De nuestros banqueros y sus deudores no hacemos uno. El conflicto entre estos dos grupos está acercándose a una nueva conflagración como resultado de la revisión que está llevando a cabo la Suprema Corte de Justicia respecto a la legalidad del llamado pacto de anatocismo, que se refiere a la capitalización de intereses que realizan los bancos cuando un deudor se atrasa o difiere el pago relativo. Lo que está de por medio es mucho y muy serio: desde la imposibilidad real de un enorme número de personas honestas y decentes de pagar sus deudas hasta la viabilidad del sistema financiero en su conjunto. No es sorprendente que tanto deudores como acreedores vean en la esperada decisión de la Suprema Corte la solución a sus dificultades. El problema es que el tema de fondo no radica en este punto de contención.
La capitalización de intereses es un componente natural y normal de la intermediación financiera. Cuando se efectúa un depósito en el banco, se espera recibir un pago periódico de intereses por parte de la institución. Si los intereses ganados se acumulan al depósito original, es decir si los intereses se capitalizan, la nueva base para el cálculo de intereses será mayor que la que constituía el capital original y, en consecuencia, le corresponderá un pago por concepto de intereses superior al del período original (pues estos intereses deberán cubrir el rédito sobre el importe del depósito original más los intereses capitalizados). Esto que vemos todos los días en relación a los depósitos que efectuamos en los bancos, es idéntico a lo que hacen los intermediarios en su otra función: la de acreditantes. Cuando un banco otorga un crédito espera que el deudor le pague tanto el capital del préstamo como los intereses correspondientes por el uso de ese dinero. Si resulta que el deudor se atrasa o, de común acuerdo, difiere sus pagos, el banco le cobra intereses sobre los intereses que dejaron de pagarse en el o los periodos anteriores.
Se trata de dos operaciones normales y absolutamente lógicas en el quehacer financiero. Ninguna persona razonable podría esperar que el banco le pague intereses sobre intereses sobre sus ahorros, pero que no realice la misma operación con un deudor con el que ha acordado la capitalización de intereses. Es decir, lo que los bancos hacen es cumplir con su función y con su obligación tanto social como con sus accionistas. De no cobrar esos intereses, los bancos mismos entrarían en un proceso de descapitalización, lo que eventualmente los haría desaparecer (como, de hecho, ha venido ocurriendo en los últimos años) al no poder cobrar los créditos concedidos. En términos conceptuales, la lógica de la capitalización de intereses no tiene vuelta de hoja.
Pero la realidad cotidiana de un enorme número de deudores es aterradora. Aunque es evidente que entre los deudores (y muchos de los autoproclamados representantes de los mismos) hay infinidad de vivales y abusivos, hay un gran número de deudores que simplemente no pueden pagar sus créditos. En su momento, estas personas acudieron al banco para obtener un crédito que les permitiese comprar una casa o realizar algún negocio contando con los ingresos que tenían en ese momento. Con la crisis económica de 1995, el valor nominal de esos créditos se disparó de una manera brutal hasta hacer impagables muchas de esas deudas. El valor del crédito hipotecario promedio acabó siendo mucho mayor que el de la propiedad que éste permitió adquirir.
Aunque muchos de los deudores y sus organizaciones han hecho lo posible por no pagar sus deudas, utilizando argumentos como el de la capitalización de intereses, hay un dato que muestra que un gran número de deudores son personas honorables. Casi el cincuenta por ciento de la cartera hipotecaria de una de las instituciones bancarias está compuesta por casas que están abandonadas o invadidas. Es decir, ante la imposibilidad de cubrir sus compromisos, los deudores iniciales optaron por abandonar la propiedad. La decisión de abandonar pudo haber sido deficiente en términos jurídicos, pero muestra la cara de una población honesta y responsable.
Por su parte, los banqueros han mostrado una asombrosa incapacidad para enfrentar la realidad. No han sabido diferenciar entre los deudores honestos y los vivales y han perdido más de tres años buscando soluciones inadecuadas y, en todo caso, insuficientes. El sobre-endeudamiento es un tema conocido en los bancos y requiere soluciones drásticas ya que por la capitalización de los intereses y el disparo de las tasas de interés en términos tanto reales como nominales, los créditos acabaron siendo superiores al valor de los bienes. En vista de que el problema es masivo, se requieren soluciones de política pública que, hasta la fecha, las autoridades han evadido buscando comprar tiempo en lugar de resolver el problema. Como muestra de la anterior aseveración está el crecimiento del Fobaproa, que evidencia que lo que se ha logrado es apilar deudas impagables en lugar de fortalecer al sistema financiero en su conjunto.
Por otra parte, más allá de la espectacular burbuja de deuda que creó la crisis bancaria, uno de los problemas centrales que yace detrás del conflicto entre deudores y bancos no ha sido atacado. Este problema de fondo no tiene nada que ver con la crisis ni con la capitalización de intereses, sino con los extraordinarios diferenciales en las tasas de interés que cobran los bancos. El banco le paga a un ahorrador una tasa de, por ejemplo, dieciocho por ciento de interés. Pero al acreditado le cobra treinta y ocho por ciento, es decir, veinte puntos porcentuales más, sin contar toda clase de comisiones que se acumulan al costo del crédito. Estos montos son abusivos bajo cualquier medida internacional.
Estos diferenciales son producto de tres circunstancias muy específicas: por una parte, la extraordinaria ineficiencia de los bancos, que siguen cargando con enormes costos internos y una muy pobre administración. Por otra parte, la pésima legislación mercantil y financiera y las deficiencias en nuestro sistema judicial hacen que los conflictos entre deudores y acreedores se prolonguen por años, lo que encarece enormemente la prima de riesgo implícita en el costo del crédito. Por último, los diferenciales son altos porque no hay competencia que obligue a los bancos a reducirlos. Con esto volvemos al problema de fondo del sistema bancario mexicano: todos los incentivos que tienen los bancos a su alrededor, por lo menos desde los años setenta, les lleva a ser costosos, ineficientes y abusivos. Nada hay que se los impida. Su privatización y la manera en que fueron salvados, antes de resolver ese problema lo ha acentuado. Todo eso les lleva a no competir por precio. El hecho es que no hay nada en el panorama que permita vislumbrar una banca capaz de financiar el desarrollo económico en el país.
El problema inconcluso de las deudas tiene que resolverse, aunque ello no vaya a alterar las tendencias generales del sistema bancario. La estructura regulatoria y los peculiares criterios de supervisión bancaria que existen en la actualidad no contribuyen a que el país cuente con bancos saludables y fuertes, capaces de cumplir con su función social, independientemente de la nacionalidad de sus propietarios. Mientras eso no cambie, disputas como la relativa a la capitalización de intereses serán meras distracciones al problema nodal.