado las ventajas y oportunidades que existen en el TLC o que ofrece una negociación comercial con la Unión Europea, donde la competencia con los productos brasileños y sudamericanos en general es ya de por sí aguda.

 

Pero, en adición a las ventajas o desventajas que cada país pudiese percibir de la creación del ALCA, se encuentran problemas técnicos fundamentales. El Mercosur es un acuerdo comercial que se caracteriza por no tener mayores reglas que gobiernen su funcionamiento. No existen definiciones sobre el origen de los productos, ni existen mecanismos de resolución de controversias; no contiene apartados relativos a la inversión extranjera, ni protege a los países miembros de los avatares de la política comercial de cada país, como ocurrió cuando Brasil decidió reducir las importaciones de automóviles, hace un par de años. Comparado con el Mercosur, el TLC es casi el sueño de un abogado, toda vez que es difícil imaginar algo que no esté integrado en ese documento. Pero no hay duda que el ALCA va a ser idéntico en naturaleza al TLC y no al Mercosur. Para México ésta es una gran noticia pues, para entonces, confiadamente, el dífícil ajuste habrá quedado atrás.

FIN DE ARTICULO

La sucesión política y la economía

La política mexicana está entrando, a pasos acelerados y con muy pocas anclas institucionales, al proceso de sucesión presidencial más complejo de la era postrevolucionaria. Esto nos coloca, como país, en una situación sumamente difícil, riesgosa y por demás efervescente. Las débiles instituciones que caracterizan al país en la actualidad van a ponerse a prueba y sufrir terribles tensiones en los próximos dos años, toda vez que la competencia electoral y política que se nos viene encima no tiene precedentes. Las tensiones políticas van a ser extraordinarias, lo que sin duda va a ejercer enormes presiones sobre la marcha de una economía que dista mucho de haber logrado una consolidación plena. Lo imperativo ahora, en franco contraste con lo hecho en el pasado, es institucionalizar las reformas que se han logrado para convertir a la economía en el ancla que garantice el éxito de la transición política.

 

En el debate político que caracteriza al país en la actualidad pulula la idea de que estamos en medio de una transición política que llevará al país a la democracia y al desarrollo económico sin rupturas, sin contratiempos y sin problemas. La realidad es que nos encontramos ante el proceso de sucesión presidencial más complejo y delicado de nuestra historia moderna sin que, por el momento, haya mucho que garantice que se logrará arribar a buen puerto sin dificultades. La idea de una transición política a la democracia es muy elegante y muy atractiva, pero las transiciones son siempre riesgosas. De hecho, el momento más delicado para cualquier sistema político en el mundo sucede precisamente en el periodo que va de la elección a la transmisión del poder legal de una administración a otra. Si eso es cierto en países con gran tradición democrática como Inglaterra, Francia o Estados Unidos, es evidente que será particularmente álgido en México. Más que por una transición idílica e irreal, deberíamos estar trabajando en torno a la próxima sucesión presidencial que promete ser absolutamente democrática, pero no por ello libre de dificultades.

 

Los mexicanos somos particularmente novatos en lo que se refiere a un proceso de sucesión presidencial en el que nadie tiene una garantía de triunfo. Peor todavía, aun en la era del PRI, todas las sucesiones de 1976 a la fecha han sido extraordinariamente difíciles, como lo evidencian las crisis económicas de que vinieron acompañadas.   En ese entonces las dificultades no provenían de la competencia partidista ni del hecho de que ningún postulante tuviera la garantía de triunfo. Estas se originaban, mas bien, en el pésimo manejo económico que acababa cobrando su factura al final de cada administración. En franco contraste con aquellos años, la economía comienza ahora a revivir, aunque ciertamente son relativamente pocos los mexicanos que ya perciben los beneficios. Pero esos beneficios no llegarán probablemente nunca si el año 2000 o el 2001 vuelven a ser tiempos de crisis.

 

El proceso de aprendizaje político en que estamos inmersos es, por su naturaleza, lento y torcido. Al gobierno le ha tomado tiempo aprender a convivir con un Congreso con una mayoría conformada con partidos distintos al suyo. A los diputados de cada partido les ha sido sumamente difícil entenderse y encontrar maneras de trabajar entre sí. Los precandidatos de todos los partidos salen a la calle a inaugurar nuevas formas de hacer política, a romper mitos, tradiciones y tabúes. En suma, el común denominador de la política mexicana es el abandono de lo que existía y la construcción lenta de nuevas formas de hacer política. El problema es que las viejas formas estaban institucionalizadas y las nuevas formas se caracterizan por no estarlo o, al menos, por su enorme debilidad. Es de esperarse que en los próximos años aparecerán nuevas formas de hacer política que serán aceptadas por todos como naturales; ese día la “nueva” política mexicana habrá logrado su institucionalización. La pregunta es cómo protegemos a la economía de los avatares del proceso de aprendizaje político.

 

Hay tres maneras y vehículos que permitirían institucionalizar a la política económica para darle continuidad al crecimiento de la producción y, sobre todo, para evitar caer en una nueva situación de crisis, cualquiera que sea su origen. Estos tres vehículos son complementarios e igualmente necesarios. Los primeros tendrían que ver con la rendición de cuentas públicas de los responsables de la política económica; los segundos con la esencia de la actividad económica; y los terceros con la creación y consolidación de vínculos institucionales con el exterior que sirviera para reducir los riesgos de crisis.

 

El primer paso que permitiría evitar una crisis económica se refiere a la apertura informativa sobre el proceso de toma de decisiones en la materia. Por el momento, existen dos cuerpos dentro del gobierno que tienen por responsabilidad la toma de decisiones sobre lo fundamental de la política económica: el Gabinete Económico y la Comisión Gasto-Financiamiento. Cada uno de estos dos cuerpos cumple una función específica y entre ambos se define la política económica del gobierno. Sin embargo, los mexicanos comunes y corrientes no tenemos la menor idea de qué es lo que ahí se decide, cómo se decide o quién es responsable de qué. Por lo anterior, el primer paso hacia la institucionalización de la política económica tendría que residir en la presentación periódica de informes completos sobre la toma de decisiones dentro del gobierno. A final de cuentas, no se le puede pedir capacidad de decisión o continuidad en la toma de decisiones a partidos y candidatos que nunca han tenido acceso a la información, a los dilemas que enfrentan los tomadores de decisiones o a la lógica que la caracteriza.

 

En este sentido, el primer paso hacia la institucionalización de la política económica requiere de la transparencia en la toma de decisiones. Una vez logrado esto, habrá que dar otros pasos igualmente relevantes. Por ejemplo, sería deseable que el Congreso aprobara un presupuesto por dos años al iniciarse el último año de un sexenio, a fin de garantizar la continuidad de al menos el primer año del siguiente gobierno. Esto evitaría el absurdo de que la nueva administración en diciembre del año 2000 tenga que presentar un nuevo presupuesto a diez días de tomar posesión. De igual forma, representantes del candidato ganador deberían ser invitados a las reuniones del Gabinete Económico para iniciar una transición real y efectiva desde el momento mismo en que se conozca el resultado de las elecciones.

 

El segundo vehículo que podría utilizarse para garantizar la transición económica es quizá el más obvio, pero no por ello menos importante. La política económica de cualquier país tiene dos componentes claramente distinguibles. Uno tiene que ver con la estabilidad macroeconómica, sin la cual no hay nada más que pueda funcionar. Los equilibrios macroeconómicos le dan permanencia y estabilidad a la economía. El otro componente de la política económica se refiere a las políticas de desarrollo que naturalmente caracterizan a cada administración y la diferencian de las demás. La estabilidad se logra a través de un conjunto de equilibrios elementales que el gobierno actual, con muchos trabajos, ha logrado conseguir, pero sobre los cuales no hay consenso político en la actualidad.  Estos son: finanzas públicas sanas, equilibrio fiscal, un déficit moderado en la cuenta corriente de la balanza de pagos, un régimen comercial de apertura a las importaciones, niveles bajos de inflación y un gobierno abocado a asegurar que estas condiciones se cumplan más que a actuar directamente en la economía. Por su parte, las políticas de desarrollo -las relacionadas con pobreza, gasto público, estrategia de recaudación de impuestos, distribución del gasto, etcétera- son objeto lógico y legítimo de diferentes énfasis según las agendas o prioridades de cada administración. Lo ideal para los mexicanos sería que todos los partidos reconocieran de entrada, públicamente, el mérito de contar con los equilibrios macroeconómicos generales y se abocaran a la propuesta de políticas públicas en lo específico. Además del país, el candidato y partido ganador serían los mayores beneficiarios de la estabilidad.

