Una democracia inmadura

Una democracia inmadura

Luis Rubio

La democracia mexicana está en pañales y fácilmente podría descarrilarse. En realidad, sería difícil esperar lo contrario. Aunque el proceso de liberalización política lleva tres décadas, éste ha avanzado sin estrategia ni conducción. Cada uno de los gobiernos de 1970 a la fecha ha tomado decisiones coyunturales que, a lo largo de todos estos años, han alterado definitivamente la naturaleza de la política mexicana y, sin la menor duda, la de la sociedad en su conjunto. Pero nunca hubo un concepto de desarrollo político: nadie construyó un diseño para lo que sería un nuevo sistema político ni mucho menos planeó una transición hacia un estadio distinto de toma de decisiones, participación de la sociedad o distribución de los beneficios del poder. Con esa historia, la política mexicana ha seguido un curso errante, lleno de vericuetos, produciendo lo que hoy tenemos: aciertos, omisiones y muchos riesgos. Los resultados de la conjunción de estos procesos están a la vista. Ahora el problema es cómo darles cauce antes de que una tormenta pudiese arrasar con lo alcanzado que, claramente, no acaba de cuajar.

Dada la historia de vicisitudes que ha caracterizado a la política y, en general, a la vida pública mexicana en estos treinta años, sería difícil imaginar que de todo ese vendaval hubiese surgido una democracia madura y consolidada. Realmente tenemos el resultado de lo que sembramos: una sucesión de decisiones coyunturales que perseguían evitar problemas inmediatos en lugar de resolver conflictos de fondo, falta de visión, encono, conflicto y la defensa a ultranza de un orden político que hace mucho dejó de ser viable. Estas circunstancias han venido dando forma a una realidad política que nos diferencia por igual de las grandes democracias occidentales que de las dictaduras latinoamericanas: la política mexicana ha estado avanzando dentro del marco que le han impuesto las propias fuerzas políticas de acuerdo a los intereses y objetivos que éstas han defendido. El resultado es mucho menos atractivo de lo deseable, toda vez que la mayoría de la población ha experimentado un deterioro importante en la calidad de su vida diaria. La situación que enfrentamos sería mucho menos grave si lo que estuviera de por medio fuera tan solo un problema de interacción entre los políticos o, como en Italia, un conjunto de decisiones de relativamente poca importancia. Nuestro problema es que la concentración de poder, la ausencia -o debilidad- de instituciones capaces de resolver los conflictos que se producen en forma cotidiana y la ausencia de un consenso entre los grupos y partidos políticos sobre la forma que debería cobrar un nuevo sistema político, no nos conduce hacia un sistema democrático, como pretende la retórica de prácticamente todos los partidos, sino que nos acerca al resbaloso reino del caos.

La fragilidad de la democracia mexicana está ahí para quien la quiera ver. Por eso es tan importante que las fuerzas políticas articulen consensos sobre objetivos y avancen hacia la conformación de acuerdos que vayan más allá de los ámbitos estrictamente electorales. Lo avanzado a la fecha es impresionante si lo comparamos con el primitivismo de la vida pública desde que comenzó a desmoronarse el viejo orden a partir de finales de los sesenta. Sin embargo, si el objetivo es el de construir una democracia en forma, lo logrado a la fecha es apenas un primer, y muy modesto, paso.

El principal avance a la fecha es sin duda la conformación de un mecanismo confiable, profesionalizado, de administración electoral. La constitución del IFE en su estructura actual, así como la del Tribunal Federal Electoral, ha eliminado el punto de mayor fricción entre los partidos políticos desde los ochenta. El hecho de que las elecciones ya no sean motivo de disputa y confrontación representa un extraordinario avance en la vida pública mexicana, pero no es suficiente para resolver la problemática política del país en un sentido más amplio. Si uno observa a la democracia como forma de convivencia pública, las elecciones son apenas un requisito, un primer paso, pero ciertamente no un objetivo en sí mismo: la limpieza electoral es una condición necesaria para la democracia, pero no es la democracia. En esta forma de organización política la ciudadanía elige a sus gobernantes a través de elecciones periódicas, pero su funcionamiento tiene que ver con los derechos ciudadanos, con la existencia de mecanismos de protección de minorías, con la libertad de expresión, con el respeto y la tolerancia y, en general, con el Estado de derecho en pleno.

Vista de esta manera, la democracia mexicana apenas comienza a otear el mundo. Es como si estuviésemos ascendiendo una escalera de bomberos que nos habrá de salvar de la tormenta que se avecina, amenazando con inundarlo todo. Hemos avanzado los primeros dos escalones que nos permitirán sacar los pies del agua: si vemos hacia abajo, es evidente que ya no estamos en el piso. Pero si vemos hacia arriba, nos falta un mundo de escalones, cada uno más pesado, cada uno más complejo y cada uno más importante. La democracia sólo se consagrará cuando hayamos llegado al final del camino, cuando hayamos completado todos los pasos, ascendido todos los escalones. Desde esta perspectiva, lo que nos falta es muchísimo más de lo logrado. Esto no es razón para despreciar lo avanzado, pero sí para ser más modestos respecto a sus verdaderos alcances.

El tema de fondo no reside en si hemos avanzado mucho o poco, en si el vaso está medio lleno o medio vacío. La evidencia cotidiana dice mucho más que mil palabras. Si vemos a nuestro alrededor nos encontramos con un enorme número de ejemplos que ilustran con claridad las contradicciones que caracterizan a nuestra vida política: igual los primeros pasos de una naciente democracia que los excesos en el lenguaje, lo inmodesto de las pretensiones de los partidos y la inmadurez de los políticos.

El más reciente Informe de Gobierno nos ofreció una ventana excepcional para apreciar y evaluar el estado que guarda la vida política del país. Lo primero que llamó la atención de aquel acto republicano fue la total ausencia de formas republicanas: todo mundo habla de ellas, pero casi nadie las practica. En un momento en que la representación legislativa da cabida a una amplia variedad de partidos políticos -ninguno de ellos con la mayoría absoluta-, se antojaría fácil concluir que el país ha logrado que virtualmente todos los intereses, grupos y sectores de la sociedad mexicana se encuentren representados. Sin embargo, la aparente necesidad de algunos diputados y grupos de hacer sentir su presencia por medios distintos a los establecidos en las formas y procedimientos acordados como muestran las pancartas, gritos y expresiones diversas- indica que no todos los políticos y partidos se encuentran satisfechos con los mecanismos de representación existentes o, de manera más grave y preocupante, no están dispuestos a limitarse a los resultados que arrojan las urnas. Para estos políticos resulta insuficiente e inadecuado el foro que ofrecen las Cámaras de Diputados y de Senadores para plantear sus puntos de vista y modificar la realidad mexicana a través de la labor legislativa. Uno se pregunta cuáles son los procedimientos o medios que esos políticos estarían dispuestos a utilizar para hacer valer sus objetivos y si ven como aceptable el uso de la violencia. En todo caso, demuestran que la vía pacífica al cambio político no está garantizada.

Algo semejante se puede apreciar en el proceso de negociación y eventual muerte de la alianza electoral entre el PAN y el PRD. Aunque en teoría la idea de una alianza tenía todo el sentido del mundo, la realidad institucional y la dinámica de cada una de las organizaciones que habría de conformarla la hacían imposible. Pero lo más impactante de ese proceso, desde el punto de vista del avance de los procedimientos democráticos en el país, fue el hecho de que, en retrospectiva, resulta más que evidente no sólo que la alianza era inviable, sino que todo el proceso de negociación fue diseñado expresamente para excluir al PAN de la contienda electoral. La política de exclusión que le niega legitimidad a unos por la intolerancia de los otros- sigue tan viva y vigente como en las épocas más primitivas del PRI.

Pero quizá lo más notable del momento político actual es el profundo desencuentro entre el mundo de los políticos y el de la ciudadanía. Aunque todo el mundo sabe que la televisión está presente en todas partes igual en el Informe que en la alianza, en las campañas y en los debates- los políticos, desde el Presidente hasta el último de los silbantes, parecen ignorar su existencia. En lugar de encontrar en la televisión a un vehículo para acercarse a la ciudadanía y buscar su apoyo a las causas y objetivos que los motivan, la mayoría de los políticos dejan testimonio de su desdén por el interés ciudadano y, por lo tanto, y del enorme reto que todavía tiene la política mexicana frente a sí. En franco contraste con ese comportamiento, Roberto Madrazo se ha dedicado a emplear a la televisión con gran éxito, en tanto que Vicente Fox aprovecha toda tribuna disponible, incluyendo la de un programa cómico, para comunicarse con un auditorio siete veces mayor que el que observó el Informe presidencial. La mayoría de los políticos vive en una realidad distinta a la del resto de los mexicanos y no parece darse cuenta de que el tiempo, su tiempo, apremia. La creciente sofisticación de las campañas está evidenciando la obsolescencia de las viejas formas y vicios de la política nacional.

Si el comportamiento de muchos políticos fue excesivo en la Cámara de Diputados el día del Informe, el galardón de la inmodestia se lo lleva sin duda el gobierno capitalino. En su precampaña, Cuauhtémoc Cárdenas se refiere a su gestión como la del gobierno de la democracia. Además de ser una expresión excesiva e impropia, es a todas luces abusiva: la mayoría perredista en la Asamblea de Representantes se ha dedicado a imponer (o, en el léxico del PRI, a mayoritear) todas las iniciativas de ley. No ha habido respeto alguno para los representantes de la oposición (PRI y PAN), no ha habido el menor respeto para los puntos de vista de minorías o grupos interesados. La democracia sigue estando muy lejos de nuestra realidad.

Fin de articulo

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Ya le dije que usted sale de viaje ese día pero que le iba a decir .

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Pleito interminalbe e innecesario

Pleito interminalbe e innecesario

Luis Rubio

Estados Unidos es nuestro principal socio comercial. Más del setenta por ciento de nuestras exportaciones se dirigen hacia Estados Unidos. Más de la mitad de toda la inversión extranjera en planta, equipo y, por lo tanto, en la creación empleos y riqueza, proviene de nuestro vecino del norte. Todo parecería sugerir que deberíamos poner toda la atención para cuidar, nutrir y desarrollar esa relación, como la más importante de todas las que tenemos. La realidad, sin embargo, es la contraria. De todas las relaciones internacionales del país, la más tensa, difícil, compleja y conflictiva es sin duda con Estados Unidos. Nuestra historia común, las obvias diferencias en niveles de riqueza y la mera vecindad son razón suficiente para explicar la complejidad de la relación. Con todo, uno pensaría, cualquier país que enfrentara esta contradictoria combinación de beneficios y riesgos, oportunidades y dificultades, futuro e historia, dedicaría todos sus esfuerzos y habilidades a maximizar los primeros y disminuir los segundos. Pero, ¿qué es lo que hemos venido haciendo nosotros? Nos hemos dedicado, con toda conciencia y premeditación, a echarle pimienta debajo de la nariz del tío Sam cada vez que podemos. Esta estrategia tal vez tuvo sentido hace décadas; hoy en día es indefendible, además de fuente de innecesarias fricciones que no hacen más que dañar al país.

La historia de la relación entre ambas naciones no requiere mayor descripción. Todos los mexicanos sabemos con absoluta claridad que en su proceso de expansión en el siglo pasado, Estados Unidos se quedó con la mitad del territorio mexicano. También sabemos que muchos inversionistas de ese país abusaron en diversas ocasiones en que tuvieron la oportunidad. El puerto de Veracruz fue invadido más de una vez por tropas norteamericanas. Todos estos hechos históricos son parte de la psicología colectiva de los mexicanos, algo que está casi totalmente ausente en la conciencia del pragmatismo norteamericano. Las realidades de antaño, sistemáticamente nutridas a través de los libros de texto, siguen tan vivas en la mente de tantos mexicanos, que son percibidas como verdades absolutas, directamente aplicables a nuestra realidad actual. El problema es que esa conciencia histórica choca con la realidad económica y geopolítica. El hecho indisputable es que la economía mexicana está cada vez más integrada a la economía norteamericana, una enorme proporción de los mexicanos arriba del 55%- tiene vínculos familiares directos en Estados Unidos, un número creciente de familias mexicanas depende para su sobrevivencia de los envíos que les hacen sus parientes en Estados Unidos y prácticamente todas las fuentes de empleo viables y con futuro en la industria están vinculadas, directa o indirectamente, a la economía norteamericana. No hay que ser muy inteligente para ver lo obvio, una verdad de Perogrullo: el país no tiene ninguna relación internacional, en ningún ámbito o rubro, que sea más importante, trascendente y rentable que los Estados Unidos. Esto último es tan obvio que no debería requerir mayor discusión.

