Fobaproa Hay salida

Nos guste o no, ya estamos metidos hasta el cuello en el Fobaproa. El revuelo político que ha desatado la iniciativa presidencial de formalizar el pasivo del Fobaproa en deuda pública tiene una razón natural de ser: los políticos y sus partidos quieren evitar pagar un enorme precio electoral por una situación que, equivocada o acertadamente,  es percibida  por la población como la evidencia más contundente de la corrupción gubernamental y bancaria de los últimos años. Pero existe un tema mucho más serio que el anterior y es que el Fobaproa, en su estado actual, parece ser un barril sin fondo. Quizá la solución al problema político se encuentre, al menos parcialmente, en la solución al problema financiero y no al revés.

 

Es evidente, en retrospectiva, que la respuesta gubernamental al problema bancario no sólo fue errada, sino también desastrosa. Inmediatamente después de la crisis desatada por la devaluación, el gobierno reconoció que tenía que enfrentar un serio problema bancario, aunque no tenía idea de sus dimensiones.  El gobierno sabía bien que tenía un muy grave problema bancario por la simple razón de que éste conocía, por haberlas creado, las razones de su fragilidad. Al privatizar los bancos con el único criterio de maximizar el ingreso fiscal, el gobierno cometió -o permitió- toda clase de torpezas: desde compras de bancos financiadas con crédito (en lugar de capital fresco), hasta su entrega a personas deshonestas. En cualquier caso, muchos de los bancos ya evidenciaban problemas serios de insuficiencia de capital y prácticamente todos experimentaban un crecimiento astronómico de la cartera mala y vencida desde finales de 1993.

 

La adquisición de la cartera bancaria mala por parte del Fobaproa fue una manera torpe de darle algo de oxígeno a los bancos que lo que realmente requerían era capital. La solución fue torpe por dos razones: por una parte, una vez que el Fobaproa adquiría la cartera, los bancos se desentendían, para efectos prácticos, de su problemática y administración. Es decir, una vez transferida la cartera al Fobaproa, el banco ya no tenía interés o incentivo real para administrar la cartera, ni para tratar de cobrarla en forma regular o de renegociarla para que el deudor siguiera pagando. Una vez en manos del Fobaproa, la cartera mala de los bancos pasó a un limbo en el que permaneció por mucho tiempo sin que nadie se ocupara de ella. Esto ocurrió con cartera de créditos otorgados a personas jóvenes y viejas, sensatas e insensatas, honestas y deshonestas: una vez en el Fobaproa, la cartera entraba en estado de hibernación y punto. Este hecho, más que cualquier otra cosa, explica el crecimiento exponencial del problema del Fobaproa.

 

La otra razón por la cual la solución fue torpe es porque creó un monstruo costosísimo, que ahora los mexicanos vamos a tener que pagar con nuestros impuestos, y a costa de otros programas de gasto gubernamental, sin que eso garantice que los bancos vayan a poder funcionar en el futuro. Es decir, el hecho de que el Fobaproa haya adquirido una parte enorme de la cartera dudosa o mala de los bancos no ha resuelto el problema de insuficiencia de capital de los bancos, ni asegura que el costo del Fobaproa vaya a dejar de crecer. Se trata del peor de los mundos posibles.

 

 

El debate político sobre Fobaproa parece tener dos dinámicas claramente diferenciadas. Por un lado, tiene una vertiente electoral y electorera. La otra es una vertiente demagógica y hasta pornográfica. La parte electoral es muy simple: tanto los perredistas como los panistas, pero sobre todo estos últimos, temen aprobar una legislación que, como el aumento del IVA en 1995, pruebe ser un factor de furia entre los votantes. Ningún político quiere votar ahora en favor de una iniciativa que pueda costarle la próxima elección. Al mismo tiempo, en su vertiente demagógica, ambos partidos opositores del PRI creen que en el Fobaproa hay los elementos suficientes para desvestir al gobierno y, como dice el dicho popular, para «colgarle el muerto»  al PRI en la próxima elección. La buena noticia es que, finalmente, los votantes son ya un factor indispensable en los cálculos electorales de los partidos, algo nuevo en nuestra realidad política. La mala noticia es que nadie está pensando en la solución al problema del Fobaproa, sino en cómo aprovecharlo o, cuando menos, en cómo evitar salir golpeado del proceso.

 

Para el PRD, culpar al PRI del Fobaproa y votar en contra de la legislación en la materia no entraña problema alguno, pues ese partido no percibe razón o necesidad alguna de ser concebido como un partido capaz de gobernar y hacerse responsable de los asuntos de Estado, entre los cuales el Fobaproa es prominente. Es decir, el hecho de que el PRD repruebe, por razones políticas o ideológicas, el manejo que se ha hecho del Fobaproa no lo eximiría, en caso de llegar a gobernar al país algún día, de enfrentarlo como problema. Esa manera de (no) gobernar es precisamente lo que le está costando el apoyo popular al gobierno perredista de la ciudad de México. Hasta en México el escapismo tiene límites.

 

El problema para el PAN es muy distinto. El PAN no sólo comprende el dilema inherente al Fobaproa, sino que reconoce que la iniciativa presidencial tiene que ser aprobada. Es decir, los miembros del PAN tienen una visión del Estado de la cual, al menos hasta la fecha, el PRD no da evidencia alguna. El dilema para el PAN es el de encontrar la fórmula que le permita a sus diputados aprobar una iniciativa que no tiene remedio (porque el problema ya está ahí y no va a desaparecer por muchos buenos deseos que pudiésemos tener los mexicanos), sin pagar un brutal precio electoral. Hasta este momento, la avenida que el contingente panista en la Cámara de Diputados ha identificado para realizar este salto triple es la de desacreditar al gobierno, acusarlo de corrupto por el manejo del Fobaproa y demandar la realización de auditorías para cubrirse la retaguardia.  Los panistas parecen confiar en que, una vez evidenciada la mugre en el Fobaproa, puedan lograr la maravilla de culpar al gobierno, aprobar la legislación (y con ello verse como partido capaz de gobernar) y no perder el favor electoral de los votantes.

 

Yo me pregunto si, en lugar de este malabarismo panista y perredista, no sería mejor (y más fácil) buscar soluciones al problema financiero del Fobaproa que, además, tuvieran la virtud de ser políticamente atractivas. Específicamente, hay dos vertientes que ningún partido, ni el propio gobierno, están explotando y que nos podrían hacer mucho bien a todos los mexicanos. La primera vertiente es la de intentar contener el rápido crecimiento del Fobaproa, si no es que reducir su tamaño en los próximos años, reiniciando las subastas que se empezaron -y suspendieron- en 1996. Una parte importante de la cartera comercial podría subastarse y, con ello, disminuir el tamaño del Fobaproa, reducir su crecimiento y su costo financiero y, sobre todo, dar una salida productiva a todo ese mar de recursos desperdiciado por pésimas decisiones de las autoridades financieras y bancarias en los últimos años. Lo importante es reducir el tamaño del Fobaproa, literalmente a cuaquier precio, con tal de inducir la reactivación de la cartera y de la planta productiva involucrada. Pero el procedimiento de venta debe ser impecable e impoluto: al mejor precio, aunque éste sea bajo, utilizando un mecanismo público de subasta absolutamente transparente que nadie pueda impugnar.

 

Un segundo camino, complementario al anterior, sería el de ofrecer condiciones inmejorables para regularizar a todas las familias rezagadas en sus pagos, a todas aquellas que abandonaron sus casas por no poder pagar y a las que viven en permanente incertidumbre por no estar al día en sus pagos.  De esta manera, los deudores -familias y personas- pueden regularizar su situación y obtener el beneficio del descuento que produzcan las subastas.  Es decir, las empresas especializadas que adquirieran las deudas hipodecarias y personales (como de tarjetas de crédito) tendrían la obligación de liberar a todas aquellas personas que se presentaran a pagarlas en un plazo perentorio y con un sobreprecio prestablecido. Por ejemplo, si la empresa adquirió la deuda en veinte centavos (de cada peso de deuda), la persona endeudada podría comprarla en veinticinco centavos y con ello quedar totalmente liberada.  El beneficio político de resolver esa problemática para centerares de miles de familias es más que evidente.

 

Al igual que con la cartera comercial y empresarial, el sólo hecho de sacar el paquete de deudas hipotecarias del Fobaproa tendría el enorme beneficio de reducir el tamaño de ese enorme fondo. Además, el subsidio implícito en la reactivación de la cartera se vería más que compensado por la recuperación de la dinámica banco-cliente que es indispensable para el desarrollo económico. Es decir, se comenzaría la reconstrucción de la cultura del pago, tan minada en los últimos años. Quizá tan importante como eso sería el que los políticos encontrarían una manera de salir del hoyo en que el Fobaproa los ha metido sin crear un caos ni arriesgarse a la furia del electorado.

Fin de artículo

El baile del Fobaproa

Fobaproa es un tema políticamente explosivo, pero prácticamente nadie sabe por qué. Sin embargo, descifrar ese porqué es crucial, pues la asignación de culpas y responsabilidades es siempre un deporte fácil en nuestro ambiente político, pero no siempre justo, certero, o incluso provechoso. El tema es explosivo por sus dimensiones -sesenta y cinco mil millones de dólares- pero también porque los partidos y los políticos sospechan (o temen) que el fondo diseñado para proteger el ahorro bancario esconde la corrupción del siglo. Sin embargo, todo parece indicar que la corrupción no es, ni remotamente, el tema medular del Fobaproa.

 

El origen, la gestación y erupción del Fobaproa no son producto de la casualidad. Son producto de la ineficiencia, incompetencia y sucesión de errores de visión y operación por parte de las autoridades financieras a lo largo de las últimas dos décadas, más que de la corrupción, entendida ésta como el saqueo del erario público, aunque desde luego también de eso ha habido en este funesto drama que afectará a todos los mexicanos.  El problema actual del Fobaproa es el resultado fatal, casi inevitable, de una sucesión de decisiones gubernamentales que generaron incentivos extraordinariamente destructivos para la economía del país y que deben ser analizados y discutidos en esa perspectiva. De por medio se encuentra no sólo la deuda pública, sino el futuro de los bancos, corazón de la economía del país.

 

Los problemas de la banca comenzaron en los setenta. Hasta ese entonces, los bancos se habían distinguido por cumplir su función esencial: captar el ahorro del público y otorgar crédito a las empresas para que éstas, a su vez, invirtieran, crecieran y generaran riqueza y empleos. Esa ecuación cambió en los setenta, cuando toda la actividad económica sufrió una aguda politización. Producto de esa politización fue el creciente déficit público que desplazó al sector privado del financiamiento otorgado por la banca. Así, los banqueros dejaron de financiar la actividad productiva para financiar un galopante -e improductivo- gasto gubernamental. Para 1982 el modelo económico promovido por dos sucesivas administraciones había quebrado. El último acto de politización de la actividad económica fue la estatización de los bancos.

