El fin de la autoridad

El fin de la autoridad

Luis Rubio

Toda sociedad organizada opera en torno al principio elemental de que los ciudadanos tienen tanto derechos como obligaciones. Todos los sistemas jurídicos del mundo parten del mismo principio: no es posible concebir a una sociedad funcional sin que ambos componentes se encuentren presentes, pues la ausencia de cualquiera de ellos implicaría ya sea el totalitarismo o el mundo salvaje de Hobbes. Aunque el nuestro nunca ha sido un país enteramente respetuoso de los derechos y obligaciones de sus ciudadanos, no hay la menor duda de que hasta hace sólo unos cuantos años los mexicanos sabíamos bien que teníamos que ser responsables de las consecuencias de nuestras acciones. Esto ha venido cambiando a una velocidad tal que es verdaderamente impresionante el contraste entre lo que había y lo que hoy tenemos. Ha desaparecido el sentido más elemental de autoridad y el costo lo va a pagar el país en su conjunto de una manera creciente y cada vez más onerosa.

Hace años, la gente tenía que preocuparse de las consecuencias de sus acciones. Ahora, a sabiendas de que no hay consecuencias de prácticamente cualquier manera de actuar o delinquir, un número creciente de mexicanos milita por la ilegalidad. Esto lo vemos todos los días: en la criminalidad, en los secuestros, en la evasión de impuestos, en los autos chocolate, en el narcotráfico, en la corrupción, en la pésima administración pública, en el abuso de nuestros queridos monopolios, en la UNAM, en Chiapas y, en fin, en prácticamente todos los ámbitos de la vida nacional. La impunidad se ha vuelto la regla y todos los mexicanos deseosos de vivir en forma productiva y tranquila han pasado a ser rehenes de la impunidad imperante, cuando no del reino de la criminalidad.

No importa hacia donde dirija uno la mirada, lo sobresaliente es la ilegalidad sumada a la impunidad. Los autos llamados chocolate son particularmente elocuentes como ejemplo del detrioro que hemos experimentado. Para comenzar, un creciente número de los automóviles que se internan al país ya no proviene de mexicanos residentes en el exterior que vienen a pasar unas vacaciones, luego de las cuales dejan el coche en el país, sino que es creciente el número de mafias dedicadas a la importación de vehículos extranjeros para su venta en el país. Quienes adquieren estos vehículos lo hacen con plena conciencia de que se trata de automoviles ilegalmente importados, lo cual no les impide pretender que hiciero una adquisición absolutamente legítima. Su impunidad reside en la fotaleza que les confieren las organizaciones políticas que los amparan y promueven sus intereses mediante el chantaje a las autoridades, la afectación de los intereses del resto de la ciudadanía (por ejemplo, a través de plantones o bloqueos de arterias principales de circulación vehicular) y, algo que pocas veces se toma en cuenta, de la destrucción de empleos que le ocasiona ese parque vehicular a las fábricas de automóviles en el país. La impunidad de que gozan los propietarios de esos automóviles y sus líderes políticos sólo se explica por el fenómeno dominante en estos días: la ausencia de gobierno, la falta de autoridad, la inexistencia de un Estado de derecho.

Hablar de ausencia de autoridad no implica volver los ojos hacia atrás tratando de encontrar un paraiso en el pasado. Aunque hasta hace relativamente pocos años claramente existía uno gobierno que funcionaba en lo fundamental, la ausencia de Estado de derecho es legendaria. El abuso de las autoridades y la corrupción las padece el país desde hace décadas, si no es que siglos. Pero aun partiendo de ese rasero tan bajo y tan dudoso como punto de comparación, el gobierno que existía tenía plena conciencia de sus responsabilidades más elementales; aunque concibiera su función como la de hacer cumplir las reglas no escritas del sistema, existía un reconocimiento cabal de que sin paz social y sin seguridad pública la convivencia humana era imposible. Hoy en día ya prácticamente no operan las leyes escritas ni las no escritas. La convivencia en el país ha quedado definida por los límites que establecen los propios ciudadanos, dentro de los estrechos márgenes que han acabado por establecer las bandas de criminales, delincuentes y todo el resto de categorías sociales que viven al amparo de la más absoluta impunidad. El tema ya no es que estamos corriendo el riesgo de que el gobierno pierda la autoridad. Ese umbral ya ha sido rebasado en un número creciente de instancias y regiones en el país.