Pero no parece ser lo suficientemente obvio para muchos funcionarios gubernamentales. Virtualmente no hay foro internacional en el que no busquemos pleito con los norteamericanos. Ya sea que se trate de armas nucleares o de la Corte Internacional de Justicia; de la Organización Mundial de Comercio o del conflicto en Kosovo o Irak; de Cuba o de los derechos humanos. En prácticamente todos los foros, México se ha colocado del lado opuesto a Estados Unidos. Por supuesto que no hay nada de malo en tomar posturas contrarias a nuestro vecino del norte cuando así convenga a nuestros intereses fundamentales. Hay una gran diversidad de asuntos en los cuales nuestros intereses son claramente contrarios a los de ellos. De hecho, la existencia del TLC nos confiere un amplio margen de libertad, toda vez que ese instrumento constituye un límite a la acción que pudiera emprender Estados Unidos en el ámbito que más directamente nos interesa, que es el del comercio, la inversión y todo lo que éstos representan en materia de empleo y creación de riqueza. Sin embargo, cuando nuestra política está diseñada para oponernos de manera sistemática a todas sus posturas en todos los foros y en todas las circunstancias, resulta que la definición gubernamental del interés nacional deja de tener un referente concreto en nuestra realidad económica, política o social interna, para convertirse en un mero prurito de oposición a ultranza. México puede y debe- adoptar posturas fuertes con relación a temas centrales de nuestro interés nacional, pero la oposición sistemática no sólo lleva a perder toda credibilidad, sino que acabamos siendo meros lacayos de los intereses de grupos sectarios, cuando no de otros países, que sí entienden sus prioridades e intereses nacionales. El patrón del comportamiento del gobierno mexicano en los foros internacionales sugiere que el propósito de la política exterior es precisamente el de oponerse a la política de Estados Unidos. La pregunta relevante es cuál es la motivación y a quién sirve esa estrategia.

Hace cuarenta años, la respuesta más frecuente a esas preguntas era que los ataques a Estados Unidos y a su política exterior satisfacían a la izquierda mexicana, lo cual supuestamente tenía el beneficio de contribuir a aplacarla y, por lo tanto, a afianzar la estabilidad política del país. Al margen de si esa política lograba los objetivos que se proponía o, incluso, si era la mejor manera de lograrlos, al menos es evidente que existía un fundamento estratégico, un sentido claro de costos y beneficios. En contraste con aquella política, hoy en día nadie en la izquierda se subordina a la política gubernamental en prácticamente ningún foro o asunto, por el hecho de que el gobierno enfatice posturas antinorteamericanas. Los únicos beneficiarios de esa línea de política son los intereses o, más bien, los valores e inclinaciones personales de diversos miembros de la burocracia del servicio exterior mexicano. Todos los demás mexicanos sufrimos un enorme precio por la satisfacción que derivan unos cuantos burócratas.

Ese sufrimiento tiene referentes concretos y específicos. Hoy en día, el mexicano es visto en Estados Unidos como un ser corrupto, probablemente vinculado a los narcotraficantes. Esta percepción, cuidadosamente nutrida por un conjunto de grupos, como los sindicatos norteamericanos, cuyos intereses se han visto afectados por acciones de su gobierno, como la firma del TLC, es casi universal en todo el aparato gubernamental norteamericano y afecta a todos los mexicanos que viven, trabajan, visitan, viajan, exportan o transitan por Estados Unidos. Es claro que no existe una vinculación absoluta entre la percepción de corruptos y narcotraficantes que los norteamericanos tienen de los mexicanos, pero no hay duda que la decisión del gobierno mexicano de oponerse a Estados Unidos en todos los foros contribuye fuertemente a que no se disipen esas imágenes. En lugar de avanzar los intereses del país a través del combate inteligente y sofisticado de esas imágenes y percepciones y de desarrollar una estrategia de acercamiento con ellos, el gobierno ha dejado que las diferencias se acentúen y que, como consecuencia, se pongan en riesgo algunos de los intereses más vitales del país.

El daño no es sólo psicológico o de imagen. Así como en México varios de los candidatos presidenciales no dejan de afirmar que llevarían a cabo pequeños cambios al TLC, en Estados Unidos hay un sinnúmero de grupos e intereses listos, al acecho, esperando la oportunidad de que el gobierno mexicano, éste o el que le suceda, abra la caja de Pandora y se acabe con el tratado que tan importante se ha vuelto para el desempeño de la economía nacional. La total ausencia del gobierno mexicano en el debate interno de Estados Unidos sobre México y su total desinterés por las discusiones y visiones que allá tienen del país puede llegar a tener las más graves consecuencias. De no cuidarse la relación con la importancia que ésta amerita, los intereses del país podrían acabar saliendo profundamente dañados. Además, el desinterés que caracteriza a nuestra política entraña el desaprovechamiento de oportunidades potenciales, como podría ser la de profundizar, en lugar de cambiar, el TLC hacia otros ámbitos, como el monetario y el laboral. En las circunstancias actuales, no es concebible avance alguno y solo un milagro va a impedir que se llegaran a dañar nuestros intereses más fundamentales.

En lugar de avanzar por la senda iniciada con el TLC que, a final de cuentas, implicaba un claro reconocimiento de nuestras realidades geopolíticas y económicas, nos hemos dedicado a golpear a nuestros vecinos sin ton ni son, cuando no a ignorar totalmente la esencia de la relación. De esta manera, justamente cuando deberíamos estar abocados a la negociación, el entendimiento y el estrechamiento de vínculos, estamos permitiendo y en muchos casos creando- las circunstancias para elevar el nivel de conflicto, que de cualquier manera nunca está muy lejos de la superficie.

El TLC ha tenido el beneficio indirecto de aislar, al menos parcialmente, los vínculos económicos, comerciales y financieros del resto de la relación. Pero, en la medida en que ese otro universo -el de las percepciones negativas y de los intereses contrarios al estrechamiento de la relación- siga deteriorándose, todo podría acabar siendo amenazado, hasta el propio TLC. El punto no es que la relación formal sea buena o mala, sino que, en una vinculación tan estrecha, producto de la geografía, las relaciones entre gobiernos son sólo una parte, cada vez más pequeña e irrelevante, del conjunto. En la medida en que México y todo lo mexicano continúe siendo visto como malo, indeseable y corrupto, el camino no podrá mejorar, no importa qué haga o deje de hacer un gobierno en su relación formal con el otro. Dada la naturaleza de la relación y, sobre todo, las características tan peculiares de la sociedad y sistema de gobierno de Estados Unidos, el gobierno, además de abandonar su absurda política exterior, debe dedicarse a transformar esas imágenes y, por esa vía, a contener el deterioro y, confiadamente, a acelerar el desarrollo de nuevas oportunidades. Nada se perdería con incorporarle una brújula a nuestra política exterior.

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Puede el PAN llegar al poder

Puede el PAN llegar al poder

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\par }\pard \qj\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright {

\par Un partido pol\"edtico est\"e1 constituido para alcanzar el poder o no es partido pol\"edtico. Visto desde afuera, ese es el dilema al que se enfrenta el PAN en este momento tan \"e1lgido de la historia pol\"edtica del pa\"eds. Muc

hos panistas, sin embargo, temen que en el proceso de competir y ascender al poder, el partido pierda su identidad y su raz\"f3n de ser. Ese es un temor razonable, pero no para un partido pol\"edtico. Una instituci\"f3n dise\"f1

ada para alcanzar el poder y para imprimirle a la funci\"f3n p\"fablica un sentido diferente al de otros partidos, tiene que definirse con toda claridad frente a una ciudadan\"eda \"e1vida de cambio pol\"ed

tico que no parece encontrar en el PAN una alternativa confiable y sostenible. La pregunta para el PAN es, precisamente, si ofrece una manera distinta de gobernar.

\par

\par A lo largo de los \"faltimos a\"f1os, el PAN ha pasado de ser un partido de oposici\"f3n permanente y sistem\"e1tica a uno activamente involucrado en el gobierno de un creciente n\"famero de municipios, estados

y mexicanos en general. Muchos panistas parecen a\"f1orar los a\"f1os de oposici\"f3n: las condiciones eran inh\"f3spitas, pero la congruencia ideol\"f3gica era absoluta. Una vez cruzado el umbral del poder, la realidad comenz\"f3

a erosionar su pureza ideol\"f3gica, forzando al PAN a enfrentar los dilemas inherentes al poder: negociar, concertar, ceder, compartir. Es decir, ensuciarse de la vida pol\"edtica que es, en esencia, id\"e9

ntica en todo el mundo, porque es inherente al comportamiento de lo que Arist\"f3teles llam\"f3 el \ldblquote animal pol\"edtico\rdblquote . Todos y cada uno de los t\"e9rminos que se asocian con el poder y la pol\"edtica entra\"f1an, impl\"ed

citamente, el abandono de posturas absolutas, as\"ed como la inevitable asunci\"f3n de las responsabilidades que vienen integradas al ejercicio del poder, pero tambi\"e9n de los costos de eventualmente acercarse o pactar con un partido que lleva d\"e9

cadas en el poder y que es fuertemente identificado con la corrupci\"f3n que caracteriza al pa\"eds. Para muchos panistas esta situaci\"f3n es, simple y llanamente, deplorable e inaceptable.

\par

\par Pero el PAN no es una instituci\"f3n dedicada a la caridad. Su objetivo expreso es el de alcanzar el poder. Seguramente los panistas dir\"edan que el objetivo no es s\"f3lo llegar al poder, sino hacer algo distinto con el poder, imprimirle el sello de

\"e9tica y limpieza que el PRI es incapaz de conseguir. Como filosof\"eda, la del PAN es absolutamente respetable. Sin embargo, como demuestra su experiencia de varios a\"f1os de ejercicio del poder y de negociaci\"f3

n de problemas concretos con gobiernos emanados del PRI, no hay tal cosa como un gobierno impoluto. La realidad es una de corrupci\"f3

n, suciedad y, en todo caso, de reglas establecidas por gobiernos con los que el PAN puede estar en desacuerdo, pero no por ello dejan de ser las reglas que operan y, en tanto \"e9stas no sean cambiadas, ser\"e1

n las reglas con las que hay que jugar. Mientras los panistas titubean, los electores tienen que decidir. La mera sensaci\"f3n de incomodidad con el poder que transmite el PAN aliena a millones de potenciales votantes. Puesto en una

palabra, mientras el PAN no decida su verdadera vocaci\"f3n, seguir\"e1 eludiendo el acceso al poder.

\par

\par

\par Una de las paradojas m\"e1s impresionantes de la evoluci\"f3n del PAN a lo largo de la \"faltima d\"e9cada tiene que ver con la facilidad con la que ese partido acept\"f3 j

ugar bajo las reglas del PRI. Es decir, el PAN, en ejercicio pleno de su responsabilidad hist\"f3rica, estuvo dispuesto a participar en un sinn\"famero de decisiones cruciales para el desarrollo del pa\"eds y a compartir los riesgos que eso entra\"f1

aba. Lo hizo, sin embargo, bajo el esquema de poder del PRI. No es dif\"edcil dilucidar por qu\"e9 lo hizo. Lo dif\"edcil es saber si los panistas ve\"edan su actuar en t\"e9rminos estrat\"e9gicos o si se prestaron a una mera manipulaci\"f3

n por parte de gobiernos pri\"edstas mucho m\"e1s experimentados y competentes en el uso del poder.

