Alianzas, arrebatos y remiendos
Luis Rubio
La decisión de los partidos de oposición de contemplar con seriedad la posibilidad de articular una alianza para las elecciones del año 2000, introduce un elemento de extraordinaria competitividad a la política mexicana. El mero hecho de que los partidos de oposición se sienten a negociar no sólo la idea de una alianza para vencer al PRI en la próxima contienda sino, sobre todo, un programa integral que incluiría posturas comunes, agenda de gobierno, relaciones entre el ejecutivo y el legislativo y, en general, la estrategia del que podría ser el primer gobierno de oposición desde la Revolución, entraña en sí mismo una creciente madurez política y la oportunidad de trascender la ausencia de visión y capacidad constructiva que ha paralizado a la actual legislatura. Aunque soñar no cueste nada, con sus negociaciones la oposición ha abierto un frente que el PRI no había ni remotamente contemplado, exhibiendo con ello sus propias limitaciones y, sobre todo, las fisuras internas que comienzan a hacer mella.
Con la decisión de los partidos de oposición de avanzar en torno a una posible alianza para las elecciones del próximo año, la política mexicana ha tomado un curso mucho más complejo, pero también mucho más constructivo. Es más que evidente que, de consumarse la potencial alianza entre los dos principales partidos de oposición y varios de los restantes, la política mexicana podría transformarse a cabalidad, toda vez que estaríamos ante la primera oportunidad real de acabar con la noción misma de un PRI representante de la mayoría de los mexicanos. Pero no es obvio que la alianza llegue a consolidarse, ni es evidente que el PRI vaya a lograr una unidad perdurable. Una vez que el presidente cedió (con mayor o menor devoción) la nominación personal del candidato del PRI, el riesgo de fisión política -siempre endémico en la estructura del poder y del sistema de representación electoral en el país- inevitablemente se maximiza. Por ello, lo crucial de las acciones recientes de los partidos de oposición en su búsqueda de una alianza reside en el potencial que ésta alberga de transformar el clima de confrontación que el país ha estado viviendo a lo largo de los últimos años en un basamento para una mayor institucionalidad futura.
En cierta forma, nos encontramos ante una situación similar a la de los años veinte. La suma de años de confrontación y violencia (antes militar y facciosa, hoy política y criminal), destruyó las estructuras de poder que sirvieron al país por décadas y que, tanto a finales del siglo pasado como entre los años cuarenta y sesenta del presente, permitieron avances muy significativos en materia de desarrollo económico y social. Desafortunadamente, el sistema político que emergió a finales de la década de los veinte no era particularmente incluyente ni fue diseñado para promover la participación social. Obregón, Calles y Cárdenas construyeron un sistema político que buscaba conciliar las demandas de los ganadores y perdedores en la lucha revolucionaria, incorporarlos en un sistema de lealtades, complicidades y beneficios mutuos, pero sin abrir la participación política a la población en general. Era, como han argumentado desde hace décadas diversos estudiosos, no mucho más que la institucionalización, o despersonalización, del sistema porfirista. Más allá de cualquier juicio de valor elaborado a partir de los criterios que hoy podrían aplicarse a los hechos y decisiones de entonces, es evidente que el sistema cumplió su cometido. Pero hoy, como al fin de la era porfirista, el problema vuelve a ser el mismo: el sistema ya no resuelve los problemas de ahora, no permite que se oxigenen los grupos en el poder, no tiene capacidad de involucrar a la población en las decisiones de gobierno y, para colmo, ni siquiera es capaz de cumplir con la función básica y elemental de cualquier gobierno: mantener la paz y la seguridad públicas.
Es en este contexto que la alianza que están discutiendo los partidos de oposición es terriblemente importante. El fin del porfiriato sumió al país en una década de violencia y terror para la población civil, que pagó el costo con más de un millón de muertos. La década de los veinte, aunque no tan costosa en vidas, estuvo saturada de ajustes de cuentas, asesinatos y venganzas, mucho de lo cual hemos visto renacer a lo largo de los últimos años. La creación del PNR y de sus sucesores, el PRM y el PRI, resolvió el problema inmediato de la violencia a través de la consolidación de una presidencia fuerte, todopoderosa y capaz de imponer la disciplina por encima de cualquier otra consideración. Al margen de los detalles, esa presidencia ya no existe. La pregunta que es necesario hacer en este momento es si la alianza de los partidos de oposición permitiría evitar un nuevo desgajamiento político, por medio de la construcción de una alternativa moderna, sostenible y viable que, además, contribuyera a resolver el problema de un PRI fracturado y, en algún momento dado, perdedor.
