Pleito interminalbe e innecesario
Luis Rubio
Estados Unidos es nuestro principal socio comercial. Más del setenta por ciento de nuestras exportaciones se dirigen hacia Estados Unidos. Más de la mitad de toda la inversión extranjera en planta, equipo y, por lo tanto, en la creación empleos y riqueza, proviene de nuestro vecino del norte. Todo parecería sugerir que deberíamos poner toda la atención para cuidar, nutrir y desarrollar esa relación, como la más importante de todas las que tenemos. La realidad, sin embargo, es la contraria. De todas las relaciones internacionales del país, la más tensa, difícil, compleja y conflictiva es sin duda con Estados Unidos. Nuestra historia común, las obvias diferencias en niveles de riqueza y la mera vecindad son razón suficiente para explicar la complejidad de la relación. Con todo, uno pensaría, cualquier país que enfrentara esta contradictoria combinación de beneficios y riesgos, oportunidades y dificultades, futuro e historia, dedicaría todos sus esfuerzos y habilidades a maximizar los primeros y disminuir los segundos. Pero, ¿qué es lo que hemos venido haciendo nosotros? Nos hemos dedicado, con toda conciencia y premeditación, a echarle pimienta debajo de la nariz del tío Sam cada vez que podemos. Esta estrategia tal vez tuvo sentido hace décadas; hoy en día es indefendible, además de fuente de innecesarias fricciones que no hacen más que dañar al país.
La historia de la relación entre ambas naciones no requiere mayor descripción. Todos los mexicanos sabemos con absoluta claridad que en su proceso de expansión en el siglo pasado, Estados Unidos se quedó con la mitad del territorio mexicano. También sabemos que muchos inversionistas de ese país abusaron en diversas ocasiones en que tuvieron la oportunidad. El puerto de Veracruz fue invadido más de una vez por tropas norteamericanas. Todos estos hechos históricos son parte de la psicología colectiva de los mexicanos, algo que está casi totalmente ausente en la conciencia del pragmatismo norteamericano. Las realidades de antaño, sistemáticamente nutridas a través de los libros de texto, siguen tan vivas en la mente de tantos mexicanos, que son percibidas como verdades absolutas, directamente aplicables a nuestra realidad actual. El problema es que esa conciencia histórica choca con la realidad económica y geopolítica. El hecho indisputable es que la economía mexicana está cada vez más integrada a la economía norteamericana, una enorme proporción de los mexicanos arriba del 55%- tiene vínculos familiares directos en Estados Unidos, un número creciente de familias mexicanas depende para su sobrevivencia de los envíos que les hacen sus parientes en Estados Unidos y prácticamente todas las fuentes de empleo viables y con futuro en la industria están vinculadas, directa o indirectamente, a la economía norteamericana. No hay que ser muy inteligente para ver lo obvio, una verdad de Perogrullo: el país no tiene ninguna relación internacional, en ningún ámbito o rubro, que sea más importante, trascendente y rentable que los Estados Unidos. Esto último es tan obvio que no debería requerir mayor discusión.
Pero no parece ser lo suficientemente obvio para muchos funcionarios gubernamentales. Virtualmente no hay foro internacional en el que no busquemos pleito con los norteamericanos. Ya sea que se trate de armas nucleares o de la Corte Internacional de Justicia; de la Organización Mundial de Comercio o del conflicto en Kosovo o Irak; de Cuba o de los derechos humanos. En prácticamente todos los foros, México se ha colocado del lado opuesto a Estados Unidos. Por supuesto que no hay nada de malo en tomar posturas contrarias a nuestro vecino del norte cuando así convenga a nuestros intereses fundamentales. Hay una gran diversidad de asuntos en los cuales nuestros intereses son claramente contrarios a los de ellos. De hecho, la existencia del TLC nos confiere un amplio margen de libertad, toda vez que ese instrumento constituye un límite a la acción que pudiera emprender Estados Unidos en el ámbito que más directamente nos interesa, que es el del comercio, la inversión y todo lo que éstos representan en materia de empleo y creación de riqueza. Sin embargo, cuando nuestra política está diseñada para oponernos de manera sistemática a todas sus posturas en todos los foros y en todas las circunstancias, resulta que la definición gubernamental del interés nacional deja de tener un referente concreto en nuestra realidad económica, política o social interna, para convertirse en un mero prurito de oposición a ultranza. México puede y debe- adoptar posturas fuertes con relación a temas centrales de nuestro interés nacional, pero la oposición sistemática no sólo lleva a perder toda credibilidad, sino que acabamos siendo meros lacayos de los intereses de grupos sectarios, cuando no de otros países, que sí entienden sus prioridades e intereses nacionales. El patrón del comportamiento del gobierno mexicano en los foros internacionales sugiere que el propósito de la política exterior es precisamente el de oponerse a la política de Estados Unidos. La pregunta relevante es cuál es la motivación y a quién sirve esa estrategia.
