En este río revuelto nadie gana

Desacuerdos sobre temas fundamentales parecen caracterizar el entorno político en la actualidad y nadie se preocupa por lo que es esencial para los mexicanos. Los diputados disputan las iniciativas económicas del gobierno con argumentos políticos; el gobierno no hace política para avanzar sus propuestas. Algunos funcionarios de administraciones pasadas fustigan al gobierno y lo acusan de ser «más papista que el papa»; otros lo aplauden y proponen mejores maneras de avanzar las causas gubernamentales, confiando poder obtener el último hueso de su carrera.

 

La ausencia de instituciones, acuerdos y consensos sobre temas esenciales ha hecho que el país dependa de la buena voluntad de quienes pretenden gobernarlo. Algunos seguramente pueden ofrecer gobiernos sensatos y moderados, pero el entorno es más que propicio para populistas y demagogos de toda estirpe.  De esta manera, el país avanza, con prisa y sin pausa, hacia la que promete ser la contienda electoral más importante de nuestros tiempos, pero lo hace sin los mínimos consensos necesarios entre los actores políticos para asegurar un proceso tranquilo, pacífico, transparente y civilizado. De no construirse estos consensos, el camino quedará completamente abierto a las soluciones fáciles y autoritarias de las derechas e izquierdas por igual.

 

Independientemente de las disputas permanentes que acompañan al término, es indudable que el país experimenta una profunda transición política. Los cambios para la población en general son inmensos y sumamente profundos. Hoy en día las elecciones se han convertido en el mecanismo casi indisputado de acceso al poder. Es más que evidente que los gobernantes, en todos los niveles y de todos los partidos, ya no pueden imponer su voluntad sin que haya consecuencias. Nunca en nuestra historia había habido tantas renuncias de funcionarios de segundo y tercer nivel como ocurre en la actualidad en forma casi cotidiana. Aunque los mexicanos tengamos muy pocos mecanismos para obligar a los gobernantes  a desempeñar bien su función, a no abusar de sus puestos y a responder ante el electorado de sus actos y de sus fallas, el hecho es que ya no son totalmente impunes. Hasta los más vituperados políticos priístas de la vieja guardia se desdoblan por adquirir credenciales democráticas. En este sentido, es absurda la noción de que no hay cambios políticos. Estos existen y son reales en todo el país. Lo que no parece cambiar es la naturaleza de la política misma.

 

En retrospectiva, todo parece indicar que la serie de reformas electorales que se ha venido dando en los últimos años, hasta su culminación en 1997, prácticamente ha eliminado el pecado mayor de la política mexicana, el fraude electoral. Las reformas constitucionales en materia electoral fueron aprobadas unánimemente por todos los partidos lo que ha resuelto el problema del acceso al poder al gobierno a nivel federal y en casi todos los estados. El avance en este frente ha sido enorme.

 

Pero la legislación electoral no resolvió todos los problemas pendientes y, como ocurre en estas situaciones, creó otros nuevos. La ley electoral consagró los derechos y privilegios de los tres grandes partidos actuales y, aunque dejó la puerta abierta para la formación de nuevos partidos, no resolvió los problemas esenciales de la competencia política. Las elecciones primarias que los priístas están teniendo ahora muestran palpablemente las limitaciones que todavía expermienta la estructura política del país, en este caso en materia de financiamiento de campañas. Aunque este tema particular, incumbe a la operación interna de los partidos, refleja los problemas generales que todavía están por resolverse. Si los candidatos, sobre todo en estados grandes y populosos, no cuentan con fondos para competir, la competencia se torna sumamente injusta (y, obviamente, anti-democrática). Es decir, si para ganar en una elección primaria un candidato tiene que vender su alma al diablo (o al narco), de nada sirve que existan candados posteriores al financiamiento de campañas para elecciones generales. Por encima de lo anterior se encuentra el enorme problema de la creciente fragmentación del sistema político: se ha erosionado la disciplina de partido, los diputados no se sienten responsables ante sus electores y no se ha desarrollado ni siquiera una mínima capacidad para articular coaliciones (excepto negativas), como muestra el desempeño del Congreso a lo largo de los últimos meses o el circo que vivió el estado de Morelos a raíz de la renuncia del gobernador. La legislación electoral resolvió lo más primitivo de la política (el acceso al poder). Pero nada se ha hecho para hacer gobernable al país.

