Fobaproa es un tema políticamente explosivo, pero prácticamente nadie sabe por qué. Sin embargo, descifrar ese porqué es crucial, pues la asignación de culpas y responsabilidades es siempre un deporte fácil en nuestro ambiente político, pero no siempre justo, certero, o incluso provechoso. El tema es explosivo por sus dimensiones -sesenta y cinco mil millones de dólares- pero también porque los partidos y los políticos sospechan (o temen) que el fondo diseñado para proteger el ahorro bancario esconde la corrupción del siglo. Sin embargo, todo parece indicar que la corrupción no es, ni remotamente, el tema medular del Fobaproa.
El origen, la gestación y erupción del Fobaproa no son producto de la casualidad. Son producto de la ineficiencia, incompetencia y sucesión de errores de visión y operación por parte de las autoridades financieras a lo largo de las últimas dos décadas, más que de la corrupción, entendida ésta como el saqueo del erario público, aunque desde luego también de eso ha habido en este funesto drama que afectará a todos los mexicanos. El problema actual del Fobaproa es el resultado fatal, casi inevitable, de una sucesión de decisiones gubernamentales que generaron incentivos extraordinariamente destructivos para la economía del país y que deben ser analizados y discutidos en esa perspectiva. De por medio se encuentra no sólo la deuda pública, sino el futuro de los bancos, corazón de la economía del país.
Los problemas de la banca comenzaron en los setenta. Hasta ese entonces, los bancos se habían distinguido por cumplir su función esencial: captar el ahorro del público y otorgar crédito a las empresas para que éstas, a su vez, invirtieran, crecieran y generaran riqueza y empleos. Esa ecuación cambió en los setenta, cuando toda la actividad económica sufrió una aguda politización. Producto de esa politización fue el creciente déficit público que desplazó al sector privado del financiamiento otorgado por la banca. Así, los banqueros dejaron de financiar la actividad productiva para financiar un galopante -e improductivo- gasto gubernamental. Para 1982 el modelo económico promovido por dos sucesivas administraciones había quebrado. El último acto de politización de la actividad económica fue la estatización de los bancos.
La estatización de la banca hizo imposible el desarrollo de los bancos. Estos rápidamente se incorporaron a la lógica del sector público, perdiendo en el camino a sus mejores y más capacitados elementos. Algo semejante ocurrió con la Comisión Nacional Bancaria, la agresiva y temida entidad reguladora, que poco a poco fue perdiendo relevancia, fuerza política y capacidad de supervisión. Para cuando se decidió reprivatizar los bancos, éstos se habían rezagado dramáticamente y la Comisión Nacional Bancaria no estaba preparada para supervisar entidades bancarias en la era de la globalización.
La manera en que se privatizaron los bancos explica en buena medida, aunque no en su totalidad, el problema actual del Fobaproa. Había muchas maneras en que, al menos en teoría, los bancos pudieron haber sido privatizados. Nuestra historia de corrupción y la necesidad de encontrar un mecanismo que fuese transparente explican el curso de acción que se siguió. El Comité de Desincorporación Bancaria optó por subastar los bancos, pretendiendo con ello conferirle transparencia al proceso de privatización. Aún así, siguieron existiendo márgenes para afectar el desarrollo del proceso, pues la valuación de una institución no se da en abstracto, sino que resulta del entorno regulatorio en que ésta va a operar. La burocracia podía hacer que los bancos valieran más o menos, según el entorno regulatorio que decidiera a su libre albedrío. El comité responsable de la desincorporación de los bancos se abocó a crear las condiciones para que los bancos se valuaran lo más caro posible. El objetivo primario no fue el de crear instituciones financieras sólidas y viables para el futuro del país, sino el de incrementar la recaudación fiscal. Maximizar el precio para evitar críticas, como si mucho dinero fuese garantía de éxito.
Para maximizar el precio se hicieron cosas escalofriantes: primero que nada, se cerró la entrada a nuevas instituciones del exterior, para no generar competencia a los bancos privatizados; segundo, en la práctica, se permitieron compras apalancadas, es decir, se permitió que se compraran bancos a crédito, lo que implicaba que, en la realidad, no existiera capital en muchos de ellos (lo que no sólo era ilegal, sino atentatorio de toda práctica bancaria saludable). Tercero, en la práctica, se alentaron las compras apalancadas y se facilitaron fondos para esas adquisiciones -casi siempre de manera politizada- por medio de los bancos de desarrollo; y cuarto, se inventaron criterios contables ad hoc (es decir, contrarios a los prevalecientes en el resto del mundo) para elevar el valor de los activos de las instituciones. Es decir, para ponerlo directo y simple, se infló el valor de los bancos y se descapitalizó al sistema financiero en su conjunto.