\par

\par Sin la participaci\"f3n del PAN en la aprobaci\"f3n de diversas piezas legislativas y en la soluci\"f3n de dilemas centrales para el desarrollo pol\"edtico del pa\"eds en el curso de la \"faltima d\"e9cada, el pa\"eds se habr\"eda estancado ta

nto en materia de reforma econ\"f3mica como de reforma electoral. El PAN jug\"f3 un papel central en la construcci\"f3n del andamiaje pol\"edtico y econ\"f3mico que hoy le ha dado al pa\"ed

s oportunidades excepcionales, sin las cuales el estancamiento y la crisis se habr\"edan perpetuado con graves consecuencias sociales. Es decir, es impecable la l\"f3gica de la participaci\"f3n legislativa y pol\"ed

tica del PAN en diversas reformas electorales, en el presupuesto federal, en la soluci\"f3n de conflictos postelectorales, en el Tratado de Libre Comercio, en la direcci\"f3n de la Procuradur\"eda General de la Rep\"fa

blica y, en general, en el ejercicio cotidiano del poder en una \"e9poca caracterizada por tantos cambios y transformaciones. Pero no es obvio que los panistas aprueben esa l\"f3gica o que la compartan. M\"e1

s bien, su incapacidad para explicar su actuar en el sexenio pasado ha sido sumamente costosa para el partido, como mostraron los resultados electorales de 1997.

\par

\par Todav\"eda m\"e1s enigm\"e1tica es la aparente ausencia de una estrategia de largo plazo en el actuar del PAN. La racionalidad de participar en el ejercicio del poder es indisputable. M\"e1s all\"e1 de los logros espec\"edficos que esa pol\"ed

tica haya arrojado, la decisi\"f3n del PAN de negociar y participar en el ejercicio del poder reflejaba una convicci\"f3n de que s\"f3lo participando en el poder se podr\"eda acceder a \"e9l. El liderazgo del partido en ese momento claramente lleg\"f3

a la conclusi\"f3n de que la realidad nacional exig\"eda una estrategia que lo involucrara con el poder para eventualmente llegar a ejercerlo. La estrategia ten\"ed

a todo el sentido del mundo y lo sigue teniendo. Pero eso no es lo que parecen creer todos los miembros del partido.

\par

\par El comportamiento del PAN en los \"faltimos tiempos ha sido, en el m\"e1s benigno de los casos, enigm\"e1tico. A finales de 1996,

las encuestas colocaban al partido en la cima de las preferencias electorales tanto a nivel federal como en distintos estados. Los pri\"edstas no dejaban de quejarse -y preocuparse- del avance que experimentaba su "rival hist\"f3

rico". Algunos miembros de la vieja guardia del PRI ve\"edan en el PAN la peor amenaza a su sobrevivencia. Los miembros del PRD los despreciaban (y envidiaban) a m\"e1s no poder. Por su parte, los panistas estaban tan seguros de ser los leg\"ed

timos (y naturales) beneficiarios de la debacle gubernamental y pri\"edsta de 1995, que hasta se daban el lujo de ignorar a sus cr\"edticos, a la vez que minimizaban a sus actuales socios en la C\"e1

mara de Diputados y potenciales aliados para las elecciones del pr\"f3ximo a\"f1o. No estuvieron dispuestos a contemplar una alianza electoral para el Distrito Federal con el PRD, pues su triunfo les parec\"eda m\"e1s que evidente.

\par

\par Son muchos los pa\"edses en que un partido como el PAN constituye el pivote del poder pol\"edtico. Partidos mucho m\"e1s peque\"f1os que el PAN hacen toda la diferencia en la constituci\"f3n y estabilidad de gobiernos como los de Espa\"f1

a, Italia, India e Israel. En todos esos casos, un partido con el 25% de los votos en un congreso o parlamento en el que nadie tiene mayor\"eda absoluta, tiende a convertirse en la pieza m\"e1s cotizada del mundo. Sin embargo, \"e9

ste no ha sido el caso del PAN. Con excepci\"f3n del discurso del l\"edder del partido en la C\"e1mara de Diputados el pasado primero de septiembre, los panistas se han conformado con jugar un papel secundario en el Congreso. El PAN ha sido m\"e1

s espectador que l\"edder, m\"e1s masa inerte que flexibilidad estrat\"e9gica. Uno se pregunta si los panistas comprenden que, en esta lucha descarnada (y sin reglas) por el poder, cada acci\"f3n entra\"f1a consecuencias y oportunidades. Este no s\"f3

lo es un problema del liderazgo: es consecuencia de la naturaleza, historia y estructura del partido. Sin estrategia, el PAN no va a ninguna parte. \"bfPodr\"e1 Fox darle esa visi\"f3n al PAN?

\par

\par La gran contradicci\"f3n de las reformas econ\"f3micas de los \"faltimos tres lustros, reside en la incompatibilidad entre los mundos econ\"f3mico y pol\"edtico. Por d\"e9cadas, el pa\"eds vivi\"f3 una clara coherencia entre una econom\"ed

a protegida y subordinada al gobierno, y un sistema pol\"edtico monop\"f3lico y dedicado al control sistem\"e1tico de la poblaci\"f3n. La quiebra de ese esquema de desarrollo econ\"f3mico al inicio de los ochenta llev\"f3 a las reformas econ\"f3

micas, mismas que no vinieron acompa\"f1adas de una reforma pol\"edtica paralela. El sistema priista quer\"eda preservarse a trav\"e9s de la reforma econ\"f3mica. El PAN acept\"f3 ese dise\"f1o y jug\"f3

bajo esas reglas. Ahora que ya tiene candidato para la presidencia, el PAN tiene la necesidad no s\"f3lo de ofrecer un discurso efectivo y soluciones de quince minutos, sino adoptar un nuevo paradigma que fuerce el proceso de conformaci\"f3n d

e un nuevo entramado pol\"edtico, capaz de darle viabilidad tanto a las reformas econ\"f3micas, como a las demandas ciudadanas. Aunque parecer\"eda que el PAN es el partido que naturalmente podr\"ed

a articular una oferta liberal, es el PRI el que la ha venido avanzando.

\par

\par Pero el hecho de que no la haya propuesto es sugestivo de los dilemas internos que enfrenta el partido. El PAN navega como una alternativa razonable y moderada al partido pol\"edtico que ha gobernado al pa\"eds por d\"e9cadas. Pero esa no es raz\"f3

n suficiente para ganar, como claramente se pudo observar en los comicios de 1997. El PAN es visto con reticencia y escepticismo por la poblaci\"f3n no porque sea un partido incompetente, sino porque no es evidente qu\"e9 es lo que har\"ed

a con el poder. Sus contradicciones filos\"f3ficas son flagrantes y su aparente incapacidad de perseguir el poder con toda la determinaci\"f3n que es necesaria le impiden convencer y, por lo tanto, ganar.

\par

\par Cuando el PAN defina que realmente quiere el poder y pueda explicar para qu\"e9 lo quiere, podr\"e1 convencer a la poblaci\"f3n. Su oferta pol\"edtica al d\"eda de hoy se fundamenta exclusivamente en una noci\"f3

n vaga de honestidad y alternancia en el poder. Aunque obviamente v\"e1lida, la experiencia demuestra que no es insuficiente para aspirar al poder. Los ciudadanos saben lo que quieren y, sobre todo, saben lo que no quieren. S\"f3lo as\"ed

se puede explicar su comportamiento electoral a lo largo de los \"faltimos a\"f1os: desde la elecci\"f3n federal de 1994 hasta las estatales de 1999. Quiz\"e1 nadie dude del PAN como partido, pero es evidente que tampoco muchos est\"e1

n dispuestos a confiarle el gobierno. S\"f3lo con una oferta pol\"edtica distinta, oferta que convenza a los electores de la claridad de sus objetivos y capacidad para llevarlos a la pr\"e1ctica, podr\"e1 el PAN aspirar al poder. Mie

ntras el PAN no resuelva estos dilemas, el partido seguir\"e1 siendo la mejor alternativa, pero no la realidad gobernante.

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El monopolio de la aviacio¦ün

El monopolio de la aviacio¦ün

Luis Rubio

La intransigencia domina el panorama de la industria aérea en el país. Las dos principales aerolíneas nacionales tienen un control tan vasto del mercado aéreo nacional que es innecesario e improcedente el recurso a eufemismos que no hacen más que abusar e insultar la inteligencia de los usuarios del servicio. Aunque las autoridades reconocen, algunas en forma abierta y otras implícitamente, la existencia de una empresa dominante en el mercado, no hay el menor consenso respecto a cómo enfrentar el problema. Unos argumentan que se trata de un sector excepcional de la economía, en tanto que otros insisten en que un monopolio es un monopolio, independientemente del sector en que se encuentre. El problema es que ambas partes tienen algo de razón; pero eso no justifica la parálisis que caracteriza al sector, toda ella conducente a tratar de preservar un inaceptable statu quo.

El tema de la aviación no es nuevo. Llevamos más de una década de cambios y ajustes en el sector sin que se acabe de consolidar un esquema de competencia que permita el funcionamiento eficiente del transporte aéreo, la entera satisfacción del consumidor, un bajo índice de accidentes y la existencia de un conjunto de empresas económicamente exitosas. A decir verdad, aunque los problemas del sector siguen siendo enormes, no hay duda que los avances a lo largo de estos diez o doce años son mayores que los retrocesos. Sin embargo, dado que el punto de partida era muy pobre, los avances logrados son mucho menos impresionantes de lo aparente. Para que la industria prospere el gobierno tendría que detonar su crecimiento a través de un esquema competitivo mucho más activo y avanzado.

A lo largo de los setenta y ochenta, las aerolíneas fueron de mal en peor. El servicio era desastroso, no existía la más mínima noción de un horario y la idea de que el objetivo era atender al consumidor desde que llegaba a la terminal aérea hasta que arribaba sano y salvo y a tiempo a su destino era totalmente ajena a la operación. Tampoco existía el menor recato de emplear un avión de servicio regualr cuando algún político lo requería para atender sus propias necesidades. Como tantas otras cosas en el país, todo estaba diseñado para servir a los intereses de terceros. No hay que ser un genio para reconocer que si el país había de prosperar económicamente, sería indispensable acabar con el abuso y el dispendio de las aerolíneas (y de muchos otros sectores y empresas públicas).

A fines de los ochenta el gobierno aprovechó la oportunidad que le presentó una más de las múltiples huelgas a que emplazó uno de los abusivos sindicatos para iniciar un procedimiento de quiebra. A partir de la quiebra de Aeroméxico el gobierno confiaba en que se podría reestructurar a las aerolíneas y transformar el servicio aéreo en su conjunto. Desafortunadamente, el camino fue mucho más pedregoso de lo que el gobierno deseaba, toda vez que algunos de los bancos acreedores de la aerolínea habrían quebrado de incumplir ésta con sus obligaciones financieras. Esa cruda realidad comenzó años de vaivenes que culminó con la integración de las dos empresas aéreas más grandes del país, Aeroméxico y Mexicana, bajo un mismo techo (Cintra). La Comisión Federal de Competencia aceptó el arreglo con la salvedad de que fuese temporal. Ahora que ambas aerolíneas han vuelto a la rentabilidad, se ha reabierto la disputa dentro del gobierno y con la controladora Cintra sobre el futuro de la industria.

Aunque formalmente operando como dos empresas separadas, ningún usuario del servicio ignora que en realidad comparten un creciente número de activos, rutas y, sobre todo, conceptos. Además del mercado que acaparan las dos empresas sumadas, una u otra controlan o son propietarias de diversas empresas regionales, las llamadas alimentadoras, así como de diversas empresas de servicios, lo que eleva su influencia real mucho más allá de lo que los números aparentan. Por si lo anterior fuera poco, las autoridades de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes no sólo protegen y defienden al monopolio, sino que, por virtud de la mayoría de las acciones que está en poder del gobierno, son parte integrante de su consejo. Por donde uno le busque, es difícil no arribar a la conclusión de que se trata de un virtual monopolio protegido por el gobierno.

