Luis Rubio
Quizá no hay problema más serio, y urgente, en el México de hoy que el de definir el papel del gobierno en la promoción del desarrollo, la estabilidad política y la paz social. La mera definición del problema sugiere la profundidad de la controversia que entraña. Puesto en términos simples, no existe una sola manera de lograr estos objetivos, ni mucho menos hay consenso sobre la noción de que ésos sean o deban ser los objetivos de los gobiernos. En un país en el cual el gobierno se fue arrogando cada vez más funciones, responsabilidades y autoridad, al grado de substituir al individuo incluso en algunas de las actividades más íntimas y personales, es natural que existan posturas extremas y encontradas sobre la función del gobierno y sobre sus objetivos. Algunos adoptarán una definición que reduce al gobierno a todo aquello que nadie más realiza, en tanto que otros preferirán el extremo opuesto, suponiendo que el individuo tiene oportunidades en aquellas actividades en las cuales el gobierno no actúa. Tales posturas extremas revelan el grado de conflicto que existe en México o muchos países del continente y que yace detrás de debates que parecen meramente económicos en naturaleza.
La verdad es que no existe una receta que garantice la viabilidad de un gobierno o de un país. Los gobiernos, en todo el mundo, han vendido perdiendo facultades reales y capacidad de acción. Y, al mismo tiempo, su función nunca había sido tan importante. Nos ha tocado vivir en una época en la que, paradójicamente, las responsabilidades gubernamentales aumentan a la par que disminuyen sus capacidades así como la efectividad de su instrumental de acción. Hace algunas décadas, los gobiernos tenían poca competencia, muchos recursos y toda la autoridad. Hoy en día, los gobiernos están a merced de los mercados, de la capacidad de organización y presión por parte de los diversos grupos de la sociedad, del de otras economías hacia las cuales exportan y de una permanente insuficiencia de recursos. Esta nueva realidad requiere ideas nuevas, conceptos innovadores y estructuras radicalmente distintas.
La mayor parte de los gobiernos reconoce los nuevos retos pero enfrenta la realidad cotidiana de cotos de poder, presiones por aumentar el gasto público, llamadas a resolver problemas particulares y conceptos que ya no operan, pero que siguen dominando el discurso político y el debate burocrático. La complejidad de un proyecto de reforma es por ello extraordinaria. La voluntad de acción es obviamente necesaria. Pero más allá de la voluntad gubernamental, es imperativo adoptar nuevas estrategias políticas que permitan articular un consenso social y político en torno al propósito último de la reforma. Estas estrategias requerirían, para ser exitosas, cambios importantes en los incentivos, en las instituciones y en las organizaciones de la sociedad.
Cada sociedad enfrenta circunstancias distintas. Unas tienen frente a sí retos relativamente pequeños, en tanto que otras se encuentran ante el caos. Ni una ni otra característica explica o permite asegurar la capacidad de lograr una reforma. Las reformas se logran cuando se conjugan circunstancias como la presencia de un liderazgo visionario, una situación de crisis que es percibida como tal por la sociedad en general, ideas de reforma y la decisión de llevarla a cabo. Son pocos los países que dan virajes súbitos. La mayoría evoluciona poco a poco, adoptando medidas que, en el curso del tiempo, le van dando forma a su futuro y la oportunidad de ser o no exitoso.
En cualquier caso, la discusión sobre el papel del gobierno es sumamente compleja. No existe un papel específico y preestablecido de lo que debe o puede hacer el gobierno en una sociedad. Históricamente, los gobiernos no nacieron con una misión específica. Aunque claramente existen ciertas funciones que todos los gobiernos tienen que satisfacer adecuadamente, como la educación, la erradicación de la pobreza, la infraestructura, la justicia, la paz social y la seguridad pública, también es evidente que no hay una sola manera de lograr esos objetivos. La naturaleza, estructura y características de cada gobierno tienen un evidente referente histórico, además de que son producto de las circunstancias específicas en que éste surge. Pero viendo hacia adelante, la mayor parte de los gobiernos del mundo reconoce la necesidad de reformarse para poder lograr el avance de sus objetivos de una manera compatible con las nuevas realidades económicas. La interrogante es qué forma tendría que adoptar ese “nuevo” gobierno.
