Beligerancia innecesaria

Peor que una declaración de guerra es una iniciativa beligerante de paz. Esto es precisamente lo que está haciendo el gobierno con su iniciativa de ley (y, para no perder la oportunidad, de reformas a nuestra ultra mutante carta magna) en materia de derechos indígenas. La situación chiapaneca ciertamente requiere de un gobierno decidido y deseoso de terminar de una vez por todas con el conflicto que comenzó hace más de cuatro años. Pero ninguna iniciativa de paz puede ser exitosa si viene acompañada de un antagonismo casi guerrero como el que recientemente ha caracterizado al gobierno federal.

 

Los hechos son de por sí elocuentes. A partir de mediados de enero de 1994, el conflicto ha sido casi exclusivamente político en naturaleza. Su componente militar fue ciertamente efímero, pero logró poner al gobierno a la defensiva desde el primer momento. Repetidos intentos de diálogo han fracasado por una u otra razón. En ocasiones han sido los zapatistas quienes se han echado para atrás, como ocurrió con el acuerdo firmado con el entonces negociador gubernamental Manuel Camacho (a pesar de que probablemente hoy en día los zapatistas darían cualquier cosa por retornar a ese primer esquema de resolución). En otras fue el gobierno federal el que titubeó, como cuando llegó al segundo (y último) acuerdo en el pueblo de San Andrés Larráinzar. En esa ocasión el gobierno firmó los documentos y después decidió no enviarlos al Congreso.

 

A partir de ese momento, la popularidad de los zapatistas ha ido declinando. Con excepción de momentos álgidos, como el de la matanza en Acteal a finales de 1997, las encuestas muestran que los mexicanos comienzan a desesperarse frente a la intransigencia del EZLN. Cuando estalló el conflicto en 1994, una gran parte de los mexicanos nos conmovimos por el mensaje de rechazo a la pobreza y al abandono que sufren muchos indígenas que enarbolaban los zapatistas. Cuatro años después, la situación ha cambiado. Hoy contamos con amplia información de la manera en que opera el liderazgo del EZLN, de su historia y de sus intereses y objetivos. Mucho más importante, para todos es evidente que los problemas del país son enormes y que lo último que se necesita es un foco de chantaje permanente como el que ha ejercido ese grupo sobre el país. No cabe la menor duda de que una buena parte de la razón por la que los zapatistas han perdido mucha de su popularidad original se debe a que la población está harta de ser el rehén de un grupo armado. Los zapatistas deambulan armados por todo el país, amparados en una ley que les permite impunidad plena -¿en qué estarían pensando el gobierno y los legisladores?-, cuando no parecen tener más objetivo que el de posponer la solución del conflicto hasta que gane la presidencia su candidato favorito. Todo esto ocurre, precisamente, cuando las elecciones comienzan a tener la oportunidad de ser el vehículo universalmente aceptado para la elección de gobernantes.

 

Es posible que el gobierno haya errado al firmar los acuerdos de Larráinzar. Pero su error fue mucho mayor cuando optó por no cumplir con su compromiso de enviar los documentos al Congreso. El hecho de no enviar esos acuerdos en una iniciativa de ley al Congreso, colocó al gobierno en la ridícula posición de no cumplir con su propia palabra. Tanto los zapatistas como sus apoyos civiles en la CONAI, la COCOPA y el PRD aprovecharon ese desliz con enorme habilidad. Lejos de explicar su renuencia a enviar la iniciativa de ley al Congreso, el gobierno acabó siendo el hazmerreír de la izquierda en México y de todas las organizaciones no gubernamentales dentro y fuera del país que han hecho del conflicto chiapaneco una ocupación permanente. Todo esto a costa de la credibilidad del gobierno mexicano y de quién sabe cuántos miles de millones de dólares en inversiones perdidas y de  elevadísimas tasas reales de interés que nos han costado muchos empleos y riqueza en general. Si los acuerdos de Larráinzar eran inaceptables, debió haber sido el Congreso quien así lo decidiera. Como evolucionaron las cosas, el gobierno no hizo más que practicar ese deporte japonés conocido como harakiri.

 

El hecho de que finalmente se enviara una iniciativa de ley al Congreso constituye un indispensable y bienvenido cambio de actitud. Esta acción implica que el gobierno finalmente cumple con el compromiso adquirido con el EZLN como precondición para concluir el conflicto. Es decir, el gobierno toma la iniciativa de sentar las bases para lograr la paz en Chiapas. De ser ese su propósito, la iniciativa debió venir acompañada de una bandera blanca, de una invitación clara y transparente por parte del gobierno federal hacia los zapatistas. A final de cuentas, es claro que el gobierno está actuando unilateralmente, porque los zapatistas se niegan a sentarse de nuevo a la mesa a negociar. Con esta iniciativa, el gobierno pretende hacer ver a la opinión pública nacional y extranjera que no sólo no se opone a la resolución del conflicto, sino que está haciendo todo lo posible por satisfacer las demandas de los zapatistas.  Sin embargo, en términos políticos, la iniciativa será exitosa sólo en la medida en que conduzca a la firma de la paz. No hay mérito en aprobar un cambio constitucional que no lleve a esa conclusión.

 

En este contexto, hay dos características prominentes en la actitud gubernamental que no sólo son evidentemente contradictorias respecto a sus acciones, sino también altamente contraproducentes: por una parte lanza una campaña xenofóbica e intolerante que, además de que podría alienar a los inversionistas y banqueros que tanto necesita,  dista mucho de ser la mejor manera de ganarse a la opinión pública, sobre todo fuera de México. Por otro lado, en lugar de ofrecer la paz a los alzados, envía una iniciativa de ley que supuestamente persigue la paz, pero la acompaña de un discurso beligerante, agresivo y absurdamente antagónico.

 

Para colmo, después de que el gobierno se demoró más de un año con los acuerdos en las manos, aparentemente impávido ante la militancia del EZLN en todos los medios de comunicación, la iniciativa que envió al Congreso es prácticamente idéntica a los acuerdos firmados en Larráinzar. Es decir, después de meses de dilación y pérdida de legitimidad, el gobierno federal envió una iniciativa de ley que no aporta nada nuevo a los documentos. Muchas de las legítimas críticas y preocupaciones expresadas por diversos funcionarios públicos y legisladores a lo largo de estos meses acabaron siendo rebasadas por una iniciativa que probablemente no va a resolver el conflicto y que sólo será aceptada por la opinión pública en la medida en que el gobierno no pierda el liderazgo en un proceso en el que la oposición a la iniciativa es tanto más diestra en la comunicación pública.

 

La realidad es que la esencia de la iniciativa presentada por el PAN es mucho más visionaria y mucho más congruente con el cuerpo de la Constitución de 1917 que las propuestas del PRI o de la COCOPA. El PAN parte del principio que la base de organización política en el país es el municipio y que, por lo tanto, no debe reconocerse un concepto de comunidad o pueblo que sea ajeno a la organización jurídica del país. La propuesta del PAN implica que podrían crearse nuevos municipios o alterarse los existentes a fin de que aquellos grupos indígenas (o cualesquiera otros) que deseen vivir de una manera distinta a sus vecinos, tengan la oportunidad de hacerlo. Esto le daría a los zapatistas toda la autonomía que demandan. Mucho más importante, una iniciativa como esa le restaría validez y legitimidad a los argumentos del EZLN y del PRD de que no existe un fundamento legal para proteger a los indígenas en el país. Como están las cosas, la propuesta del PAN seguramente tampoco  va a satisfacer a los zapatistas; pero al menos contaríamos con una legislación coherente e idónea, en lugar del camello que ha propuesto el PRI.

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