 

La creciente descentralización que caracteriza al país, un desarrollo muy positivo sobre todo por las tendencias centralistas del pasado, está teniendo lugar en el peor momento posible, porque no hay nada que premie o incentive la unidad nacional. Los mexicanos acabamos dependiendo de la voluntad o capacidad de gobernantes en lo individual para crear mejores posibilidades y oportunidades de desarrollo futuro. Un buen gobernador hace maravillas, en tanto que uno malo acaba siendo el protector de mafias que secuestran a los ciudadanos. Con razón o sin ella, algunos gobernadores han llegado al cinismo de burlarse del congreso y, con él, de todo el país, sin reconocer que al tratar de demeritar al poder legislativo erosionan las muy endebles anclas que existen en la actualidad para comenzar a construir una estructura institucional mínimamente sólida. No es obvio en la actualidad qué es lo que va a mantener unido al país dada la creciente desigualdad económica y regional que lo caracteriza.

 

Las quejas y críticas implícitas en las campañas del PAN y del PRD cuando contendían por curules en el Congreso en 1997, no se han traducido en una fuerza política positiva para la construcción de un nuevo sistema político. De hecho, lo contrario ha ocurrido. Han florecido los conflictos internos de cada partido y se ha afianzado el ánimo de venganza. Los legisladores se niegan a legislar, incluso sobre las cosas esenciales del gobierno interno de la Cámara de Diputados. Quizá más importante, los políticos no reconocen que son los pequeños acuerdos, los modestos avances, los que con frecuencia hacen la diferencia. Dos ejemplos son particularmente elocuentes. Hace poco menos de un año, el PAN y el PRD se unieron para impedir que el PRI tomara control de la Cámara. Hoy en día es rara la ocasión en la que el PRD no fustigue al PAN cuando este último no vota de acuerdo a la voluntad del líder legislativo del PRD. En lugar de encontrar espacios para construir estilos distintos a los que tradicionalmente desarrolló el PRI, las prácticas priístas en el PAN, pero sobre todo en el PRD, son cotidianas. Otro ejemplo, quizá más significativo es el de la aprobación del presupuesto a finales de 1997. En esa ocasión fue la responsabilidad del PAN, actuando con visión de Estado, la que salvó al país de una situación inédita. Sin embargo, en lugar de un reconocimiento por parte del PRI o del gobierno, los panistas se han llevado una refriega cada vez que algún aspecto de ese presupuesto es criticado. Es decir, todo lo bueno fue del PRI y todo lo malo fue del PAN. Con ese antecedente, habrá que poner veladoras para que el proceso de aprobación del presupuesto de 1999 no naufrague.

 

Justo cuando nos enfilamos hacia las elecciones del año 2000, la política experimenta una implosión. La realidad cotidiana de los mexicanos es una de cambios constantes. Uno pensaría que entre la creciente inseguridad pública y la incompetencia de los diversos niveles de gobierno, los mexicanos tendríamos suficiente. Pero la realidad es que los partidos están en crisis, cada uno por sus propias razones y ninguno parece estar avanzando hacia la consolidación de los acuerdos mínimos que hagan posible una evolución tranquila y pacífica de la política -y de todo lo demás- en beneficio de la población. Desde el pedestal en que se encuentran algunos líderes políticos es fácil despotricar contra todo lo que ha sido la historia del PRI (siendo que algunos de los que más despotrican fueron actores centrales de ese partido), pero desde la perspectiva de la población lo que cuenta es un avance gradual y sostenido hacia un mejor nivel de vida y una mayor capacidad para influir en su propio devenir. No hay nada en el horizonte que sugiera que los políticos que hacen grandes discursos sobre la democracia mexicana estén conscientes de que lo esencial no son sus discursos, sino el clima de paz y tranquilidad que los mexicanos requieren para vivir tranquilos y prosperar.

 

El mexicano prototípico ha vivido de crisis en crisis a lo largo de toda su vida. Lo que más desea es un proceso de desarrollo económico constante. Detesta las promesas de los políticos porque sabe bien lo que esas promesas (y discursos) valen. Pero la política mexicana en la actualidad está operando en otro vector: en realidad, prácticamente todas las disputas políticas se refieren a la crisis de 1994, tema sobre el cual no hay el menor consenso, ni dentro del gobierno. La ironía de esto no es pequeña.  Para mediados de 1994 había un consenso casi total entre los mexicanos respecto a temas muy básicos: apertura de la economía, equilibrio fiscal y macroeconómico, bajos niveles de inflación, etcétera. A partir de la crisis, todos los temas parecen ser politizables, hasta los que no le ofrecen beneficio alguno a nadie. El río está revuelto, pero no parece haber pescadores competentes.

Fin de artículo.