En los casos de la UNAM, Chiapas y los autos chocolate, por citar tres ejemplos evidentes, es patente la ausencia del gobierno. La sociedad entera acaba siendo rehén de intereses particulares que siguen su propia lógica, como si no existiera nadie más en el país. No sólo no hay sanción para su conducta ilícita, sino que los infractores de la norma ahora van un paso adelante. Cuando no se les concede la legitimación de sus intereses y necedades o, en el caso excecional de que la autoridad decida actuar, se dan por ofendidos y agraviados. Hemos llegado al punto en que la agenda nacional has sido apropiada por los criminales, los alzados, los propietarios de automoviles ilegales, los evasores de impuestos, los narcotraficantes, los funcionarios corruptos y, en general, los beneficiarios de la ubicua impunidad.

El deterioro de la autoridad y de la capacidad de gobierno tiene su origen en la implosión que ha sufrido el sistema político en su conjunto. La lógica de control que por décadas dominó a la política mexicana entrañaba también el control de los criminales, de las polícías y, en general, de los diversos grupos e intereses que pululaban alrededor de las oficinas gubernamentales a nivel federal, regional y local. El control se lograba por una mezcla de premios y castigos: acceso a los beneficios del sistema a quien se portaba bien y todo el peso de la ley (es decir, desde el abuso burocrático hasta la tortura) a quien no lo hiciera. La criminalidad y la delincuencia se lograba no porque las autoridades aplicaran la ley como frecuentemente se demanda en la actualidad, sino porque la mano dura se empleaba sin mayor recato. Con el fin del viejo sistema político, proceso que se inició a finales de los sesenta, pero que adquirió particular ímpetu a partir de 1994, todos esos mecanismos de control se vinieron abajo. La falta de institucionalización con que operaba el sistema y la virtual ausencia de Estado de derecho impidieron que hubiera algo capaz de substituir las viejas funciones del gobierno. El resultado es el reino de la impunidad y la criminalidad.

Nada de esto sería trascendental si no fuera por las consecuencias que produce el desquiciamiento integral del sentido de autoridad. Hay algunos ejemplos de sociedades que funcionan a pesar de que la ausencia de un gobierno funcional, como ilustra el caso de Italia. Sin embargo, la fortaleza del poder judicial en Italia y la relativa autonomía de que goza la actividad empresarial y la economía en general han permitido que la ausencia de gobierno no haya impedido el extraordinario desarrollo que ha experimentado ese país a lo largo de las últimas cinco décadas. Nosotros difícilmente podemos compararnos con Italia: en México elpoder judicial dista mucho de ser impoluto o significativo y la burocracia sigue teniendo una red extraordinariamente poderosa de regulaciones y controles a su alcance, los cuales emplea, con la mayor de las frecuencias, para hacer difícil el desarrollo económico del país. El fin de la autoridad gubernamental entraña consecuencias cada vez más graves para el desarrollo del país.

No es casualidad que la inversión privada, aunque grande en términos absolutos, sea irrisoria. Los empresarios invierten lo que requieren para mantener su producción caminando y en cantidad suficiente para satisfacer la demanda de sus mercados de exportación, pero ni un centavo más. Los procedimientos para dirimir disputas cuando alguna empresa entra en dificultades son tan engorrosos y prolongados que hay un creciente número de inversionistas del exterior y mexicanos que ya no están dispuestos a invertir en el país. La criminalidad ha extendido sus tentáculos de tal manera que sus operatvos se enteran de inmediato cuando se da un movimiento significativo de efectivo a través de una sucursal bancaria, situación que explica muchos asaltos, posiblemente incluyendo hasta el que involucró a personal del Estado Mayor Presidencial. De no contener este deterioro, las consecuencias van a ser catastróficas. La realidad del último lustro, y de las últimas décadas, hacen patente la urgencia de construir una estructura institucional capaz de hacer posible un gobierno funcional dentro del marco de un Estado de derecho pleno. El gobierno y el Estado de derecho no lo son todo; pero sin ese binomio todo es nada.

PÁGINA 1

PÁGINA