Libre comercio en el continente americano

Mientras que el debate político en México se consume en frecuentes recriminaciones en torno al TLC, la mayoría de los países del resto del continente se apresuran a avanzar los procesos de liberalización comercial. Esta paradoja no es casual. Resume, de hecho, un conflicto político no resuelto entre diversas facciones que aspiran al poder y los avatares de una economía que sufrió gravemente de la crisis cambiaria y financiera de 1995. Una realidad adicional, que es casi pecado mencionar en el debate mexicano actual, es que la mayoría de los países del continente aspiran a igualar los términos de acceso al mercado estadounidense que México ya tiene a través del TLC.

 

La dinámica política que se está dando en México respecto a los debates comerciales que están teniendo lugar en el resto del continente es sumamente peculiar. Por años, México ha estado a la vanguardia en materia de política comercial. A pesar de los costos políticos y económicos que la apertura de la economía implicaba, México comenzó a abrir su economía desde mediados de los años ochenta. Esto no fue producto de teorías mal logradas que se impusieron sin discusión, sino de un reconocimiento cabal de la dinámica que comenzaba a caracterizar al resto del mundo. Para comienzos de los ochenta era evidente que las economías más exitosas del mundo eran precisamente las que estaban más integradas a los procesos de la llamada globalización económica. Aunque cada uno de esos países exitosos le dio una modalidad particular a su propio proceso de integración, el común denominador de todos ellos era la necesidad de participar activamente en el comercio internacional.

 

Al comienzo de los ochenta, el gobierno mexicano enfrentaba una aguda recesión que rápidamente reconoció como algo mucho más serio y profundo que una simple coyuntura económica temporal. El ajuste financiero que comenzó en 1983, terminó por convertirse en un proceso de reforma a toda la estructura económica del país. El gobierno acabó por reconocer que con la crisis de 1982 había quebrado el modelo de crecimiento fundamentado en la protección respecto a las importaciones, los subsidios gubernamentales y la concentración casi total de la industria en el mercado interno. En el ámbito comercial, ese reconocimiento se tradujo en la búsqueda de medios para elevar las exportaciones y, eventualmente, la negociación de acuerdos de libre comercio para garantizar el acceso de los productos mexicanos a otros países, así como para generar condiciones equitativas para atraer inversión del exterior. En todo este proceso, el gobierno mexicano fue pionero en procurar una integración económica con el resto del mundo como el único medio que podría hacer posible la creación de los empleos que demanda una población creciente.

 

La exitosa conclusión del TLC generó serios problemas entre México y muchos de los países en el sur del continente. Para el gobierno brasileño, la negociación del TLC norteamericano constituyó casi una afrenta. Era como si alguien de menor rango y tamaño hubiera osado entrometerse en las grandes ligas del mundo antes que la mayor economía del subcontinente. De hecho, la respuesta brasileña, una vez conocida la intención mexicana de negociar el TLC, fue la de estructurar el Mercosur, como una opción intermedia hacia una eventual negociación comercial, en bloque, con Estados Unidos. Detrás de la decisión brasileña de constituir el Mercosur, probablemente existió una racionalidad política muy lógica para un país que se ve a sí mismo como una economía continental virtualmente desarrollada. Por una parte, los brasileños optaron por fortalecer su posición negociadora frente a los miembros del TLC norteamericano en general y a Estados Unidos en lo particular. Ciertamente, el atractivo de negociar con cuatro  economías ya integradas (los cuatro miembros originales del Mercosur) es mucho mayor  que el de negociar con cualquiera de ellas en lo individual.

 

Pero, por otra parte, no hay la menor duda que la creación del Mercosur también respondió a un intento por parte de Brasil de enfrentar el reto que imponía la mera noción de un tratado de libre comercio entre México y Estados Unidos. A final de cuentas, las economías de México y de Brasil son (o, al menos, eran a finales de los ochenta) mucho más similares entre sí de lo que son con la de Estados Unidos. En este sentido, el hecho de que los productores mexicanos contaran con un acceso garantizado al mercado norteamericano representaba una ventaja comparativa virtualmente insalvable para los brasileños. En la práctica, el TLC de Norteamérica ha sido un éxito extraordinario para México y el motivo de enormes y crecientes envidias por parte de Brasil y otros países sudamericanos. Todos ellos quisieran tener el mismo acceso al principal mercado del mundo.  El Mercosur ha sido exitoso, pero no le ha ahorrado a sus países miembros el ajuste industrial que implica la competencia en las grandes ligas del mundo, como bien saben los industriales mexicanos.

 

El debate político dentro de México no ha integrado la trascendencia de esta realidad. En lugar de apreciar las enormes ventajas que representa el TLC, los partidos políticos en México se han dedicado a intentar acrecentar su presencia política -y su potencial de ganar las próximas elecciones- desacreditando a la política económica en general y al TLC en particular. Esto ha creado la absurda paradoja de que en México hay la propensión a desechar un tratado que todos los demás países del continente morirían por lograr.

 

Por su parte, los productores mexicanos, que encuentran cada vez más y mejores maneras de explotar los beneficios implícitos en el TLC, han comenzado a invertir y a desarrollar productos y servicios pensando en el largo plazo. En un país donde, históricamente, todo se ha planeado en términos sexenales, este cambio constituye una transformación radical. Lo que es más, representa la mayor justificación -y éxito- del  Tratado mismo, pues finalmente se ha logrado disminuir la excesiva politización de las decisiones económicas (y, por lo tanto, todo lo relativo a la creación de empleos y riqueza). Por donde se le vea, el TLC ha sido un éxito rotundo.

 

Estas circunstancias han hecho que México esté interesado en el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA), pero no demasiado. El éxito de largo plazo del ALCA sin duda ampliará las oportunidades de desarrollo y crecimiento de la economía mexicana. Sin embargo, las ventajas inherentes que tiene la economía mexicana en virtud del TLC son tan grandes -y los problemas internos a ser superados tan enormes- que el atractivo de ver concluido un tratado continental en el corto plazo, inevitablemente, no es extraordinario. Parece evidente que el gobierno mexicano negociará de buena fe, pero no ve en ese tratado las ventajas y oportunidades que existen en el TLC o que ofrece una negociación comercial con la Unión Europea, donde la competencia con los productos brasileños y sudamericanos en general es ya de por sí aguda.

 

Pero, en adición a las ventajas o desventajas que cada país pudiese percibir de la creación del ALCA, se encuentran problemas técnicos fundamentales. El Mercosur es un acuerdo comercial que se caracteriza por no tener mayores reglas que gobiernen su funcionamiento. No existen definiciones sobre el origen de los productos, ni existen mecanismos de resolución de controversias; no contiene apartados relativos a la inversión extranjera, ni protege a los países miembros de los avatares de la política comercial de cada país, como ocurrió cuando Brasil decidió reducir las importaciones de automóviles, hace un par de años. Comparado con el Mercosur, el TLC es casi el sueño de un abogado, toda vez que es difícil imaginar algo que no esté integrado en ese documento. Pero no hay duda que el ALCA va a ser idéntico en naturaleza al TLC y no al Mercosur. Para México ésta es una gran noticia pues, para entonces, confiadamente, el dífícil ajuste habrá quedado atrás.

FIN DE ARTICULO