 

Finalmente, el tercer vehículo para garantizar la continuidad de la política económica y para asegurar que la inversión productiva continúe fluyendo, reside en los acuerdos y tratados que el país ha firmado con otros países y que constituyen verdaderas anclas de estabilidad. Estos mecanismos garantizan el funcionamiento de partes crecientemente importantes de la economía, al margen de los cambios políticos sexenales, o de partidos en el gobierno, algo crucial no sólo para la estabilidad sino para el funcionamiento normal de cualquier gobierno futuro.  El país ha firmado acuerdos y tratados económicos y comerciales con países específicos (como los tratados de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, así como con Chile y otros países al sur del continente), con organizaciones multilaterales como el GATT y la actual Organización Mundial de Comercio, con la OCDE, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Lo que falta para garantizar la estabilidad económica en el proceso de sucesión presidencial próximo es que todos los partidos y candidatos públicamente se comprometan a mantener esos acuerdos y membresías.

 

El proceso de sucesión presidencial en que estamos inmersos ya de por sí es extraordinariamente difícil como para arriesgarnos a otra crisis económica. Es tiempo de que el gobierno y los principales partidos políticos nos garanticen a los mexicanos la continuidad de la política económica, pues sólo así será mantenernos en el camino al desarrollo económico, al empleo y a la generación de oportunidades para un mayor número de mexicanos.

Fin de artículo

Hacer de Estados Unidos una oportunidad

Nuestra relación con Estados Unidos no se parece a ninguna otra en el mundo. La importancia de esa relación es evidente a todas luces y abarca virtualmente todos los temas de nuestra vida política y económica. A pesar de ello, la lógica nuestra política hacia ese país es indistinguible en la política exterior. Como demuestra el proceso de certificación en materia de narcotráfico, que finalmente concluyó la semana pasada, es posible administrar la relación de una manera profesional y con un grado razonable de predictibilidad. Pero eso no va a ocurrir por sí mismo. Es indispensable reconocer que la política hacia nuestro vecino del norte constituye un factor central de estabilidad (o inestabilidad) interna y que, por lo tanto, exige definiciones distintas a las del resto de la política exterior.

 

Cualquiera que sea nuestra percepción o deseo respecto a Estados Unidos, nadie puede negar su extraordinaria importancia para México. La frontera entre los dos países no sólo es la más transitada del mundo, sino también una de las más complejas y conflictivas. Por ahí no sólo cruzan personas, exportaciones e importaciones, sino drenajes, agua potable, drogas y toda clase de criminales. Los intercambios económicos se han convertido en una parte vital de nuestra actividad económica, de la cual depende una enorme cantidad de empleos, inversiones y oportunidades de desarrollo. Diversas leyes norteamericanas, aprobadas en su proceso legislativo por sus propias razones y con su propia lógica, tienen efectos brutales sobre nosotros y sobre nuestra estabilidad política y económica. La certificación en materia de narcotráfico, por citar uno de los ejemplos más obvios, a muchos nos parece reprobable e inaceptable por principio; sin embargo, las consecuencias de no obtener la famosa certificación pueden ser devastadoras para la economía mexicana.

 

A pesar de la evidente (y creciente) importancia de la relación, la concepción y práctica de nuestra política hacia Estados Unidos es virtualmente indistinguible de la que se sigue con cualquier otro país de mediana importancia en el mundo. Por supuesto que nuestra embajada en Washington es más grande que otras en el mundo y los presupuestos que se asignan a la relación son superiores a los que dedicamos a cualquier otro país. Pero el concepto de la relación no es muy distinto. Tradicionalmente hemos concebido a esa relación como una más de las muchas que el país sostiene en el mundo y nuestros representantes allá actúan como si estuviesen administrando una empresa paraestatal. En lugar de adaptarse a las características de la política norteamericana y jugar bajo las reglas que allá existen (y a las que se adaptan todas las embajadas del resto del mundo), nuestra diplomacia generalmente se ha desempeñado bajo la noción de que cualquier acción que allá se emprenda constituye una virtual licencia para que los norteamericanos se tomen libertades en México. Es decir, hemos transportado nuestras propias reglas del juego a Washington, con consecuencias desastrosas.

 

En los últimos años, México ha sido el bufón de la política americana. Prácticamente no hay candidato o grupo de interés en ese país que no utilice a México como justificación para avanzar sus propios intereses. Los sindicatos nos acusan de la pérdida de empleos en aquel país (a pesar de que tienen la tasa de desempleo más baja en casi medio siglo). Los republicanos de California culpan a los inmigrantes mexicanos de la criminalidad que los afecta. Los textileros nos demandan por prácticas desleales de comercio. Los ejemplos son virtualmente infinitos, pero todos revelan una realidad muy simple: México es un chivo expiatorio fácil para todos sus males porque pegarnos no tiene costo alguno.

 

Nuestra política hacia Estados Unidos se ha distinguido por su indefinición. Claro que nuestros representantes allá -a nivel tanto consular como diplomático- hacen su mejor esfuerzo por parar los golpes, por contrarrestar los abusos y por defender los intereses específicos del país en general, así como el de los mexicanos en lo particular. Pero la realidad es que tienen que competir en el primer mundo con armas del tercero. El hecho de que México sea el hazmerreír de los políticos norteamericanos es prueba fehaciente de que nuestra política exterior hacia ese país ha fracasado.

 

Es imperativo comenzar desde el principio: reconocer que no hay ninguna relación tan importante como esa y que, por lo tanto, la estrategia que se adopte para manejar la relación debe ser totalmente distinta a la que tenemos con el resto del mundo. Quizá sólo Guatemala, por razones de seguridad, requiera de una concepción igualmente independiente y distinta.

 

La relación con Estados Unidos debe partir de un principio que, históricamente, ha sido inaceptable para los profesionales del ramo. Este principio es que nuestros diplomáticos en Washington deben desempeñarse de acuerdo a las reglas del juego de Washington y no de acuerdo a las reglas del juego de México. El principio es fundamental porque entraña una concepción radicalmente distinta a la que ha caracterizado a nuestra política exterior por décadas. El fundamento legal y político bajo el cual funciona la política (y la justicia) norteamericana es que todos los interesados en un tema pueden y deben estar presentes en los debates que genere; si alguien tiene algo que decir sobre algún tema, los procedimientos tanto legales como políticos le dan acceso. Puesto en otros términos, si hay algo que le pueda afectar a México en un debate interno sobre drogas, aranceles, aviación o criminalidad, los representantes mexicanos deben estar ahí presentes, haciendo valer nuestro interés. Si no lo están, el proceso político y legal los ignora, con obvias consecuencias. Hasta la fecha, nuestros representantes allá siempre han partido de la premisa de que hacer valer nuestro interés constituye una intervención en los asuntos internos de Estados Unidos. La realidad es que México es un asunto cotidiano de la política norteamericana y, por lo tanto, nuestra única opción es actuar con la misma habilidad que los demás interesados a fin de defender nuestros objetivos. Quizá más importante, seguimos viendo a la relación con Estados Unidos como una necesidad y un costo en lugar de verla como una oportunidad. Tenemos que participar y actuar directamente en ese proceso.

 

Hace una semana concluyó el proceso de certificación que cada año realiza el gobierno de Estados Unidos en materia de narcotráfico. Hace un año, ese mismo proceso estuvo a punto de explotarnos en las manos, en parte por el arresto del General Gutiérrez Rebollo, que fue utilizado por muchos norteamericanos como excusa para evidenciar la corrupción que hay en México. Este año la certificación fue mucho menos conflictiva, pero de cualquier manera sufrió un intento de descarrilamiento en el Senado de aquel  país. A final de cuentas, el proceso concluyó sin sangre, en gran medida porque se ha comenzado a desarrollar una política mucho más activa por parte de la embajada mexicana en Washington. Pero lo urgente es cambiar la lógica de la relación para ir mucho más lejos: para dejar de ser las víctimas de la política norteamericana y convertirla en un vehículo para avanzar nuestros intereses. Es decir, pasar de una estrategia defensiva a una de agresiva construcción de oportunidades.