 

La estatización de la banca hizo imposible el desarrollo de los bancos. Estos rápidamente se incorporaron a la lógica del sector público, perdiendo en el camino a sus mejores y más capacitados elementos. Algo semejante ocurrió con la Comisión Nacional Bancaria, la agresiva y temida entidad reguladora, que poco a poco fue perdiendo relevancia, fuerza política y capacidad de supervisión. Para cuando se decidió reprivatizar los bancos, éstos se habían rezagado dramáticamente y la Comisión Nacional Bancaria no estaba preparada para supervisar entidades bancarias en la era de la  globalización.

 

La manera en que se privatizaron los bancos explica en buena medida, aunque no en su totalidad, el problema actual del Fobaproa. Había muchas maneras en que, al menos en teoría, los bancos pudieron haber sido privatizados. Nuestra historia de corrupción y la necesidad de encontrar un mecanismo que fuese transparente explican el curso de acción que se siguió. El Comité de Desincorporación Bancaria optó por subastar los bancos, pretendiendo con ello conferirle transparencia al proceso de privatización. Aún así, siguieron existiendo márgenes para afectar el desarrollo del proceso, pues la valuación de una institución no se da en abstracto, sino que resulta del entorno regulatorio en que ésta va a operar. La burocracia podía hacer que los bancos valieran más o menos, según el entorno regulatorio que decidiera a su libre albedrío. El comité responsable de la desincorporación de los bancos se abocó a crear las condiciones para que los bancos se valuaran lo más caro posible. El objetivo primario  no fue el de crear instituciones financieras sólidas y viables para el futuro del país, sino el de incrementar la recaudación fiscal. Maximizar el precio para evitar críticas, como si mucho dinero fuese garantía de éxito.

 

Para maximizar el precio se hicieron cosas escalofriantes: primero que nada, se cerró la entrada a nuevas instituciones del exterior, para no generar competencia a los bancos privatizados; segundo, en la práctica, se permitieron compras apalancadas, es decir, se permitió que se compraran bancos a crédito, lo que implicaba que, en la realidad, no existiera capital en muchos de ellos (lo que no sólo era ilegal, sino atentatorio de toda práctica bancaria saludable). Tercero, en la práctica, se alentaron las compras apalancadas y se facilitaron fondos para esas adquisiciones -casi siempre de manera politizada- por medio de los bancos de desarrollo; y cuarto, se inventaron criterios contables ad hoc (es decir, contrarios a los prevalecientes en el resto del mundo) para elevar el valor de los activos de las instituciones. Es decir, para ponerlo directo y simple, se infló el valor de los bancos y se descapitalizó al sistema financiero en su conjunto.

 

 

Los nuevos banqueros tuvieron que enfrentar realidades inéditas. Primero, la mayoría de los nuevos banqueros eran personas probas, pero muy pocos de ellos eran banqueros. Luego resultó que al Comité de Desincorporación se le escaparon varias personas no sólo de dudosa reputación, sino francamente deshonestas, entre los nuevos propietarios de la banca. A estos dos factores es importante adicionar un tercero: por el enorme ajuste fiscal que había tenido lugar a lo largo de los ochenta, los nuevos banqueros se encontraron con enormes cantidades de fondos prestables tan pronto les fueron entregadas las llaves. Para terminar, la nueva banca estaría supervisada por una Comisión Nacional Bancaria enclenque, que había perdido a su mejor gente, que se había anquilosado y que no tenía instrumentos para supervisar o incluso comprender las sofisticadas operaciones de la banca moderna.

 

Los nuevos banqueros necesitaban prestar mucho a tasas muy altas para poder recuperar los extraordinarios precios que habían pagado por los bancos y, en algunos casos, para pagar los bancos que habían comprado con saliva. Además, las decisiones de crédito las tomaban personas sin experiencia que, con frecuencia, otorgaban créditos a los peores sujetos de riesgo. Fueron estas debilidades, mucho más que la deshonestidad de algunos de los nuevos banqueros, las que dan cuenta del enorme volumen de cartera en problemas que ahora pertenece al Fobaproa.

 

La devaluación de diciembre de 1994 no podía haber tenido lugar en un momento más vulnerable. Con la devaluación de diciembre se dispararon las tasas de interés, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer impagables muchos de los créditos otorgados por los bancos. Las autoridades se encontraron con un escenario que se deterioraba rápidamente. Tenían que actuar con celeridad para evitar la descapitalización de los bancos. Sin embargo, con un par de excepciones, lo único que lograron las autoridades fueron «compromisos» de capitalización por parte de los accionistas, compromisos que no se materializaron. Todas sus acciones fueron tardías e insuficientes, lo que promovió la generalización de la cultura del no pago.

 

En vez de capitalizar a los bancos y de subsidiar a los deudores como hubiera sido deseable, las autoridades iniciaron un proceso que nunca pudo concluirse. Se comenzó por comprar cartera sin ton ni son. El procedimiento para la adquisición de cartera fue aleatorio: en algunos casos se firmaron convenios para compartir el riesgo entre el banco y el Fobaproa y en otros no. Las prisas y la más absoluta discrecionalidad y reserva en los criterios aplicados hacían imposible saber lo que Fobaproa estaba comprando.

 

Los errores de las autoridades financieras se fueron acumulando y sus funcionarios, cada vez más preocupados de las posibles implicaciones de sus propios errores, se dedicaron a encubrirlos. En lugar de enfrentar los problemas de origen, la práctica cotidiana fue la de intentar tapar los agujeros, tratar de corregir las faltas anteriores con decisiones cada vez más atrevidas. Lo que resultó fue un cúmulo de errores que en la actualidad despierta toda clase de sospechas, la abrumadora mayoría de las cuales no es justificada.

 

No cabe ni la menor duda de que hay muchos abusos en el manejo del Fobaproa. Desafortunadamente, esos se derivan de los incentivos que creó el mal llamado «rescate» bancario. Cuando todos los incentivos promovían la deshonestidad, mucha gente entró por la puerta grande y se sirvió sin recato. Independientemente de los fraudes hechos y derechos -como los de Carlos Cabal, Angel Rodríguez y Jorge Lankenau-, en  el camino se adquirieron créditos de personas pudientes y cartera de los propios banqueros. Pero si uno analiza los montos involucrados, la corrupción fue, en todo caso, el menor de los temas. De los sesenta y cinco mil millones de dólares en el Fobaproa, los tres fraudes de banqueros suman cuatro mil doscientos millones de dólares (800 de Carlos Cabal, 400 de Angel Rodríguez y 3000 de Jorge Lankenau), cifra enorme en términos absolutos pero solo el 6% del total. Todo el resto es producto de deudas que nadie paga pero que nos cuestan a todos.

 

Ciertamente hubo arbitrariedades y favoritismos pero, en esencia, el problema del Fobaproa es uno de apilación de estupideces y su encubrimiento, circunstancias que hicieron fácil la vida de los muchos vivales que se beneficiaron del Fobaproa. Esto ocurrió básicamente por la arrogancia y falta de responsabilidad de las autoridades bancarias y hacendarias que crearon el entorno propicio para el abuso y no mucho más. Aunque hoy la supervisión bancaria es substancialmente mejor, el costo de no haberla tenido a tiempo es ciertamente imponente.

FIN DE ARTICULO

La primaria del PRI

Los temas educativos parecen dominar el debate dentro del PRI, sobre todo ahora que varios estados aprobaron exitosamente la primaria. No es para menos. Después de toda una vida (larga vida) fundamentada en el dedazo en materia de selección de candidatos, las elecciones primarias en cinco estados en los últimos meses resultaron ser tan exitosas que ahora le han creado un enorme dilema al PRI. El camino inaugurado en Chihuahua hace unos cuantos meses obliga al PRI a definir su estrategia para la nominación de candidato a la presidencia en el año 2000. Por donde le busquen los priístas, su dilema es complicadísimo -si no es que ominoso.

 

Hoy en Chihuahua y Zacatecas los priístas tendrán una primera oportunidad de evaluar la efectividad de dos vías alternas para elegir a sus candidatos.  En Chihuahua a través de una elección primaria abierta emergió un candidato con gran credibilidad. En Zacatecas la historia fue distinta: un cacique le impidió al que parecía candidato natural del PRI llegar a la candidatura e impuso su voluntad  El frustrado aspirante acabó en el PRD, partido por el que hoy compite. Lo que pase hoy en Chihuahua y Zacatecas va a arrojar importantes lecciones para el PRI, pero este partido corre el riesgo de ignorar las relevantes. Lo que está de por medio para el PRI son menos las gubernaturas que se disputan el día de hoy que su capacidad de adecuarse a las nuevas realidades nacionales y, con ello, tener una oportunidad real de ganar en el 2000.

 

 

La historia del PRI es la historia del dedazo. Por lo menos desde Alvaro Obregón, la selección de candidatos había sido decisión del centro, en específico del presidente de la República y, por consecuencia, del partido. El mecanismo tenía la enorme virtud de concentrar el poder, crear un sistema infalible de lealtades y facilitar la toma de decisiones. También tenía el enorme defecto de magnificar las torpezas, generalizar las crisis y preservar y acumular los errores que cometían los gobernantes. Un presidente visionario y competente facilitaba y promovía el desarrollo con mucha mayor facilidad que sus semejantes en otros países. Pero lo contrario también era cierto: un presidente incompetente -y vaya que si los hemos tenido- convertía cada una de sus decisiones en una crisis inmediata o futura, en ocasiones con consecuencias nefastas décadas después de dejar el poder. Ningún mexicano -priísta o no- puede, en su sano juicio, lamentar el fin de la era del dedazo.

 

El fin del dedazo tiene implicaciones para los mexicanos en lo general y para el PRI en lo particular. Para los mexicanos implica la posibilidad de hacer realidad la promesa -nunca consumada- de Plutarco Elías Calles de crear un país de instituciones. Implica la construcción de nuevas instituciones, la descentralización del poder, la competencia entre distintas instancias y niveles de gobierno y la creación de mecanismos (aunque, al menos en un principio, de carácter informal) para poder exigir que los gobernantes rindan cuentas a la población sobre sus actos. El fin de la era del dedazo entraña el fin de la era de los gobernantes iluminados, pero también exige nuevas respuestas y acciones en torno a problemas fundamentales -como el de la inseguridad pública- que, en buena medida, son producto del fin del poder absoluto y centralizado. Es decir, la desaparición del dedazo como mecanismo de selección de candidatos -y por tanto, como mecanismo de control- abre la puerta, como ya hemos visto en los últimos tres años, al desarrollo político y democrático del país, pero también exige acciones inéditas en frentes clave hasta ahora desconocidos en nuestra historia.