El hecho de que las empresas agrupadas bajo la controladora Cintra sean el factotum de la industria aérea mexicana no implica que no haya habido mejorías substanciales. De hecho, la puntualidad de las aerolíneas es verdaderamente paradigmática y la mejoría en el servicio no puede ser menospreciada. Pero el hecho de que haya habido avances, incluso extraordinarios avances, no implica que exista un diseño satisfactorio, una estructura adecuada, para la aviación mexicana. Si uno observa al conjunto de la aviación, el panorama es desolador. Aunque existen otras aerolíneas, es evidente que éstas no constituyen más que una opción marginal para los usuarios: junto con las dos grandes aerolíneas que hoy son rentables, por ejemplo, conviven otras empresas, notablemente Taesa, que sobreviven gracias a los interminables subsidios que aportamos cotidianamente todos los que pagamos impuestos. No es claro es si esas empresas tendrían alguna posibilidad de prosperar en ausencia del virtual monopolio que constituye Cintra, pero es seguro que no podrán prosperar mientras el gobierno tenga como objetivo la protección ad hominen de las dos principales.

La disputa en que se han enfrascado las autoridades no parece ir a ninguna parte en gran medida porque nadie tiene un diseño adecuado para el desarrollo de la aviación nacional. Las autoridades de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes claramente han optado por defender el modelo de una empresa dominante, si no es que monopólica. Esas autoridades justifican su preferencia esencialmente con los viejos y gastados argumentos de que es necesario tener una empresa nacional y de que, en la industria de la aviación, la competencia es mucho más acotada, en casi todos los países, de lo que ocurre en otros sectores. En la práctica, sin embargo, las autoridaes han optado por un curioso híbrido: por un lado protegen y defienden a la combinación de Aeroméxico y Mexicana en Cintra, pero siguen sosteniendo, artificialmente, a las otras empresas que pierden dinero en forma sistemática. Por su parte, la Comisión Federal de Competencia se ha convertido en el principal impedimento a que se formalice lo que ya existe en la práctica: una sola empresas nacional. Si la Comisión tuviese la facultad de decidir (si no, uno se pregunta, ¿para qué existe?), hace mucho que las dos compañías estarían operando en forma independiente.

Los diversos especialistas que han estudiado el caso, unos pagados por la SCT y otros por la Comisión de Competencia, inevitablemente arriban a conclusiones encontradas. Unos afirman que el tamaño de cada una de las aerolíneas es suficiente para sobrevivir en un ambiente competitivo, en tanto que otros aseguran que la única opción con que cuentan las aerolíneas es no sólo fusionarse, sino incluso consolidar sus vínculos con alguna de las empresas globales de aviación. Naturalmente, la SCT y Cintra juran por esta segunda argumentación, lo cual no deja de ser peculiar, toda vez que tal curso de acción implicaría el abandono de la noción de soberanía que tanto enfatizan como argumento para no liberalizar al mercado.

Por donde uno le busque, hay dos verdades que no pueden ser disputadas. Una es que la existencia de una empresa en control de una abrumadora proporción del mercado atenta contra el interés del consumidor y, de preservarse el esquema actual, tarde o temprano éste volvería a ser la víctima de la arrogancia de las autoridades y de Cintra. Irónicamente, la sobrevivencia, así sea artificial, de empresas como Aerocalifornia y Taesa sí ha servido para evitar el abuso en tarifas y mal servicio de las empresas agrupadas en Cintra. La otra verdad indisputable es que, salvo la Unión Europea, son contados los casos de apertura a la competencia internacional en los mercados domésticos. A diferencia de los mercados de bienes de consumo o de otros servicios, no hay muchos ejemplos significativos de apertura a la competencia internacional que pudiesen servir de guía para la transformación de la industria aérea en el país. Por supuesto que la ausencia de otros ejemplos no es razón para cerrar la opción, pero eso sería pedirle demasiado a nuestra encumbrada burocracia.

El esquema de liberalización parcial que sí ha prosperado en diversos países es de la llamada quinta libertad. A diferencia del cabotaje, que implicaría que la línea de un tercer país pudiese ofrecer servicios aéreos entre dos ciudades mexicanas, la llamada quinta libertad implicaría la posibilidad de que cualquier línea del mundo, por supuesto incluyendo a las mexicanas, pudiesen ofrecer servicios aéreos entre culalquier ciudad mexicana y cualquier ciudad del resto del mundo. Canadá y Estados Unidos hace años que liberalizaron su industria de esta manera, introduciendo una verdadera revolución a la aviación de ambos países. Tan importante ha sido el impacto, que ahora el gobierno canadiense ha autorizado a sus dos aerolíneas grandes a discutir la posibilidad de fusionarse. No hay razón para pensar que un modelo así sería menos ventajoso para el consumidor mexicano que para el canadiense.

Este modelo de liberalización parcial tiene el gran mérito de introducir competencia sin ser arrollador. Los mexicanos que hoy viven en ciudades desde las cuales no hay servicio internacional y que tienen que hacer conexiones vía aeropuertos como el de Guadalajara, Monterrey, Cancún o la ciudad de México podrían volar directamente a su destino sin tener que hacer conexión. El pasaje que hoy hace conexiones evidentemente es importante para la rentabilidad de las empresas mexicanas, pero probablemente no determinante de su sobrevivencia; la pura eliminación de la ficción que hoy caracteriza a la división entre Mexicana y Aeroméxico podría representar ahorros superiores a esas pérdidas. Además, el gobierno podría dejar de sostener artificialmente a las otras aerolíneas y convertirse en el regulador honesto y desinteresado que debería ser pero que nunca ha sido.

El modelo que hoy existe no es sostenible porque su propensión permanente va a ser la de abusar del consumidor. Mejor modificar el modelo, sentar reglas claras, facilitar la integración de las dos aerolíneas y lanzar una nueva plataforma para el desarrollo de la aviación. La clave, al final del día, es si el consumidor figura entre los objetivos y prioridades del gobierno. De no serlo, cualquier modelo funcionará bien, hasta uno que se va formando por sí mismo y con el tiempo.

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El complejo mundo del PRI

El complejo mundo del PRI

Luis Rubio

Nadie le puede achacar al PRI falta de brújula. Por siete décadas, el PRI se ha dedicado a una sola cosa: preservar el poder para beneficio de sus distinguidos miembros. La fuerza del PRI residía precisamente en su claridad de objetivos: preservar el poder y mantener unida a la familia revolucionaria había probado ser una combinación necesaria para hacer posible el desarrollo de la sociedad y de la economía. Pero ese mismo desarrollo acabó por minar la razón de ser del propio PRI. Ahora ese partido se encuentra sumido en una lucha intestina -de facciones y grupos, políticos y técnócratas-, y está por confrontar el proceso electoral potencialmente más difícil de su historia. Aunque faltan muchos meses de campañas y vicisitudes políticas, las encuestas siguen mostrando una fuerte probabilidad de que el PRI gane los próximos comicios. Lo paradójico es que un triunfo del PRI en las elecciones no necesariamente vendría acompañado de la legitimidad política. ¿Podría el país seguir adelante de consumarse ese escenario?

El problema principal que el PRI enfrenta es su propia historia. Los priístas están convencidos que ese partido nació para siempre gobernar a los mexicanos, razón por la cual perciben que cualquier oposición, cualquier alternativa es tanto inaceptable como ilegítima. En su mente, el partido del gobierno es el PRI y los mexicanos no requieren, ni merecen, alternativa alguna. Cualquier opción es presentada como reaccionaria (como cuando se refieren a Vicente Fox y al PAN bajo la etiqueta de Foximiliano) o, simplemente, como inviable (como cuando se refieren a la alianza que han venido intentando forjar el PAN y el PRD). Desde la perspectiva del PRI, nadie más tiene siquiera derecho a pretender gobernar a los mexicanos.

La ceguera que domina a los priístas no es gratuita y, evidentemente, tiene consecuencias. En lugar de reformarse como partido para recuperar la legitimidad de que gozaba hace décadas, el partido ha organizado una plataforma de descrédito a la oposición que parte de un supuesto al menos endeble: que la actual legislatura, primera en la historia en que el PRI no goza de la mayoría absoluta, habrá sido una excepción que nunca se repetirá. El descrédito de la oposición es, sin duda, una estrategia natural de cualquier proceso electoral democrático en cualquier país. Pero nadie puede pretender que en México hemos arribado a la democracia. Se ha avanzado en algunos frentes para crear condiciones más equitativas de competencia política y el IFE, aunque sin duda debilitado, constituye la mejor garantía de limpieza electoral. Pero en la medida en que no todos los partidos gocen de idéntica legitimidad y de que el PRI los desprecie en la retórica y en la práctica, la gobernabilidad seguirá siendo un problema creciente. El partido del gobierno no sólo ha perdido legitimidad, sino capacidad de gobernar.

El momento político que vive el PRI y el país- es particularmente complejo. La brújula tan clarividente que orientó a ese partido por décadas ha dejado de funcionar. Obviamente, lograr el poder es, y debe ser, el objetivo de cualquier partido político, pues si no igual podría dedicarse a vender chicles en las esquinas. Pero el PRI pretende que ha sido mucho más que un partido emborrachado de poder. Los priístas actúan como si el PRI es el único partido capaz de darle dirección al país, a pesar de que la evidencia de siete décadas de gobierno es poco convincente. Los propios priístas, en particular quienes se rasgan las vestiduras cuando hablan del PRI histórico (o sea, el PRI y el PRD), se exhiben a plenitud cuando niegan que los logros de los últimos tres lustros sean suyos: ellos preferirían el monopolio de lo que hubo antes, comenzando por la década de los setenta, cuya factura sigue pagando el país hasta la fecha. Lo que era brújula antes se ha convertido en mera arrogancia ahora, como ejemplifica el embate del PRI contra el Instituto Federal Electoral. No cabe la menor duda de que los propios miembros del consejo del IFE han actuado con irresponsabilidad en cosas quizá menores, pero no por eso condonables; pero lo increíble del conflicto no es la falibilidad humana de algunos de los miembros del consejo del IFE, sino el absurdo de la estrategia de los priístas. A final de cuentas, si llegara a ganar el PAN o el PRD en el 2000, ningún mexicano cuestionaría el resultado, mientras que si gana el PRI las disputas van a ser amplias y generosas. Puesto en otros términos, el único partido que necesita al IFE es el que se empeña en desacreditarlo. Impresionante claridad de rumbo.

El inédito procedimiento de elección del candidato que ideó el partido fue sin duda un cambio revolucionario para las tradiciones autoritarias al interior del propio partido. El proceso abierto de nominación puede ser sumamente enriquecedor para la renovación del partido y para la reconformación de sus cuadros, toda vez que el proceso mismo no acabe dividiéndolo. Independientemente de lo que haya motivado a Roberto Madrazo a lanzarse al ruedo, sobre todo cuando no hay duda que hay una marcada preferencia en el gobierno por uno de sus contrincantes, es indudable que su candidatura interna ha sido más exitosa de lo que anticipaba él mismo, el presidente o los líderes del PRI. Pero en la medida en que su participación en la contienda interna la ha hecho mucho más competitiva y realista, los factores que motivaron a Madrazo a entrar en la competencia se tornan cada vez más relevantes. La unidad del PRI será un factor clave para quien resulte candidato del PRI en la campaña constitucional del próximo año. Pero no es menos importante el riesgo de incredulidad que enfrente Francisco Labastida de ganar los comicios internos el próximo siete de noviembre. Una gran mayoría de los comentaristas y forjadores de la opinión pública se han sumado a Madrazo en la medida en que éste representa lo no oficial. De esta manera, aunque el trabajo partidista de Labastida, su actuar a nivel de distritos (que será el procedimiento que conduzca a la nominación en noviembre) y las encuestas lo favorezcan, no es pequeño el riesgo de incredulidad que se presente en ese momento. Aunque ganara la elección interna, no es imposible que Labastida heredara el descrédito que caracteriza al PRI y al gobierno en general.