 

“Toda la política es local” decía Tip O’Neil, un viejo congresista del estado de Massachusetts, que fue el líder de la Cámara de Diputados por muchos años. Para O’Neil la política no se encontraba en Washington, sino en cada uno de los pueblos que eligen y, más importante, pueden reelegir o no a los miembros del Congreso y del Senado. Para O’Neil la política se construye a nivel local, atendiendo las necesidades y demandas de la población al nivel de cada distrito electoral. Eso es precisamente lo que la diplomacia mexicana debería estar haciendo en Washington: construir bases de apoyo político a partir de mexicanos residentes en los diversos estados de nuestro vecino, de los inversionistas en México, de los exportadores de bienes y servicios al país y, en general, de todos aquellos que valoran los vínculos de sus distritos electorales con México. Es decir, nuestra política debería consistir en hacer costoso cualquier ataque a México en Washington por parte de cualquier congresista o senador. Más que eso, una vez consolidada la primera parte, nuestra estrategia podría abocarse a transformar a México del bufón de todos los políticos norteamericanos al socio distinguido y respetable que todos queremos ser.

 

Lo que hay que hacer en Washington y en Estados Unidos es tan evidente que no requiere demasiada discusión. El éxito en el proceso de certificación demuestra que es perfectamente plausible hacer mucho más. Pero tenemos que romper con la lógica paralizante de nuestra política exterior tradicional. Sólo así será posible enfilar las fuerzas y recursos con que contamos en aras de eliminar un foco enorme y desgastante de inestabilidad. Quizá la pregunta importante es si seremos capaces de ser lo suficientemente maduros como para ver a los norteamericanos como iguales, en lugar de actuar como un ser inferior que siempre tiene que demostrar su superioridad moral.

Fin de artículo.

Sin más reformas el país se irá para atrás

La ausencia de acciones enfáticas en materia de reforma económica y política amenaza con impedir el desarrollo del país y, todavía peor, con echar para atrás lo que ya se ha logrado. Por más de una década, las reformas fueron persistentes y más o menos consistentes. Con pocas, aunque importantes, excepciones, ese espíritu reformador ha desaparecido. Ahora que nuevamente enfrentamos dificultades en el mercado petrolero, es tiempo de reabrir este tema. Las reformas que se han llevado a cabo son pocas e insuficientes. Lo peor de ello es que si el gobierno actual y el PRI no enarbolan la bandera de reforma, perderán no sólo la iniciativa para el futuro sino, sobre todo, dejarán que el PAN y el PRD persistan por igual en su obcecada actitud de ver para atrás en lugar de forzar el paso hacia adelante.

 

Las reformas llevadas a cabo en los últimos tres lustros fueron, en muchos casos, sumamente importantes y ambiciosas, pero casi siempre acabaron siendo incompletas e insuficientes. El país en su conjunto requería transformarse para salir de su estancamiento social, económico y político. Las crisis de los setenta y tempranos ochenta -y la cambiante realidad del mundo- hicieron inevitable la necesidad de una reforma profunda en todos los ámbitos. Las reformas fluyeron, pero casi siempre fueron más ambiciosas en sus objetivos que en el contenido de los instrumentos y cambios que las caracterizaban. Se esperaban milagros generalizados para toda la población de la apertura de la economía, de las privatizaciones y de la desregulación, pero se obtuvieron beneficios sólo en las áreas y sectores sobre los que, de hecho, incidieron esas reformas. Los exportadores, por ejemplo, han visto florecer sus negocios por los tratados comerciales que se han alcanzado y por la desregulación que es parte inherente a ellos. Mucha de la industria, sin embargo, sigue impedida de progresar por la ausencia de competencia efectiva en el mercado nacional, por el burocratismo que domina en los gobiernos locales, por la inexistencia de bancos funcionales y dispuestos a orientarse a empresas distintas a las comúnmente beneficiadas, por la propensión creciente de los gobiernos a controlar (en vez de regular adecuadamente) la economía y a impedir que florezca la iniciativa empresarial, por la creciente inseguridad pública y por la inexistencia de un estado de derecho.

 

Las cosas no están mucho mejor en el entorno político. Históricamente, el PRI logró estabilizar la política mexicana después de una década de revolución y otra más de inestabilidad general, pero acabó estancándose por las resistencias de los intereses creados a cualquier intento de adecuación al mundo moderno. El enorme dinamismo del PRI en el pasado le lleva, ahora, a abogar por toda clase de retrocesos: desde manifestaciones tan lógicas, pero contraproducentes, como los llamados “candados” a las candidaturas, hasta la negativa absoluta a avanzar reformas serias y decididas en materia tanto política como económica que le den nueva vitalidad al desarrollo del país. La realidad es que llevamos años sin iniciativas relevantes. Las reformas potencialmente trascendentes que han tenido lugar en los últimos años, sobre todo aquellas relacionadas con el ahorro interno y la administración electoral, fueron impuestas por las circunstancias y por los partidos de oposición, respectivamente, más que por iniciativa del PRI o del gobierno. Cuando los priístas (y sus primos perredistas) hablan de reforma se refieren hoy en día a retrocesos: a mecanismos para proteger la producción nacional y a instrumentos cuya única consecuencia es introducir un mayor burocratismo a la actividad económica y limitar la competencia. Son pocos los sectores de la economía en que no ha habido retrocesos importantes.

 

La debacle asiática muestra fehacientemente lo que ocurre cuando economías, incluso algunas muy exitosas, se rehusan a reformarse para evitar contratiempos. Cualquiera que sea la evaluación que uno haga de la crisis de economías como las de Corea o Indonesia, lo que es patente es que esos países vivían con estructuras económicas y políticas incompatibles con una economía moderna y pujante, que beneficie a la mayoría de la población.  Dado el dinamismo de décadas de la región asiática, es de esperarse que su recuperación en los próximos años se traduzca en una competitividad exacerbada, como ocurrió con Japón después de la crisis petrolera de 1973. Puesto en otros términos, las economías asiáticas van a llevar a cabo, con mayor amplitud y profundidad, las mismas reformas experimentadas en México en los últimos años. Para nosotros esto implica que tendremos competidores cada vez más poderosos y desafiantes no sólo para nuestros bienes de exportación, sino particularmente para la inversión extranjera. Cuando todos los países orientan sus economías en la misma dirección, el único factor distintivo es la velocidad de las reformas. En México lo que predomina en este momento es la ausencia de reformas.

 

Si vemos para atrás, es evidente que el país tiene una inmensa resistencia a las crisis que periódicamente nos agobian. El daño que le han causado décadas de desgobierno no ha impedido que desarrolle una gran capacidad de recuperación y de transformación, a pesar de los retrocesos recientes. Padecemos de una aguda ausencia de ideas en los partidos políticos y de absoluta falta de disposición para intentar caminos nuevos, sobre todo a la luz de los fracasos de muchas cosas probadas en el pasado (como ocurre con la economía de los setenta para el PRD). La debacle del PRI sin duda tiene un fuerte componente de ausencia de ideas. Afortunadamente, con la excepción casi exclusiva de la criminalidad, el deterioro del PRI y de su liderazgo no ha venido acompañado de la destrucción del país, como sí ocurre en otras naciones. Pero la ausencia de ideas, visión, liderazgo y disposición a profundizar y acelerar la reforma del país por parte del PRI tiene otras consecuencias de gran trascendencia.

 

Un PRI atado a su pasado no le ofrece mayor atractivo a una población que, por su edad promedio y expectativas frustradas una y otra vez, no puede apreciar su gloria anterior y, en cambio, vive en carne propia y en forma cotidiana las consecuencias de la persistencia de los intereses creados que forman parte integral de ese partido. No parece haber mayor duda que si el PRI pretende renacer, tendrá que abandonar su natural propensión a retroceder hacia el pasado para retomar un camino hacia el futuro. Hasta ahora, han sido gobiernos emanados del PRI los que han lidereado las pocas reformas que hemos experimentado. Aunque muchos las desprecian, esas reformas, incipientes y en ocasiones mediatizadas,  son las que le permiten al país seguir funcionando, pues son precisamente esas reformas las que han hecho posible el espectacular desarrollo de al menos algunos segmentos importantes de la economía del país. Pero el punto de fondo es que si el gobierno actual no retoma el camino de la reforma y enarbola su liderazgo como el único camino a seguir, va a dejar el debate político -y los términos de la próxima campaña electoral- en las manos de los dos principales partidos de oposición. Si el gobierno no hace suya la causa de la reforma, va a favorecer que sea el discurso de la anti-reforma -de los subsidios y las políticas sectoriales, la protección y los intereses creados- el que domine el debate político nacional, a costa de lo poco que efectivamente se ha logrado.