Hace cuarenta años, la respuesta más frecuente a esas preguntas era que los ataques a Estados Unidos y a su política exterior satisfacían a la izquierda mexicana, lo cual supuestamente tenía el beneficio de contribuir a aplacarla y, por lo tanto, a afianzar la estabilidad política del país. Al margen de si esa política lograba los objetivos que se proponía o, incluso, si era la mejor manera de lograrlos, al menos es evidente que existía un fundamento estratégico, un sentido claro de costos y beneficios. En contraste con aquella política, hoy en día nadie en la izquierda se subordina a la política gubernamental en prácticamente ningún foro o asunto, por el hecho de que el gobierno enfatice posturas antinorteamericanas. Los únicos beneficiarios de esa línea de política son los intereses o, más bien, los valores e inclinaciones personales de diversos miembros de la burocracia del servicio exterior mexicano. Todos los demás mexicanos sufrimos un enorme precio por la satisfacción que derivan unos cuantos burócratas.
Ese sufrimiento tiene referentes concretos y específicos. Hoy en día, el mexicano es visto en Estados Unidos como un ser corrupto, probablemente vinculado a los narcotraficantes. Esta percepción, cuidadosamente nutrida por un conjunto de grupos, como los sindicatos norteamericanos, cuyos intereses se han visto afectados por acciones de su gobierno, como la firma del TLC, es casi universal en todo el aparato gubernamental norteamericano y afecta a todos los mexicanos que viven, trabajan, visitan, viajan, exportan o transitan por Estados Unidos. Es claro que no existe una vinculación absoluta entre la percepción de corruptos y narcotraficantes que los norteamericanos tienen de los mexicanos, pero no hay duda que la decisión del gobierno mexicano de oponerse a Estados Unidos en todos los foros contribuye fuertemente a que no se disipen esas imágenes. En lugar de avanzar los intereses del país a través del combate inteligente y sofisticado de esas imágenes y percepciones y de desarrollar una estrategia de acercamiento con ellos, el gobierno ha dejado que las diferencias se acentúen y que, como consecuencia, se pongan en riesgo algunos de los intereses más vitales del país.
El daño no es sólo psicológico o de imagen. Así como en México varios de los candidatos presidenciales no dejan de afirmar que llevarían a cabo pequeños cambios al TLC, en Estados Unidos hay un sinnúmero de grupos e intereses listos, al acecho, esperando la oportunidad de que el gobierno mexicano, éste o el que le suceda, abra la caja de Pandora y se acabe con el tratado que tan importante se ha vuelto para el desempeño de la economía nacional. La total ausencia del gobierno mexicano en el debate interno de Estados Unidos sobre México y su total desinterés por las discusiones y visiones que allá tienen del país puede llegar a tener las más graves consecuencias. De no cuidarse la relación con la importancia que ésta amerita, los intereses del país podrían acabar saliendo profundamente dañados. Además, el desinterés que caracteriza a nuestra política entraña el desaprovechamiento de oportunidades potenciales, como podría ser la de profundizar, en lugar de cambiar, el TLC hacia otros ámbitos, como el monetario y el laboral. En las circunstancias actuales, no es concebible avance alguno y solo un milagro va a impedir que se llegaran a dañar nuestros intereses más fundamentales.
En lugar de avanzar por la senda iniciada con el TLC que, a final de cuentas, implicaba un claro reconocimiento de nuestras realidades geopolíticas y económicas, nos hemos dedicado a golpear a nuestros vecinos sin ton ni son, cuando no a ignorar totalmente la esencia de la relación. De esta manera, justamente cuando deberíamos estar abocados a la negociación, el entendimiento y el estrechamiento de vínculos, estamos permitiendo y en muchos casos creando- las circunstancias para elevar el nivel de conflicto, que de cualquier manera nunca está muy lejos de la superficie.
El TLC ha tenido el beneficio indirecto de aislar, al menos parcialmente, los vínculos económicos, comerciales y financieros del resto de la relación. Pero, en la medida en que ese otro universo -el de las percepciones negativas y de los intereses contrarios al estrechamiento de la relación- siga deteriorándose, todo podría acabar siendo amenazado, hasta el propio TLC. El punto no es que la relación formal sea buena o mala, sino que, en una vinculación tan estrecha, producto de la geografía, las relaciones entre gobiernos son sólo una parte, cada vez más pequeña e irrelevante, del conjunto. En la medida en que México y todo lo mexicano continúe siendo visto como malo, indeseable y corrupto, el camino no podrá mejorar, no importa qué haga o deje de hacer un gobierno en su relación formal con el otro. Dada la naturaleza de la relación y, sobre todo, las características tan peculiares de la sociedad y sistema de gobierno de Estados Unidos, el gobierno, además de abandonar su absurda política exterior, debe dedicarse a transformar esas imágenes y, por esa vía, a contener el deterioro y, confiadamente, a acelerar el desarrollo de nuevas oportunidades. Nada se perdería con incorporarle una brújula a nuestra política exterior.
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