La política mexicana está entrando, a pasos acelerados y con muy pocas anclas institucionales, al proceso de sucesión presidencial más complejo de la era postrevolucionaria. Esto nos coloca, como país, en una situación sumamente difícil, riesgosa y por demás efervescente. Las débiles instituciones que caracterizan al país en la actualidad van a ponerse a prueba y sufrir terribles tensiones en los próximos dos años, toda vez que la competencia electoral y política que se nos viene encima no tiene precedentes. Las tensiones políticas van a ser extraordinarias, lo que sin duda va a ejercer enormes presiones sobre la marcha de una economía que dista mucho de haber logrado una consolidación plena. Lo imperativo ahora, en franco contraste con lo hecho en el pasado, es institucionalizar las reformas que se han logrado para convertir a la economía en el ancla que garantice el éxito de la transición política.
En el debate político que caracteriza al país en la actualidad pulula la idea de que estamos en medio de una transición política que llevará al país a la democracia y al desarrollo económico sin rupturas, sin contratiempos y sin problemas. La realidad es que nos encontramos ante el proceso de sucesión presidencial más complejo y delicado de nuestra historia moderna sin que, por el momento, haya mucho que garantice que se logrará arribar a buen puerto sin dificultades. La idea de una transición política a la democracia es muy elegante y muy atractiva, pero las transiciones son siempre riesgosas. De hecho, el momento más delicado para cualquier sistema político en el mundo sucede precisamente en el periodo que va de la elección a la transmisión del poder legal de una administración a otra. Si eso es cierto en países con gran tradición democrática como Inglaterra, Francia o Estados Unidos, es evidente que será particularmente álgido en México. Más que por una transición idílica e irreal, deberíamos estar trabajando en torno a la próxima sucesión presidencial que promete ser absolutamente democrática, pero no por ello libre de dificultades.
Los mexicanos somos particularmente novatos en lo que se refiere a un proceso de sucesión presidencial en el que nadie tiene una garantía de triunfo. Peor todavía, aun en la era del PRI, todas las sucesiones de 1976 a la fecha han sido extraordinariamente difíciles, como lo evidencian las crisis económicas de que vinieron acompañadas. En ese entonces las dificultades no provenían de la competencia partidista ni del hecho de que ningún postulante tuviera la garantía de triunfo. Estas se originaban, mas bien, en el pésimo manejo económico que acababa cobrando su factura al final de cada administración. En franco contraste con aquellos años, la economía comienza ahora a revivir, aunque ciertamente son relativamente pocos los mexicanos que ya perciben los beneficios. Pero esos beneficios no llegarán probablemente nunca si el año 2000 o el 2001 vuelven a ser tiempos de crisis.
El proceso de aprendizaje político en que estamos inmersos es, por su naturaleza, lento y torcido. Al gobierno le ha tomado tiempo aprender a convivir con un Congreso con una mayoría conformada con partidos distintos al suyo. A los diputados de cada partido les ha sido sumamente difícil entenderse y encontrar maneras de trabajar entre sí. Los precandidatos de todos los partidos salen a la calle a inaugurar nuevas formas de hacer política, a romper mitos, tradiciones y tabúes. En suma, el común denominador de la política mexicana es el abandono de lo que existía y la construcción lenta de nuevas formas de hacer política. El problema es que las viejas formas estaban institucionalizadas y las nuevas formas se caracterizan por no estarlo o, al menos, por su enorme debilidad. Es de esperarse que en los próximos años aparecerán nuevas formas de hacer política que serán aceptadas por todos como naturales; ese día la “nueva” política mexicana habrá logrado su institucionalización. La pregunta es cómo protegemos a la economía de los avatares del proceso de aprendizaje político.
Hay tres maneras y vehículos que permitirían institucionalizar a la política económica para darle continuidad al crecimiento de la producción y, sobre todo, para evitar caer en una nueva situación de crisis, cualquiera que sea su origen. Estos tres vehículos son complementarios e igualmente necesarios. Los primeros tendrían que ver con la rendición de cuentas públicas de los responsables de la política económica; los segundos con la esencia de la actividad económica; y los terceros con la creación y consolidación de vínculos institucionales con el exterior que sirviera para reducir los riesgos de crisis.