 

Para el PRI la desaparición del dedazo implica un problema radicalmente distinto. El PRI se desarrolló al amparo del dedazo en gran medida porque eso resolvía el problema tanto de la disputa por el poder como el de la ingobernabilidad que había producido la lucha revolucionaria a principios del siglo. A cambio de su lealtad y disciplina los priístas lograban acceso a infinidad de privilegios y beneficios. Por su parte, la disciplina y la lealtad al presidente hicieron posible, primero, pacificar al país y, eventualmente, hacerlo gobernable. A pesar de los vicios asociados al esquema, la paz social de que gozó el país por décadas fue notoria, sobre todo si se compara con el desarrollo político de otros países del continente. Como atestiguan los últimos veinticinco años, el mecanismo eventualmente perdió efectividad y comenzó a ser disfuncional y a convertirse en una fuente permanente (y magnificadora) de crisis.

 

Las elecciones primarias que se practicaron en varios estados de la República en los últimos meses parecen haberle dado al PRI la receta para romper con su anquilosada y disfuncional estructura del pasado. El fin del dedazo abre la oportunidad para que el PRI deje de ser un sistema de control político, para convertirse en un auténtico partido político. De un plumazo, el nuevo método de selección de candidatos altera todos los incentivos tradicionales de los priístas, creando una nueva estructura institucional. De formalizarse el mecanismo de selección de candidatos por medio de primarias abiertas a la ciudadanía en general, los priístas experimentarían cambios dramáticos. Algunos de ellos muestran la trascendencia de la transformación: en lugar de ver al gobernante como el dueño de sus vidas y almas, por ejemplo, los priístas tendrían que atender las demandas, necesidades y reclamos de los votantes como factor decisivo para su nominación. De igual manera, en lugar de hacer cola en la oficina de un funcionario de quinto nivel en el gobierno central, un gobernador tendría que lidiar con los factores locales de poder, ya no teniendo posibilidad de culpar al gobierno federal de sus faltas o insuficiencias. Puesto en otros términos, un cambio aparentemente pequeño implica una transformación trascendental para el país.

 

Pero la desaparición del dedazo también crea un nuevo dilema para el PRI y los priístas. El mundo del pasado era fácil para los priístas, en buena medida porque nadie, excepto el presidente, respondía de lo que ocurría. El mundo feliz del PRI consistía en mantener el poder y la distribución de beneficios y privilegios sin más responsabilidad que la de la disciplina y lealtad. Con el fin del dedazo, esa responsabilidad antes difusa, ahora va a recaer directamente en el PRI y sus miembros. A partir de ahora serán ellos quienes, con sus acciones, decidan el devenir del partido y, por su importancia, el del país. La pregunta inmediata  que tienen que enfrentar es cómo organizar la elección primaria para la selección del candidato presidencial.

 

Las opciones teóricas no son muy difíciles de imaginar, pero cada una de ellas tiene consecuencias fundamentales. Los priístas podrían optar por un esquema totalmente abierto, como el ensayado en Chihuahua y otros estados para la nominación de su candidato a la gubernatura, o podrían irse al otro extremo: una nominación totalmente cerrada, pero sin consigna. Es decir, que el Consejo Político Nacional -los líderes del partido- escojan directamente. También podrían estructurar una opción intermedia. De entrada es evidente que, a menos que los priístas quieran destruir el avance logrado, tienen que excluir la opción de dejar al liderazgo del partido la selección del próximo candidato. Pero no es obvio cuál es la alternativa.

 

Una elección totalmente abierta -es decir, una en la que cualquier mexicano puede votar- implicaría crear, virtualmente, un sistema de dos vueltas para la elección presidencial. Como todos los mexicanos podrían votar, unos votarían por su candidato preferido, en tanto que otros -sobre todo los miembros de otros partidos- votarían para cancelar las candidaturas de los precandidatos que más posibilidades le ofrecerían al PRI de ganar (y, por consecuencia, al PAN o al PRD de perder). Este argumento ha llevado a que muchos priístas propongan acotar el número de votantes potenciales en una elección primaria. Su planteamiento no es malo ni fácilmente desechable, pues pretenden limitar el voto a aquellas personas que son o han sido militantes del PRI. Este planteamiento tiene una lógica impecable, pero también esconde intereses particulares.

 

El universo de electores que decidirá la identidad del próximo candidato del PRI tendrá que ser producto de una negociación interna. En esta negociación cada posible contendiente tratará de avanzar aquella fórmula que, según sus cálculos, le dé mayores posibilidades de ganar. Unos saben que sólo podrían lograr la nominación en una elección dentro del Consejo Político Nacional (o sea, entre los líderes del propio partido), en tanto que otros sólo tienen oportunidad frente al público amplio. En términos generales, y también simplistas, aunque pueda haber excepciones, mientras más dinosáurico sea un candidato, menos probable sería su elección en una primaria abierta, y viceversa. Naturalmente, quienes reprueban los cambios económicos y políticos de los últimos años prefieren una elección lo más cerrada posible. La paradoja es que, mientras más cerrada la elección, menos cambiará el PRI. Y mientras menos cambie el PRI, menor será el desarrollo político del país. Es mucho más que un candidato lo que está de por medio en la manera en que el PRI elija a su próximo candidato.

Fin de artículo.

Es urgente resolver el Fobaproa

La banca mexicana corre el riesgo de morir de inanición. Este es un problema central de la discusión sobre el Fobaproa en el momento actual y nadie parece estar prestándole atención. El debate cotidiano sobre el Fobaproa se ha orientado, lógicamente, hacia los extraordinarios costos del fondo que se constituyó para proteger el ahorro depositado en los bancos, así como a la búsqueda insaciable de los “malos” y los culpables. Es evidente que las causas del problema actual del  Fobaproa tienen que ser plenamente identificadas de tal suerte que tanto las preocupaciones, dudas y sospechas de los diputados, así como las de la población, queden plenamente despejadas. Pero el debate político no debe soslayar un factor crucial que parece haberse perdido en el proceso: el del número creciente de bancos que muy pronto va a comenzar a enfrentar problemas de liquidez. Sin una solución al problema bancario, la economía mexicana no tiene viabilidad.

 

El conflicto político desatado por la iniciativa presidencial de reconocer los pasivos del Fobaproa como deuda pública ha empañado un problema mucho más inmediato que amenaza el crecimiento de la economía mexicana. El debate sobre el Fobaproa ha tomado un curso evidentemente distinto al que pretendía el gobierno. El gobierno, en un desplante de responsabilidad, pero también de ingenuidad, envió al Congreso una iniciativa de ley encaminada a formalizar los pasivos contingentes que actualmente se encuentran contabilizados en Foabaproa como deuda pública. En estricto sentido, la iniciativa gubernamental no buscaba otra cosa que la de hacer transparente el pasivo incurrido por el Fobaproa puesto que hoy ya goza del aval gubernamental, razón por la cual es, para todo fin práctico, deuda pública.

 

Pero en esta época, en la que lo único que parece ser importante en la política mexicana es la lucha descarada, violenta y sin límites por el poder, era absolutamente inevitable que un tema tan candente como el del Fobaproa no acabara siendo parte de esa lucha política que todo lo consume y pervierte. Falta ver si de ese debate se puede generar un final positivo: un reconocimiento generalizado sobre la necesidad imperiosa de  hacer de la transparencia una práctica cotidiana en todos los procesos de decisión en el país, pero ese es otro tema.

 

En el tema del Fobaproa, el gobierno simplemente envió su iniciativa al Congreso, confiando que luego de un breve debate se aprobaría sin más. Pero el contenido de la iniciativa y sus implicaciones potenciales resultaron ser demasiado graves como para que fuesen aprobadas sin una discusión de esencia, además de que eran demasiado apetecibles, como para que el PRD perdiera la oportunidad de acribillar al gobierno en el camino. Fobaproa inauguró una nueva faceta en la lucha política nacional, toda vez que le dio la oportunidad al PRD de definir la agenda pública. El PRD, siempre listo, se ha abocado a desacreditar al gobierno y  al PRI, así como a elevar el costo político de que el PAN participe en la aprobación de la iniciativa. La ingenuidad e inocencia del gobierno ganó sobre su sentido de responsabilidad.

 

El debate relativo a los pasivos del Fobaproa va a tomar su curso y no parece haber nada ni nadie que vaya a poder impedirlo. Detrás del debate hay un hecho real y una infinidad de especulaciones, esperanzas, sospechas y temores. El hecho real es que el Fobaproa representa un pasivo contingente de sesenta y cinco mil millones de dólares garantizado por el gobierno federal. En castellano simple, lo anterior quiere decir que se trata de deuda pública (aunque formalmente no haya sido reconocida como tal) por un máximo de ese monto (pues, en teoría, algo de los activos podría ser vendido y recuperado). Todo el resto es un hoyo negro que produce especulaciones, sospechas y temores. Dado que el PRD ha tomado el control de la agenda política, lo que ha predominado en el debate son las sospechas y las acusaciones. Lo que haya de verdad en esas sospechas evidentemente debe hacerse público. Pero hay otros ángulos que no sólo son importantes, sino urgentes.

 

El debate hasta el momento se ha centrado en las causas del problema del Fobaproa y en sus implicaciones, sobre todo para el gasto público. Pero hay otro ángulo que debe ser incorporado en la discusión: el de los bancos mismos. Al margen de las causas originales que llevaron al problema bancario actual, el Fobaproa está constituido por cartera que los bancos le vendieron a ese fondo con el objeto de fortalecerse (y, de hecho, evitar una capitalización inmediata). La venta de cartera, mucha de ella mala, le permitió a los bancos hacerse de un activo, el llamado Cete especial o «Super Cete»; con éste, la cartera que el banco transfirió al Fobaproa quedó  plenamente garantizada y respaldada por el gobierno. Pero los «Super Cetes» tienen dos características muy significativa que, en los próximos meses, van a comenzar a causar problemas: a diferencia de los Cetes normales (Certificados de la Tesorería), que cualquier persona puede comprar, los “Super Cetes” originalmente emitidos por el Fobaproa no pagan intereses mensuales o trimestrales, sino que los acumulan para pagarlos íntegramente al vencimiento que, en el caso de esos instrumentos, es de diez años.

