Nuevo Presidencialismo

Luis Rubio

Quizá lo más significativo del debate actual en torno a Chiapas no se encuentra en las diversas iniciativas de ley que se han presentado, sino en el hecho de que el gobierno finalmente se ha decidido a tomar la iniciativa política. Luego de tres años en que la política parecía ser un elemento adjunto, pero subordinado, a la política económica, hay diversos indicios que sugieren que el presidente no sólo ha reconocido la trascendencia de sus acciones en el ámbito político, sino que de hecho ha decidido tomar el toro por los cuernos.

La política mexicana en 1998 muy poco tiene que ver con la política en 1994. Los cambios políticos son reales y profundos pero quizá el más trascendente reside en el actuar del propio presidente Zedillo. En diciembre de 1994, en su discurso inaugural, Ernesto Zedillo hizo muy claro que él acotaría sus funciones, así como su espacio de acción, a lo estrictamente establecido en la Constitución. Es decir, que abandonaría un conjunto de prerrogativas que sus predecesores se habían arrogado sin sustento legal alguno y que actuaría específicamente de acuerdo a las atribuciones que le confiere el Artículo 89 constitucional. Para un país acostumbrado a la violación sistemática de las leyes, empezando con la Constitución, la afirmación del flamante presidente rompía todos los precedentes existentes.

Muy pocos políticos le creyeron al presidente. Para un sistema político acostumbrado a hacer lo que ordenaba el caudillo mayor, la noción de abandonar espacios de poder resultaba no sólo absurda, sino imposible. Es importante recordar que hasta las modas en la ropa de los políticos las imponía el presidente: desde las guayaberas hasta las chamarras. Pero la decisión del presidente Zedillo no tardó en calar, aunque no siempre para bien. Por el lado positivo, al abandonar diversos espacios -el partido, el control del sistema electoral, el control del poder judicial y así sucesivamente-, el presidente abrió innumerables fuentes de competencia política. Por otra parte, muchos políticos de la vieja guardia aprovecharon la oportunidad para recoger lo que el presidente desechaba, lo que acabó limitando todavía más el poder presidencial. Lo que es peor, muchos de esos espacios políticos sirvieron después para al menos intentar forzar retrocesos en materias prioritarias para el gobierno, como la privatización de la petroquímica o la nominación de candidatos en el PRI. De una presidencia todo poderosa pasamos a una situación que amenzaba con la ingobernabilidad.

Antes de la crisis de fin de 1994, el presidente ya había dado dos pasos en el proceso de desmantelamiento (y desmitificación) de la presidencia tradicional. El primero fue el abandono voluntario y súbito de las atribuciones que muchos presidentes habían empleado, pero que no eran constitucionales. El segundo fue la iniciativa de ley que llevó a la reforma de la Suprema Corte de Justicia y de la administración del poder judicial. En ambas instancias, el presidente optó por reformar al sistema político en forma indirecta: él no construiría un nuevo sistema político, pero sí le daría instrumentos para que esto pudiese tener lugar.

La crisis económica vino a dar al traste con la noción de un cambio político pacífico y gradual (aunque afortunadamente tampoco generó violencia generalizada). La devaluación, la severa recesión y los súbitos cambios en el bienestar de la población aceleraron todos los procesos políticos, a la vez que obligaron al gobierno no sólo a asumir el costo político de sus errores, sino particularmente a adoptar medidas impopulares, sobre todo en materia de política monetaria y de impuestos. Para el presidente, la crisis de 1994 tuvo la consecuencia de llevarlo a dedicarse casi íntegramente al tema económico, abandonando sus propuestas iniciales de reforma política. Pero para entonces la política mexicana ya había comenzado a cambiar, toda vez que las viejas reglas del juego habían sido abolidas, al menos parcialmente.