Los nuevos banqueros tuvieron que enfrentar realidades inéditas. Primero, la mayoría de los nuevos banqueros eran personas probas, pero muy pocos de ellos eran banqueros. Luego resultó que al Comité de Desincorporación se le escaparon varias personas no sólo de dudosa reputación, sino francamente deshonestas, entre los nuevos propietarios de la banca. A estos dos factores es importante adicionar un tercero: por el enorme ajuste fiscal que había tenido lugar a lo largo de los ochenta, los nuevos banqueros se encontraron con enormes cantidades de fondos prestables tan pronto les fueron entregadas las llaves. Para terminar, la nueva banca estaría supervisada por una Comisión Nacional Bancaria enclenque, que había perdido a su mejor gente, que se había anquilosado y que no tenía instrumentos para supervisar o incluso comprender las sofisticadas operaciones de la banca moderna.
Los nuevos banqueros necesitaban prestar mucho a tasas muy altas para poder recuperar los extraordinarios precios que habían pagado por los bancos y, en algunos casos, para pagar los bancos que habían comprado con saliva. Además, las decisiones de crédito las tomaban personas sin experiencia que, con frecuencia, otorgaban créditos a los peores sujetos de riesgo. Fueron estas debilidades, mucho más que la deshonestidad de algunos de los nuevos banqueros, las que dan cuenta del enorme volumen de cartera en problemas que ahora pertenece al Fobaproa.
La devaluación de diciembre de 1994 no podía haber tenido lugar en un momento más vulnerable. Con la devaluación de diciembre se dispararon las tasas de interés, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer impagables muchos de los créditos otorgados por los bancos. Las autoridades se encontraron con un escenario que se deterioraba rápidamente. Tenían que actuar con celeridad para evitar la descapitalización de los bancos. Sin embargo, con un par de excepciones, lo único que lograron las autoridades fueron «compromisos» de capitalización por parte de los accionistas, compromisos que no se materializaron. Todas sus acciones fueron tardías e insuficientes, lo que promovió la generalización de la cultura del no pago.
En vez de capitalizar a los bancos y de subsidiar a los deudores como hubiera sido deseable, las autoridades iniciaron un proceso que nunca pudo concluirse. Se comenzó por comprar cartera sin ton ni son. El procedimiento para la adquisición de cartera fue aleatorio: en algunos casos se firmaron convenios para compartir el riesgo entre el banco y el Fobaproa y en otros no. Las prisas y la más absoluta discrecionalidad y reserva en los criterios aplicados hacían imposible saber lo que Fobaproa estaba comprando.
Los errores de las autoridades financieras se fueron acumulando y sus funcionarios, cada vez más preocupados de las posibles implicaciones de sus propios errores, se dedicaron a encubrirlos. En lugar de enfrentar los problemas de origen, la práctica cotidiana fue la de intentar tapar los agujeros, tratar de corregir las faltas anteriores con decisiones cada vez más atrevidas. Lo que resultó fue un cúmulo de errores que en la actualidad despierta toda clase de sospechas, la abrumadora mayoría de las cuales no es justificada.
No cabe ni la menor duda de que hay muchos abusos en el manejo del Fobaproa. Desafortunadamente, esos se derivan de los incentivos que creó el mal llamado «rescate» bancario. Cuando todos los incentivos promovían la deshonestidad, mucha gente entró por la puerta grande y se sirvió sin recato. Independientemente de los fraudes hechos y derechos -como los de Carlos Cabal, Angel Rodríguez y Jorge Lankenau-, en el camino se adquirieron créditos de personas pudientes y cartera de los propios banqueros. Pero si uno analiza los montos involucrados, la corrupción fue, en todo caso, el menor de los temas. De los sesenta y cinco mil millones de dólares en el Fobaproa, los tres fraudes de banqueros suman cuatro mil doscientos millones de dólares (800 de Carlos Cabal, 400 de Angel Rodríguez y 3000 de Jorge Lankenau), cifra enorme en términos absolutos pero solo el 6% del total. Todo el resto es producto de deudas que nadie paga pero que nos cuestan a todos.
Ciertamente hubo arbitrariedades y favoritismos pero, en esencia, el problema del Fobaproa es uno de apilación de estupideces y su encubrimiento, circunstancias que hicieron fácil la vida de los muchos vivales que se beneficiaron del Fobaproa. Esto ocurrió básicamente por la arrogancia y falta de responsabilidad de las autoridades bancarias y hacendarias que crearon el entorno propicio para el abuso y no mucho más. Aunque hoy la supervisión bancaria es substancialmente mejor, el costo de no haberla tenido a tiempo es ciertamente imponente.
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