Nuestras ya de por sí devaluadas ilusiones y aspiraciones recibieron un nuevo golpe el pasado martes cuando autoridades judiciales y financieras norteamericanas anunciaron que habían encontrado prácticas de lavado de dinero en varias instituciones bancarias del país. En sentido estricto, lo que las autoridades norteamericanas hicieron fue tender una celada -en Estados Unidos- a muchos funcionarios de instituciones bancarias mexicanas. Varios cayeron en la trampa y hoy se encuentran enfrentando acusaciones sumamente graves. Aunque criticable como procedimiento, el operativo llevado a cabo por las autoridades de aduanas de nuestro vecino país revela no sólo una profunda (y muy grave) desconfianza de las autoridades americanas hacia nuestras propias autoridades, sino también la falta de seriedad con que con frecuencia se hacen las cosas en México.
En un país donde el estado de derecho no existe y en el que, además, sus autoridades, a todos los niveles, son dadas a las soluciones fáciles e inmediatas, en las que rara vez la legalidad es tomada en cuenta, lo que realmente hicieron las autoridades norteamericanas fue confirmar lo que todos sabíamos o podíamos sospechar de antemano: que los conceptos de bien y mal y de legal o ilegal son relativos en nuestro país. Atraídos por el ofrecimiento de acceso fácil a comisiones por el manejo de dinero presuntamente proveniente del narcotráfico, algunos funcionarios bancarios aceptaron convertirse en cómplices, para ahora acabar en la cárcel. Aunque seguramente hubo muchos individuos que se negaron a participar en el negocio, los que sí lo hicieron acabaron provocando, además de sus propias dificultades, un incidente internacional de altos vuelos. Pero el problema de fondo no se encuentra en lo dudoso del operativo realizado -la provocación explícita para hacer caer a una persona en una trampa- sino en el hecho de que el lavado de dinero haya podido tener lugar.
El incidente internacional causado por este operativo es sumamente preocupante. El hecho de que el gobierno norteamericano haya ocultado su estratagema hasta que el anuncio final fuera hecho público, revela una profunda desconfianza hacia las autoridades mexicanas. A diferencia de los temas relativos al narcotráfico y las instancias gubernamentales tradicionalmente involucradas, en este operativo trabajaron personas y corporaciones dependientes del Departamento del Tesoro norteamericano, institución con la que se presumía existían excelentes relaciones. De esta manera, la desconfianza de las autoridades norteamericanas ya no sólo se limita a las policías y procuradurías del país (a las que anualmente se acusa, lamentablemente con fundamento, de participar directa o indirectamente en el narcotráfico en los debates sobre la certificación), sino que se extiende, para todo fin práctico, a todo el gobierno federal.
El que exista confianza o desconfianza en las autoridades mexicanas por parte de las norteamericanas sería un tema secundario de no ser por el enorme número de puntos de interacción que existen entre ambas naciones. Para todo aquél que haya observado la dinámica entre ambas naciones es evidente que no existe una relación, sino literalmente miles de relaciones que tienen lugar todos los días del año. México y Estados Unidos comparten innumerables procesos, son afectados por problemas semejantes y enfrentan enormes retos. De no haber sido por la cercanía de la relación entre ambos gobiernos en 1994 y 1995, por ejemplo, la crisis económica habría sido mucho más grave y destructiva. En este sentido, mucho más grave que el operativo policiaco mismo, en el que predominó la desconfianza hacia nuestras policías, es el hecho de que el resto del gobierno mexicano ya no cuenta siquiera con la confianza de su contraparte norteamericana. Con la excepción de Colombia, cuyo presidente no puede visitar Estados Unidos, es difícil caer más bajo.
