El complejo mundo del PRI
Luis Rubio
Nadie le puede achacar al PRI falta de brújula. Por siete décadas, el PRI se ha dedicado a una sola cosa: preservar el poder para beneficio de sus distinguidos miembros. La fuerza del PRI residía precisamente en su claridad de objetivos: preservar el poder y mantener unida a la familia revolucionaria había probado ser una combinación necesaria para hacer posible el desarrollo de la sociedad y de la economía. Pero ese mismo desarrollo acabó por minar la razón de ser del propio PRI. Ahora ese partido se encuentra sumido en una lucha intestina -de facciones y grupos, políticos y técnócratas-, y está por confrontar el proceso electoral potencialmente más difícil de su historia. Aunque faltan muchos meses de campañas y vicisitudes políticas, las encuestas siguen mostrando una fuerte probabilidad de que el PRI gane los próximos comicios. Lo paradójico es que un triunfo del PRI en las elecciones no necesariamente vendría acompañado de la legitimidad política. ¿Podría el país seguir adelante de consumarse ese escenario?
El problema principal que el PRI enfrenta es su propia historia. Los priístas están convencidos que ese partido nació para siempre gobernar a los mexicanos, razón por la cual perciben que cualquier oposición, cualquier alternativa es tanto inaceptable como ilegítima. En su mente, el partido del gobierno es el PRI y los mexicanos no requieren, ni merecen, alternativa alguna. Cualquier opción es presentada como reaccionaria (como cuando se refieren a Vicente Fox y al PAN bajo la etiqueta de Foximiliano) o, simplemente, como inviable (como cuando se refieren a la alianza que han venido intentando forjar el PAN y el PRD). Desde la perspectiva del PRI, nadie más tiene siquiera derecho a pretender gobernar a los mexicanos.
La ceguera que domina a los priístas no es gratuita y, evidentemente, tiene consecuencias. En lugar de reformarse como partido para recuperar la legitimidad de que gozaba hace décadas, el partido ha organizado una plataforma de descrédito a la oposición que parte de un supuesto al menos endeble: que la actual legislatura, primera en la historia en que el PRI no goza de la mayoría absoluta, habrá sido una excepción que nunca se repetirá. El descrédito de la oposición es, sin duda, una estrategia natural de cualquier proceso electoral democrático en cualquier país. Pero nadie puede pretender que en México hemos arribado a la democracia. Se ha avanzado en algunos frentes para crear condiciones más equitativas de competencia política y el IFE, aunque sin duda debilitado, constituye la mejor garantía de limpieza electoral. Pero en la medida en que no todos los partidos gocen de idéntica legitimidad y de que el PRI los desprecie en la retórica y en la práctica, la gobernabilidad seguirá siendo un problema creciente. El partido del gobierno no sólo ha perdido legitimidad, sino capacidad de gobernar.
El momento político que vive el PRI y el país- es particularmente complejo. La brújula tan clarividente que orientó a ese partido por décadas ha dejado de funcionar. Obviamente, lograr el poder es, y debe ser, el objetivo de cualquier partido político, pues si no igual podría dedicarse a vender chicles en las esquinas. Pero el PRI pretende que ha sido mucho más que un partido emborrachado de poder. Los priístas actúan como si el PRI es el único partido capaz de darle dirección al país, a pesar de que la evidencia de siete décadas de gobierno es poco convincente. Los propios priístas, en particular quienes se rasgan las vestiduras cuando hablan del PRI histórico (o sea, el PRI y el PRD), se exhiben a plenitud cuando niegan que los logros de los últimos tres lustros sean suyos: ellos preferirían el monopolio de lo que hubo antes, comenzando por la década de los setenta, cuya factura sigue pagando el país hasta la fecha. Lo que era brújula antes se ha convertido en mera arrogancia ahora, como ejemplifica el embate del PRI contra el Instituto Federal Electoral. No cabe la menor duda de que los propios miembros del consejo del IFE han actuado con irresponsabilidad en cosas quizá menores, pero no por eso condonables; pero lo increíble del conflicto no es la falibilidad humana de algunos de los miembros del consejo del IFE, sino el absurdo de la estrategia de los priístas. A final de cuentas, si llegara a ganar el PAN o el PRD en el 2000, ningún mexicano cuestionaría el resultado, mientras que si gana el PRI las disputas van a ser amplias y generosas. Puesto en otros términos, el único partido que necesita al IFE es el que se empeña en desacreditarlo. Impresionante claridad de rumbo.