 

Los procesos políticos y electorales recientes en países tan diversos como India, Francia, Inglaterra, Corea  y Japón muestran que los partidos que ganan son aquellos que tienen algo que ofrecerle a la población para responder a sus demandas, temores y necesidades. Cuando un partido carece de ideas e iniciativas -como crecientemente le ocurre al PRI- el debate político se orienta a las deficiencias evidentes del partido en el poder -como son la corrupción, la criminalidad, la impunidad y la incompetencia. En India fue precisamente esto lo que ocurrió: la ausencia de liderazgo por parte del partido del Congreso en el mundo de la política llevó a que el partido BJP explotara exitosamente todos los vicios de décadas casi ininterrumpidas de ese partido en el poder de su adversario. Peor para nosotros, el abandono de la reforma ha hecho que en México no surjan los equivalentes de Margaret Thatcher, Tony Blair o Felipe González en los partidos de oposición.

 

Nos urgen reformas que cambien el tenor de la vida en el país. Reformas que den oportunidades a la creación y desarrollo de las empresas y los empresarios como vehículos para generar empleos e ingresos para los mexicanos. Hasta la fecha, sólo las empresas grandes, que ya tienen su propia dinámica, han logrado romper con las ataduras e impedimentos que caracterizan a nuestro sistema político y burocrático. Esas empresas son el ancla que podrá hacer posible el desarrollo, pero claramente no son suficientes para transformar al país.  Lo que México necesita es de cientos de miles de empresarios pujantes y exitosos, algo que no va a surgir de la nada. Tienen que crearse las condiciones para que eso sea posible. En la actualidad todos los incentivos están dados para que eso no ocurra y los partidos políticos tienden a reforzarlos con su propia falta de visión. En tanto no tengamos un proyecto de reformas integrales que incentive la creatividad y la competencia, las posibilidades de desarrollo seguirán siendo demasiado limitadas para hacer posible el éxito integral del país.

FIN DE ARTICULO.

Nuevo Presidencialismo

Luis Rubio

Quizá lo más significativo del debate actual en torno a Chiapas no se encuentra en las diversas iniciativas de ley que se han presentado, sino en el hecho de que el gobierno finalmente se ha decidido a tomar la iniciativa política. Luego de tres años en que la política parecía ser un elemento adjunto, pero subordinado, a la política económica, hay diversos indicios que sugieren que el presidente no sólo ha reconocido la trascendencia de sus acciones en el ámbito político, sino que de hecho ha decidido tomar el toro por los cuernos.

La política mexicana en 1998 muy poco tiene que ver con la política en 1994. Los cambios políticos son reales y profundos pero quizá el más trascendente reside en el actuar del propio presidente Zedillo. En diciembre de 1994, en su discurso inaugural, Ernesto Zedillo hizo muy claro que él acotaría sus funciones, así como su espacio de acción, a lo estrictamente establecido en la Constitución. Es decir, que abandonaría un conjunto de prerrogativas que sus predecesores se habían arrogado sin sustento legal alguno y que actuaría específicamente de acuerdo a las atribuciones que le confiere el Artículo 89 constitucional. Para un país acostumbrado a la violación sistemática de las leyes, empezando con la Constitución, la afirmación del flamante presidente rompía todos los precedentes existentes.

Muy pocos políticos le creyeron al presidente. Para un sistema político acostumbrado a hacer lo que ordenaba el caudillo mayor, la noción de abandonar espacios de poder resultaba no sólo absurda, sino imposible. Es importante recordar que hasta las modas en la ropa de los políticos las imponía el presidente: desde las guayaberas hasta las chamarras. Pero la decisión del presidente Zedillo no tardó en calar, aunque no siempre para bien. Por el lado positivo, al abandonar diversos espacios -el partido, el control del sistema electoral, el control del poder judicial y así sucesivamente-, el presidente abrió innumerables fuentes de competencia política. Por otra parte, muchos políticos de la vieja guardia aprovecharon la oportunidad para recoger lo que el presidente desechaba, lo que acabó limitando todavía más el poder presidencial. Lo que es peor, muchos de esos espacios políticos sirvieron después para al menos intentar forzar retrocesos en materias prioritarias para el gobierno, como la privatización de la petroquímica o la nominación de candidatos en el PRI. De una presidencia todo poderosa pasamos a una situación que amenzaba con la ingobernabilidad.

Antes de la crisis de fin de 1994, el presidente ya había dado dos pasos en el proceso de desmantelamiento (y desmitificación) de la presidencia tradicional. El primero fue el abandono voluntario y súbito de las atribuciones que muchos presidentes habían empleado, pero que no eran constitucionales. El segundo fue la iniciativa de ley que llevó a la reforma de la Suprema Corte de Justicia y de la administración del poder judicial. En ambas instancias, el presidente optó por reformar al sistema político en forma indirecta: él no construiría un nuevo sistema político, pero sí le daría instrumentos para que esto pudiese tener lugar.

La crisis económica vino a dar al traste con la noción de un cambio político pacífico y gradual (aunque afortunadamente tampoco generó violencia generalizada). La devaluación, la severa recesión y los súbitos cambios en el bienestar de la población aceleraron todos los procesos políticos, a la vez que obligaron al gobierno no sólo a asumir el costo político de sus errores, sino particularmente a adoptar medidas impopulares, sobre todo en materia de política monetaria y de impuestos. Para el presidente, la crisis de 1994 tuvo la consecuencia de llevarlo a dedicarse casi íntegramente al tema económico, abandonando sus propuestas iniciales de reforma política. Pero para entonces la política mexicana ya había comenzado a cambiar, toda vez que las viejas reglas del juego habían sido abolidas, al menos parcialmente.

Por tres largos años, la evolución política del país estuvo a merced de la responsabilidad o irresponsabilidad de los políticos en lo individual. Poco a poco se fue desmantelando el paradigma del viejo sistema político y comenzaron a romperse tabúes que parecían inamovibles. El sistema de complicidades y lealtades, que había sido la esencia del PRI, comenzó a desmoronarse, toda vez que desapareció la dependencia de los políticos respecto al presidente. Los partidos en oposición al PRI vieron, por primera vez, la posibilidad de ganar una elección (para lo que, en adición a los cambios políticos, la crisis económica les había puesto la mesa entera). El caso es que llevamos tres años en que el presidente, tradicional centro y artífice maquiavélico del sistema político, había abandonado virtualmente toda actividad en la materia. Casi una revolución.

Las tendencias políticas viendo hacia adelante que se observaban al final del año pasado, no eran nada promisorias. La dispersión política ha crecido aceleradamente, la propensión de los políticos a prometer lo inasible es patente, las confrontaciones dentro del PRI son más que obvias y la ausencia de certidumbre respecto a la continuidad de la política económica venía ascendiendo en forma acelerada. Puesto en otros términos, al principio del sexenio el país enfrentaba dos retos fundamentales: el de resolver el problema electoral y el de institucionalizar los procesos políticos. Al día de hoy prácticamente hemos resuelto el problema electoral, toda vez que las elecciones parecen ser ya el método aceptado para la selección de gobernantes. Lo que no hemos resuelto es la forma en que los mexicanos nos vamos a gobernar. Los conflictos que surgieron con la instalación de la Cámara de Diputados en agosto del año pasado muestran lo frágil de nuestras instituciones y los enormes riesgos que seguimos enfrentando en materia de estabilidad política.

Los políticos de todos los partidos, pero sobre todo los del PRI, vieron el fin de la primera mitad del gobierno de Ernesto Zedillo como el campanazo de salida para la sucesión presidencial. Unos se dedicaron a promoverse como la solución a todos nuestros problemas, en tanto que otros comenzaron a vender la panacea en la forma de su candidatura. Dos años y medio de ese tipo de competencia amenazaban con crear un círculo vicioso de caos creciente que no sólo sometiera al país a debates y encuentros interminables entre aspirantes a la presidencia, sino que bien podían elevar la incertidumbre a tal grado que pusieran en entredicho la viabilidad de la economía. Los inversionistas y los empresarios tienen niveles de tolerancia elevados, pero no infinitos. Al final de 1997 las tendencias políticas no eran terriblemente promisorias. Para colmo, la matanza de Acteal nuevamente no hizo sino acrecentar los riesgos de un desmoronamiento político.

