Nuestra relación con Estados Unidos no se parece a ninguna otra en el mundo. La importancia de esa relación es evidente a todas luces y abarca virtualmente todos los temas de nuestra vida política y económica. A pesar de ello, la lógica nuestra política hacia ese país es indistinguible en la política exterior. Como demuestra el proceso de certificación en materia de narcotráfico, que finalmente concluyó la semana pasada, es posible administrar la relación de una manera profesional y con un grado razonable de predictibilidad. Pero eso no va a ocurrir por sí mismo. Es indispensable reconocer que la política hacia nuestro vecino del norte constituye un factor central de estabilidad (o inestabilidad) interna y que, por lo tanto, exige definiciones distintas a las del resto de la política exterior.
Cualquiera que sea nuestra percepción o deseo respecto a Estados Unidos, nadie puede negar su extraordinaria importancia para México. La frontera entre los dos países no sólo es la más transitada del mundo, sino también una de las más complejas y conflictivas. Por ahí no sólo cruzan personas, exportaciones e importaciones, sino drenajes, agua potable, drogas y toda clase de criminales. Los intercambios económicos se han convertido en una parte vital de nuestra actividad económica, de la cual depende una enorme cantidad de empleos, inversiones y oportunidades de desarrollo. Diversas leyes norteamericanas, aprobadas en su proceso legislativo por sus propias razones y con su propia lógica, tienen efectos brutales sobre nosotros y sobre nuestra estabilidad política y económica. La certificación en materia de narcotráfico, por citar uno de los ejemplos más obvios, a muchos nos parece reprobable e inaceptable por principio; sin embargo, las consecuencias de no obtener la famosa certificación pueden ser devastadoras para la economía mexicana.
A pesar de la evidente (y creciente) importancia de la relación, la concepción y práctica de nuestra política hacia Estados Unidos es virtualmente indistinguible de la que se sigue con cualquier otro país de mediana importancia en el mundo. Por supuesto que nuestra embajada en Washington es más grande que otras en el mundo y los presupuestos que se asignan a la relación son superiores a los que dedicamos a cualquier otro país. Pero el concepto de la relación no es muy distinto. Tradicionalmente hemos concebido a esa relación como una más de las muchas que el país sostiene en el mundo y nuestros representantes allá actúan como si estuviesen administrando una empresa paraestatal. En lugar de adaptarse a las características de la política norteamericana y jugar bajo las reglas que allá existen (y a las que se adaptan todas las embajadas del resto del mundo), nuestra diplomacia generalmente se ha desempeñado bajo la noción de que cualquier acción que allá se emprenda constituye una virtual licencia para que los norteamericanos se tomen libertades en México. Es decir, hemos transportado nuestras propias reglas del juego a Washington, con consecuencias desastrosas.
En los últimos años, México ha sido el bufón de la política americana. Prácticamente no hay candidato o grupo de interés en ese país que no utilice a México como justificación para avanzar sus propios intereses. Los sindicatos nos acusan de la pérdida de empleos en aquel país (a pesar de que tienen la tasa de desempleo más baja en casi medio siglo). Los republicanos de California culpan a los inmigrantes mexicanos de la criminalidad que los afecta. Los textileros nos demandan por prácticas desleales de comercio. Los ejemplos son virtualmente infinitos, pero todos revelan una realidad muy simple: México es un chivo expiatorio fácil para todos sus males porque pegarnos no tiene costo alguno.
Nuestra política hacia Estados Unidos se ha distinguido por su indefinición. Claro que nuestros representantes allá -a nivel tanto consular como diplomático- hacen su mejor esfuerzo por parar los golpes, por contrarrestar los abusos y por defender los intereses específicos del país en general, así como el de los mexicanos en lo particular. Pero la realidad es que tienen que competir en el primer mundo con armas del tercero. El hecho de que México sea el hazmerreír de los políticos norteamericanos es prueba fehaciente de que nuestra política exterior hacia ese país ha fracasado.
Es imperativo comenzar desde el principio: reconocer que no hay ninguna relación tan importante como esa y que, por lo tanto, la estrategia que se adopte para manejar la relación debe ser totalmente distinta a la que tenemos con el resto del mundo. Quizá sólo Guatemala, por razones de seguridad, requiera de una concepción igualmente independiente y distinta.
