Luis Rubio
El desarrollo de la democracia mexicana es un asunto demasiado importante como para dejarlo en las manos de unos cuantos fundamentalistas. Seguramente Bismark habría resumido en una frase lapidaria como ésta el desempeño de la última sesión ordinaria del Congreso. La realidad parece ser que hay un núcleo de políticos -en el Congreso y en los partidos políticos- que se empeña no sólo en hacer valer la nueva correlación de fuerzas políticas en el país -lo cual es a todas luces encomiable y bienvenido-, sino particularmente en saldar viejas cuentas antes de construir una nueva base de desarrollo político para el país. El ánimo de venganza que domina el discurso y el actuar de muchos políticos, sobre todo en el PRD y el PAN, entraña consecuencias ominosas para el futuro.
La última sesión del Congreso se caracterizó por mucha discusión y poca acción. La mayor parte de las iniciativas del Ejecutivo, algunas mejores que otras, quedó marginada por la necesidad (¿necedad?) de los legisladores de demostrar que se acabaron los tiempos en que el Ejecutivo utilizaba al Congreso meramente para ratificar decisiones tomadas de antemano. Pero mientras que algunos legisladores persiguieron su dignidad, otros avanzaban una agenda propia. Por lo anterior, es no sólo comprensible, sino absolutamente lógico, que muchos legisladores se hayan abocado a la necesaria tarea de fortalecer al poder legislativo y a conferirle la respetabilidad de que ha carecido en la era priísta. Pero el hecho de no proceder con su responsabilidad legal de analizar y, en su caso, votar las iniciativas de ley enviadas por el Ejecutivo respondió mucho más a la decisión de un puñado de legisladores y políticos de enseñarle una lección al PRI y el gobierno, que a la calidad de las iniciativas en la agenda.
Las prioridades de ese núcleo de legisladores fundamentalistas no está en la agenda legislativa propiamente dicha, sino en la lista de viejas cuentas y rencillas que ahora buscan saldar. Sólo así es posible explicar el enorme aspaviento que se ha generado en torno a dos procesos muy específicos que ilustran el quehacer legislativo: por una parte los juicios políticos a los gobernadores de Tabasco y Yucatán; y, por otra, la prohibición de usar los colores de la bandera nacional en los emblemas de los partidos. Ambas iniciativas pueden tener méritos jurídicos, pero no cabe la menor duda que el propósito de lanzarlas era estrictamente político. En ambos casos, el propósito podía solamente ser uno: de afectar políticamente al PRI, toda vez que no existe la menor posibilidad de que el Senado (con mayoría del PRI) proceda a juzgar a los gobernadores en cuestión, ni que se pueda obligar al PRI a abandonar el uso de los colores nacionales por el simple hecho de que ninguna ley puede ser retroactiva. Es decir, el propósito único y exclusivo de los legisladores involucrados en estos procesos era el de comenzar a resarcir los agravios del pasado.
Agravios cometidos por el PRI, por gobiernos emanados de ese partido y por políticos pertenecientes a ese partido los hay por miles. Por décadas, la línea seguida por los priístas era la de descalificación inmediata y a ultranza de todo lo que no fuese priísta o pro-gubernamental. A los miembros de partidos de oposición se les trataba como si no fuesen mexicanos y no tuviesen derechos ciudadanos. Como si el PRI fuese el único partido con legitimidad política y legal para gobernar (¿mal gobernar?) a los mexicanos. Muchos de los miembros más distinguidos y honorables de los principales partidos de oposición fueron encarcelados por gobiernos priístas que aseguraban proceder patrióticamente. Si queremos encontrar agravios no habría que buscar con mucho detenimiento.
Pero lo interesante del momento actual es que la mayoría, si no es que la totalidad, de los activistas fundamentalistas en el Congreso no son las personas que pagaron con su libertad el hecho de pensar distinto al PRI o de buscar otra manera de construir un país mejor. Los principales fundamentalistas son ex priístas en el PRD o arribistas en el PAN: personas que no tienen décadas de militancia en la oposición ni viejos agravios que cobrar. Se trata de conversos recientes al anti-priísmo, porque es difícil hablar de democracia cuando todo lo que se hace es buscar destruir el viejo orden en lugar de construir con avidez uno nuevo. Como todos los conversos, su celo con frecuencia rebasa el mandato de las urnas y, sobre todo, la sensatez que es indispensable en este momento en que el país transita por un proceso político extraordinariamente delicado.