En restrospectiva, parece evidente que en diciembre pasado el presidente decidió darle a la política la prioridad que ameritaba. A partir de enero, el gobierno ha retomado la iniciativa política y ha comenzado a instrumentar una estrategia de acción que contrasta con el abandono de los tres años previos. En Chiapas el gobierno ha logrado poner a los zapatistas y al obispo de San Cristobal a la defensiva, ha obligado al liderazgo de la Iglesia en todo el país a pronunciarse respecto a la iniciativa de ley en materia indígena y ha obligado a todos los actores políticos a responder al planteamiento gubernamental. Aunque con errores garrafales en algunas instancias (como su campaña contra extranjeros), el cambio en la actitud y estrategia del gobierno constituye un paso necesario y bienvenido.

Más allá de Chiapas, el presidente ha adoptado un nuevo activismo político. Ha reorganizado a su gabinete con un claro reconocimiento de los tiempos de sucesión y ha estado actuando en materia económica, sobre todo en relación a la caída de los precios de petróleo, con miras a la imperiosa necesidad de tener un año estable y pacífico a la hora de la sucesión en el 2000. Nada en el panorama indica que el presidente ha cambiado su manera de pensar en relación a su propio papel en el proceso de nombramiento del candidato del PRI -es decir, que él no elegirá a su sucesor-, pero claramente el presidente parece convencido de la necesidad de evitar una división de ese partido, en aras de la estabilidad política del país. Lo único que falta ahora es encarrilar a los otros partidos para que los mexicanos no sólo podamos elegir a un nuevo gobernante, sino que el país siga siendo gobernable.

 

Gobierno neoliberal

Quienes acusan al gobierno de “neoliberal” realmente no saben de qué están hablando. En su esencia, el liberalismo antepone la libertad individual a la decisión gubernamental. Es decir, la capacidad del individuo -como ciudadano o como consumidor- de decidir por sí mismo. Un régimen liberal es aquél en el cual los individuos tienen la posibilidad de desarrollarse sin limitaciones o cortapisas, con la excepción de aquello que pueda dañar a los demás. La realidad del México actual es que la ciudadanía vuelve a enfrentarse a un régimen que le cierra espacios y le limita opciones en aras de proteger intereses particulares. Acusar a este régimen de neoliberal es absurdo.

 

Nada hay más importante en un régimen liberal que los derechos de los individuos. La libertad con que éstos se desenvuelven es el motor del desarrollo económico, político y social. El liberalismo parte del principio que todos los individuos deben ser iguales ante la ley y que, por lo tanto, todos tienen los mismos derechos y obligaciones. Con el tiempo, el liberalismo reconoció que la igualdad jurídica no resuelve las desigualdades de origen que existen en todas las sociedades, por lo que adoptó un principio adicional, el de la igualdad de oportunidades. En este sentido, mientras que la noción liberal original era una en la que el gobierno no debía hacer prácticamente nada más que guardar la seguridad física de las personas y sus bienes así como la integridad del territorio nacional, el liberalismo moderno reconoce la necesidad de un gobierno activo y fuerte que asegure la igualdad de oportunidades. La mejor garantía de que todos los individuos tendrán igual acceso a las oportunidades reside en lo que los economistas llaman el desarrollo del “capital humano”, es decir, la educación y la salud. Un régimen liberal exitoso es, en consecuencia, aquél que garantiza la integridad física de la ciudadanía, así como un sistema educativo y de salud que le otorgan las mismas capacidades a todos los individuos, independientemente de su origen económico o social.

 

Bajo esta óptica, el régimen mexicano dista mucho de ser liberal. La desigualdad en el país es tan abrumadoramente evidente que no requiere mayor discusión. La inseguridad pública que acecha a las personas y familias en cada vez más regiones del país demuestra que este gobierno, al que se acusa de “neoliberal” ni siquiera cumple la función más elemental del estado moderno, liberal o no: la de la seguridad pública. Ciertamente, el gobierno y su retórica reconocen su responsabilidad en materia de pobreza, igualación de oportunidades y seguridad pública. No hay duda que muchos de sus programas, independientemente de su eficacia, se orientan hacia estos problemas.  En este sentido, el gobierno, al menos en sus intenciones, estaría satisfaciendo las nociones más elementales del liberalismo.

 

Sin embargo, si se analizan las políticas que ha seguido el gobierno en los últimos años en materia tanto política como económica, es evidente cómo día a día se reducen los espacios para los individuos en su calidad de ciudadanos, consumidores, empresarios, obreros o meros individuos. Día a día el actuar público cierra oportunidades de participación, de competencia y de crecimiento a los ciudadanos en general, todo en aras de proteger intereses particulares, grupos integrados tanto a las estructuras políticas como económicas del país y, sobre todo, a la burocracia pública. Esto es observable en todos los ámbitos, pero es particularmente notorio en las formas en que se han venido estructurando el sistema político y el económico en esta etapa de supuesta competencia electoral y apertura económica.

 

En el ámbito político es difícil no caer en la cuenta de las limitaciones que existen para la competencia real. Un régimen liberal se caracterizaría por tres elementos esenciales: fácil acceso a los órganos de impartición de justicia para proteger los intereses y derechos de los individuos; amplia competencia electoral; y capacidad para hacer que los funcionarios públicos rindan cuentas de sus acciones ante el electorado. Si analizamos la estructura política del país en la actualidad, es más que obvio que ninguno de estos elementos son satisfactorios, a pesar de que la competencia electoral se ha ampliado de una manera notable, al grado en que ya no está garantizado el triunfo de ningún partido y esto a cualquier nivel de gobierno. Pero la práctica cotidiana, que es la que afecta a la población, sigue siendo igual de autoritaria y no tiene nada de liberal. Veamos. El acceso a la justicia para los mexicanos está mediatizado por el ministerio público, que sigue siendo un monopolio gubernamental. De igual manera, el acceso a la Suprema Corte de Justicia se encuentra tan restringido, que ni siquiera las Comisiones de Derechos Humanos o los partidos políticos pueden acercarse. El acceso a la justicia no tiene un carácter liberal. Por lo que toca a la competencia electoral, es muy sugestivo el hecho de que los privilegios que antes eran exclusivos del PRI ahora se hayan ampliado al PAN y al PRD. En lugar de erradicar el corporativismo, éste se extendió para abarcar a los otros dos partidos grandes, pero a nadie más. Es decir, el sistema político sigue siendo igual de cerrado, inflexible, excluyente e irresponsivo a las demandas ciudadanas, a pesar de que ahora la patente de corzo incluye también el PAN y al PRD. Las opciones para los individuos son de cartabón. En el tema de la rendición de cuentas, los ciudadanos no tenemos recurso alguno. Puesto en términos de aquel viejo chiste, los políticos se siguen riendo de los electores en lugar de que ocurra lo contrario.

 

En el ámbito económico las cosas han ido para atrás. Un régimen liberal sería aquel en el que los consumidores deciden y los productores se alinean. Lo que tenemos es un gobierno que cada día cierra más espacios a  la competencia, que reduce las oportunidades para que surjan nuevos empresarios y que protege a los viejos intereses creados. Sólo los empresarios más grandes en ocasiones tienen el tamaño suficiente para saltar las trabas que en forma cotidiana impone la burocracia para proteger a los suyos. Los individuos no tenemos nada que decir. Veamos. En el área de comunicaciones y transportes, la protección de ciertos intereses y grupos es patente a todas luces: Telmex y Aeroméxico gozan de privilegios que nadie más en esta sociedad tiene. Los consumidores han tenido que solapar aumentos en las tarifas aéreas superiores al cuarenta por ciento real en el último año. La competencia telefónica simplemente no existe: al monopolio de las comunicaciones le han permitido hasta estándares de sistemas y aparatos telefónicos distintos a los internacionales, así como cobros de interconexión absurdos, para impedir el acceso de terceros. Los consumidores simplemente no cuentan. En el ámbito financiero, los manejos del Fobaproa hacen patente que los acreditados no han estado en las consideraciones de la burocracia. Lo que cuenta es “salvar” a un sistema financiero que no existe, porque ni presta ni cobra, además de que sus enormes deudas deberán ahora ser pagadas por los contribuyentes. La competencia también se ha cerrado en el caso de las Afores: un individuo tiene ahora que ir personalmente a las oficinas de la empresa en cuestión si quiere cambiar a la administradora de su fondo de pensión.  En el ámbito comercial, son patentes las crecientes limitaciones a las importaciones, una de las pocas fuentes efectivas de competencia en la última década. Hoy en día se requiere un registro especial para importar y existen todo tipo de barreras no arancelarias que le darían vergüenza a cualquiera que se quisiese llamar liberal. Lo mismo ocurre para los trabajadores que quieren constituir un sindicato nuevo o distinto a los “oficialmente” reconocidos. ¿Régimen “neoliberal”? Sólo en la propaganda del PRD.

