Quienes acusan al gobierno de “neoliberal” realmente no saben de qué están hablando. En su esencia, el liberalismo antepone la libertad individual a la decisión gubernamental. Es decir, la capacidad del individuo -como ciudadano o como consumidor- de decidir por sí mismo. Un régimen liberal es aquél en el cual los individuos tienen la posibilidad de desarrollarse sin limitaciones o cortapisas, con la excepción de aquello que pueda dañar a los demás. La realidad del México actual es que la ciudadanía vuelve a enfrentarse a un régimen que le cierra espacios y le limita opciones en aras de proteger intereses particulares. Acusar a este régimen de neoliberal es absurdo.
Nada hay más importante en un régimen liberal que los derechos de los individuos. La libertad con que éstos se desenvuelven es el motor del desarrollo económico, político y social. El liberalismo parte del principio que todos los individuos deben ser iguales ante la ley y que, por lo tanto, todos tienen los mismos derechos y obligaciones. Con el tiempo, el liberalismo reconoció que la igualdad jurídica no resuelve las desigualdades de origen que existen en todas las sociedades, por lo que adoptó un principio adicional, el de la igualdad de oportunidades. En este sentido, mientras que la noción liberal original era una en la que el gobierno no debía hacer prácticamente nada más que guardar la seguridad física de las personas y sus bienes así como la integridad del territorio nacional, el liberalismo moderno reconoce la necesidad de un gobierno activo y fuerte que asegure la igualdad de oportunidades. La mejor garantía de que todos los individuos tendrán igual acceso a las oportunidades reside en lo que los economistas llaman el desarrollo del “capital humano”, es decir, la educación y la salud. Un régimen liberal exitoso es, en consecuencia, aquél que garantiza la integridad física de la ciudadanía, así como un sistema educativo y de salud que le otorgan las mismas capacidades a todos los individuos, independientemente de su origen económico o social.
Bajo esta óptica, el régimen mexicano dista mucho de ser liberal. La desigualdad en el país es tan abrumadoramente evidente que no requiere mayor discusión. La inseguridad pública que acecha a las personas y familias en cada vez más regiones del país demuestra que este gobierno, al que se acusa de “neoliberal” ni siquiera cumple la función más elemental del estado moderno, liberal o no: la de la seguridad pública. Ciertamente, el gobierno y su retórica reconocen su responsabilidad en materia de pobreza, igualación de oportunidades y seguridad pública. No hay duda que muchos de sus programas, independientemente de su eficacia, se orientan hacia estos problemas. En este sentido, el gobierno, al menos en sus intenciones, estaría satisfaciendo las nociones más elementales del liberalismo.
Sin embargo, si se analizan las políticas que ha seguido el gobierno en los últimos años en materia tanto política como económica, es evidente cómo día a día se reducen los espacios para los individuos en su calidad de ciudadanos, consumidores, empresarios, obreros o meros individuos. Día a día el actuar público cierra oportunidades de participación, de competencia y de crecimiento a los ciudadanos en general, todo en aras de proteger intereses particulares, grupos integrados tanto a las estructuras políticas como económicas del país y, sobre todo, a la burocracia pública. Esto es observable en todos los ámbitos, pero es particularmente notorio en las formas en que se han venido estructurando el sistema político y el económico en esta etapa de supuesta competencia electoral y apertura económica.