La relación con Estados Unidos debe partir de un principio que, históricamente, ha sido inaceptable para los profesionales del ramo. Este principio es que nuestros diplomáticos en Washington deben desempeñarse de acuerdo a las reglas del juego de Washington y no de acuerdo a las reglas del juego de México. El principio es fundamental porque entraña una concepción radicalmente distinta a la que ha caracterizado a nuestra política exterior por décadas. El fundamento legal y político bajo el cual funciona la política (y la justicia) norteamericana es que todos los interesados en un tema pueden y deben estar presentes en los debates que genere; si alguien tiene algo que decir sobre algún tema, los procedimientos tanto legales como políticos le dan acceso. Puesto en otros términos, si hay algo que le pueda afectar a México en un debate interno sobre drogas, aranceles, aviación o criminalidad, los representantes mexicanos deben estar ahí presentes, haciendo valer nuestro interés. Si no lo están, el proceso político y legal los ignora, con obvias consecuencias. Hasta la fecha, nuestros representantes allá siempre han partido de la premisa de que hacer valer nuestro interés constituye una intervención en los asuntos internos de Estados Unidos. La realidad es que México es un asunto cotidiano de la política norteamericana y, por lo tanto, nuestra única opción es actuar con la misma habilidad que los demás interesados a fin de defender nuestros objetivos. Quizá más importante, seguimos viendo a la relación con Estados Unidos como una necesidad y un costo en lugar de verla como una oportunidad. Tenemos que participar y actuar directamente en ese proceso.
Hace una semana concluyó el proceso de certificación que cada año realiza el gobierno de Estados Unidos en materia de narcotráfico. Hace un año, ese mismo proceso estuvo a punto de explotarnos en las manos, en parte por el arresto del General Gutiérrez Rebollo, que fue utilizado por muchos norteamericanos como excusa para evidenciar la corrupción que hay en México. Este año la certificación fue mucho menos conflictiva, pero de cualquier manera sufrió un intento de descarrilamiento en el Senado de aquel país. A final de cuentas, el proceso concluyó sin sangre, en gran medida porque se ha comenzado a desarrollar una política mucho más activa por parte de la embajada mexicana en Washington. Pero lo urgente es cambiar la lógica de la relación para ir mucho más lejos: para dejar de ser las víctimas de la política norteamericana y convertirla en un vehículo para avanzar nuestros intereses. Es decir, pasar de una estrategia defensiva a una de agresiva construcción de oportunidades.
“Toda la política es local” decía Tip O’Neil, un viejo congresista del estado de Massachusetts, que fue el líder de la Cámara de Diputados por muchos años. Para O’Neil la política no se encontraba en Washington, sino en cada uno de los pueblos que eligen y, más importante, pueden reelegir o no a los miembros del Congreso y del Senado. Para O’Neil la política se construye a nivel local, atendiendo las necesidades y demandas de la población al nivel de cada distrito electoral. Eso es precisamente lo que la diplomacia mexicana debería estar haciendo en Washington: construir bases de apoyo político a partir de mexicanos residentes en los diversos estados de nuestro vecino, de los inversionistas en México, de los exportadores de bienes y servicios al país y, en general, de todos aquellos que valoran los vínculos de sus distritos electorales con México. Es decir, nuestra política debería consistir en hacer costoso cualquier ataque a México en Washington por parte de cualquier congresista o senador. Más que eso, una vez consolidada la primera parte, nuestra estrategia podría abocarse a transformar a México del bufón de todos los políticos norteamericanos al socio distinguido y respetable que todos queremos ser.
Lo que hay que hacer en Washington y en Estados Unidos es tan evidente que no requiere demasiada discusión. El éxito en el proceso de certificación demuestra que es perfectamente plausible hacer mucho más. Pero tenemos que romper con la lógica paralizante de nuestra política exterior tradicional. Sólo así será posible enfilar las fuerzas y recursos con que contamos en aras de eliminar un foco enorme y desgastante de inestabilidad. Quizá la pregunta importante es si seremos capaces de ser lo suficientemente maduros como para ver a los norteamericanos como iguales, en lugar de actuar como un ser inferior que siempre tiene que demostrar su superioridad moral.
Fin de artículo.