 

La apertura política y económica de los últimos años ciertamente creó oportunidades que nunca antes podían siquiera ser pensables. Pero la apertura fue insuficiente, toda vez que protegió a algunos sectores a costa de otros. Por ejemplo, los industriales legítimamente se quejan de que la competencia de las importaciones se dio sólo en su ámbito, pero no en el de los bancos o las empresas paraestatales, lo que llevó a que tuvieran que competir con las manos atadas. Lo que se requería era introducir la competencia en todos los sectores a fin de privilegiar la creación de nuevas empresas (y nuevos empleos) y, con ello, los derechos de los ciudadanos como personas y como consumidores. Sin embargo, la respuesta que ha dado este gobierno a esas deficiencias ha sido exactamente la contraria. Los grandes bancos han sido protegidos de la competencia (lo que ni a ellos conviene), los monopolios -los legales y los que no gozan de ese dudoso privilegio- siguen haciendo de las suyas en toda la economía y los tres partidos grandes se pelean sin jamás tener que rendirle cuentas a la ciudadanía. Un régimen así nada tiene de liberal. Lástima que ese no sea el lugar por donde cojea.

Beligerancia innecesaria

Peor que una declaración de guerra es una iniciativa beligerante de paz. Esto es precisamente lo que está haciendo el gobierno con su iniciativa de ley (y, para no perder la oportunidad, de reformas a nuestra ultra mutante carta magna) en materia de derechos indígenas. La situación chiapaneca ciertamente requiere de un gobierno decidido y deseoso de terminar de una vez por todas con el conflicto que comenzó hace más de cuatro años. Pero ninguna iniciativa de paz puede ser exitosa si viene acompañada de un antagonismo casi guerrero como el que recientemente ha caracterizado al gobierno federal.

 

Los hechos son de por sí elocuentes. A partir de mediados de enero de 1994, el conflicto ha sido casi exclusivamente político en naturaleza. Su componente militar fue ciertamente efímero, pero logró poner al gobierno a la defensiva desde el primer momento. Repetidos intentos de diálogo han fracasado por una u otra razón. En ocasiones han sido los zapatistas quienes se han echado para atrás, como ocurrió con el acuerdo firmado con el entonces negociador gubernamental Manuel Camacho (a pesar de que probablemente hoy en día los zapatistas darían cualquier cosa por retornar a ese primer esquema de resolución). En otras fue el gobierno federal el que titubeó, como cuando llegó al segundo (y último) acuerdo en el pueblo de San Andrés Larráinzar. En esa ocasión el gobierno firmó los documentos y después decidió no enviarlos al Congreso.

 

A partir de ese momento, la popularidad de los zapatistas ha ido declinando. Con excepción de momentos álgidos, como el de la matanza en Acteal a finales de 1997, las encuestas muestran que los mexicanos comienzan a desesperarse frente a la intransigencia del EZLN. Cuando estalló el conflicto en 1994, una gran parte de los mexicanos nos conmovimos por el mensaje de rechazo a la pobreza y al abandono que sufren muchos indígenas que enarbolaban los zapatistas. Cuatro años después, la situación ha cambiado. Hoy contamos con amplia información de la manera en que opera el liderazgo del EZLN, de su historia y de sus intereses y objetivos. Mucho más importante, para todos es evidente que los problemas del país son enormes y que lo último que se necesita es un foco de chantaje permanente como el que ha ejercido ese grupo sobre el país. No cabe la menor duda de que una buena parte de la razón por la que los zapatistas han perdido mucha de su popularidad original se debe a que la población está harta de ser el rehén de un grupo armado. Los zapatistas deambulan armados por todo el país, amparados en una ley que les permite impunidad plena -¿en qué estarían pensando el gobierno y los legisladores?-, cuando no parecen tener más objetivo que el de posponer la solución del conflicto hasta que gane la presidencia su candidato favorito. Todo esto ocurre, precisamente, cuando las elecciones comienzan a tener la oportunidad de ser el vehículo universalmente aceptado para la elección de gobernantes.

 

Es posible que el gobierno haya errado al firmar los acuerdos de Larráinzar. Pero su error fue mucho mayor cuando optó por no cumplir con su compromiso de enviar los documentos al Congreso. El hecho de no enviar esos acuerdos en una iniciativa de ley al Congreso, colocó al gobierno en la ridícula posición de no cumplir con su propia palabra. Tanto los zapatistas como sus apoyos civiles en la CONAI, la COCOPA y el PRD aprovecharon ese desliz con enorme habilidad. Lejos de explicar su renuencia a enviar la iniciativa de ley al Congreso, el gobierno acabó siendo el hazmerreír de la izquierda en México y de todas las organizaciones no gubernamentales dentro y fuera del país que han hecho del conflicto chiapaneco una ocupación permanente. Todo esto a costa de la credibilidad del gobierno mexicano y de quién sabe cuántos miles de millones de dólares en inversiones perdidas y de  elevadísimas tasas reales de interés que nos han costado muchos empleos y riqueza en general. Si los acuerdos de Larráinzar eran inaceptables, debió haber sido el Congreso quien así lo decidiera. Como evolucionaron las cosas, el gobierno no hizo más que practicar ese deporte japonés conocido como harakiri.

 

El hecho de que finalmente se enviara una iniciativa de ley al Congreso constituye un indispensable y bienvenido cambio de actitud. Esta acción implica que el gobierno finalmente cumple con el compromiso adquirido con el EZLN como precondición para concluir el conflicto. Es decir, el gobierno toma la iniciativa de sentar las bases para lograr la paz en Chiapas. De ser ese su propósito, la iniciativa debió venir acompañada de una bandera blanca, de una invitación clara y transparente por parte del gobierno federal hacia los zapatistas. A final de cuentas, es claro que el gobierno está actuando unilateralmente, porque los zapatistas se niegan a sentarse de nuevo a la mesa a negociar. Con esta iniciativa, el gobierno pretende hacer ver a la opinión pública nacional y extranjera que no sólo no se opone a la resolución del conflicto, sino que está haciendo todo lo posible por satisfacer las demandas de los zapatistas.  Sin embargo, en términos políticos, la iniciativa será exitosa sólo en la medida en que conduzca a la firma de la paz. No hay mérito en aprobar un cambio constitucional que no lleve a esa conclusión.

 

En este contexto, hay dos características prominentes en la actitud gubernamental que no sólo son evidentemente contradictorias respecto a sus acciones, sino también altamente contraproducentes: por una parte lanza una campaña xenofóbica e intolerante que, además de que podría alienar a los inversionistas y banqueros que tanto necesita,  dista mucho de ser la mejor manera de ganarse a la opinión pública, sobre todo fuera de México. Por otro lado, en lugar de ofrecer la paz a los alzados, envía una iniciativa de ley que supuestamente persigue la paz, pero la acompaña de un discurso beligerante, agresivo y absurdamente antagónico.

 

Para colmo, después de que el gobierno se demoró más de un año con los acuerdos en las manos, aparentemente impávido ante la militancia del EZLN en todos los medios de comunicación, la iniciativa que envió al Congreso es prácticamente idéntica a los acuerdos firmados en Larráinzar. Es decir, después de meses de dilación y pérdida de legitimidad, el gobierno federal envió una iniciativa de ley que no aporta nada nuevo a los documentos. Muchas de las legítimas críticas y preocupaciones expresadas por diversos funcionarios públicos y legisladores a lo largo de estos meses acabaron siendo rebasadas por una iniciativa que probablemente no va a resolver el conflicto y que sólo será aceptada por la opinión pública en la medida en que el gobierno no pierda el liderazgo en un proceso en el que la oposición a la iniciativa es tanto más diestra en la comunicación pública.