Un Congreso serio, profundo y comprometido se abocaría al análisis y escrutinio cuidadoso de diversas iniciativas de ley, que es la responsabilidad última de los legisladores, como algunos afirman está ocurriendo con iniciativas de ley como la relativa al FOBAPROA, donde, además, las oportunidades de exhibir al gobierno son infinitas, con costos económicos o políticos relativamente menores. Si los legisladores encuentran inadecuada o insuficiente una determinada iniciativa de ley, su obligación es la de modificarla o desecharla. Pero ese no ha sido el curso que han tomado hasta ahora. Lo que han hecho es postergar -si no es que abdicar a- su responsabilidad de legislar en estos temas. El propósito de ese grupo de legisladores parece ser el de destruir el régimen priísta; el problema es que no están dejando nada en su lugar. Nada más dañino para el país en estos momentos.
La gran interrogante es si el actuar de los legisladores va a tener algún efecto sobre los votantes. Por el momento, todo parece indicar que mientras los legisladores no legislan, el PRI va que vuela a arrasar en los comicios que tendrán lugar en el transcurso de este año. Según todos los estudios y encuestas que existen en este momento, el PRI podría acabar ganando ocho, si no es que nueve, de las gubernaturas en disputa. De confirmarse estos pronósticos, resultaría evidente que los electores no están siguiendo con gran detalle la supuesta construcción de la nueva democracia mexicana.
Pero los riesgos implícitos en el actuar de estos legisladores van mucho más allá de los votos futuros que pudiese recibir o perder un determinado partido. Si lo peor que pudiese ocurrir como resultado del activismo político de algunos legisladores fuese el premio o el castigo de los votantes en las urnas, los mexicanos deberíamos estar agradecidos de los esfuerzos de nuestros legisladores. Sin embargo, la realidad es que los riesgos nada tienen que ver con las urnas.
Estamos inmersos en un proceso político de sucesión presidencial que no tiene alternativas. Todos sabemos que tendremos nuevo presidente en diciembre del año 2000. Lo que no es certero es si todos los procesos políticos y económicos que tienen que resolverse y consolidarse de aquí a esa fecha vayan a concluirse. Algunos de estos tienen que ver con el comportamiento de cada uno de los actores políticos en lo individual, pero todos tienen que ver con las reglas del juego y las instituciones que se vayan formado de aquí en adelante. La manera en que se comporten los legisladores en este momento va a tener un enorme impacto sobre el comportamiento de futuros legisladores. Si el ánimo de venganza domina el actuar de la mayoría multipartidista actual en el Congreso, ese mismo podría ser el comportamiento de cualquier partido que, en el futuro, lograse la mayoría por sí mismo. No parece haber pocas rencillas entre los propios legisladores del PAN y del PRD como para asegurar que unos no estarían dispuestos a cobrarle cuentas a los otros en el futuro. Los círculos viciosos, y destructivos, podrían ser infinitos.
Detrás de todo esto se encuentra un problema fundamental: nuestra democracia no ha sido producto de la exitosa, gradual y pacífica evolución de la política nacional, sino de los conflictos, encuentros, asesinatos y violencia que han caracterizado al país en el último lustro, así como de las reacciones desesperadas del electorado. Estos procesos han arrojado acuerdos políticos incipientes, pero ningún incentivo (ni capacidad institucional de coacción) para obligar a los partidos a contribuir en un proceso colectivo de construcción institucional. El resultado es que hemos logrado algo muy importante -convertir a las elecciones en el mecanismo para seleccionar gobernantes- pero insuficiente, pues no se ha logrado nada similar para definir la manera en que los mexicanos nos vamos a gobernar. El circo legislativo es una muestra fehaciente de este fenómeno.
El primer Congreso con mayoría de oposición, producto de la decisión colectiva de los electores mexicanos y no de los partidos políticos, podría así acabar siendo un fracaso. Los legisladores pierden una oportunidad tras otra de discutir las cosas que verdaderamente son centrales, como lo es el reglamento interno del Congreso, para dedicarse a enseres menores que no tienen más que efectos simbólicos. Que primero cumplan con sus responsabilidades con los mexicanos y luego se aboquen a sus revanchas personales, porque el peor de todos los mundos sería el retorno al control legislativo del PRI sin que nada haya cambiado en la forma de operar del Congreso.