El primer paso que permitiría evitar una crisis económica se refiere a la apertura informativa sobre el proceso de toma de decisiones en la materia. Por el momento, existen dos cuerpos dentro del gobierno que tienen por responsabilidad la toma de decisiones sobre lo fundamental de la política económica: el Gabinete Económico y la Comisión Gasto-Financiamiento. Cada uno de estos dos cuerpos cumple una función específica y entre ambos se define la política económica del gobierno. Sin embargo, los mexicanos comunes y corrientes no tenemos la menor idea de qué es lo que ahí se decide, cómo se decide o quién es responsable de qué. Por lo anterior, el primer paso hacia la institucionalización de la política económica tendría que residir en la presentación periódica de informes completos sobre la toma de decisiones dentro del gobierno. A final de cuentas, no se le puede pedir capacidad de decisión o continuidad en la toma de decisiones a partidos y candidatos que nunca han tenido acceso a la información, a los dilemas que enfrentan los tomadores de decisiones o a la lógica que la caracteriza.
En este sentido, el primer paso hacia la institucionalización de la política económica requiere de la transparencia en la toma de decisiones. Una vez logrado esto, habrá que dar otros pasos igualmente relevantes. Por ejemplo, sería deseable que el Congreso aprobara un presupuesto por dos años al iniciarse el último año de un sexenio, a fin de garantizar la continuidad de al menos el primer año del siguiente gobierno. Esto evitaría el absurdo de que la nueva administración en diciembre del año 2000 tenga que presentar un nuevo presupuesto a diez días de tomar posesión. De igual forma, representantes del candidato ganador deberían ser invitados a las reuniones del Gabinete Económico para iniciar una transición real y efectiva desde el momento mismo en que se conozca el resultado de las elecciones.
El segundo vehículo que podría utilizarse para garantizar la transición económica es quizá el más obvio, pero no por ello menos importante. La política económica de cualquier país tiene dos componentes claramente distinguibles. Uno tiene que ver con la estabilidad macroeconómica, sin la cual no hay nada más que pueda funcionar. Los equilibrios macroeconómicos le dan permanencia y estabilidad a la economía. El otro componente de la política económica se refiere a las políticas de desarrollo que naturalmente caracterizan a cada administración y la diferencian de las demás. La estabilidad se logra a través de un conjunto de equilibrios elementales que el gobierno actual, con muchos trabajos, ha logrado conseguir, pero sobre los cuales no hay consenso político en la actualidad. Estos son: finanzas públicas sanas, equilibrio fiscal, un déficit moderado en la cuenta corriente de la balanza de pagos, un régimen comercial de apertura a las importaciones, niveles bajos de inflación y un gobierno abocado a asegurar que estas condiciones se cumplan más que a actuar directamente en la economía. Por su parte, las políticas de desarrollo -las relacionadas con pobreza, gasto público, estrategia de recaudación de impuestos, distribución del gasto, etcétera- son objeto lógico y legítimo de diferentes énfasis según las agendas o prioridades de cada administración. Lo ideal para los mexicanos sería que todos los partidos reconocieran de entrada, públicamente, el mérito de contar con los equilibrios macroeconómicos generales y se abocaran a la propuesta de políticas públicas en lo específico. Además del país, el candidato y partido ganador serían los mayores beneficiarios de la estabilidad.
Finalmente, el tercer vehículo para garantizar la continuidad de la política económica y para asegurar que la inversión productiva continúe fluyendo, reside en los acuerdos y tratados que el país ha firmado con otros países y que constituyen verdaderas anclas de estabilidad. Estos mecanismos garantizan el funcionamiento de partes crecientemente importantes de la economía, al margen de los cambios políticos sexenales, o de partidos en el gobierno, algo crucial no sólo para la estabilidad sino para el funcionamiento normal de cualquier gobierno futuro. El país ha firmado acuerdos y tratados económicos y comerciales con países específicos (como los tratados de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, así como con Chile y otros países al sur del continente), con organizaciones multilaterales como el GATT y la actual Organización Mundial de Comercio, con la OCDE, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Lo que falta para garantizar la estabilidad económica en el proceso de sucesión presidencial próximo es que todos los partidos y candidatos públicamente se comprometan a mantener esos acuerdos y membresías.
El proceso de sucesión presidencial en que estamos inmersos ya de por sí es extraordinariamente difícil como para arriesgarnos a otra crisis económica. Es tiempo de que el gobierno y los principales partidos políticos nos garanticen a los mexicanos la continuidad de la política económica, pues sólo así será mantenernos en el camino al desarrollo económico, al empleo y a la generación de oportunidades para un mayor número de mexicanos.
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