 

La realidad es que la esencia de la iniciativa presentada por el PAN es mucho más visionaria y mucho más congruente con el cuerpo de la Constitución de 1917 que las propuestas del PRI o de la COCOPA. El PAN parte del principio que la base de organización política en el país es el municipio y que, por lo tanto, no debe reconocerse un concepto de comunidad o pueblo que sea ajeno a la organización jurídica del país. La propuesta del PAN implica que podrían crearse nuevos municipios o alterarse los existentes a fin de que aquellos grupos indígenas (o cualesquiera otros) que deseen vivir de una manera distinta a sus vecinos, tengan la oportunidad de hacerlo. Esto le daría a los zapatistas toda la autonomía que demandan. Mucho más importante, una iniciativa como esa le restaría validez y legitimidad a los argumentos del EZLN y del PRD de que no existe un fundamento legal para proteger a los indígenas en el país. Como están las cosas, la propuesta del PAN seguramente tampoco  va a satisfacer a los zapatistas; pero al menos contaríamos con una legislación coherente e idónea, en lugar del camello que ha propuesto el PRI.

FIN DE ARTICULO

Que pierda el PRI

Nuestra peculiar democracia está más llena de mitos, falacias y arbitrariedades que de realidades consagradas. Aunque los avances en materia electoral son, dada nuestra historia, extraordinarios, la verdad es que los partidos políticos operan dentro de la lógica de la imposición más que la de la competencia. El PRI sigue siendo un partido que se considera con el derecho divino de gobernar a los mexicanos, en tanto que el PRD reclama el mismo derecho para sí. El PAN es quizá el único partido que entiende y está inserto en la noción de que es posible competir por el poder sin tener que cancelar o destruir a sus adversarios. Pero más grave que lo anterior es la noción generalizada de que el PRI tiene que perder para que la democracia florezca.

 

No existe la menor duda de que el PRI es mucho más que un partido político, toda vez que su estructura y naturaleza van mucho más allá de la búsqueda del poder por vía de la competencia electoral. Como dijera algún miembro del PRI hace años, ser priísta es “una forma de vida”. El PRI controla sindicatos, domina la distribución de semillas, crédito y fertilizante en el campo, articula controles sobre la población a través de redes inmensas de (supuesta) participación ciudadana y, en general, se dedica a intermediar (y mediatizar) la relación entre la población y el gobierno. Es, por su historia y la de México, prácticamente un sistema político en sí mismo.

 

Dada la historia y naturaleza del PRI, los reclamos de los partidos de oposición son con frecuencia plenamente justificados. Competir con el PRI entraña, literalmente, meterse con Sansón a las patadas. Una competencia electoral en la que participa el PRI, sobre todo cuando se encuentra en control del aparato gubernamental, implica competir contra todos los órganos de gobierno, contra una maquinaria electoral extraordinariamente aceitada, contra redes de complicidad muy desarrolladas y, sobre todo, contra candidatos que generalmente cuentan con apoyos que van desde el nivel municipal hasta el presidencial. Por mucho que haya avanzado el sistema propiamente electoral, la competencia contra el PRI es inevitablemente desigual. Este argumento, palabras más, palabras menos, es utilizado con frecuencia para justificar la afirmación de que la democracia sólo podrá prosperar en la medida en que el PRI pierda o desaparezca.

 

Sin embargo, la evidencia empírica de tal afirmación es sumamente pobre. Derrotar al PRI no es una tarea imposible. Los últimos años evidencian claramente que malos gobiernos han llevado al PRI a perder curules en el Congreso y en el Senado, puestos en gobiernos estatales y municipales. Por mucho que algunos partidos de oposición afirmen que mientras el PRI exista la democracia es imposible, el hecho es que, hoy en día, tanto la población en general como los principales partidos de oposición saben que es plausible un triunfo de un candidato distinto al PRI en las elecciones presidenciales del año 2000. Es decir, la retórica sobre la muerte del PRI no viene empatada por las acciones y expectativas de los partidos  políticos y de la población.

 

Si no es el PRI el que impide la democracia, entonces ¿qué es lo que la impide? Si uno observa el comportamiento de los actores políticos en el país en la actualidad, una de las cosas que saltan a la vista es la ausencia de valores compartidos entre los partidos y fuerzas políticas. Los partidos siguen actuando bajo la premisa de que su éxito depende de la erradicación de sus enemigos; de esta forma, en lugar de concebir a la democracia como un espacio en el que hay adversarios a los que hay que vencer, los partidos se conciben mutuamente como enemigos a los que hay que destruir. De ahí que la política en el país se caracterice por una dinámica sumamente perversa y destructiva en la cual nadie está dispuesto a construir un terreno común que permita que todos participen en la política de manera equitativa. Si un partido sostiene una determinada tesis, ésta es, por ese sólo hecho, inaceptable para todos los demás.

 

Esta dinámica es uno de los factores que mayor incertidumbre causa en la política mexicana actual. Cada partido sostiene posturas distintas sobre temas esenciales y cada partido reprueba las tesis de sus adversarios. El tema del fin del PRI es sintomático de este fenómeno más amplio que experimenta el país. Muchos mexicanos sensatos observan la total incapacidad del PRI para adaptarse a las nuevas realidades del país y del mundo, lo que les lleva a votar por partidos de la oposición. Pero quizá muchos más mexicanos siguen votando por el PRI menos por su devoción a ese partido que por su enorme incertidumbre respecto a las acciones, decisiones y políticas que emprenderían sus contrincantes. Es decir, la política de la erradicación de los adversarios que practican los tres principales partidos del país constituye un sostén más con que, en la práctica, cuenta el PRI.

 

En los días en que estuvo de visita en México el ex presidente del gobierno Español, Felipe González, propuso una serie de principios elementales de convivencia política que son indispensables para que un país pueda avanzar en el camino del desarrollo político y económico. Quizá los más significativos de éstos fueron los siguientes: primero, que hay ciertos temas que ya no pueden ser discutidos en esta etapa de la historia del mundo, sobre todo aquellos relacionados con la estabilidad macroeconómica. Felipe González aseveró que es natural y necesario que los partidos discutan la asignación de los recursos fiscales, pues ésta es su prerrogativa natural. Es decir, una parte inherente de la actividad política y partidista de cualquier país  reside en la disputa por la política impositiva -y lo que ésta debe promover o incentivar, como el ahorro, o la inversión- así como la política de gasto público. Lo que no es posible disputar es el hecho de que un país debe tener un equilibrio macroeconómico, una inflación baja y una política de integración comercial con tantos países como pueda lograrlo. Para Felipe González la democracia y el crecimiento económico en la actualidad son simplemente inconcebibles en un país en el que se disputa un principio tan elemental como el de la estabilidad general de la economía o la apertura comercial.

 

Un segundo tema que enfatizó repetidamente el ex presidente español se refiere al respeto a la constitución vigente como norma elemental de convivencia política. Ningún país que experimenta un proceso de cambio tan profundo, como el que ha experimentado la región latinoamericana o la península ibérica, tiene una constitución perfecta. Sin embargo, es imperativo que todos los partidos acuerden respetar la constitución existente, así sea para cambiarla después. La razón de lo anterior es que el mayor obstáculo y enemigo de la democracia y del crecimiento económico es la incertidumbre. Si los propios partidos ponen en entredicho el marco jurídico fundamental del país, dejan de ofrecer al menos un vestigio de certidumbre a la población que decidirá su voto.

 

Un tercer tema que tocó reiteradamente Felipe González se refirió al conjunto de factores que hacen posible el desarrollo económico en el mundo en la actualidad, y que es particularmente relevante para los países que perdieron la oportunidad de salir adelante en las dos revoluciones industriales de los últimos dos siglos. La educación, la salud, la igualdad de oportunidades, la seguridad pública y el estado de derecho son valores esenciales de la política moderna y requieren programas continuos, a lo largo de décadas, más allá de cualquier partido o gobierno en lo individual.  Un país que no logra un consenso sobre la importancia de estos temas y, mucho más importante, sobre la manera de enfrentarlos, no tiene viabilidad, lo que implica que probablemente volverá a perder la oportunidad en esta era de revolución tecnológica y de comunicaciones.