Pero el mayor reto para el PRI no reside en su proceso de nominación interna (aunque éste sea trascendental por la importancia obvia del PRI en la vida política nacional), sino en su decreciente capacidad para gobernar. Para un partido que se dice gobernante, el desempeño del partido en los últimos años ha sido, en el mejor de los casos, raquítico. En lugar de construir y desarrollar los fundamentos para un nuevo sistema político -del cual el nuevo procedimiento de nominación del candidato del PRI es un componente importante-, el PRI se ha dedicado a enquistarse, a calumniar a los partidos a los que requiere para legislar y a cerrar cualquier avenida de desarrollo institucional. Obviamente, todos los partidos del mundo atacan, muchas veces en forma visceral, a sus contrincantes, pero pretender que ya nos encontramos ante una situación de plena normalidad democrática es un tanto excesivo. Un partido que se percibe a sí mismo como gobernante, y como la única opción verdadera, debería estar anticipando las necesidades de fortalecimiento institucional que el propio partido va a requerir de retener el gobierno el próximo año.

El reto central de los próximos años va a ser el de consolidar un nuevo régimen político. Es decir, un sistema político nuevo que permita la competencia, facilite y promueva la participación política, haga funcional el rendimiento de cuentas por parte de los funcionarios públicos y limite el potencial de abuso por parte del gobierno, todo ello a la par con la promoción eficaz y exitosa del crecimiento de la economía. Se trata de un enorme desafío en la mejor de las circunstancias; en el entorno de encono y conflicto que hoy vivimos, el éxito en esta empresa -una que prácticamente todo mundo suscribe al menos en la retórica- el país va a requerir de toda la madurez de que son capaces los políticos y los partidos, de todos los colores.

La inmensa mayoría de los analistas y observadores políticos no tiene la menor duda de que la consolidación de un régimen democrático y participativo, sólo será posible en la medida en que el PRI pierda las elecciones presidenciales al menos una vez. Esa percepción, sin duda fuertemente influenciada por la pertenencia o simpatía de muchos de esos observadores a partidos que compiten con el PRI, no surge de un vacío, sino de la realidad del PRI. El PRI se ha comportado siempre como un partido monopólico que impide la competencia, que tiene ventajas interconstruídas en el sistema por su control de todo tipo de organizaciones e instituciones a lo largo y ancho del país y, sobre todo, que se encuentra paralizado por los intereses cruzados que tienen sus miembros, como ejemplifica el caso del IFE. Desde un punto de vista ciudadano, la pregunta importante es si el PRI podría romper con estos factores condicionantes para consolidar un nuevo régimen político. Quienes afirman que tal cosa es imposible parten del supuesto de que los priístas, desde los gobernadores hasta los diputados, no tendrán incentivo alguno a promover una transformación institucional hasta que no se encuentren del otro lado de la barrera; y, por contra, que una vez perdiendo la presidencia, serían los primeros en demandar una redefinición de los principios rectores del sistema.

El PRI es el único partido con experiencia real en el arte de gobernar. En consecuencia, el peso de la prueba de que puede institucionalizar a un nuevo sistema político, desarrollar un nuevo régimen de derecho y un gobierno democrático diseñado para rendir cuentas, está sobre sus espaldas. La experiencia a la fecha no es muy promisoria pero, para fortuna de nuestra frágil democracia, por primera vez en la historia, gracias al IFE que tanto desprecian los priístas, la decisión de quién habrá de gobernarnos no dependerá de los priístas, sino del voto individual de la ciudadanía. El PRI tiene que comenzar a convencer a muchos millones de mexicanos.

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Pais de salarios bajos

Pais de salarios bajos

Luis Rubio

Lo importante para prácticamente la totalidad de los mexicanos es menos quién gane las elecciones del próximo año que el avanzar hacia una sociedad con mayores niveles de ingresos y una mejor calidad de vida. El debate más serio e importante sobre este tema se ha estado concentrando en el tema más obvio, pero no por ello el tema correcto. No hay la menor duda que los salarios en el país son sumamente bajos en términos nominales, pero la solución al problema del ingreso no radica en elevar los salarios, lo que llevaría a una inflación incontenible, sino en transformar el paradigma del desarrollo, tema que incluye, mínimamente, a la productividad, a la desigualdad y a los ingresos fiscales del gobierno.

A la fecha, un gobierno tras otro ha identificado desarrollo con crecimiento económico. Más de lo segundo, parecen suponer los gobernantes, nos llevará al desarrollo, estadio generalmente identificado con una mayor riqueza y una mejor calidad de vida. Sin embargo, es poco lo que hemos hecho para avanzar en esa dirección. Aunque quizá en forma inconsciente, es más que evidente que la estrategia de desarrollo seguida en los últimos años se sustenta, en su esencia, en la permanencia de salarios bajos. Se busca atraer inversión porque hay salarios bajos, se busca hacer competitiva a la industria por la via de salarios bajos y se busca exportar aprovechando los salarios bajos de la población.

Dada nuestra realidad social, es absolutamente lógico que los últimos gobiernos hayan concebido una política de salarios bajos como una estrategia de acceso a los mercados de inversión y de exportación. A final de cuentas, es mucho mejor atraer inversión, generar exportaciones y crear empleos utilizando el hecho de que existe un nivel muy bajo de salarios que no lograr las inversiones, las exportaciones o el empleo. Sin embargo, esa estrategia entraña el enorme riesgo de que se preserven los salarios bajos y que nunca se logre romper el círculo vicioso de la desigualdad y expectativas insatisfechas. Es decir, no hay nada de malo en haber utilizado a los bajos salarios como anzuelo para atraer nuevas inversiones y empleos, pero debemos diseñar una estrategia de largo plazo para romper definitivamente con ese círculo vicioso y, sobre todo, con la noción de que el problema se va a resolver solo con el tiempo.

Con una población caracterizada por niveles tan pobres de educación como la mexicana es inevitable que los bajos salarios sean una de nuestras pocas armas para competir en un mundo que se integra con tanta rapidez. El problema es que si persistimos en esa idea jamás vamos a cambiar la realidad. La única manera de alterar la tendencia que hoy determina los salarios bajos es elevar la productividad. El economista Krugman escribió hace algunos años que la productividad no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo. Para Krugman la capacidad de un país de mejorar sus niveles de vida en el tiempo depende casi absolutamente de su habilidad para elevar la producción por trabajador. Por ello, en lugar de preguntarnos sobre los ingresos, deberíamos enfocar todas nuestras baterías a los factores que permiten elevar la productividad para, con ello, transformar la realidad social del país. Es decir, tenemos que empezar a dilucidar qué es lo que nos va a permitir generar las condiciones para elevar los niveles de productividad en el largo plazo y con ello incrementar también los niveles de ingresos. Ahí tenemos un gran desafío, pues en la actualidad no están empatadas las estrategias de educación, las estrategias de infraestructura y las estrategias de desarrollo económico en general con la construcción de una sociedad rica y pudiente. Peor, si no comenzamos a articular un paradigma que vincule a todos estos factores, vamos a preservar un esquema de desarrollo a todas luces indeseable, por más que sea necesario por algunos años.

La productividad es la condición elemental que permite que un país genere riqueza; es lo que determina el número de empleos que se pueden crear y los ingresos que la población puede tener. Desde una perspectiva estrictamente económica, dejando a un lado temas vitales como los relativos a la estabilidad política y cambiaria y al Estado de derecho, no hay nada más importante que la productividad de una economía cuando se habla de la estrategia de desarrollo. Si la estrategia gubernamental no va orientada a crear condiciones para que se eleve la productividad, la economía no puede prosperar en el largo plazo. Aunque las empresas pueden hacer mucho para elevar la productividad de sus procesos -y los logros en este rubros son espectaculares en los últimos años-, el crecimiento de la productividad no nada más depende de las empresas, sino de la estrategia general de desarrollo nacional. Buena parte de la explicación de la crisis estructural que eb los últimos años sufrieron muchos de los países asiáticos, que por décadas parecían ofrecer la receta al Nirvana, reside en el irrisorio crecimiento de la productividad de sus economías.

La productividad es un tema central del desarrollo y tiene que convertirse en una prioridad nacional, promovida por el gobierno como tema rector de su política económica. Una estrategia de desarrollo así concebida permitiría diseñar una estrategia educativa congruente e involucrar al magisterio en el proyecto de desarrollo; avanzar la lucha contra la pobreza de una manera mucho más rápida a partir de programas tan visionarios como el Progresa; introducir a la competencia como la guía fundamental de la interacción entre los diversos agentes de la producción; vincular a los empresarios perdedores, así como a los nuevos, con los grandes exportadores para ampliar el mercado interno y acelerar la recuperación de la demanda interna; y, en general, darle un sentido de dirección al desarrollo del país. El país carece de brújula desde hace años porque la población se siente parte integral del proyecto gubernamental, lo que la lleva a sentirse víctima de las políticas que éste instrumenta. Una estrategia orientada a involucrar a todo mundo en la lucha por la productividad como medio para transformar a la sociedad en su conjunto no podría más que convertirse en un foco de convergencia.

La desigualdad, ese subproducto de nuestros fracasos históricos por lograr un desarrollo ilusorio, va directamente de la mano del tema de la productividad. El tema de la desigualdad consume a las sociedades, las divide y les imposibilita prosperar. La visión simplista del tema de la desigualdad es que hay que redistribuir la riqueza. Sin embargo, cualquier intento de avanzar en esa dirección, como lo hemos visto una y otra vez en la historia, acaba con una distribución de la pobreza y no al revés. El tema de la desigualdad no implica quitarles a unos por darles a los otros, sino el concebir una estrategia de desarrollo a nivel nacional que contemple la posibilidad, a través de la elevación de la productividad, de ir disminuyendo esa desigualdad para crear un entorno de estabilidad en lo político y un mercado interno que permita tener la capacidad de crecimiento sostenido y sostenible en el largo plazo. Acabar con la desigualdad extrema también implica, como precondición, romper con los obstáculos políticos al desarrollo, como aquél que preserva una educación primitiva como mecanismo de control político.

Ningún gobierno puede decretar la elevación de los salarios, la elevación de la productividad o la disminución de la desigualdad. Todos estos factores resultan del conjunto de estrategias y acciones que emprende un gobierno para hacer posible que la población se desarrolle y prospere. El gobierno tiene que promover cambios en todos estos rubros. Pero, además de sus propias limitaciones e incompetencias, el gobierno ha sido incapaz de promover una transformación profunda de la economía mexicana y, sobre todo, del ingreso de los mexicanos, en buena medida porque sus propios recursos son irrisorios en términos relativos. Evidentemente, para poder promover el desarrollo, un gobierno tiene que tener muy clara la brújula que lo orienta y una gran capacidad para movilizar a todo su aparato en esa dirección, factores en los que nuestro gobierno ciertamente no destaca. Sin embargo, es igualmente evidente que ningún gobierno puede promover el desarrollo si no cuenta con una base de recursos que le permita mejorar la infraestructura y elevar la calidad de la educación, por citar los dos ejemplos más obvios.

El problema fiscal del gobierno mexicano es por demás serio. Si comparamos al gobierno mexicano con los de otros países similares, y Brasil es el más atractivo en esta comparación, el gobierno mexicano tiene ingresos directamente fiscales, sin contar los petroleros, varios puntos porcentuales por debajo de otros países de semejante nivel de desarrollo. El ingreso fiscal del gobierno mexicano es como ocho puntos porcentuales menor, respecto al PIB, de los que tiene el gobierno de Brasil y muy semejante al de naciones como Honduras y Haiti. No es posible pensar en financiar un proceso de desarrollo de largo plazo, comenzado por la educación, la infraestructura y demás, sin resolver el problema fiscal que hoy caracteriza al gobierno, que lo hace dependiente de los recursos petroleros y, al hacerlo, mina las posibilidades de desarrollo saludable de esa industria. Es imperativo cambiar la lógica del financiamiento del gobierno, pero esto es algo que sólo es manejable en el contexto de la existencia de pesos y contrapesos efectivos, pues, de otra manera, mayores ingresos fiscales no se traducirían en una mejor y más estable administración económica, sino en una mayor corrupción política y de las decisiones gubernamentales.