 

La compra de cartera que realizó el Fobaproa salvó a los bancos en el momento inmediato porque garantizó el ahorro del público. Aunque el Fobaproa resolvió sólo parcialmente el problema de insuficiencia de capital de los bancos (de hecho, la gran mayoría de los accionistas de los bancos perdieron todo o gran parte de su capital), no resolvió el de su viabilidad. La razón de esto es muy simple: mientras que un crédito normal supone pagos mensuales al banco, el Cete original del Fobaproa implica una garantía, pero nada de ingresos sino hasta el fin del décimo año. Para el banco, la falta de ingresos por concepto de esa cartera implica que puede no tener los recursos suficientes para pagar los intereses que causan los depósitos de sus clientes, los sueldos de sus empleados, las rentas de sus sucursales, etcétera. Algunos bancos tienen una proporción enorme de sus activos en el Fobaproa, lo que implica que no tienen -o no van a tener en el futuro mediato- la liquidez suficiente para poder afrontar sus obligaciones. Algunos bancos han observado un deterioro tan grande en su balance en estos años por la falta de pago de sus acreditados -por la suma de la cartera mala, la cartera en disputa, la cartera de muy baja productividad y la cartera del Fobaproa- que confrontan ya problemas agudos de liquidez, los que podrían rápidamente convertirse en problemas de solvencia. Algunos bancos tienen gastos en intereses, rentas y demás que son superiores a sus ingresos por concepto de pagos por créditos vigentes.

 

El tema es todo menos que esotérico. La salud de los bancos y del sistema financiero en general es una condición indispensable para el desarrollo de la economía. Un conjunto de bancos débiles, disfuncionales y estructuralmente  incapaces de financiar el crecimiento constituye no sólo una desventaja brutal frente a nuestros competidores, sino un riesgo fenomenal para la estabilidad de la economía. No hay la menor duda de que uno de los principales elementos que empujaron a la economía al despeñadero de 1995 fue precisamente la debilidad de los bancos, situación que no se ha resuelto.

 

La conversión de los activos del Fobaproa en deuda pública tendría el efecto de transformar los Cetes “especiales” en Cetes normales. Esto implicaría que los bancos súbitamente recibirían ingresos (intereses) por al menos parte de la cartera que hoy representan los títulos emitidos por el Fobaproa (de los cuales una porción ya está pagando intereses mensuales a los bancos en peor situación de liquidez, de acuerdo a lo aprobado en el presupuesto del Gobierno Federal de 1998). En muchos casos, ese sólo hecho les restauraría la liquidez que requieren para no entrar en una situación de insolvencia.

 

Algunos bancos todavía hoy tienen problemas tan serios que ni eso resolvería su situación, razón por la cual tienen que ser capitalizados por nuevos accionistas -mexicanos o extranjeros. En estas condiciones, es vital que se resuelva el problema del Fobaproa lo antes posible, pues sin ello algunos de los pocos bancos reprivatizados que quedan en manos de los accionistas que originalmente los adquirieron podrían entrar en una crisis de liquidez. Hay que recordar que la mayoría de las crisis financieras comienzan con problemas de liquidez que muy rápido acaban transformándose en problemas de insolvencia. Los diputados tienen que avanzar la causa de la transparencia en el país; pero también tienen  la obligación de atender los problemas mundanos inmediatos que rápidamente podrían hacer irrelevante cualquier avance en otros ámbitos.

Fin de artículo

La imagen de México en Estados Unidos

El verdadero problema de la llamada Operación Casablanca es menos la demostrada invasión de la soberanía de México que el deteriorado estado de la relación con Estados Unidos que la citada operación revela. México se ha convertido en el chico malo de la política interna de Estados Unidos y todo asunto que tenga algo que ver con México ha pasado a ser fair game (sujeto legítimo de ataque) de la politiquería norteamericana. Es decir, México y todo lo relacionado con el país son hoy en día parte del debate norteamericano para fines que nos son absolutamente ajenos y, en muchísimos casos, que nada tienen que ver con nosotros. Cualquier cosa que está mal en el mundo y que pueda llegar a afectar a algún estadounidense es culpa de los mexicanos. Esto ha convertido a México en un vector de la competencia electoral de ese país. Casablanca es menos un tema sobre México que sobre el uso que se le da a México en la competencia política interna de Estados Unidos. Así de bajo hemos caído.

 

En la medida en que aparece mayor información y se conocen más detalles sobre la naturaleza del operativo llamado Casablanca, se va conformando una imagen de abuso, explotación y uso vil de México en la política estadounidense. En principio, el operativo policiaco se llevó a cabo a espaldas no sólo del gobierno mexicano, sino también de una buena parte del propio gobierno de Estados Unidos. En términos generales, las corporaciones policiacas involucradas querían hacer su trabajo y probar su permanente argumento de que hay corrupción generalizada en México, evidenciada ésta, para fines del operativo, en el lavado de dinero. Las policías norteamericanas realizaron el operativo en forma secreta para poder presentarle a los políticos un hecho consumado que no pudieran soslayar. En la lógica de esos policías, de  haberle planteado la operación a los políticos con anticipación, algunos de ellos la habrían impedido.

 

El operativo consistió en el tendido de una celada a un número de funcionarios bancarios de bajo nivel, de quienes se esperaba hicieran movimientos de dinero que, en términos penales, equivalieran al lavado de dinero. La noción de ganar un porcentaje significativo de montos muy grandes de dinero, aparentemente sin correr ningún riesgo, resultó suficientemente atractiva para muchos de estos funcionarios, quienes con eso cayeron en la trampa. Innumerables personas en el mundo entero, habrían hecho lo mismo, al precio adecuado. El  procedimiento, sin duda reprobable, es un componente legalmente sancionado de la estrategia de persecusión criminal de las policías de nuestros vecinos del norte. Mientras no se haya violado ninguna ley mexicana -sobre lo cual es contradictoria la información que aparece en la prensa- el operativo y la motivación pueden ser despreciables, pero nada más.

 

Pero la información, los detalles y el análisis que ha venido surgiendo más recientemente sobre el momento en que se decidió lanzar el operativo y el contenido del mismo, muestran una faceta mucho más preocupante para México. La decisión de lanzar el operativo fue tomada en mayo de 1995, justamente cuando el presidente Clinton se saltaba al Senado de su país para otorgar el préstamo de trece mil millones de dólares que, en consultas directas con senadores clave, le habían indicado que se negarían a aprobar. Clinton utilizó fondos que no estaban sujetos a aprobación legislativa, con lo cual pudo evitar el rechazo a su iniciativa en la Cámara de Senadores. Todo parece indicar que la furia que el procedimiento desató en el Senado fue, en última instancia, lo que motivó la puesta en marcha del operativo que luego adquirió el nombre de Casablanca. Incluso, sin que haya existido ningún ánimo conspiratorio, es posible que algunos senadores de ese país hayan sugerido o inducido la realización del operativo como reivindicación a sus críticas por corrupción al gobierno mexicano, motivados por un ánimo de venganza contra su propio presidente por habérselos saltado.

 

El operativo mismo tiene características muy peculiares que sugieren, si no es que demuestran, su verdadera naturaleza y objetivo. En términos económicos, el operativo fue todo menos significativo. En un negocio de lavado de dinero estimado en las decenas, si no es que centenas, de miles de millones de dólares, el Operativo Casablanca demostró que, después de tres años de intentos, fue posible «lavar» poco más de cien millones de dólares. Aunque la cifra es, en sí misma, muy grande, resulta obviamente irrisoria frente a los billones de dólares que caracterizan a esa actividad. Es decir, aunque el operativo demostró la propensión de algunos individuos a corromperse bajo ciertas condiciones, está lejos de demostrar que en el lavado de dinero en México alcanza las cifras espectaculares que los propios norteamericanos estiman.

 

Mucho más importante que los montos involucrados, el operativo no descubrió o evidenció la existencia de redes de lavado de dinero organizadas y constituidas. Todo lo contrario, el operativo consistió precisamente en la constitución de una nueva red de lavado de dinero que nada tenía que ver con las que efectivamente utilizan los narcotraficantes. Es decir, el operativo nada tenía que ver con las redes de narcotráfico o de lavado que supuestamente existen, sino con la construcción de un artificio diseñado para demostrar que es posible lavar dinero en el sistema fianciero mexicano. El operativo ni siquiera pretendía demostrar que existen esas redes en México o, mucho menos, en descubrirlas. Su único objetivo era político. Puesto en blanco y negro, el operativo fue concebido, diseñado, organizado e instrumentado con el propósito expreso de evidenciar y avergonzar al gobierno mexicano y a México. Nada más.

 

Mientras que nuestros políticos y diplomáticos se rasgan las vestiduras y protestan por el operativo mismo, ninguno parece haberse puesto a reparar y meditar sobre lo que es verdaderamente importante: el hecho de que nos hayamos convertido en el hazmerreir del sistema político norteamericano. Este es el tema importante. De haber llegado a ser un país soberano y vital en la concepción del norteamericano común y corriente, hemos pasado a ser, en la opinión pública de ese país, la pobre excusa de todas sus dificultades, la causa de la contaminación, el mejor ejemplo de la corrupción institucionalizada y de la falta de respeto a los derechos humanos, y así sucesivamente. México ya no es un país, sino un símbolo: la equivalencia de lo malo, lo corrupto y lo que no se debe imitar. El operativo Casablanca no es más que un síntoma del deterioro que, como país, hemos experimentado en la opinión pública norteamericana. De la misma forma en que los panistas y perredistas explotaron, durante la campaña electoral de 1997, el voto con que en 1995 el PRI había aprobado el aumento de la tasa del IVA, con el objeto de desacreditarlo, los candidatos norteamericanos, de ambos partidos, utilizan a México para desacreditarse mutuamente.

 

Como están las cosas, sería dignificante que el problema se limitara a los temas policiacos y de migración que el gobierno mexicano le recrimina al norteamericano. Sería precioso que el problema fuese realmente de soberanía. Desafortunadamente se trata de un problema político fundamental. El problema no es de dignidad ni de vulneración de nuestra soberanía, aunque ésta pudiese haber sido afectada, sino del espectáculo que, como país, le hemos estado dando al mundo en los últimos años. Nuestras contradicciones, la evidencia de corrupción, la incapacidad de ponernos de acuerdo, las agendas políticas cruzadas, la ineptitud generalizada de la gestión gubernamental y la dinámica    -en ocasiones perversa- pero casi siempre disruptiva y vengativa, de la brutal lucha por el poder, parecen haber hecho legítima la destrucción de todo. Casablanca demuestra las consecuencias de los excesos. Para algunos la lucha por el poder justifica todos los medios. Nada de eso lo puede justificar el país.

 

Fin de artículo.

En este río revuelto nadie gana

Desacuerdos sobre temas fundamentales parecen caracterizar el entorno político en la actualidad y nadie se preocupa por lo que es esencial para los mexicanos. Los diputados disputan las iniciativas económicas del gobierno con argumentos políticos; el gobierno no hace política para avanzar sus propuestas. Algunos funcionarios de administraciones pasadas fustigan al gobierno y lo acusan de ser «más papista que el papa»; otros lo aplauden y proponen mejores maneras de avanzar las causas gubernamentales, confiando poder obtener el último hueso de su carrera.