 

La democracia mexicana tiene un enorme trecho por recorrer. El PRI sin duda tiene que encontrar la manera de enfrentar sus propios rezagos y, particularmente, a los intereses creados que lo anclan en el pasado. Pero el problema de fondo de la democracia mexicana no reside en el PRI, sino en la ausencia de consensos sobre temas esenciales para el país, que nada tienen que ver con los propios partidos políticos, y todo con la realidad del mundo y del país mismo. Los partidos tienen que aceptar la legitimidad de la existencia de sus contrarios y tienen que comenzar a articular consensos transparentes sobre los temas medulares que mencionó Felipe González.  El resultado de las elecciones del año 2000 seguramente dependerá mucho más de la certidumbre que inspiren partidos como el PAN y el PRD que del propio desempeño del PRI. Aunque el PRI ganaría mucho reformándose, en este momento la bolita está en el otro lado de la cancha.

La guerra fría mexicana

Una virtual guerra fría caracteriza a la política mexicana. Los partidos políticos y el gobierno se encuentran enfrentados en todos los puntos del país. Los partidos se disputan el todo por el todo en cada elección, en cada legislación y en cada declaración a la prensa.  Virtualmente nadie trabaja para México y los mexicanos (o, al menos, para construir la democracia que todos los partidos afirman promover). Lo que importa es ganar a cualquier precio: sobre todo ganarle al PRI para hacer lo mismo que el PRI. La ausencia de equilibrio en la política nacional nunca ha sido más patente.  Quizá sea tiempo de comenzar a pensar en alguna alternativa.

 

La Guerra Fría consumió las energías del mundo por cuatro décadas. A lo largo de ese tiempo, las dos superpotencias, la Unión Soviética y Estados Unidos, se dividieron el mundo en áreas de influencia y no permitían que la contraria se acercara ni por equivocación. Fuera de esas áreas de influencia, todo el resto del orbe se constituía en un gran tablero de ajedrez. No había más que lugares negros y lugares blancos. Unos pertenecían a una superpotencia y los otros a la otra. Dentro de un mismo país, un grupo (guerrilla, partido, gobierno) servía a los intereses de una potencia y otro grupo servía  a los de la otra. Si la URSS apoyaba al gobierno en Angola, Estados Unidos apoyaba a la guerrilla; si Estados Unidos apoyaba al gobierno de Nicaragua, la URSS apoyaba a los sandinistas. El mundo era simple porque todo era confrontación.

 

La política mexicana se parece cada vez más a ese mundo de simplismos en que se consumía el orbe (y se ponía en riesgo a toda la humanidad). Veamos por qué. El PRI se considera dueño de todos los puestos de elección popular en el país.  Cuando en una campaña determinada pierde una elección, el partido (y su gobierno) se comporta como cualquier monopolio al que se atreven a confrontar. Lo mismo ocurre con los partidos de oposición: el PRD en la Cámara de Diputados se comporta como si el único propósito de un legislador en el mundo fuese derrotar al PRI. La noción de que una legislación debe servir para que la población viva mejor o para que el país salga adelante de sus problemas, ni siquiera ha pasado por la mente de (al menos) el liderazgo del PRD en el Congreso. El PAN no pierde la oportunidad de convertir cualquier conflicto local en una conflagración nacional, independientemente de las consecuencias que ello genere. Lo importante es derrotar al adversario, cueste lo que cueste.

 

Cuatro ejemplos de los últimos meses ilustran esta realidad. El primero fue sin duda la manera en que se comportaron el PRI y el gobierno a partir de las elecciones de julio de 1997. El burdo intento de imponer una mayoría que los electores le habían negado al PRI, mostró la cara de un partido y un gobierno que no está preparado -y, peor, que no se está preparando- para una nueva etapa de la política mexicana. Lo importante para el PRI y para el gobierno no era afianzar la estabilidad política del país o desarrollar un nuevo esquema de interacción con alguno de los partidos grandes de la oposición (o ambos) para asegurar la continuidad en los programas gubernamentales, sino mantener el poder a cualquier precio. La lucha era por el poder, en la forma más cruda y primitiva posible. Independientemente de cuál pudo haber sido el comportamiento del PAN o del PRD, el hecho de que el gobierno y el PRI fueran totalmente incapaces de reconocer la necesidad (o la oportunidad) de comenzar a construir un nuevo diseño de organización política, orilló a esos dos partidos a adoptar una política de confrontación con el  PRI. La guerra fría.

 

Un segundo ejemplo lo ha provisto el  tema del presupuesto para el presente año, que fue aprobado en diciembre pasado. Ahí tuvimos una ventana excepcionalmente iluminada a los criterios que caracterizan a los distintos partidos en el proceso legislativo. El PRD se comportó como el monopolio priísta al que parece querer reemplazar. El criterio rector del PRD era el de descarrilar la política económica gubernamental: asestarle un golpe mortal. Cuando el PAN osó votar con el PRI, el PRD actuó como una fiera herida, acusando al PAN de traición y de falta de patriotismo. Es interesante observar que a los líderes del PRD no se les ocurrió pensar que había responsabilidad en el comportamiento del PAN en aquella situación. Al menos en esa instancia, ese partido supo reconocer los riesgos de la confrontación a ultranza.

 

Un tercer ejemplo ilustra como el PAN puede ser igualmente obcecado, irresponsable y confrontacionista como sus dos contrapartes. En Puebla ya tenemos dos ejemplos recientes en los que el PAN subordina toda su estrategia nacional a su confrontación con uno de los gobernadores del PRI comprometido con un orden político distinto al que prefiere el PAN. Hace dos años, insatisfecho por los resultados en el municipio de Huejotzingo, el PAN demandó una resolución a su querella como precio para votar en favor de la legislación electoral a nivel federal. Más recientemente, otra vez en Puebla, el PAN ha convocado a una guerra de exterminio por la aprobación de la nueva ley hacendaria en el estado, misma que podría tener el efecto de reducir los fondos que recibirán muchos de los municipios que hoy gobierna el PAN.

 

Finalmente, un cuarto ejemplo lo constituye Chiapas. En Chiapas los partidos y otros grupos políticos juegan con la bomba atómica como si se tratase de un mero juego de niños. En esa localidad se encuentran los intereses del PRD, del PRI, del gobierno, de la Iglesia, del Obispo de San Cristóbal, de los zapatistas y de una gran variedad de organizaciones sociales y políticas. Cada uno juega para su santo y nadie, excepto el gobierno, tiene prisa alguna por evitar la conflagración. Como buenos negociadores en la Guerra Fría, todos saben que el mejor precio se paga en el punto más alto del conflicto. Marcos espera venderle el servicio a Cárdenas justo antes de las elecciones del 2000, pero seguramente negociaría con quien fuera necesario si, en ese momento, alguien más aparece en el mapa.

 

En la época de la Guerra Fría, todos los grupos políticos y países en el mundo jugaban al juego de las potencias. Unos ponían a competir a la URSS y a Estados Unidos para sacar la mejor tajada del pastel; otros jugaban a un lado o al otro para avanzar sus intereses. El hecho es que la confrontación entre las potencias definía el juego que todos tenían que jugar y los demás jugaban de acuerdo a esas reglas. Las reglas eran definidas por las potencias y nadie tenía nada que decir al respecto: sólo bailar al son de ese tango. Como en la época de la Guerra Fría, tanto el PAN como el PRD están respondiendo a los estímulos que producen tanto el PRI como el gobierno (que, obviamente, no son los mismos). Su actuación es, con frecuencia, extrema y destructiva. Sin embargo, son el PRI y el gobierno quienes han creado las reglas bajo las cuales operan esos partidos; es el gobierno el que ha favorecido el extremismo con su propia manera de actuar.

 

Por lo anterior, quizá sea tiempo de que aprendamos de lo que ha ocurrido en el mundo desde el fin de la Guerra Fría. Con la caída del Muro de Berlín, desapareció el tablero de ajedrez en el mundo. Ya no hay blancos y negros y, por lo tanto, ya no hay incentivos para que los diversos grupos políticos alrededor del mundo contrapongan a Rusia con Estados Unidos, pues nada pueden ganar de hacerlo. El gobierno en México podría comenzar por reconocer que sus intereses no necesariamente son idénticos a los del PRI y  su gestión, y que el interés de México y de los mexicanos  debe estar por encima del de los partidos, comenzando por los del PRI. Todos los partidos tienen todo el derecho de disputar el poder y de recurrir a todos los métodos legales para alcanzar su objetivo. Pero sólo el gobierno tiene la capacidad (y debería tener la visión) para ponerse por encima del juego de los partidos y terminar esa guerra fría que amenaza con destruir al país.