Pero el otro lado de la moneda no es menos grave. El lavado de dinero es un fenómeno internacional sobre el que se ha legislado en prácticamente todo el mundo en los últimos años. Hace sólo poco más de un año, la legislación respectiva entró en vigor en México. El operativo realizado por el departamento de aduanas de Estados Unidos demuestra que las regulaciones adoptadas por los bancos mexicanos no son adecuadas o, al menos, que no han sido debidamente supervisadas por las propias instituciones financieras y por las autoridades regulatorias respectivas. Todo sugiere que, de hecho, la legislación en materia de lavado de dinero se adoptó por nuestro país por presiones tanto de las autoridades financieras internacionales como del gobierno norteamericano, sin que se le diera mayor importancia. El resultado ahora es que todo el aparato de supervisión y regulación de las instituciones financieras pasa otra vergüenza más, que, además, nos cargan a todos los mexicanos.
La verdad es que detrás de la trampa en que cayeron los funcionarios de tres instituciones bancarias mexicanas se encuentran dos factores muy mexicanos que deben ser atendidos. Por una parte, los humanos respondemos, por naturaleza, a los estímulos que tenemos a nuestro alrededor. Cuando esos estímulos e incentivos no sólo no penalizan sino que incluso, al menos en ocasiones, premian las conductas ilícitas, ilícitas serán las conductas de la población. Ningún mexicano razonable puede decir, a ciencia cierta, que hay algo en nuestra estructura institucional, política o legal que penalice la ilegalidad. Todos sabemos que la ilegalidad se practica en forma cotidiana, que está institucionalizada en el funcionamiento del sistema político tradicional y que, históricamente, los premios y castigos políticos han dependido mucho más del cumplimiento de las llamadas reglas «no escritas» que de leyes formales, transparentes y que se hacen cumplir por autoridades percibidas como legítimas por la población. Por ello, antes de rasgarnos las vestiduras ante la «agresión extranjera» sería benéfico reconocer nuestras debilidades para poder superarlas.
Pero hay otro elemento en todo este circo que tampoco se puede ignorar. Cuando las autoridades hacendarias prepararon la iniciativa de ley en materia de narcotráfico, le agregaron componentes que nada tenían que ver con el narcotráfico y que generaron distorsiones todavía peores a las ya de por sí asociadas al lavado del dinero. A diferencia de la mayoría de los países de Europa, además de Canadá y Estados Unidos, la legislación en materia de lavado de dinero en México incorpora también mecanismos de control fiscal. Es decir, los reportes que tienen que realizar las instituciones financieras al gobierno como parte de la lucha contra el lavado de dinero se tienen que enviar también al fisco para rastrear operaciones que potencialmente pueden representar una evasión de impuestos.
En un plano abstracto, no hay razón alguna por la cual no se pueda intentar «matar dos pájaros de un tiro». Pero el lavado de dinero y la evasión fiscal son dos temas distintos, con dinámicas y orígenes distintos. Mientras que la evasión fiscal es enorme y muy difusa en términos sectoriales y regionales, el lavado de dinero originado en el narcotráfico es producto de mafias muy específicas, teóricamente muy bien identificadas por las autoridades. Al mezclar los dos temas, las autoridades han creado un paraíso para la aparición de dudosos intermediarios financieros que aprovechan los temores de la población a una legislación fiscal confusa y complicada que parece diseñada para facilitar la extorsión más que para recabar impuestos. Todo esto para una población, la abrumadora mayoría de la cual no está involucrada en la evasión fiscal ni mucho menos en el lavado de dinero.
Puesto en otros términos, cuando el gobierno se vio sujeto a presiones internacionales para legislar en materia de lavado de dinero, seguramente no le dio la importancia que intencionalmente tenía. En el mejor de los casos, optó por una legislación que confunde los objetivos y los mecanismos y, en todo caso, nunca se propuso llevarla a la práctica en forma seria. Los resultados están a la vista. Los mexicanos en conjunto acabamos siendo catalogados de corruptos, mientras que los responsables del desaseo generalizado se sienten ofendidos y se envuelven en la bandera para «proteger» a una soberanía que nada tiene que ver con el asunto. Tal parece que estas personas consideran que la soberanía es el manto mágico que garantiza la impunidad. Mejor seamos serios y responsables y comencemos por enfrentar las consecuencias de la ausencia del estado de derecho.