 

La ausencia de instituciones, acuerdos y consensos sobre temas esenciales ha hecho que el país dependa de la buena voluntad de quienes pretenden gobernarlo. Algunos seguramente pueden ofrecer gobiernos sensatos y moderados, pero el entorno es más que propicio para populistas y demagogos de toda estirpe.  De esta manera, el país avanza, con prisa y sin pausa, hacia la que promete ser la contienda electoral más importante de nuestros tiempos, pero lo hace sin los mínimos consensos necesarios entre los actores políticos para asegurar un proceso tranquilo, pacífico, transparente y civilizado. De no construirse estos consensos, el camino quedará completamente abierto a las soluciones fáciles y autoritarias de las derechas e izquierdas por igual.

 

Independientemente de las disputas permanentes que acompañan al término, es indudable que el país experimenta una profunda transición política. Los cambios para la población en general son inmensos y sumamente profundos. Hoy en día las elecciones se han convertido en el mecanismo casi indisputado de acceso al poder. Es más que evidente que los gobernantes, en todos los niveles y de todos los partidos, ya no pueden imponer su voluntad sin que haya consecuencias. Nunca en nuestra historia había habido tantas renuncias de funcionarios de segundo y tercer nivel como ocurre en la actualidad en forma casi cotidiana. Aunque los mexicanos tengamos muy pocos mecanismos para obligar a los gobernantes  a desempeñar bien su función, a no abusar de sus puestos y a responder ante el electorado de sus actos y de sus fallas, el hecho es que ya no son totalmente impunes. Hasta los más vituperados políticos priístas de la vieja guardia se desdoblan por adquirir credenciales democráticas. En este sentido, es absurda la noción de que no hay cambios políticos. Estos existen y son reales en todo el país. Lo que no parece cambiar es la naturaleza de la política misma.

 

En retrospectiva, todo parece indicar que la serie de reformas electorales que se ha venido dando en los últimos años, hasta su culminación en 1997, prácticamente ha eliminado el pecado mayor de la política mexicana, el fraude electoral. Las reformas constitucionales en materia electoral fueron aprobadas unánimemente por todos los partidos lo que ha resuelto el problema del acceso al poder al gobierno a nivel federal y en casi todos los estados. El avance en este frente ha sido enorme.

 

Pero la legislación electoral no resolvió todos los problemas pendientes y, como ocurre en estas situaciones, creó otros nuevos. La ley electoral consagró los derechos y privilegios de los tres grandes partidos actuales y, aunque dejó la puerta abierta para la formación de nuevos partidos, no resolvió los problemas esenciales de la competencia política. Las elecciones primarias que los priístas están teniendo ahora muestran palpablemente las limitaciones que todavía expermienta la estructura política del país, en este caso en materia de financiamiento de campañas. Aunque este tema particular, incumbe a la operación interna de los partidos, refleja los problemas generales que todavía están por resolverse. Si los candidatos, sobre todo en estados grandes y populosos, no cuentan con fondos para competir, la competencia se torna sumamente injusta (y, obviamente, anti-democrática). Es decir, si para ganar en una elección primaria un candidato tiene que vender su alma al diablo (o al narco), de nada sirve que existan candados posteriores al financiamiento de campañas para elecciones generales. Por encima de lo anterior se encuentra el enorme problema de la creciente fragmentación del sistema político: se ha erosionado la disciplina de partido, los diputados no se sienten responsables ante sus electores y no se ha desarrollado ni siquiera una mínima capacidad para articular coaliciones (excepto negativas), como muestra el desempeño del Congreso a lo largo de los últimos meses o el circo que vivió el estado de Morelos a raíz de la renuncia del gobernador. La legislación electoral resolvió lo más primitivo de la política (el acceso al poder). Pero nada se ha hecho para hacer gobernable al país.

 

La creciente descentralización que caracteriza al país, un desarrollo muy positivo sobre todo por las tendencias centralistas del pasado, está teniendo lugar en el peor momento posible, porque no hay nada que premie o incentive la unidad nacional. Los mexicanos acabamos dependiendo de la voluntad o capacidad de gobernantes en lo individual para crear mejores posibilidades y oportunidades de desarrollo futuro. Un buen gobernador hace maravillas, en tanto que uno malo acaba siendo el protector de mafias que secuestran a los ciudadanos. Con razón o sin ella, algunos gobernadores han llegado al cinismo de burlarse del congreso y, con él, de todo el país, sin reconocer que al tratar de demeritar al poder legislativo erosionan las muy endebles anclas que existen en la actualidad para comenzar a construir una estructura institucional mínimamente sólida. No es obvio en la actualidad qué es lo que va a mantener unido al país dada la creciente desigualdad económica y regional que lo caracteriza.

 

Las quejas y críticas implícitas en las campañas del PAN y del PRD cuando contendían por curules en el Congreso en 1997, no se han traducido en una fuerza política positiva para la construcción de un nuevo sistema político. De hecho, lo contrario ha ocurrido. Han florecido los conflictos internos de cada partido y se ha afianzado el ánimo de venganza. Los legisladores se niegan a legislar, incluso sobre las cosas esenciales del gobierno interno de la Cámara de Diputados. Quizá más importante, los políticos no reconocen que son los pequeños acuerdos, los modestos avances, los que con frecuencia hacen la diferencia. Dos ejemplos son particularmente elocuentes. Hace poco menos de un año, el PAN y el PRD se unieron para impedir que el PRI tomara control de la Cámara. Hoy en día es rara la ocasión en la que el PRD no fustigue al PAN cuando este último no vota de acuerdo a la voluntad del líder legislativo del PRD. En lugar de encontrar espacios para construir estilos distintos a los que tradicionalmente desarrolló el PRI, las prácticas priístas en el PAN, pero sobre todo en el PRD, son cotidianas. Otro ejemplo, quizá más significativo es el de la aprobación del presupuesto a finales de 1997. En esa ocasión fue la responsabilidad del PAN, actuando con visión de Estado, la que salvó al país de una situación inédita. Sin embargo, en lugar de un reconocimiento por parte del PRI o del gobierno, los panistas se han llevado una refriega cada vez que algún aspecto de ese presupuesto es criticado. Es decir, todo lo bueno fue del PRI y todo lo malo fue del PAN. Con ese antecedente, habrá que poner veladoras para que el proceso de aprobación del presupuesto de 1999 no naufrague.

 

Justo cuando nos enfilamos hacia las elecciones del año 2000, la política experimenta una implosión. La realidad cotidiana de los mexicanos es una de cambios constantes. Uno pensaría que entre la creciente inseguridad pública y la incompetencia de los diversos niveles de gobierno, los mexicanos tendríamos suficiente. Pero la realidad es que los partidos están en crisis, cada uno por sus propias razones y ninguno parece estar avanzando hacia la consolidación de los acuerdos mínimos que hagan posible una evolución tranquila y pacífica de la política -y de todo lo demás- en beneficio de la población. Desde el pedestal en que se encuentran algunos líderes políticos es fácil despotricar contra todo lo que ha sido la historia del PRI (siendo que algunos de los que más despotrican fueron actores centrales de ese partido), pero desde la perspectiva de la población lo que cuenta es un avance gradual y sostenido hacia un mejor nivel de vida y una mayor capacidad para influir en su propio devenir. No hay nada en el horizonte que sugiera que los políticos que hacen grandes discursos sobre la democracia mexicana estén conscientes de que lo esencial no son sus discursos, sino el clima de paz y tranquilidad que los mexicanos requieren para vivir tranquilos y prosperar.

 

El mexicano prototípico ha vivido de crisis en crisis a lo largo de toda su vida. Lo que más desea es un proceso de desarrollo económico constante. Detesta las promesas de los políticos porque sabe bien lo que esas promesas (y discursos) valen. Pero la política mexicana en la actualidad está operando en otro vector: en realidad, prácticamente todas las disputas políticas se refieren a la crisis de 1994, tema sobre el cual no hay el menor consenso, ni dentro del gobierno. La ironía de esto no es pequeña.  Para mediados de 1994 había un consenso casi total entre los mexicanos respecto a temas muy básicos: apertura de la economía, equilibrio fiscal y macroeconómico, bajos niveles de inflación, etcétera. A partir de la crisis, todos los temas parecen ser politizables, hasta los que no le ofrecen beneficio alguno a nadie. El río está revuelto, pero no parece haber pescadores competentes.

Fin de artículo.

Prensa y democracia

Luis Rubio

El país atraviesa por una profunda transición política que ha trastocado todas sus actividades e instituciones. Las viejas estructuras políticas cambian y se transforman; algunas adquieren o pierden relevancia súbitamente, en tanto que otras se desmoronan. La prensa no es excepción. Cercada y frecuentemente dominada por un sistema político omnipresente, la prensa mexicana creció desarrollando mecanismos de defensa o de adaptación de la más diversa índole. En algunos casos fue parte integral del juego de la corrupción, en tanto que en otros hizo lo imposible por mantener su independencia. Los cambios políticos han creado una nueva realidad para unos y para otros.

Los recientes avances hacia la democracia abren oportunidades excepcionales para la libertad de expresión y, por consiguiente, para el desarrollo de la prensa en el país. Pero el fin del viejo sistema político no garantiza, por sí solo, el surgimiento o fortalecimiento de una prensa de calidad. Los últimos años han sido testigos del surgimiento de nuevos canales de televisión, nuevos diarios, nuevas revistas de opinión, nuevos programas de radio. Muchos de los medios ya establecidos se han transformado, probando las aguas de una libertad hasta ahora desconocida para muchos. La experiencia arroja una muestra de las enormes posibilidades que promete una prensa liberada de las restricciones políticas de antaño.

Pero muchos de los nuevos experimentos evidencian la otra cara de la moneda. Muchos de los viejos vicios han acompañado la transformación que experimentan los medios. Son realmente pocos los medios que han hecho esfuerzos honestos, persistentes y comprometidos por construir una prensa analítica, independiente y de alta calidad. Demasiados son los que todavía se dedican a promover en forma acrítica sus preferencias ideológicas o políticas, cuando no sus intereses más personales, presentando los temas de debate en términos absolutos o promoviendo hipótesis y especulaciones conspiratorias a cada paso como si se tratase de noticias fidedignas.

El cambio de realidad política nos obliga a todos a ajustarnos. En cuanto a los medios de comunicación, los ajustes requeridos afectan a sus tres componentes: el gobierno, las empresas de comunicación, incluyendo a sus periodistas y comunicadores, y la ciudadanía que, en un entorno democrático, es la razón de ser tanto del gobierno como de los medios. Una era de transición entraña ajustes y desajustes en los tres ámbitos. Aunque hay esfuerzos extraordinarios y encomiables tanto en el gobierno como en los medios y en la sociedad por romper con la era de la corrupción, la subordinación al gobierno y el uso vil de los medios para fines políticos particulares, nadie puede albergar dudas de que se trata de excepciones y desafortunadamente no de la realidad general.