Los obstáculos que enfrenta la alianza de los partidos de oposición son formidables. Además de la circunstancia evidente de que la ley no permite candidaturas comunes y que el precio de una coalición es punitivo, las agendas de los diversos partidos de oposición son frecuentemente contradictorias, sus integrantes profundamente suspicaces de las razones que motivan a sus tradicionales (y nuevos) contrincantes y, sobre todo, la noción de derrotar al PRI no es el primer y único objetivo de todos los partidos que podrían integrar la famosa alianza. El dilema para el PAN es particularmente serio porque este partido ha sido atacado, vituperado y socavado por el PRD sin que haya logrado presentar un argumento convincente al electorado de la bondad (y de los beneficios concretos) de su cooperación con los últimos dos gobiernos en materia legislativa. Desde esta perspectiva, las recientes decisiones del PAN, que han sentado las bases de una posible alianza, son particularmente trascendentes.
El avance conceptual que ha dado la oposición en las últimas semanas ha sido impresionante. Contra toda lógica, y luego de años saturados de interminable antagonismo, los partidos han pasado a un proceso serio de conceptualización, que todavía no de negociación de la substancia, de una posible alianza orientada a seleccionar un candidato conjunto para la elección presidencial del 2000. Pero no sólo eso. El planteamiento que se ha hecho es mucho más ambicioso: los partidos han diseñado una metodología encaminada a seleccionar candidatos para el congreso y el senado, así como para definir una plataforma común. Claramente, lo avanzado hasta este momento es la parte más fácil de una alianza pues, a pesar de la animadversión que caracteriza a estos partidos, la definición de objetivos para vencer a un partido que ha ejercido un monopolio sobre la política por décadas y que se fractura cada vez más, no es la parte más desafiante de su empresa común. En este sentido, es más que evidente que a la oposición le falta todavía mucho camino por recorrer. Pero lo que ha logrado es trascendental precisamente porque, al menos en el discurso, persigue no solo la derrota del PRI, sino una transformación política. Lo imperativo, desde una perspectiva ciudadana, es el entramado institucional que el PRI no ha sabido o tenido la voluntad de renovar. La duda es si una alianza avanzaría hacia este objetivo fundamental.
Lo que viene va a ser sumamente complicado. Una vez definidos los objetivos generales comenzarán a hacerse evidentes las diferencias en materia de substancia, ya contemplando la posibilidad de un gobierno común: ¿quién estaría a cargo de qué?, ¿cómo determinar el grado de apoyo que efectivamente recibió un partido y no otro, para fines de decisiones operativas ya en la vida real, tanto en el congreso como en el ejecutivo?, ¿cómo conciliar las profundas diferencias de enfoque que caracterizan a cada uno de los partidos en los temas de políticas públicas: gasto, impuestos, pobreza, etcétera? No menos importante va a ser el cómo lidiar con los problemas prácticos de una alianza mucho antes de las elecciones: si no resulta seleccionado el candidato del partido X, el liderazgo del partido Z continuaría apoyando a la alianza? Todavía más difícil va a ser el problema de cómo trascender las suspicacias y temores que albergan los miembros del PAN respecto al PRD y viceversa. No hay duda que mucho de lo que yace detrás del impulso actual tiene que ver con el temor de ser acusado de esquirol y aguafiestas. El reto es, por todo lo anterior, enorme. Por eso es tan significativo que el proceso esté teniendo lugar y, contra lo que parecía predecible hace meses, siga avanzando.
Sea como fuere, el mundo se está complicando para el PRI. La mera posibilidad de que la oposición llegara a unirse en un intento por ganar las elecciones del próximo año, implica una fuente potencialmente formidable de competencia hasta ahora desconocida para ese partido. Por otro lado, el PRI enfrenta los pleitos de siempre entre los grupos del partido, pero con la novedad de que éstos tienen lugar en público, a plena luz del día y sin conductor de orquesta dispuesto y capaz de imponer la disciplina. Se trata de tiempos inéditos para el PRI, para los cuales ese partido está particularmente mal habilitado. El PRI se encuentra cada vez más fracturado, a la vez que crece la figura del precandidato que claramente no goza de las preferencias del régimen, pero que sin duda ha articulado una mejor estrategia electoral. La lógica de la elección interna del PRI va a acentuar las diferencias y fracturas, al tiempo en que la competencia externa se hará cada vez más intensa y difícil, sobre todo si la alianza opositora logra cuajar. La gran interrogante es cómo afectará a los votantes el conflicto entre los priístas, por una parte, y las negociaciones entre los partidos de oposición por la otra. No es evidente que la oposición sea capaz de explotar el pleito dentro del PRI, pero lo que es cada vez más probable es que sean los votantes quienes resuelvan el entuerto. Ese no sería un logro pequeño, aunque el camino de aquí hasta allá estará sin duda plagado de riesgos.
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