Lo más importante y trascendente de toda estrategia de desarrollo es algo que con frecuencia olvidan los gobernantes. Lo central del desarrollo no reside en números abstractos e ininteligibles de ingresos per cápita o indíces de Gini, sino en el ingreso de la población y la calidad de vida que ésta logra. En la actualidad, no es realista esperar una mejoría substancial en cualquiera de estos indicadores, en buena medida porque la productividad de la economía mexicana en su conjunto sigue siendo demasiado baja. Lo que tenemos que hacer es enfocarnos hacia la productividad como razón de ser de la estrategia de desarrollo. Sin ello, acabaremos preservando una realidad de la que nadie sentirse orgulloso, por más que hay una infinidad de razones específicas para estarlo.

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El fin de la autoridad

El fin de la autoridad

Luis Rubio

Toda sociedad organizada opera en torno al principio elemental de que los ciudadanos tienen tanto derechos como obligaciones. Todos los sistemas jurídicos del mundo parten del mismo principio: no es posible concebir a una sociedad funcional sin que ambos componentes se encuentren presentes, pues la ausencia de cualquiera de ellos implicaría ya sea el totalitarismo o el mundo salvaje de Hobbes. Aunque el nuestro nunca ha sido un país enteramente respetuoso de los derechos y obligaciones de sus ciudadanos, no hay la menor duda de que hasta hace sólo unos cuantos años los mexicanos sabíamos bien que teníamos que ser responsables de las consecuencias de nuestras acciones. Esto ha venido cambiando a una velocidad tal que es verdaderamente impresionante el contraste entre lo que había y lo que hoy tenemos. Ha desaparecido el sentido más elemental de autoridad y el costo lo va a pagar el país en su conjunto de una manera creciente y cada vez más onerosa.

Hace años, la gente tenía que preocuparse de las consecuencias de sus acciones. Ahora, a sabiendas de que no hay consecuencias de prácticamente cualquier manera de actuar o delinquir, un número creciente de mexicanos milita por la ilegalidad. Esto lo vemos todos los días: en la criminalidad, en los secuestros, en la evasión de impuestos, en los autos chocolate, en el narcotráfico, en la corrupción, en la pésima administración pública, en el abuso de nuestros queridos monopolios, en la UNAM, en Chiapas y, en fin, en prácticamente todos los ámbitos de la vida nacional. La impunidad se ha vuelto la regla y todos los mexicanos deseosos de vivir en forma productiva y tranquila han pasado a ser rehenes de la impunidad imperante, cuando no del reino de la criminalidad.

No importa hacia donde dirija uno la mirada, lo sobresaliente es la ilegalidad sumada a la impunidad. Los autos llamados chocolate son particularmente elocuentes como ejemplo del detrioro que hemos experimentado. Para comenzar, un creciente número de los automóviles que se internan al país ya no proviene de mexicanos residentes en el exterior que vienen a pasar unas vacaciones, luego de las cuales dejan el coche en el país, sino que es creciente el número de mafias dedicadas a la importación de vehículos extranjeros para su venta en el país. Quienes adquieren estos vehículos lo hacen con plena conciencia de que se trata de automoviles ilegalmente importados, lo cual no les impide pretender que hiciero una adquisición absolutamente legítima. Su impunidad reside en la fotaleza que les confieren las organizaciones políticas que los amparan y promueven sus intereses mediante el chantaje a las autoridades, la afectación de los intereses del resto de la ciudadanía (por ejemplo, a través de plantones o bloqueos de arterias principales de circulación vehicular) y, algo que pocas veces se toma en cuenta, de la destrucción de empleos que le ocasiona ese parque vehicular a las fábricas de automóviles en el país. La impunidad de que gozan los propietarios de esos automóviles y sus líderes políticos sólo se explica por el fenómeno dominante en estos días: la ausencia de gobierno, la falta de autoridad, la inexistencia de un Estado de derecho.

Hablar de ausencia de autoridad no implica volver los ojos hacia atrás tratando de encontrar un paraiso en el pasado. Aunque hasta hace relativamente pocos años claramente existía uno gobierno que funcionaba en lo fundamental, la ausencia de Estado de derecho es legendaria. El abuso de las autoridades y la corrupción las padece el país desde hace décadas, si no es que siglos. Pero aun partiendo de ese rasero tan bajo y tan dudoso como punto de comparación, el gobierno que existía tenía plena conciencia de sus responsabilidades más elementales; aunque concibiera su función como la de hacer cumplir las reglas no escritas del sistema, existía un reconocimiento cabal de que sin paz social y sin seguridad pública la convivencia humana era imposible. Hoy en día ya prácticamente no operan las leyes escritas ni las no escritas. La convivencia en el país ha quedado definida por los límites que establecen los propios ciudadanos, dentro de los estrechos márgenes que han acabado por establecer las bandas de criminales, delincuentes y todo el resto de categorías sociales que viven al amparo de la más absoluta impunidad. El tema ya no es que estamos corriendo el riesgo de que el gobierno pierda la autoridad. Ese umbral ya ha sido rebasado en un número creciente de instancias y regiones en el país.

En los casos de la UNAM, Chiapas y los autos chocolate, por citar tres ejemplos evidentes, es patente la ausencia del gobierno. La sociedad entera acaba siendo rehén de intereses particulares que siguen su propia lógica, como si no existiera nadie más en el país. No sólo no hay sanción para su conducta ilícita, sino que los infractores de la norma ahora van un paso adelante. Cuando no se les concede la legitimación de sus intereses y necedades o, en el caso excecional de que la autoridad decida actuar, se dan por ofendidos y agraviados. Hemos llegado al punto en que la agenda nacional has sido apropiada por los criminales, los alzados, los propietarios de automoviles ilegales, los evasores de impuestos, los narcotraficantes, los funcionarios corruptos y, en general, los beneficiarios de la ubicua impunidad.

El deterioro de la autoridad y de la capacidad de gobierno tiene su origen en la implosión que ha sufrido el sistema político en su conjunto. La lógica de control que por décadas dominó a la política mexicana entrañaba también el control de los criminales, de las polícías y, en general, de los diversos grupos e intereses que pululaban alrededor de las oficinas gubernamentales a nivel federal, regional y local. El control se lograba por una mezcla de premios y castigos: acceso a los beneficios del sistema a quien se portaba bien y todo el peso de la ley (es decir, desde el abuso burocrático hasta la tortura) a quien no lo hiciera. La criminalidad y la delincuencia se lograba no porque las autoridades aplicaran la ley como frecuentemente se demanda en la actualidad, sino porque la mano dura se empleaba sin mayor recato. Con el fin del viejo sistema político, proceso que se inició a finales de los sesenta, pero que adquirió particular ímpetu a partir de 1994, todos esos mecanismos de control se vinieron abajo. La falta de institucionalización con que operaba el sistema y la virtual ausencia de Estado de derecho impidieron que hubiera algo capaz de substituir las viejas funciones del gobierno. El resultado es el reino de la impunidad y la criminalidad.

Nada de esto sería trascendental si no fuera por las consecuencias que produce el desquiciamiento integral del sentido de autoridad. Hay algunos ejemplos de sociedades que funcionan a pesar de que la ausencia de un gobierno funcional, como ilustra el caso de Italia. Sin embargo, la fortaleza del poder judicial en Italia y la relativa autonomía de que goza la actividad empresarial y la economía en general han permitido que la ausencia de gobierno no haya impedido el extraordinario desarrollo que ha experimentado ese país a lo largo de las últimas cinco décadas. Nosotros difícilmente podemos compararnos con Italia: en México elpoder judicial dista mucho de ser impoluto o significativo y la burocracia sigue teniendo una red extraordinariamente poderosa de regulaciones y controles a su alcance, los cuales emplea, con la mayor de las frecuencias, para hacer difícil el desarrollo económico del país. El fin de la autoridad gubernamental entraña consecuencias cada vez más graves para el desarrollo del país.

No es casualidad que la inversión privada, aunque grande en términos absolutos, sea irrisoria. Los empresarios invierten lo que requieren para mantener su producción caminando y en cantidad suficiente para satisfacer la demanda de sus mercados de exportación, pero ni un centavo más. Los procedimientos para dirimir disputas cuando alguna empresa entra en dificultades son tan engorrosos y prolongados que hay un creciente número de inversionistas del exterior y mexicanos que ya no están dispuestos a invertir en el país. La criminalidad ha extendido sus tentáculos de tal manera que sus operatvos se enteran de inmediato cuando se da un movimiento significativo de efectivo a través de una sucursal bancaria, situación que explica muchos asaltos, posiblemente incluyendo hasta el que involucró a personal del Estado Mayor Presidencial. De no contener este deterioro, las consecuencias van a ser catastróficas. La realidad del último lustro, y de las últimas décadas, hacen patente la urgencia de construir una estructura institucional capaz de hacer posible un gobierno funcional dentro del marco de un Estado de derecho pleno. El gobierno y el Estado de derecho no lo son todo; pero sin ese binomio todo es nada.

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Alianzas, arrebatos y remiendos

Alianzas, arrebatos y remiendos

Luis Rubio

La decisión de los partidos de oposición de contemplar con seriedad la posibilidad de articular una alianza para las elecciones del año 2000, introduce un elemento de extraordinaria competitividad a la política mexicana. El mero hecho de que los partidos de oposición se sienten a negociar no sólo la idea de una alianza para vencer al PRI en la próxima contienda sino, sobre todo, un programa integral que incluiría posturas comunes, agenda de gobierno, relaciones entre el ejecutivo y el legislativo y, en general, la estrategia del que podría ser el primer gobierno de oposición desde la Revolución, entraña en sí mismo una creciente madurez política y la oportunidad de trascender la ausencia de visión y capacidad constructiva que ha paralizado a la actual legislatura. Aunque soñar no cueste nada, con sus negociaciones la oposición ha abierto un frente que el PRI no había ni remotamente contemplado, exhibiendo con ello sus propias limitaciones y, sobre todo, las fisuras internas que comienzan a hacer mella.

Con la decisión de los partidos de oposición de avanzar en torno a una posible alianza para las elecciones del próximo año, la política mexicana ha tomado un curso mucho más complejo, pero también mucho más constructivo. Es más que evidente que, de consumarse la potencial alianza entre los dos principales partidos de oposición y varios de los restantes, la política mexicana podría transformarse a cabalidad, toda vez que estaríamos ante la primera oportunidad real de acabar con la noción misma de un PRI representante de la mayoría de los mexicanos. Pero no es obvio que la alianza llegue a consolidarse, ni es evidente que el PRI vaya a lograr una unidad perdurable. Una vez que el presidente cedió (con mayor o menor devoción) la nominación personal del candidato del PRI, el riesgo de fisión política -siempre endémico en la estructura del poder y del sistema de representación electoral en el país- inevitablemente se maximiza. Por ello, lo crucial de las acciones recientes de los partidos de oposición en su búsqueda de una alianza reside en el potencial que ésta alberga de transformar el clima de confrontación que el país ha estado viviendo a lo largo de los últimos años en un basamento para una mayor institucionalidad futura.