Por tres largos años, la evolución política del país estuvo a merced de la responsabilidad o irresponsabilidad de los políticos en lo individual. Poco a poco se fue desmantelando el paradigma del viejo sistema político y comenzaron a romperse tabúes que parecían inamovibles. El sistema de complicidades y lealtades, que había sido la esencia del PRI, comenzó a desmoronarse, toda vez que desapareció la dependencia de los políticos respecto al presidente. Los partidos en oposición al PRI vieron, por primera vez, la posibilidad de ganar una elección (para lo que, en adición a los cambios políticos, la crisis económica les había puesto la mesa entera). El caso es que llevamos tres años en que el presidente, tradicional centro y artífice maquiavélico del sistema político, había abandonado virtualmente toda actividad en la materia. Casi una revolución.

Las tendencias políticas viendo hacia adelante que se observaban al final del año pasado, no eran nada promisorias. La dispersión política ha crecido aceleradamente, la propensión de los políticos a prometer lo inasible es patente, las confrontaciones dentro del PRI son más que obvias y la ausencia de certidumbre respecto a la continuidad de la política económica venía ascendiendo en forma acelerada. Puesto en otros términos, al principio del sexenio el país enfrentaba dos retos fundamentales: el de resolver el problema electoral y el de institucionalizar los procesos políticos. Al día de hoy prácticamente hemos resuelto el problema electoral, toda vez que las elecciones parecen ser ya el método aceptado para la selección de gobernantes. Lo que no hemos resuelto es la forma en que los mexicanos nos vamos a gobernar. Los conflictos que surgieron con la instalación de la Cámara de Diputados en agosto del año pasado muestran lo frágil de nuestras instituciones y los enormes riesgos que seguimos enfrentando en materia de estabilidad política.

Los políticos de todos los partidos, pero sobre todo los del PRI, vieron el fin de la primera mitad del gobierno de Ernesto Zedillo como el campanazo de salida para la sucesión presidencial. Unos se dedicaron a promoverse como la solución a todos nuestros problemas, en tanto que otros comenzaron a vender la panacea en la forma de su candidatura. Dos años y medio de ese tipo de competencia amenazaban con crear un círculo vicioso de caos creciente que no sólo sometiera al país a debates y encuentros interminables entre aspirantes a la presidencia, sino que bien podían elevar la incertidumbre a tal grado que pusieran en entredicho la viabilidad de la economía. Los inversionistas y los empresarios tienen niveles de tolerancia elevados, pero no infinitos. Al final de 1997 las tendencias políticas no eran terriblemente promisorias. Para colmo, la matanza de Acteal nuevamente no hizo sino acrecentar los riesgos de un desmoronamiento político.

En restrospectiva, parece evidente que en diciembre pasado el presidente decidió darle a la política la prioridad que ameritaba. A partir de enero, el gobierno ha retomado la iniciativa política y ha comenzado a instrumentar una estrategia de acción que contrasta con el abandono de los tres años previos. En Chiapas el gobierno ha logrado poner a los zapatistas y al obispo de San Cristobal a la defensiva, ha obligado al liderazgo de la Iglesia en todo el país a pronunciarse respecto a la iniciativa de ley en materia indígena y ha obligado a todos los actores políticos a responder al planteamiento gubernamental. Aunque con errores garrafales en algunas instancias (como su campaña contra extranjeros), el cambio en la actitud y estrategia del gobierno constituye un paso necesario y bienvenido.

Más allá de Chiapas, el presidente ha adoptado un nuevo activismo político. Ha reorganizado a su gabinete con un claro reconocimiento de los tiempos de sucesión y ha estado actuando en materia económica, sobre todo en relación a la caída de los precios de petróleo, con miras a la imperiosa necesidad de tener un año estable y pacífico a la hora de la sucesión en el 2000. Nada en el panorama indica que el presidente ha cambiado su manera de pensar en relación a su propio papel en el proceso de nombramiento del candidato del PRI -es decir, que él no elegirá a su sucesor-, pero claramente el presidente parece convencido de la necesidad de evitar una división de ese partido, en aras de la estabilidad política del país. Lo único que falta ahora es encarrilar a los otros partidos para que los mexicanos no sólo podamos elegir a un nuevo gobernante, sino que el país siga siendo gobernable.