Por lo que toca al gobierno, persisten las prácticas de cohecho e intimidación en muchas de sus entidades. Algunos niveles y oficinas de gobierno han hecho esfuerzos loables por cambiar esas despreciables prácticas, pero no la generalidad. Mucho más importante es la resistencia de infinidad de instituciones y funcionarios gubernamentales a comprender la naturaleza de los medios en una sociedad democrática. En términos generales, en el gobierno todavía domina la noción de que éste no está para informar y presentar sus puntos de vista con el objeto de convencer a la ciudadanía -a través de los medios- de la bondad de sus objetivos o programas, sino para transmitir e imponer decisiones previamente tomadas. Pero lo que funcionaba en una sociedad cerrada y protegida ya no opera en la actualidad. Y lo mas importante, la voz gubernamental compite con numerosas y diversas fuentes de información y opiniones, en abierta competencia por el establecimiento de la agenda del debate nacional. Y para agregar mayor complejidad a las nuevas realidades, es frecuente que la agenda doméstica sea definida, en los propios medios mexicanos, por emisores internacionales ocupados en temas y asuntos nacionales, o que involucran a México.

En este contexto ya no hay verdades absolutas, ni atención garantizada a las emisiones del gobierno, ni coartadas aislacionistas capaces de excluir el libre flujo de la información mundial, independientemente de cómo se intente disfrazar. En el mundo de hoy, la credibilidad es un bien sujeto a permanente competencia, dentro y fuera de nuestras fronteras. Por naturaleza, su vigencia es efímera: se gana o se pierde todos los días.

Los medios de comunicación han pasado de ser meros instrumentos del gobierno e intereses políticos, a disfrutar de una libertad hasta hace poco conocida sólo en algunos lugares o medios excepcionales. El cambio no ha sido exitoso en todos los casos. Al contrario, una enorme asimetría en la actualización de métodos, actitudes y conductas de empresarios y operadores de la información parece, por un lado, mostrar un panorama alentador a la vista de los renovados márgenes de libertad alcanzados por los medios. Pero, por el otro, resulta mas bien desalentador el paisaje en el que esa libertad ampliada no se ha visto correspondida con más altos grados de rigor profesional ni de un saneamiento de conductas capaz de perfilar la dignificación generalizada en su relación con las diversas fuentes del poder.

Algunos temas que se discuten como naturales y lógicos cuando se habla del tema electoral, como el del financiamiento de partidos y campañas, por ejemplo, son tabú en el caso de los medios. Sin embargo, temas como el de la propiedad de los medios, la competencia entre ellos, el acceso a la información, los subsidios y la publicidad gubernamentales, los derechos y responsabilidades de los periodistas, la seguridad física de quienes viven de esta actividad y los niveles de su remuneración, tienen que ser enfrentados. No se trata de interrogantes meramente académicas, sino de la esencia de la democracia. La democracia se nutre y, de hecho, depende, de que los ciudadanos puedan normar su criterio y realizar juicios informados sobre los temas centrales de su vida y la del país. Los ciudadanos requieren información, análisis y opiniones, en ese orden, para poder decidir por sí mismos y, sobre todo, para poder discernir su propio interés en un ambiente crecientemente complejo. Sin medios profesionales dedicados a satisfacer las necesidades de información de la ciudadanía, la democracia acaba siendo una imposibilidad.

Dentro y fuera del gobierno, las voces justificadoras del inmovilismo -y de las peores tradiciones de los medios, en sus relaciones con los poderes- llevan varias décadas reduciendo su respuesta a las más elementales propuestas de discusión del tema, a una frase por demás ilustradora de la cultura de la ilegalidad que cubre todavía tan vastas zonas de nuestra sociedad: es preferible -dicen más o menos estas voces- la impunidad ante todo exceso en la gestión de los órganos informativos que el riesgo de caer en la arbitrariedad al tratar de ajustar sus actividades a las normas propias de un estado de derecho moderno. Sólo que la sociedad y la economía del país requieren hoy una relación con los medios, y de éstos con los poderes, que ofrezca más opciones que las de la impunidad de unos o la arbitariedad de otros, o, lo que ha sido más frecuente y afrentoso en el úlimo medio siglo, los arreglos y complicidades entre operadores de unos y otros en un círculo vicioso impunidad-complicidad que ha vulnerado por años el papel de la información en la empresa de consolidar en México una sociedad democrática.

El centro de gravedad en una democracia es el ciudadano. El propósito integral de los medios de comunicación debería ser el de proveerle a ese ciudadano información (es decir, los hechos), análisis, opiniones, investigaciones y fuentes de entretenimiento. Este listado que parece tan obvio es todo menos transparente en nuestra realidad cotidiana. Nuestra historia ha hecho sumamente difícil distinguir entre los componentes de la actividad periodística. Las gacetillas se mezclan con las opiniones de los periodistas hasta el punto de hacer imposible discernir los hechos de toda la maraña de intereses que yace detrás de lo que aparece como información. Si a esto agregamos los enormes rezagos que existen en la educación en el país y la patente desigualdad en la capacidad de acceso a la información que caracteriza a los mexicanos, es evidente que es monumental el reto que enfrentamos como sociedad.

Aunque es en un entorno de seguridad jurídica plena y en el sistema educativo en que debe recaer la responsabilidad de largo plazo de desarrollar ciudadanos con la capacidad de ser libres y responsables, sólo los medios de comunicación pueden llenar las ausencias actuales para contribuir al desarrollo de la ciudadanía. Estas carencias, producto de una sociedad desigual, con altos niveles de pobreza y bajos de educación, nos obligan a enfrentar dilemas inexorables: ¿cómo pueden los ciudadanos demandar de los medios lo que no conocen o saben que existe? ¿qué los puede preparar para discernir entre hechos, opiniones, investigaciones y análisis? En el corto plazo, la única respuesta posible a este tipo de dilemas es que sólo la propia responsabilidad de los medios puede hacer una diferencia.

Pero nuestra experiencia reciente demuestra que esta avenida está llena de baches. La creciente libertad de expresión no ha tenido lugar en una época de bonanza económica y de mejoría substancial en los niveles de vida de los mexicanos en general o los periodistas en lo particular. De hecho, lo único que ha cambiado en nuestra realidad es que la libertad de expresión está ahí, aunque sin duda todavía acotada por la violencia que sufre un enorme número de periodistas. Lo que no ha cambiado es el entorno dentro del cual funcionan los medios y los periodistas. Es decir, a pesar de la mayor libertad de expresión de que gozan los medios, los incentivos que existen en la actualidad siguen propiciando la corrupción, el chantaje y la desinformación.

La mayoría de los gobiernos del mundo sin duda preferiría controlar a los medios que cultivarlos. Pero la mayoría de los gobiernos de países democráticos ha acabado por aceptar y respetar el papel que los medios juegan y deben jugar en la democracia. Nuestra democracia todavía es demasiado joven como para pretender que la libertad de prensa es un proceso acabado y consolidado. Pero eso no quita que nos encontramos en un momento en el que los medios viven una realidad nueva, pero sus estructuras institucionales, económicas y financieras con gran frecuencia siguen ancladas en el viejo sistema político. Una democracia no puede prosperar en ausencia de medios de comunicación independientes y objetivos que vean a los ciudadanos -y no al gobierno- como su razón de ser y su objetivo último de existir. Esta realidad no contribuye a los objetivos gubernamentales ni conduce a la democracia. Lo que tenemos, en una palabra, es una secuencia de círculos viciosos que se retroalimentan. Alguien tiene que ser el primero en romper sus vasos comunicantes.

 

Tolerancia Cero

Luis Rubio

En ocasiones parece que la desesperación, más que la razón, domina el actuar gubernamental. De hecho, ante la falta de un diagnóstico razonable y responsable respecto al creciente problema de criminalidad y ante la cerrazón a aceptar las terribles implicaciones de este cáncer que nos devora, el gobierno recurre ahora al expediente de siempre: echarle dinero a los problemas que no sabe resolver.

La nueva modalidad vernácula que flota en el ambiente político es la de la creación de una policía nacional financiada con un impuesto que pagarían directamente los gobiernos estatales a la federación. Por su parte, el gobierno del Distrito Federal no se ha quedado atrás. Acaba de proponer otra solución de importación: la de la política de tolerancia cero que tanto éxito ha tenido en la ciudad de Nueva York. Estas nuevas ideas se suman al conjunto de iniciativas, que por cierto no han prosperado en el Congreso, que en los hechos privan o limitan a la ciudadanía (a las víctimas de la incompetencia gubernamental en materia de seguridad) de sus ya de por sí precarios derechos civiles y de sus garantías individuales, en lugar de resolver el problema de fondo: el de la impunidad.

La criminalidad y la delincuencia ascienden en forma incontenible. No hay día en que las bandas de criminales no asalten, secuestren, asesinen o golpeen a personas comunes y corrientes, cuyo único crimen fue el de tratar de dedicarse a sus actividades cotidianas. Las iniciativas recientemente anunciadas tanto por el gobierno federal como por el de la ciudad de México no constituyen avances positivos. El diagnóstico del gobierno federal respecto a las causas del problema es confuso y contradictorio. Por una parte, el gobierno reconoce -más implícita que explícitamente- que la mayor parte de la delincuencia está organizada. Es decir, que no se trata de desempleados ni de personas que llevan una doble vida, mitad criminal y mitad honesta, sino de criminales dedicados a asaltar, robar, secuestrar, matar y vejar a la población de tiempo completo. Por otra parte, el propio gobierno reconoce, aunque nunca en público, que esas mafias de criminales no podrían operar sin el apoyo, contubernio o, cuando menos, protección directa de las diversas policías que hay en el país. Es decir, aunque el gobierno nunca ha vinculado estos dos componentes entre sí, no hay la menor duda que se trata de una y la misma cosa: la criminalidad es posible y tiene éxito porque está coludida con las autoridades. Como no se reconoce el vínculo entre estos dos factores, el gobierno simplemente no puede ser exitoso en sus múltiples intentos de enfrentar el problema.

A pesar de la evidencia, las acciones que propone el gobierno federal son notables porque ignoran de entrada sus propias conclusiones. El gobierno propone crear una policía nacional, a pesar de que existe un cuerpo judicial federal que no solo no ha resuelto sino que ha agravado el problema de la criminalidad. Es decir, en la iniciativa gubernamental ni siquiera se reconoce el hecho de que ya existe una policía nacional que no cumple su cometido. La noción de crear un cuerpo paralelo es absurda por sí misma. Pero más que absurda es peligrosa, puesto que mientras que no se resuelva el problema de la impunidad de los criminales, la creación de una nueva policía simplemente implicará un mayor índice de criminalidad. Puesto en otros términos, el gobierno está pidiendo que los gobernadores paguen no por la solución de un problema, sino por su agravamiento.