El inédito procedimiento de elección del candidato que ideó el partido fue sin duda un cambio revolucionario para las tradiciones autoritarias al interior del propio partido. El proceso abierto de nominación puede ser sumamente enriquecedor para la renovación del partido y para la reconformación de sus cuadros, toda vez que el proceso mismo no acabe dividiéndolo. Independientemente de lo que haya motivado a Roberto Madrazo a lanzarse al ruedo, sobre todo cuando no hay duda que hay una marcada preferencia en el gobierno por uno de sus contrincantes, es indudable que su candidatura interna ha sido más exitosa de lo que anticipaba él mismo, el presidente o los líderes del PRI. Pero en la medida en que su participación en la contienda interna la ha hecho mucho más competitiva y realista, los factores que motivaron a Madrazo a entrar en la competencia se tornan cada vez más relevantes. La unidad del PRI será un factor clave para quien resulte candidato del PRI en la campaña constitucional del próximo año. Pero no es menos importante el riesgo de incredulidad que enfrente Francisco Labastida de ganar los comicios internos el próximo siete de noviembre. Una gran mayoría de los comentaristas y forjadores de la opinión pública se han sumado a Madrazo en la medida en que éste representa lo no oficial. De esta manera, aunque el trabajo partidista de Labastida, su actuar a nivel de distritos (que será el procedimiento que conduzca a la nominación en noviembre) y las encuestas lo favorezcan, no es pequeño el riesgo de incredulidad que se presente en ese momento. Aunque ganara la elección interna, no es imposible que Labastida heredara el descrédito que caracteriza al PRI y al gobierno en general.
Pero el mayor reto para el PRI no reside en su proceso de nominación interna (aunque éste sea trascendental por la importancia obvia del PRI en la vida política nacional), sino en su decreciente capacidad para gobernar. Para un partido que se dice gobernante, el desempeño del partido en los últimos años ha sido, en el mejor de los casos, raquítico. En lugar de construir y desarrollar los fundamentos para un nuevo sistema político -del cual el nuevo procedimiento de nominación del candidato del PRI es un componente importante-, el PRI se ha dedicado a enquistarse, a calumniar a los partidos a los que requiere para legislar y a cerrar cualquier avenida de desarrollo institucional. Obviamente, todos los partidos del mundo atacan, muchas veces en forma visceral, a sus contrincantes, pero pretender que ya nos encontramos ante una situación de plena normalidad democrática es un tanto excesivo. Un partido que se percibe a sí mismo como gobernante, y como la única opción verdadera, debería estar anticipando las necesidades de fortalecimiento institucional que el propio partido va a requerir de retener el gobierno el próximo año.
El reto central de los próximos años va a ser el de consolidar un nuevo régimen político. Es decir, un sistema político nuevo que permita la competencia, facilite y promueva la participación política, haga funcional el rendimiento de cuentas por parte de los funcionarios públicos y limite el potencial de abuso por parte del gobierno, todo ello a la par con la promoción eficaz y exitosa del crecimiento de la economía. Se trata de un enorme desafío en la mejor de las circunstancias; en el entorno de encono y conflicto que hoy vivimos, el éxito en esta empresa -una que prácticamente todo mundo suscribe al menos en la retórica- el país va a requerir de toda la madurez de que son capaces los políticos y los partidos, de todos los colores.
La inmensa mayoría de los analistas y observadores políticos no tiene la menor duda de que la consolidación de un régimen democrático y participativo, sólo será posible en la medida en que el PRI pierda las elecciones presidenciales al menos una vez. Esa percepción, sin duda fuertemente influenciada por la pertenencia o simpatía de muchos de esos observadores a partidos que compiten con el PRI, no surge de un vacío, sino de la realidad del PRI. El PRI se ha comportado siempre como un partido monopólico que impide la competencia, que tiene ventajas interconstruídas en el sistema por su control de todo tipo de organizaciones e instituciones a lo largo y ancho del país y, sobre todo, que se encuentra paralizado por los intereses cruzados que tienen sus miembros, como ejemplifica el caso del IFE. Desde un punto de vista ciudadano, la pregunta importante es si el PRI podría romper con estos factores condicionantes para consolidar un nuevo régimen político. Quienes afirman que tal cosa es imposible parten del supuesto de que los priístas, desde los gobernadores hasta los diputados, no tendrán incentivo alguno a promover una transformación institucional hasta que no se encuentren del otro lado de la barrera; y, por contra, que una vez perdiendo la presidencia, serían los primeros en demandar una redefinición de los principios rectores del sistema.
El PRI es el único partido con experiencia real en el arte de gobernar. En consecuencia, el peso de la prueba de que puede institucionalizar a un nuevo sistema político, desarrollar un nuevo régimen de derecho y un gobierno democrático diseñado para rendir cuentas, está sobre sus espaldas. La experiencia a la fecha no es muy promisoria pero, para fortuna de nuestra frágil democracia, por primera vez en la historia, gracias al IFE que tanto desprecian los priístas, la decisión de quién habrá de gobernarnos no dependerá de los priístas, sino del voto individual de la ciudadanía. El PRI tiene que comenzar a convencer a muchos millones de mexicanos.
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