Los temas educativos parecen dominar el debate dentro del PRI, sobre todo ahora que varios estados aprobaron exitosamente la primaria. No es para menos. Después de toda una vida (larga vida) fundamentada en el dedazo en materia de selección de candidatos, las elecciones primarias en cinco estados en los últimos meses resultaron ser tan exitosas que ahora le han creado un enorme dilema al PRI. El camino inaugurado en Chihuahua hace unos cuantos meses obliga al PRI a definir su estrategia para la nominación de candidato a la presidencia en el año 2000. Por donde le busquen los priístas, su dilema es complicadísimo -si no es que ominoso.
Hoy en Chihuahua y Zacatecas los priístas tendrán una primera oportunidad de evaluar la efectividad de dos vías alternas para elegir a sus candidatos. En Chihuahua a través de una elección primaria abierta emergió un candidato con gran credibilidad. En Zacatecas la historia fue distinta: un cacique le impidió al que parecía candidato natural del PRI llegar a la candidatura e impuso su voluntad El frustrado aspirante acabó en el PRD, partido por el que hoy compite. Lo que pase hoy en Chihuahua y Zacatecas va a arrojar importantes lecciones para el PRI, pero este partido corre el riesgo de ignorar las relevantes. Lo que está de por medio para el PRI son menos las gubernaturas que se disputan el día de hoy que su capacidad de adecuarse a las nuevas realidades nacionales y, con ello, tener una oportunidad real de ganar en el 2000.
La historia del PRI es la historia del dedazo. Por lo menos desde Alvaro Obregón, la selección de candidatos había sido decisión del centro, en específico del presidente de la República y, por consecuencia, del partido. El mecanismo tenía la enorme virtud de concentrar el poder, crear un sistema infalible de lealtades y facilitar la toma de decisiones. También tenía el enorme defecto de magnificar las torpezas, generalizar las crisis y preservar y acumular los errores que cometían los gobernantes. Un presidente visionario y competente facilitaba y promovía el desarrollo con mucha mayor facilidad que sus semejantes en otros países. Pero lo contrario también era cierto: un presidente incompetente -y vaya que si los hemos tenido- convertía cada una de sus decisiones en una crisis inmediata o futura, en ocasiones con consecuencias nefastas décadas después de dejar el poder. Ningún mexicano -priísta o no- puede, en su sano juicio, lamentar el fin de la era del dedazo.
El fin del dedazo tiene implicaciones para los mexicanos en lo general y para el PRI en lo particular. Para los mexicanos implica la posibilidad de hacer realidad la promesa -nunca consumada- de Plutarco Elías Calles de crear un país de instituciones. Implica la construcción de nuevas instituciones, la descentralización del poder, la competencia entre distintas instancias y niveles de gobierno y la creación de mecanismos (aunque, al menos en un principio, de carácter informal) para poder exigir que los gobernantes rindan cuentas a la población sobre sus actos. El fin de la era del dedazo entraña el fin de la era de los gobernantes iluminados, pero también exige nuevas respuestas y acciones en torno a problemas fundamentales -como el de la inseguridad pública- que, en buena medida, son producto del fin del poder absoluto y centralizado. Es decir, la desaparición del dedazo como mecanismo de selección de candidatos -y por tanto, como mecanismo de control- abre la puerta, como ya hemos visto en los últimos tres años, al desarrollo político y democrático del país, pero también exige acciones inéditas en frentes clave hasta ahora desconocidos en nuestra historia.
Para el PRI la desaparición del dedazo implica un problema radicalmente distinto. El PRI se desarrolló al amparo del dedazo en gran medida porque eso resolvía el problema tanto de la disputa por el poder como el de la ingobernabilidad que había producido la lucha revolucionaria a principios del siglo. A cambio de su lealtad y disciplina los priístas lograban acceso a infinidad de privilegios y beneficios. Por su parte, la disciplina y la lealtad al presidente hicieron posible, primero, pacificar al país y, eventualmente, hacerlo gobernable. A pesar de los vicios asociados al esquema, la paz social de que gozó el país por décadas fue notoria, sobre todo si se compara con el desarrollo político de otros países del continente. Como atestiguan los últimos veinticinco años, el mecanismo eventualmente perdió efectividad y comenzó a ser disfuncional y a convertirse en una fuente permanente (y magnificadora) de crisis.