Lo esencial no es la sustancia de lo que deban hacer los gobiernos -pues no hay mayor latitud en ese aspecto- sino la capacidad que tengan de hacerlo. Esta noción de capacidad involucra tanto habilidades como instrumentos idóneos para ese propósito. En términos generales, la respuesta de los más diversos gobiernos en las últimas décadas ha sido la de destinar dinero hacia los problemas, suponiendo que el mero gasto va a transformar estructuras anquilosadas y obsoletas. Eso, como vimos en los setenta, no resuelve el problema, aunque sí ocasiona terribles estragos y costos brutales.
Si uno observa el desempeño económico de diversos países, se percata de que lo que marca la diferencia es la naturaleza y efectividad de los gobiernos. No es casualidad que haya unos cuantos países extraordinariamente exitosos en las más diversas regiones del mundo al lado de muchos con impresionantes fracasos. Los éxitos recientes en términos de ingreso per cápita de países como Chile no son casualidad. Son resultado de la calidad del gobierno y de su capacidad para organizarse en torno al propósito del desarrollo económico.
Existe un conjunto de factores que distingue a los gobiernos exitosos de los que no lo son. Si bien cualquier gobierno puede tener un excepcional programa de desarrollo en el papel, son muy pocos los que logran convertirlo en realidad. La razón de ello es que los gobiernos que son efectivos hacen cosas cualitativamente distintas de los que no lo son. Es aquí donde reside la clave del desarrollo: en las acciones cualitativas del gobierno. Los gobiernos exitosos comparten una serie de factores, todos ellos diseñados expresamente para alcanzar el objetivo deseado. No se trata de resultados casuales o excepcionales, sino producto de acciones cuidadosamente diseñadas y concertadas. La experiencia de varias naciones en el continente muestra que hay patrones establecidos al respecto.
En primer lugar, los gobiernos efectivos buscan lograr un consenso entre la población acerca de los objetivos que se persiguen, así como crear un entorno de certidumbre que logre credibilidad en el gobierno y sus programas de desarrollo. En segundo lugar, los gobiernos exitosos han logrado un equilibrio entre la centralización de ingresos y la descentralización del gasto público. Es decir, han logrado que los gobiernos locales tengan capacidad autónoma de acción, ya que son ellos los que están en contacto directo con la población, pero sin perder el sentido de dirección del desarrollo económico, del cual los gobiernos centrales normalmente son responsables. En tercer lugar, los gobiernos exitosos han procurado involucrar a la ciudadanía en el proceso de toma de decisiones, sea en forma directa o a través de organizaciones intermedias que efectivamente representan a la ciudadanía en dicho proceso.
A los factores anteriores se suman otros elementos que no son nuevos. La calidad de la administración pública y su capacidad para definir políticas y llevarlas a cabo es un común denominador de todos los países exitosos. Sin embargo, la educación -medida tanto en años de asistencia a la escuela como en la calidad de la misma- es quizá el factor individual más significativo en todos los países exitosos. En los índices de educación se resumen varios factores: la capacidad de organización del gobierno, su claridad de objetivos y habilidad para llevarlos a la práctica y el éxito relativo en involucrar a la población en el proceso. En este sentido, lo que importa para el desarrollo de los países no es tanto el tamaño como la calidad del gobierno.
La noción del desarrollo económico como responsabilidad del gobierno es un fenómeno relativamente nuevo. Este concepto no existía hace cien años. Históricamente, los gobiernos han enfatizado más la capacidad de gobierno que la capacidad de administración. Es decir, han buscado mucho más la creación de condiciones para la estabilidad política, para la integridad territorial y para la protección de los actores nacionales respecto a los del resto del mundo, que el desarrollo de capacidades para generar el buen desempeño de la economía. Esta distinción, particularmente notoria en los países de América Latina, explica el subdesarrollo que con frecuencia se observa en los sistemas de justicia, en la integridad de las burocracias y, en general, en el desarrollo mismo de la administración pública. Los dogmas ideológicos, sumados a intereses mercantilistas y a la búsqueda del mantenimiento del poder a cualquier precio, son quizá las principales características, aún hoy, de muchos gobiernos latinoamericanos. Frente a esto, no es casualidad el éxito que han logrado países con gobiernos que han roto con dichos conceptos y que han articulado nuevas alianzas políticas, lo que los ha hecho capaces de trascender los obstáculos que la historia, y otros factores, les había impuesto. Puesto en estos términos, nuestro reto es mayúsculo.
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