Pero eso no es todo. Con su propuesta de reducir los requisitos para que un juez otorgue una orden de aprehensión contra un supuesto criminal, el gobierno federal vuelve a su manía de cambiar las leyes, como si la realidad pudiese ser alterada a voluntad del legislador. Dicha iniciativa ignora totalmente el hecho de que la impunidad es el problema que yace detrás de la delincuencia y la criminalidad. La iniciativa de ley enviada al Congreso propone reducir los requisitos para que un juez otorgue una orden de aprehensión y un auto de formal prisión y eliminar las trabas legalistas que impiden la conclusión rápida de un juicio. Evidentemente a toda la ciudadanía le gustaría acabar con la criminalidad; sin embargo, la manera de lograrlo no es reduciendo los derechos ciudadanos ni eliminando o erosionando las pocas garantías con que contamos los mexicanos para protegernos de la arbitrariedad policiaca. Es incomprensible la noción de que la inseguridad va a disminuir mediante el otorgamiento de mayores poderes a las autoridades policiacas que, nominalmente, son responsables de atacar el crimen, pero que en realidad son parte inherente a él, ya sea por complicidad, ineficiencia, ineptitud, o por corrupción.

Las dos iniciativas del gobierno federal adolecen de la misma falla: parten de un diagnóstico equivocado y al hacerlo fortalecen, protegen y facilitan la labor de las personas, entidades y corporaciones que son responsables de, al menos, proteger y solapar a las mafias y bandas de criminales en el país. Aumentar los recursos destinados a estas actividades o modificar las leyes para facilitar su negativo e irregular desempeño a costa de la ciudadanía es simplemente inaceptable. Implica que el gobierno está dispuesto a condonar la impunidad de los criminales o, en el más benigno de los casos, que ha decidido abdicar a su responsabilidad de garantizar la integridad física y patrimonial de la ciudadanía.

Las propuestas del gobierno de la ciudad de México para atacar el problema de la inseguridad no son más sensatas o menos absurdas que las del gobierno federal. Para el gobierno del Distrito Federal la política idónea es la de la tolerancia cero, que fue muy exitosa en la ciudad de Nueva York. La política de tolerancia cero consiste en penalizar cualquier comportamiento delictivo, así sea éste menor, como cruzar la calle a la mitad de una cuadra, en vez de en la esquina, tirar un pedazo de papel en la vía pública o tratar de realizar comercio ambulante. Detrás de esta política se encuentra la noción de que si la población se acostumbra a respetar la ley, a sabiendas de que va a ser penalizada aun por cosas menores, nadie se va a atrever a llevar a cometer crímenes mayores. Evidentemente, esta idea lleva implícito el requisito de eficacia de los encargados de procuración de justicia, tema al menos distante en nuestra realidad.

Los resultados en Nueva York han sido espectaculares. Pero, para nuestra desgracia, la estrategia no es aplicable a México, por más que pudiese sonar atractiva. Para comenzar, la mayor parte de la criminalidad en México es organizada, lo que de entrada nulifica todo el concepto. Ninguna mafia va a encontrar en una multa por tirar basura un desincentivo a su labor criminal. Por si esto no fuera suficiente, dado el contubernio entre las autoridades y los delincuentes, esta estrategia implicaría, una vez más, dotar a las autoridades policiacas de poderes adicionales para poder llevar a cabo su labor delictiva con mayor comodidad. Valiente solución.

Terminar con la criminalidad requiere de un enfoque que, además de la «tolerancia cero», incluya cinco factores indispensables: a) leyes idóneas; b) un aparato de procuración de justicia (los ministerios públicos) que funcione (y que, por ejemplo, pueda preparar actas, investigar los delitos y presentar las pruebas correspondientes); c) un aparato de administración de justicia eficaz (frente al desorden, ineficacia y venalidad que hoy existen); d) una policía preparada, armada, bien pagada y capacitada que cumpla con sus funciones; y e) un consenso social que apoye la labor policiaca. Inútil afirmar que no contamos con ninguno de estos factores en la actualidad, por lo que la «tolerancia cero» funcionaría contra la colectividad y a favor de la delincuencia en uniforme.

La solución al problema de la criminalidad no va a venir del cielo, ni de la acumulación de leyes o iniciativas, por brillantes que éstas sean. Nuestro problema es de impunidad y es ahí donde tiene que concentrarse el esfuerzo. No en la disminución de derechos ciudadanos o en el otorgamiento de todavía más prerrogativas a quienes solapan o se benefician de la delincuencia. Todavía más importante, las soluciones fáciles -los cambios de leyes o la adopción de teorías que nada tienen que ver con nuestra realidad- no pueden prosperar. Pero si no se comienza ahora por enfrentar la impunidad, el futuro será mucho peor. ¿Cuándo harán suyo el problema de la criminalidad los partidos políticos y sus legisladores?

 

La ropa sucia

Nuestras ya de por sí devaluadas ilusiones y aspiraciones recibieron un nuevo golpe el pasado martes cuando  autoridades judiciales y financieras norteamericanas anunciaron  que habían encontrado prácticas de lavado de dinero en varias instituciones bancarias del país. En sentido estricto, lo que las autoridades norteamericanas hicieron fue tender una celada -en Estados Unidos- a muchos funcionarios de instituciones bancarias mexicanas. Varios cayeron en la trampa y hoy se encuentran enfrentando acusaciones sumamente graves. Aunque criticable como procedimiento, el operativo llevado a cabo por las autoridades de aduanas de nuestro vecino país revela no sólo una profunda (y muy grave) desconfianza de las autoridades americanas hacia nuestras propias autoridades, sino también la falta de seriedad con que con frecuencia se hacen las cosas en México.

 

En un país donde el estado de derecho no existe y en el que, además, sus autoridades, a todos los niveles, son dadas a las soluciones fáciles e inmediatas, en las que rara vez la legalidad es tomada en cuenta, lo que realmente  hicieron las autoridades norteamericanas fue confirmar lo que todos sabíamos o podíamos sospechar de antemano:  que los conceptos de bien y mal y de legal o ilegal son relativos en nuestro país. Atraídos  por el ofrecimiento de acceso fácil a comisiones por el manejo de dinero presuntamente proveniente del narcotráfico, algunos funcionarios bancarios aceptaron convertirse en cómplices, para ahora acabar en la cárcel. Aunque seguramente hubo  muchos individuos que se negaron a participar en el negocio, los que sí lo hicieron acabaron provocando, además de sus propias dificultades, un incidente internacional de altos vuelos. Pero el problema de fondo no se encuentra en lo dudoso del operativo realizado -la provocación explícita para hacer caer a una persona en una trampa- sino en el hecho de que el lavado de dinero haya podido tener lugar.

 

El incidente  internacional causado por este operativo es sumamente preocupante.   El hecho de que el gobierno norteamericano haya ocultado su estratagema hasta que el anuncio final fuera hecho público, revela una profunda desconfianza hacia las autoridades mexicanas. A diferencia de los temas relativos al narcotráfico y las instancias gubernamentales tradicionalmente involucradas, en este operativo trabajaron personas y corporaciones dependientes del  Departamento del Tesoro norteamericano, institución con la que se presumía existían excelentes relaciones. De esta manera, la desconfianza de las autoridades norteamericanas ya no sólo se limita a las policías y procuradurías del país (a las que anualmente se acusa, lamentablemente con fundamento, de participar directa o indirectamente en el narcotráfico en los debates  sobre la certificación), sino que se extiende, para todo fin práctico, a todo el gobierno federal.

 

El que exista confianza o desconfianza en las autoridades mexicanas por parte de las norteamericanas sería un tema secundario de no ser por el enorme número de puntos de interacción que existen entre ambas naciones. Para todo aquél que haya observado la dinámica entre ambas naciones es evidente que no existe una relación, sino literalmente miles de relaciones que tienen lugar todos los días del año. México y Estados Unidos comparten innumerables procesos, son afectados por problemas semejantes y enfrentan enormes retos. De no haber sido por la cercanía de la relación entre ambos gobiernos en 1994 y 1995, por ejemplo,  la crisis económica  habría sido mucho más  grave y  destructiva.  En este sentido,  mucho más grave que el  operativo policiaco mismo, en el que predominó la desconfianza hacia nuestras policías, es el hecho de que el resto del gobierno mexicano ya no cuenta siquiera con la confianza de su contraparte norteamericana. Con la excepción de Colombia, cuyo presidente no puede visitar Estados Unidos, es difícil caer más bajo.

 

Pero el otro lado de la moneda no es menos grave. El lavado de dinero es un fenómeno internacional sobre el que se ha legislado en prácticamente todo el mundo en los últimos años.  Hace sólo poco más de un año, la legislación respectiva entró en vigor en México.  El operativo realizado por el departamento de aduanas de Estados Unidos demuestra que las regulaciones adoptadas por los bancos mexicanos no son adecuadas o,  al menos,  que no han sido debidamente supervisadas por las propias instituciones financieras y por las autoridades  regulatorias  respectivas.  Todo sugiere que, de hecho,  la legislación en materia de lavado de dinero se adoptó por nuestro país por presiones tanto de las autoridades financieras internacionales como del gobierno norteamericano, sin que se le diera mayor importancia. El resultado ahora es que todo el aparato de supervisión y regulación de las instituciones financieras pasa otra vergüenza más, que, además, nos cargan a todos los mexicanos.

 

La verdad es que detrás de la trampa en que cayeron los funcionarios de tres instituciones bancarias mexicanas se encuentran dos factores muy mexicanos que deben ser atendidos. Por una parte, los humanos respondemos, por naturaleza, a los estímulos que tenemos a nuestro alrededor. Cuando esos estímulos e incentivos no sólo no penalizan sino que incluso, al menos en ocasiones, premian las conductas ilícitas, ilícitas serán las conductas de la población. Ningún mexicano razonable puede decir, a ciencia cierta, que hay algo en nuestra estructura institucional, política o legal que penalice la ilegalidad. Todos sabemos que la ilegalidad se practica en forma cotidiana, que está institucionalizada en el funcionamiento del sistema político tradicional y que, históricamente, los premios y castigos políticos han dependido mucho más del cumplimiento de las llamadas reglas «no escritas» que de leyes formales, transparentes  y que se hacen cumplir por autoridades percibidas como legítimas por la población. Por ello, antes de rasgarnos las vestiduras ante la «agresión extranjera» sería benéfico reconocer nuestras debilidades para poder superarlas.