Las elecciones primarias que se practicaron en varios estados de la República en los últimos meses parecen haberle dado al PRI la receta para romper con su anquilosada y disfuncional estructura del pasado. El fin del dedazo abre la oportunidad para que el PRI deje de ser un sistema de control político, para convertirse en un auténtico partido político. De un plumazo, el nuevo método de selección de candidatos altera todos los incentivos tradicionales de los priístas, creando una nueva estructura institucional. De formalizarse el mecanismo de selección de candidatos por medio de primarias abiertas a la ciudadanía en general, los priístas experimentarían cambios dramáticos. Algunos de ellos muestran la trascendencia de la transformación: en lugar de ver al gobernante como el dueño de sus vidas y almas, por ejemplo, los priístas tendrían que atender las demandas, necesidades y reclamos de los votantes como factor decisivo para su nominación. De igual manera, en lugar de hacer cola en la oficina de un funcionario de quinto nivel en el gobierno central, un gobernador tendría que lidiar con los factores locales de poder, ya no teniendo posibilidad de culpar al gobierno federal de sus faltas o insuficiencias. Puesto en otros términos, un cambio aparentemente pequeño implica una transformación trascendental para el país.
Pero la desaparición del dedazo también crea un nuevo dilema para el PRI y los priístas. El mundo del pasado era fácil para los priístas, en buena medida porque nadie, excepto el presidente, respondía de lo que ocurría. El mundo feliz del PRI consistía en mantener el poder y la distribución de beneficios y privilegios sin más responsabilidad que la de la disciplina y lealtad. Con el fin del dedazo, esa responsabilidad antes difusa, ahora va a recaer directamente en el PRI y sus miembros. A partir de ahora serán ellos quienes, con sus acciones, decidan el devenir del partido y, por su importancia, el del país. La pregunta inmediata que tienen que enfrentar es cómo organizar la elección primaria para la selección del candidato presidencial.
Las opciones teóricas no son muy difíciles de imaginar, pero cada una de ellas tiene consecuencias fundamentales. Los priístas podrían optar por un esquema totalmente abierto, como el ensayado en Chihuahua y otros estados para la nominación de su candidato a la gubernatura, o podrían irse al otro extremo: una nominación totalmente cerrada, pero sin consigna. Es decir, que el Consejo Político Nacional -los líderes del partido- escojan directamente. También podrían estructurar una opción intermedia. De entrada es evidente que, a menos que los priístas quieran destruir el avance logrado, tienen que excluir la opción de dejar al liderazgo del partido la selección del próximo candidato. Pero no es obvio cuál es la alternativa.
Una elección totalmente abierta -es decir, una en la que cualquier mexicano puede votar- implicaría crear, virtualmente, un sistema de dos vueltas para la elección presidencial. Como todos los mexicanos podrían votar, unos votarían por su candidato preferido, en tanto que otros -sobre todo los miembros de otros partidos- votarían para cancelar las candidaturas de los precandidatos que más posibilidades le ofrecerían al PRI de ganar (y, por consecuencia, al PAN o al PRD de perder). Este argumento ha llevado a que muchos priístas propongan acotar el número de votantes potenciales en una elección primaria. Su planteamiento no es malo ni fácilmente desechable, pues pretenden limitar el voto a aquellas personas que son o han sido militantes del PRI. Este planteamiento tiene una lógica impecable, pero también esconde intereses particulares.
El universo de electores que decidirá la identidad del próximo candidato del PRI tendrá que ser producto de una negociación interna. En esta negociación cada posible contendiente tratará de avanzar aquella fórmula que, según sus cálculos, le dé mayores posibilidades de ganar. Unos saben que sólo podrían lograr la nominación en una elección dentro del Consejo Político Nacional (o sea, entre los líderes del propio partido), en tanto que otros sólo tienen oportunidad frente al público amplio. En términos generales, y también simplistas, aunque pueda haber excepciones, mientras más dinosáurico sea un candidato, menos probable sería su elección en una primaria abierta, y viceversa. Naturalmente, quienes reprueban los cambios económicos y políticos de los últimos años prefieren una elección lo más cerrada posible. La paradoja es que, mientras más cerrada la elección, menos cambiará el PRI. Y mientras menos cambie el PRI, menor será el desarrollo político del país. Es mucho más que un candidato lo que está de por medio en la manera en que el PRI elija a su próximo candidato.
Fin de artículo.