En el ámbito político es difícil no caer en la cuenta de las limitaciones que existen para la competencia real. Un régimen liberal se caracterizaría por tres elementos esenciales: fácil acceso a los órganos de impartición de justicia para proteger los intereses y derechos de los individuos; amplia competencia electoral; y capacidad para hacer que los funcionarios públicos rindan cuentas de sus acciones ante el electorado. Si analizamos la estructura política del país en la actualidad, es más que obvio que ninguno de estos elementos son satisfactorios, a pesar de que la competencia electoral se ha ampliado de una manera notable, al grado en que ya no está garantizado el triunfo de ningún partido y esto a cualquier nivel de gobierno. Pero la práctica cotidiana, que es la que afecta a la población, sigue siendo igual de autoritaria y no tiene nada de liberal. Veamos. El acceso a la justicia para los mexicanos está mediatizado por el ministerio público, que sigue siendo un monopolio gubernamental. De igual manera, el acceso a la Suprema Corte de Justicia se encuentra tan restringido, que ni siquiera las Comisiones de Derechos Humanos o los partidos políticos pueden acercarse. El acceso a la justicia no tiene un carácter liberal. Por lo que toca a la competencia electoral, es muy sugestivo el hecho de que los privilegios que antes eran exclusivos del PRI ahora se hayan ampliado al PAN y al PRD. En lugar de erradicar el corporativismo, éste se extendió para abarcar a los otros dos partidos grandes, pero a nadie más. Es decir, el sistema político sigue siendo igual de cerrado, inflexible, excluyente e irresponsivo a las demandas ciudadanas, a pesar de que ahora la patente de corzo incluye también el PAN y al PRD. Las opciones para los individuos son de cartabón. En el tema de la rendición de cuentas, los ciudadanos no tenemos recurso alguno. Puesto en términos de aquel viejo chiste, los políticos se siguen riendo de los electores en lugar de que ocurra lo contrario.
En el ámbito económico las cosas han ido para atrás. Un régimen liberal sería aquel en el que los consumidores deciden y los productores se alinean. Lo que tenemos es un gobierno que cada día cierra más espacios a la competencia, que reduce las oportunidades para que surjan nuevos empresarios y que protege a los viejos intereses creados. Sólo los empresarios más grandes en ocasiones tienen el tamaño suficiente para saltar las trabas que en forma cotidiana impone la burocracia para proteger a los suyos. Los individuos no tenemos nada que decir. Veamos. En el área de comunicaciones y transportes, la protección de ciertos intereses y grupos es patente a todas luces: Telmex y Aeroméxico gozan de privilegios que nadie más en esta sociedad tiene. Los consumidores han tenido que solapar aumentos en las tarifas aéreas superiores al cuarenta por ciento real en el último año. La competencia telefónica simplemente no existe: al monopolio de las comunicaciones le han permitido hasta estándares de sistemas y aparatos telefónicos distintos a los internacionales, así como cobros de interconexión absurdos, para impedir el acceso de terceros. Los consumidores simplemente no cuentan. En el ámbito financiero, los manejos del Fobaproa hacen patente que los acreditados no han estado en las consideraciones de la burocracia. Lo que cuenta es “salvar” a un sistema financiero que no existe, porque ni presta ni cobra, además de que sus enormes deudas deberán ahora ser pagadas por los contribuyentes. La competencia también se ha cerrado en el caso de las Afores: un individuo tiene ahora que ir personalmente a las oficinas de la empresa en cuestión si quiere cambiar a la administradora de su fondo de pensión. En el ámbito comercial, son patentes las crecientes limitaciones a las importaciones, una de las pocas fuentes efectivas de competencia en la última década. Hoy en día se requiere un registro especial para importar y existen todo tipo de barreras no arancelarias que le darían vergüenza a cualquiera que se quisiese llamar liberal. Lo mismo ocurre para los trabajadores que quieren constituir un sindicato nuevo o distinto a los “oficialmente” reconocidos. ¿Régimen “neoliberal”? Sólo en la propaganda del PRD.
La apertura política y económica de los últimos años ciertamente creó oportunidades que nunca antes podían siquiera ser pensables. Pero la apertura fue insuficiente, toda vez que protegió a algunos sectores a costa de otros. Por ejemplo, los industriales legítimamente se quejan de que la competencia de las importaciones se dio sólo en su ámbito, pero no en el de los bancos o las empresas paraestatales, lo que llevó a que tuvieran que competir con las manos atadas. Lo que se requería era introducir la competencia en todos los sectores a fin de privilegiar la creación de nuevas empresas (y nuevos empleos) y, con ello, los derechos de los ciudadanos como personas y como consumidores. Sin embargo, la respuesta que ha dado este gobierno a esas deficiencias ha sido exactamente la contraria. Los grandes bancos han sido protegidos de la competencia (lo que ni a ellos conviene), los monopolios -los legales y los que no gozan de ese dudoso privilegio- siguen haciendo de las suyas en toda la economía y los tres partidos grandes se pelean sin jamás tener que rendirle cuentas a la ciudadanía. Un régimen así nada tiene de liberal. Lástima que ese no sea el lugar por donde cojea.