 

Pero hay otro elemento en todo este circo que tampoco se puede ignorar. Cuando las autoridades hacendarias prepararon la iniciativa de ley en materia de narcotráfico, le agregaron componentes que nada tenían que ver con el narcotráfico y que generaron distorsiones todavía peores a las ya de por sí asociadas al lavado del dinero. A diferencia de la mayoría de los países de Europa, además de Canadá y Estados Unidos, la legislación en materia de lavado de dinero en México incorpora también mecanismos de control fiscal. Es decir, los reportes que tienen que realizar las instituciones financieras al gobierno como parte de la lucha contra el lavado de dinero se tienen que enviar también al fisco para rastrear operaciones que potencialmente pueden representar una evasión de impuestos.

 

En un plano abstracto, no hay razón alguna por la cual no se pueda intentar «matar dos pájaros de un tiro». Pero el lavado de dinero y la evasión fiscal son dos temas distintos, con dinámicas y orígenes distintos. Mientras que la evasión fiscal es enorme y muy difusa en términos sectoriales y regionales, el lavado de dinero originado en el narcotráfico es producto de mafias muy específicas, teóricamente muy bien identificadas por las autoridades. Al mezclar los dos temas,  las autoridades han creado un paraíso para la aparición de dudosos intermediarios financieros que aprovechan los temores de la población a una legislación fiscal confusa y complicada que parece diseñada para facilitar la extorsión más que para recabar impuestos.  Todo esto para una población, la abrumadora mayoría de la cual no está involucrada en la evasión fiscal ni mucho menos en el lavado de dinero.

 

Puesto en otros términos, cuando  el gobierno  se vio  sujeto a presiones internacionales para legislar en materia de lavado de dinero, seguramente  no le dio  la importancia que intencionalmente tenía. En el mejor de los casos, optó por una legislación que confunde los objetivos y los mecanismos y, en todo caso, nunca se propuso llevarla a la práctica en forma seria. Los resultados están a la vista. Los mexicanos en conjunto acabamos siendo catalogados de corruptos, mientras que los responsables del desaseo generalizado se sienten ofendidos y se envuelven en la bandera para «proteger» a una soberanía que nada tiene que ver con el asunto.  Tal parece que estas personas consideran que la soberanía es el manto mágico que garantiza la impunidad.  Mejor seamos serios y responsables y comencemos por enfrentar las consecuencias de la ausencia del estado de derecho.

Las piedras en el camino

Luis Rubio

El desarrollo de la democracia mexicana es un asunto demasiado importante como para dejarlo en las manos de unos cuantos fundamentalistas. Seguramente Bismark habría resumido en una frase lapidaria como ésta el desempeño de la última sesión ordinaria del Congreso. La realidad parece ser que hay un núcleo de políticos -en el Congreso y en los partidos políticos- que se empeña no sólo en hacer valer la nueva correlación de fuerzas políticas en el país -lo cual es a todas luces encomiable y bienvenido-, sino particularmente en saldar viejas cuentas antes de construir una nueva base de desarrollo político para el país. El ánimo de venganza que domina el discurso y el actuar de muchos políticos, sobre todo en el PRD y el PAN, entraña consecuencias ominosas para el futuro.

La última sesión del Congreso se caracterizó por mucha discusión y poca acción. La mayor parte de las iniciativas del Ejecutivo, algunas mejores que otras, quedó marginada por la necesidad (¿necedad?) de los legisladores de demostrar que se acabaron los tiempos en que el Ejecutivo utilizaba al Congreso meramente para ratificar decisiones tomadas de antemano. Pero mientras que algunos legisladores persiguieron su dignidad, otros avanzaban una agenda propia. Por lo anterior, es no sólo comprensible, sino absolutamente lógico, que muchos legisladores se hayan abocado a la necesaria tarea de fortalecer al poder legislativo y a conferirle la respetabilidad de que ha carecido en la era priísta. Pero el hecho de no proceder con su responsabilidad legal de analizar y, en su caso, votar las iniciativas de ley enviadas por el Ejecutivo respondió mucho más a la decisión de un puñado de legisladores y políticos de enseñarle una lección al PRI y el gobierno, que a la calidad de las iniciativas en la agenda.

Las prioridades de ese núcleo de legisladores fundamentalistas no está en la agenda legislativa propiamente dicha, sino en la lista de viejas cuentas y rencillas que ahora buscan saldar. Sólo así es posible explicar el enorme aspaviento que se ha generado en torno a dos procesos muy específicos que ilustran el quehacer legislativo: por una parte los juicios políticos a los gobernadores de Tabasco y Yucatán; y, por otra, la prohibición de usar los colores de la bandera nacional en los emblemas de los partidos. Ambas iniciativas pueden tener méritos jurídicos, pero no cabe la menor duda que el propósito de lanzarlas era estrictamente político. En ambos casos, el propósito podía solamente ser uno: de afectar políticamente al PRI, toda vez que no existe la menor posibilidad de que el Senado (con mayoría del PRI) proceda a juzgar a los gobernadores en cuestión, ni que se pueda obligar al PRI a abandonar el uso de los colores nacionales por el simple hecho de que ninguna ley puede ser retroactiva. Es decir, el propósito único y exclusivo de los legisladores involucrados en estos procesos era el de comenzar a resarcir los agravios del pasado.

Agravios cometidos por el PRI, por gobiernos emanados de ese partido y por políticos pertenecientes a ese partido los hay por miles. Por décadas, la línea seguida por los priístas era la de descalificación inmediata y a ultranza de todo lo que no fuese priísta o pro-gubernamental. A los miembros de partidos de oposición se les trataba como si no fuesen mexicanos y no tuviesen derechos ciudadanos. Como si el PRI fuese el único partido con legitimidad política y legal para gobernar (¿mal gobernar?) a los mexicanos. Muchos de los miembros más distinguidos y honorables de los principales partidos de oposición fueron encarcelados por gobiernos priístas que aseguraban proceder patrióticamente. Si queremos encontrar agravios no habría que buscar con mucho detenimiento.

Pero lo interesante del momento actual es que la mayoría, si no es que la totalidad, de los activistas fundamentalistas en el Congreso no son las personas que pagaron con su libertad el hecho de pensar distinto al PRI o de buscar otra manera de construir un país mejor. Los principales fundamentalistas son ex priístas en el PRD o arribistas en el PAN: personas que no tienen décadas de militancia en la oposición ni viejos agravios que cobrar. Se trata de conversos recientes al anti-priísmo, porque es difícil hablar de democracia cuando todo lo que se hace es buscar destruir el viejo orden en lugar de construir con avidez uno nuevo. Como todos los conversos, su celo con frecuencia rebasa el mandato de las urnas y, sobre todo, la sensatez que es indispensable en este momento en que el país transita por un proceso político extraordinariamente delicado.

Un Congreso serio, profundo y comprometido se abocaría al análisis y escrutinio cuidadoso de diversas iniciativas de ley, que es la responsabilidad última de los legisladores, como algunos afirman está ocurriendo con iniciativas de ley como la relativa al FOBAPROA, donde, además, las oportunidades de exhibir al gobierno son infinitas, con costos económicos o políticos relativamente menores. Si los legisladores encuentran inadecuada o insuficiente una determinada iniciativa de ley, su obligación es la de modificarla o desecharla. Pero ese no ha sido el curso que han tomado hasta ahora. Lo que han hecho es postergar -si no es que abdicar a- su responsabilidad de legislar en estos temas. El propósito de ese grupo de legisladores parece ser el de destruir el régimen priísta; el problema es que no están dejando nada en su lugar. Nada más dañino para el país en estos momentos.

La gran interrogante es si el actuar de los legisladores va a tener algún efecto sobre los votantes. Por el momento, todo parece indicar que mientras los legisladores no legislan, el PRI va que vuela a arrasar en los comicios que tendrán lugar en el transcurso de este año. Según todos los estudios y encuestas que existen en este momento, el PRI podría acabar ganando ocho, si no es que nueve, de las gubernaturas en disputa. De confirmarse estos pronósticos, resultaría evidente que los electores no están siguiendo con gran detalle la supuesta construcción de la nueva democracia mexicana.

Pero los riesgos implícitos en el actuar de estos legisladores van mucho más allá de los votos futuros que pudiese recibir o perder un determinado partido. Si lo peor que pudiese ocurrir como resultado del activismo político de algunos legisladores fuese el premio o el castigo de los votantes en las urnas, los mexicanos deberíamos estar agradecidos de los esfuerzos de nuestros legisladores. Sin embargo, la realidad es que los riesgos nada tienen que ver con las urnas.

Estamos inmersos en un proceso político de sucesión presidencial que no tiene alternativas. Todos sabemos que tendremos nuevo presidente en diciembre del año 2000. Lo que no es certero es si todos los procesos políticos y económicos que tienen que resolverse y consolidarse de aquí a esa fecha vayan a concluirse. Algunos de estos tienen que ver con el comportamiento de cada uno de los actores políticos en lo individual, pero todos tienen que ver con las reglas del juego y las instituciones que se vayan formado de aquí en adelante. La manera en que se comporten los legisladores en este momento va a tener un enorme impacto sobre el comportamiento de futuros legisladores. Si el ánimo de venganza domina el actuar de la mayoría multipartidista actual en el Congreso, ese mismo podría ser el comportamiento de cualquier partido que, en el futuro, lograse la mayoría por sí mismo. No parece haber pocas rencillas entre los propios legisladores del PAN y del PRD como para asegurar que unos no estarían dispuestos a cobrarle cuentas a los otros en el futuro. Los círculos viciosos, y destructivos, podrían ser infinitos.

Detrás de todo esto se encuentra un problema fundamental: nuestra democracia no ha sido producto de la exitosa, gradual y pacífica evolución de la política nacional, sino de los conflictos, encuentros, asesinatos y violencia que han caracterizado al país en el último lustro, así como de las reacciones desesperadas del electorado. Estos procesos han arrojado acuerdos políticos incipientes, pero ningún incentivo (ni capacidad institucional de coacción) para obligar a los partidos a contribuir en un proceso colectivo de construcción institucional. El resultado es que hemos logrado algo muy importante -convertir a las elecciones en el mecanismo para seleccionar gobernantes- pero insuficiente, pues no se ha logrado nada similar para definir la manera en que los mexicanos nos vamos a gobernar. El circo legislativo es una muestra fehaciente de este fenómeno.

El primer Congreso con mayoría de oposición, producto de la decisión colectiva de los electores mexicanos y no de los partidos políticos, podría así acabar siendo un fracaso. Los legisladores pierden una oportunidad tras otra de discutir las cosas que verdaderamente son centrales, como lo es el reglamento interno del Congreso, para dedicarse a enseres menores que no tienen más que efectos simbólicos. Que primero cumplan con sus responsabilidades con los mexicanos y luego se aboquen a sus revanchas personales, porque el peor de todos los mundos sería el retorno al control legislativo del PRI sin que nada haya cambiado en la forma de operar del Congreso.