En cierta forma, nos encontramos ante una situación similar a la de los años veinte. La suma de años de confrontación y violencia (antes militar y facciosa, hoy política y criminal), destruyó las estructuras de poder que sirvieron al país por décadas y que, tanto a finales del siglo pasado como entre los años cuarenta y sesenta del presente, permitieron avances muy significativos en materia de desarrollo económico y social. Desafortunadamente, el sistema político que emergió a finales de la década de los veinte no era particularmente incluyente ni fue diseñado para promover la participación social. Obregón, Calles y Cárdenas construyeron un sistema político que buscaba conciliar las demandas de los ganadores y perdedores en la lucha revolucionaria, incorporarlos en un sistema de lealtades, complicidades y beneficios mutuos, pero sin abrir la participación política a la población en general. Era, como han argumentado desde hace décadas diversos estudiosos, no mucho más que la institucionalización, o despersonalización, del sistema porfirista. Más allá de cualquier juicio de valor elaborado a partir de los criterios que hoy podrían aplicarse a los hechos y decisiones de entonces, es evidente que el sistema cumplió su cometido. Pero hoy, como al fin de la era porfirista, el problema vuelve a ser el mismo: el sistema ya no resuelve los problemas de ahora, no permite que se oxigenen los grupos en el poder, no tiene capacidad de involucrar a la población en las decisiones de gobierno y, para colmo, ni siquiera es capaz de cumplir con la función básica y elemental de cualquier gobierno: mantener la paz y la seguridad públicas.

Es en este contexto que la alianza que están discutiendo los partidos de oposición es terriblemente importante. El fin del porfiriato sumió al país en una década de violencia y terror para la población civil, que pagó el costo con más de un millón de muertos. La década de los veinte, aunque no tan costosa en vidas, estuvo saturada de ajustes de cuentas, asesinatos y venganzas, mucho de lo cual hemos visto renacer a lo largo de los últimos años. La creación del PNR y de sus sucesores, el PRM y el PRI, resolvió el problema inmediato de la violencia a través de la consolidación de una presidencia fuerte, todopoderosa y capaz de imponer la disciplina por encima de cualquier otra consideración. Al margen de los detalles, esa presidencia ya no existe. La pregunta que es necesario hacer en este momento es si la alianza de los partidos de oposición permitiría evitar un nuevo desgajamiento político, por medio de la construcción de una alternativa moderna, sostenible y viable que, además, contribuyera a resolver el problema de un PRI fracturado y, en algún momento dado, perdedor.

Los obstáculos que enfrenta la alianza de los partidos de oposición son formidables. Además de la circunstancia evidente de que la ley no permite candidaturas comunes y que el precio de una coalición es punitivo, las agendas de los diversos partidos de oposición son frecuentemente contradictorias, sus integrantes profundamente suspicaces de las razones que motivan a sus tradicionales (y nuevos) contrincantes y, sobre todo, la noción de derrotar al PRI no es el primer y único objetivo de todos los partidos que podrían integrar la famosa alianza. El dilema para el PAN es particularmente serio porque este partido ha sido atacado, vituperado y socavado por el PRD sin que haya logrado presentar un argumento convincente al electorado de la bondad (y de los beneficios concretos) de su cooperación con los últimos dos gobiernos en materia legislativa. Desde esta perspectiva, las recientes decisiones del PAN, que han sentado las bases de una posible alianza, son particularmente trascendentes.

El avance conceptual que ha dado la oposición en las últimas semanas ha sido impresionante. Contra toda lógica, y luego de años saturados de interminable antagonismo, los partidos han pasado a un proceso serio de conceptualización, que todavía no de negociación de la substancia, de una posible alianza orientada a seleccionar un candidato conjunto para la elección presidencial del 2000. Pero no sólo eso. El planteamiento que se ha hecho es mucho más ambicioso: los partidos han diseñado una metodología encaminada a seleccionar candidatos para el congreso y el senado, así como para definir una plataforma común. Claramente, lo avanzado hasta este momento es la parte más fácil de una alianza pues, a pesar de la animadversión que caracteriza a estos partidos, la definición de objetivos para vencer a un partido que ha ejercido un monopolio sobre la política por décadas y que se fractura cada vez más, no es la parte más desafiante de su empresa común. En este sentido, es más que evidente que a la oposición le falta todavía mucho camino por recorrer. Pero lo que ha logrado es trascendental precisamente porque, al menos en el discurso, persigue no solo la derrota del PRI, sino una transformación política. Lo imperativo, desde una perspectiva ciudadana, es el entramado institucional que el PRI no ha sabido o tenido la voluntad de renovar. La duda es si una alianza avanzaría hacia este objetivo fundamental.

Lo que viene va a ser sumamente complicado. Una vez definidos los objetivos generales comenzarán a hacerse evidentes las diferencias en materia de substancia, ya contemplando la posibilidad de un gobierno común: ¿quién estaría a cargo de qué?, ¿cómo determinar el grado de apoyo que efectivamente recibió un partido y no otro, para fines de decisiones operativas ya en la vida real, tanto en el congreso como en el ejecutivo?, ¿cómo conciliar las profundas diferencias de enfoque que caracterizan a cada uno de los partidos en los temas de políticas públicas: gasto, impuestos, pobreza, etcétera? No menos importante va a ser el cómo lidiar con los problemas prácticos de una alianza mucho antes de las elecciones: si no resulta seleccionado el candidato del partido X, el liderazgo del partido Z continuaría apoyando a la alianza? Todavía más difícil va a ser el problema de cómo trascender las suspicacias y temores que albergan los miembros del PAN respecto al PRD y viceversa. No hay duda que mucho de lo que yace detrás del impulso actual tiene que ver con el temor de ser acusado de esquirol y aguafiestas. El reto es, por todo lo anterior, enorme. Por eso es tan significativo que el proceso esté teniendo lugar y, contra lo que parecía predecible hace meses, siga avanzando.

Sea como fuere, el mundo se está complicando para el PRI. La mera posibilidad de que la oposición llegara a unirse en un intento por ganar las elecciones del próximo año, implica una fuente potencialmente formidable de competencia hasta ahora desconocida para ese partido. Por otro lado, el PRI enfrenta los pleitos de siempre entre los grupos del partido, pero con la novedad de que éstos tienen lugar en público, a plena luz del día y sin conductor de orquesta dispuesto y capaz de imponer la disciplina. Se trata de tiempos inéditos para el PRI, para los cuales ese partido está particularmente mal habilitado. El PRI se encuentra cada vez más fracturado, a la vez que crece la figura del precandidato que claramente no goza de las preferencias del régimen, pero que sin duda ha articulado una mejor estrategia electoral. La lógica de la elección interna del PRI va a acentuar las diferencias y fracturas, al tiempo en que la competencia externa se hará cada vez más intensa y difícil, sobre todo si la alianza opositora logra cuajar. La gran interrogante es cómo afectará a los votantes el conflicto entre los priístas, por una parte, y las negociaciones entre los partidos de oposición por la otra. No es evidente que la oposición sea capaz de explotar el pleito dentro del PRI, pero lo que es cada vez más probable es que sean los votantes quienes resuelvan el entuerto. Ese no sería un logro pequeño, aunque el camino de aquí hasta allá estará sin duda plagado de riesgos.

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Reforma y gobierno

Luis Rubio

Quizá no hay problema más serio, y urgente, en el México de hoy que el de definir el papel del gobierno en la promoción del desarrollo, la estabilidad política y la paz social. La mera definición del problema sugiere la profundidad de la controversia que entraña.  Puesto en términos simples, no existe una sola manera de lograr estos objetivos, ni mucho menos hay consenso sobre la noción de que ésos sean o deban ser los objetivos de los gobiernos.  En un país en el cual el gobierno se fue arrogando cada vez más funciones, responsabilidades y autoridad, al grado de substituir al individuo incluso en algunas de las actividades más íntimas y personales, es natural que existan posturas extremas y encontradas sobre la función del gobierno y sobre sus objetivos.  Algunos adoptarán una definición que reduce al gobierno a todo aquello que nadie más realiza, en tanto que otros preferirán el extremo opuesto, suponiendo que el individuo tiene oportunidades en aquellas actividades en las cuales el gobierno no actúa.  Tales posturas extremas revelan el grado de conflicto que existe en México o muchos países del continente y que yace detrás de debates que parecen meramente económicos en naturaleza.

 

La verdad es que no existe una receta que garantice la viabilidad de un gobierno o de un país. Los gobiernos, en todo el mundo, han vendido perdiendo facultades reales y capacidad de acción. Y, al mismo tiempo, su función nunca había sido tan importante. Nos ha tocado vivir en una época en la que, paradójicamente, las responsabilidades gubernamentales aumentan a la par que disminuyen sus capacidades así como la efectividad de su instrumental de acción.  Hace algunas décadas, los gobiernos tenían poca competencia, muchos recursos y toda la autoridad.  Hoy en día, los gobiernos están a merced de los mercados, de la capacidad de organización y presión por parte de los diversos grupos de la sociedad, del de otras economías hacia las cuales exportan y de una permanente insuficiencia de recursos. Esta nueva realidad requiere ideas nuevas, conceptos innovadores y estructuras radicalmente distintas.

La mayor parte de los gobiernos reconoce los nuevos retos pero enfrenta la realidad cotidiana de cotos de poder, presiones por aumentar el gasto público, llamadas a resolver problemas particulares y conceptos que ya no operan, pero que siguen dominando el discurso político y el debate burocrático.  La complejidad de un proyecto de reforma es por ello extraordinaria.  La voluntad de acción es obviamente necesaria.  Pero más allá de la voluntad gubernamental, es imperativo adoptar  nuevas estrategias políticas que permitan articular un consenso social y político en torno al propósito último de la reforma.  Estas estrategias requerirían, para ser exitosas, cambios importantes en los incentivos, en las instituciones y en las organizaciones de la sociedad.

Cada sociedad enfrenta circunstancias distintas. Unas tienen frente a sí retos relativamente pequeños, en tanto que otras se encuentran ante el caos. Ni una ni otra característica explica o permite asegurar la capacidad de lograr una reforma.  Las reformas se logran cuando se conjugan circunstancias como la presencia de un liderazgo visionario, una situación de crisis que es percibida como tal por la sociedad en general, ideas de reforma y la decisión de llevarla a cabo.  Son pocos los países que dan virajes súbitos. La mayoría evoluciona poco a poco, adoptando medidas que, en el curso del tiempo, le van dando forma a su futuro y la oportunidad de ser o no exitoso.

En cualquier caso, la discusión sobre el papel del gobierno es sumamente compleja. No existe un papel específico y preestablecido de lo que debe o puede hacer el gobierno en una sociedad. Históricamente, los gobiernos no nacieron con una misión específica. Aunque claramente existen ciertas funciones que todos los gobiernos tienen que satisfacer adecuadamente, como la educación, la erradicación de la pobreza, la infraestructura, la justicia, la paz social y la seguridad pública, también es evidente que no hay una sola manera de lograr esos objetivos. La naturaleza, estructura y características de cada gobierno tienen un evidente referente histórico, además de que son producto de las circunstancias específicas en que éste surge. Pero viendo hacia adelante, la mayor parte de los gobiernos del mundo reconoce la necesidad de reformarse para poder lograr el avance de sus objetivos de una manera compatible con las nuevas realidades económicas. La interrogante es qué forma tendría que adoptar ese “nuevo” gobierno.

Lo esencial no es la sustancia de lo que deban hacer los gobiernos -pues no hay mayor latitud en ese aspecto- sino la capacidad que tengan de hacerlo. Esta noción de capacidad involucra tanto habilidades como instrumentos idóneos para ese propósito. En términos generales, la respuesta de los más diversos gobiernos en las últimas décadas ha sido la de destinar dinero hacia los  problemas, suponiendo que el mero gasto va a transformar estructuras anquilosadas y obsoletas.  Eso, como vimos en los setenta, no resuelve el problema, aunque sí ocasiona terribles estragos y costos brutales.

Si uno observa el desempeño económico de diversos países, se percata de que lo que marca la diferencia es la naturaleza y efectividad de los gobiernos. No es casualidad que haya unos cuantos países extraordinariamente exitosos en las más diversas regiones del mundo al lado de muchos con impresionantes fracasos.  Los éxitos recientes en términos de ingreso per cápita de países como Chile no son casualidad.  Son resultado de la calidad del gobierno y de su capacidad para organizarse en torno al propósito del desarrollo económico.

Existe un conjunto de factores que distingue a los gobiernos exitosos de los que no lo son. Si bien cualquier gobierno puede tener un excepcional programa de desarrollo en el papel, son muy pocos los que logran convertirlo en realidad.  La razón de ello es que los gobiernos que son efectivos hacen cosas cualitativamente distintas de los que no lo son. Es aquí donde reside la clave del desarrollo: en las acciones cualitativas del gobierno. Los gobiernos exitosos comparten una serie de factores, todos ellos diseñados expresamente para alcanzar el objetivo deseado. No se trata de resultados casuales o excepcionales, sino producto de acciones cuidadosamente diseñadas y concertadas. La experiencia de varias naciones en el continente muestra que hay patrones establecidos al respecto.

En primer lugar, los gobiernos efectivos buscan lograr un consenso entre la población acerca de los objetivos que se persiguen, así como crear un entorno de certidumbre que logre credibilidad en el gobierno y sus programas de desarrollo. En segundo lugar, los gobiernos exitosos han logrado un equilibrio entre la centralización de ingresos y la descentralización del gasto público.  Es decir, han logrado que los gobiernos locales tengan capacidad autónoma de acción, ya que son ellos los que están en contacto directo con la población, pero sin  perder el sentido de dirección del desarrollo económico, del cual los gobiernos centrales normalmente son responsables. En tercer lugar, los gobiernos exitosos han procurado involucrar a la ciudadanía en el proceso de toma de decisiones, sea en forma directa o a través de organizaciones intermedias que efectivamente representan a la ciudadanía en dicho proceso.

A los factores anteriores se suman otros elementos que no son nuevos.  La calidad de la administración pública y su capacidad para definir políticas y llevarlas a cabo es un común denominador de todos los países exitosos.  Sin embargo, la educación -medida tanto en años de asistencia a la escuela como en la calidad de la misma- es quizá el factor individual más significativo en todos los países exitosos.  En los índices de educación se resumen varios factores: la capacidad de organización del gobierno, su claridad de objetivos y habilidad para llevarlos a la práctica y el éxito relativo en involucrar a la población en el proceso.  En este sentido, lo que importa para el desarrollo de los países no es tanto el tamaño como la calidad del gobierno.

La noción del desarrollo económico como responsabilidad del gobierno es un fenómeno relativamente nuevo.  Este concepto no existía hace cien años.  Históricamente, los gobiernos han enfatizado más la capacidad de gobierno que la capacidad de administración.  Es decir, han buscado mucho más la creación de condiciones para la estabilidad política, para la integridad territorial y para la protección de los actores nacionales respecto a los del resto del mundo, que el desarrollo de capacidades para generar el buen desempeño de la economía.  Esta distinción, particularmente notoria en los países de América Latina, explica el subdesarrollo que con frecuencia se observa en los sistemas de justicia, en la integridad de las burocracias y, en general, en el desarrollo mismo de la administración pública. Los dogmas ideológicos, sumados a intereses mercantilistas y a la búsqueda del mantenimiento del poder a cualquier precio, son quizá las principales características, aún hoy, de muchos gobiernos latinoamericanos.  Frente a esto, no es casualidad el éxito que han logrado países con gobiernos que han roto con dichos conceptos y que han articulado nuevas alianzas políticas, lo que los ha hecho capaces de  trascender los obstáculos que la historia, y otros factores, les había impuesto. Puesto en estos términos, nuestro reto es mayúsculo.

 

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Pirámides Invertidas

Luis Rubio

Los constructores de las maravillosas pirámides que hoy constituyen muestras de las grandes civilizaciones de antaño sabían bien que para erigir una pirámide era necesario, primero que nada, construir una gran plataforma, amplia y extensa. Esa base serviría de sustento para que el edificio que ahí se apoyara pudiese ser sólido y permanente. En franco contraste con lo que era a todas luces evidente para esos extraordinarios arquitectos e ingenieros que concibieron, diseñaron y construyeron las monumentales e imponentes pirámides de lugares como Teotihuacán y Egipto, nuestros dilectos funcionarios creen que una pirámide se puede sustentar sobre su ápice. Como si se tratara de una pirámide invertida, el gobierno pretende que el desarrollo del país se sustente en buenas intenciones porque pareciera que no está dispuesto a asumir el papel trascendental que le corresponde en la creación de condiciones para que la sociedad funcione y la economía sea exitosa. El mundo cambia y avanza a la velocidad del sonido pero el gobierno parece ir hacia atrás.

Igual que con las pirámides, el crecimiento económico requiere un sólido fundamento que lo sustente. Para que una economía crezca y se desarrolle es indispensable que exista una amplia y fuerte base sobre la cual pueda sustentarse la producción, el consumo y, en general, el desarrollo de la sociedad. En términos generales, el crecimiento económico requiere de infraestructura tanto física como social y legal. Requiere de carreteras y medios de transporte, comunicaciones, electricidad, bancos, educación, salud, Estado de derecho, un entorno macroeconómico de estabilidad y, en general, condiciones propicias para que los individuos ahorren e inviertan.

Los países o regiones que cuentan con estas condiciones crecen y se desarrollan, en tanto que los que adolecen de ellas viven en el subdesarrollo. En el primer grupo se encuentran las naciones europeas, Estados Unidos, Canadá y la mayoría de las del sudeste asiático, por mencionar algunas obvias, en tanto que en el segundo se encuentran la mayoría de los países de nuestro continente, así como países de África y grandes naciones como India y China. Lo mismo es evidente incluso dentro de nuestras fronteras: aunque en general el país prospera mucho menos y mucho más lentamente de lo que sería posible y deseable, existen regiones que sobresalen por su excepcional dinamismo y esto no es producto de la casualidad. Basta observar cómo en Ciudad Juárez, a la mitad del desierto, ha surgido una imponente ciudad industrial para constatar que la existencia de un conjunto de condiciones (legales a través del TLC -y, antes, del régimen de maquiladora-, de infraestructura y de educación) tiene un efecto detonador del crecimiento. A nadie se le podría ocurrir que es posible establecer fábricas de televisiones o de cajas de velocidades sin que exista una gran base de sustento, justo como la que se necesita para erigir una pirámide.

Bueno, a nadie excepto a nuestra dilecta burocracia. En una declaración que seguramente pasará a la historia como una de las joyas del mundo de fantasía en que vive el gobierno mexicano, el secretario de Hacienda afirmó hace unos meses que primero deben los banqueros invertir y después el gobierno establecerá las reglas del juego y preparará las iniciativas de ley que hagan atractivas y económicamente viables esas inversiones. Afortunadamente nuestros gobernantes no han recibido la encomienda de construir pirámides porque habrían comenzado por la cima.

Pero más allá de la desafortunada expresión de un funcionario, la declaración del Secretario de Hacienda revela tanto la actitud prevaleciente dentro del gobierno como el profundo -y terriblemente preocupante- desempate que existe entre las urgentes e ingentes necesidades del país y el marco de pensamiento y acción que prevalece dentro de la administración. La función del gobierno en el desarrollo siempre ha sido fundamental: ahí donde ha habido gobiernos debidamente constituidos y abocados a crear las condiciones para el desarrollo de sus sociedades, la prosperidad no se ha hecho esperar. Un vistazo a los países europeos que llevan siglos de avanzar en este camino muestra que la existencia de un sólido fundamento para el desarrollo es condición necesaria para que éste sea posible. Quizá mucho más relevante para nosotros en la actualidad es el ejemplo que han dejado diversas naciones del sudeste asiático, que en sólo una generación, han transformado sociedades esencialmente agrícolas en poderosas y ricas sociedades industriales. Sociedades y economías tan disímbolas como Hong Kong, Tailandia, Corea, Japón y Singapur han tenido un sólo factor en común: un gobierno con un claro y definido sentido de dirección en la promoción del desarrollo económico. Si con condiciones realmente paupérrimas de infraestructura y legalidad ha surgido una imponente base industrial en diversos puntos de la frontera norte, ¿qué no podríamos hacer con un gobierno claro de su responsabilidad de promover el desarrollo?

Lo que los gobiernos de los países asiáticos han reconocido es que el crecimiento económico requiere de un fundamento amplio y sólido sin el cual no hay ahorro, inversión o crecimiento. Esas bases mínimas pueden ser provistas o impuestas por el gobierno a través de la coerción o la autoridad como en Singapur, o el resultado de incentivos debidamente estructurados a través de una economía de mercado, como sucede en Hong Kong. Pero en ambos casos el gobierno está consciente de que el desarrollo no ocurre por arte de magia, sino como resultado de la existencia de reglas del juego claras, adecuadas y transparentes y de una infraestructura física, social, económica, legal y política idónea. Esa noción que es tan obvia en el resto del mundo está ausente en el gobierno mexicano.

La declaración del funcionario en la reunión anual de la Convención de Banqueros bien podría ser un lapsus, si no fuera porque se trata de un tema tan fundamental. Un caso verídico confirma la relevancia del tema: hace unos días, un inversionista que años atrás adquirió bonos de una empresa industrial manifestaba su enojo y preocupación ante la imposibilidad de concluir un litigio para recuperar lo posible de su inversión original. Su argumentación era muy reveladora: el inversionista decía tener un portafolio muy grande y diversificado de inversión alrededor del mundo, del cual México representaba sólo una fracción. Con la devaluación de 1994, la empresa en que había invertido entró en serios problemas. Eso, decía el inversionista, es un riesgo de mercado con el que todos los inversionistas pueden vivir; a final de cuentas, afirmaba, es normal que algunas inversiones resulten exitosas en tanto que otras terminen siendo rotundos fracasos. Con lo que un inversionista no puede lidiar, sin embargo, es con la ausencia de reglas claras (y la certidumbre que éstas se harán cumplir) y de mecanismos para resolver conflictos. En este caso, el inversionista se encuentra atorado porque nadie en el gobierno quiere tomar decisiones después de lo ruidoso y desastroso que resultó el Fobaproa y porque el trámite legal de quiebra puede tomarse varios años sin que exista garantía alguna de que en el proceso los intereses del inversionista serán salvaguardados. Este proceso, que en México es largo e incierto, en otros es un trámite de semanas o meses. Las ausencias de reglas -un Estado de derecho en forma- e infraestructura en general tiene tremendas consecuencias sobre el desarrollo del país.

El ejemplo anterior muestra que las reglas del juego y la legislación son extraordinariamente trascendentes para el desarrollo de un país, y que su ausencia se traduce en parálisis, desconfianza e incertidumbre. Desafortunadamente la frase del Secretario de Hacienda no constituye una excepción en la postura gubernamental. Hace sólo unos meses, en medio de la disputa sobre la política fiscal, en la que miembros del sector privado argumentaban, con razón o sin ella, que era imperativo cambiar el sistema fiscal para facilitar el desempeño de las empresas, elevar el ingreso fiscal y mejorar la eficiencia de la economía, una funcionaria de Hacienda los instaba a que “primero paguen sus impuestos y luego revisamos el sistema fiscal”. Independientemente de los méritos de la postura gubernamental o de la del sector privado, la actitud gubernamental, en éste y otros temas, muestra una total ausencia de disposición a promover el desarrollo de la economía. Peor, evidencia el abandono de toda orientación hacia la urgente reforma que el país pide a gritos en sus más diversos y recónditos ámbitos.

El problema no reside únicamente en la actitud del gobierno, sino también en la preocupante noción que predomina en los medios políticos de que el desarrollo de la economía puede ser manipulado de acuerdo a las preferencias políticas o burocráticas. Como muestra la economía mexicana, existen dramáticas diferencias en el desempeño de unos sectores de la economía y otros. No es casualidad que el sector exportador, que cuenta con reglas claras transparentes y perfectamente definidas a través del TLC, sea el más exitoso de la economía. Lo mismo requieren todas las demás actividades económicas, políticas y sociales del país. Un país con las necesidades y potencial de México no puede vivir bajo el dictum de “fusílenlos y luego averiguan”.