Una democracia inmadura
Luis Rubio
La democracia mexicana está en pañales y fácilmente podría descarrilarse. En realidad, sería difícil esperar lo contrario. Aunque el proceso de liberalización política lleva tres décadas, éste ha avanzado sin estrategia ni conducción. Cada uno de los gobiernos de 1970 a la fecha ha tomado decisiones coyunturales que, a lo largo de todos estos años, han alterado definitivamente la naturaleza de la política mexicana y, sin la menor duda, la de la sociedad en su conjunto. Pero nunca hubo un concepto de desarrollo político: nadie construyó un diseño para lo que sería un nuevo sistema político ni mucho menos planeó una transición hacia un estadio distinto de toma de decisiones, participación de la sociedad o distribución de los beneficios del poder. Con esa historia, la política mexicana ha seguido un curso errante, lleno de vericuetos, produciendo lo que hoy tenemos: aciertos, omisiones y muchos riesgos. Los resultados de la conjunción de estos procesos están a la vista. Ahora el problema es cómo darles cauce antes de que una tormenta pudiese arrasar con lo alcanzado que, claramente, no acaba de cuajar.
Dada la historia de vicisitudes que ha caracterizado a la política y, en general, a la vida pública mexicana en estos treinta años, sería difícil imaginar que de todo ese vendaval hubiese surgido una democracia madura y consolidada. Realmente tenemos el resultado de lo que sembramos: una sucesión de decisiones coyunturales que perseguían evitar problemas inmediatos en lugar de resolver conflictos de fondo, falta de visión, encono, conflicto y la defensa a ultranza de un orden político que hace mucho dejó de ser viable. Estas circunstancias han venido dando forma a una realidad política que nos diferencia por igual de las grandes democracias occidentales que de las dictaduras latinoamericanas: la política mexicana ha estado avanzando dentro del marco que le han impuesto las propias fuerzas políticas de acuerdo a los intereses y objetivos que éstas han defendido. El resultado es mucho menos atractivo de lo deseable, toda vez que la mayoría de la población ha experimentado un deterioro importante en la calidad de su vida diaria. La situación que enfrentamos sería mucho menos grave si lo que estuviera de por medio fuera tan solo un problema de interacción entre los políticos o, como en Italia, un conjunto de decisiones de relativamente poca importancia. Nuestro problema es que la concentración de poder, la ausencia -o debilidad- de instituciones capaces de resolver los conflictos que se producen en forma cotidiana y la ausencia de un consenso entre los grupos y partidos políticos sobre la forma que debería cobrar un nuevo sistema político, no nos conduce hacia un sistema democrático, como pretende la retórica de prácticamente todos los partidos, sino que nos acerca al resbaloso reino del caos.
La fragilidad de la democracia mexicana está ahí para quien la quiera ver. Por eso es tan importante que las fuerzas políticas articulen consensos sobre objetivos y avancen hacia la conformación de acuerdos que vayan más allá de los ámbitos estrictamente electorales. Lo avanzado a la fecha es impresionante si lo comparamos con el primitivismo de la vida pública desde que comenzó a desmoronarse el viejo orden a partir de finales de los sesenta. Sin embargo, si el objetivo es el de construir una democracia en forma, lo logrado a la fecha es apenas un primer, y muy modesto, paso.
El principal avance a la fecha es sin duda la conformación de un mecanismo confiable, profesionalizado, de administración electoral. La constitución del IFE en su estructura actual, así como la del Tribunal Federal Electoral, ha eliminado el punto de mayor fricción entre los partidos políticos desde los ochenta. El hecho de que las elecciones ya no sean motivo de disputa y confrontación representa un extraordinario avance en la vida pública mexicana, pero no es suficiente para resolver la problemática política del país en un sentido más amplio. Si uno observa a la democracia como forma de convivencia pública, las elecciones son apenas un requisito, un primer paso, pero ciertamente no un objetivo en sí mismo: la limpieza electoral es una condición necesaria para la democracia, pero no es la democracia. En esta forma de organización política la ciudadanía elige a sus gobernantes a través de elecciones periódicas, pero su funcionamiento tiene que ver con los derechos ciudadanos, con la existencia de mecanismos de protección de minorías, con la libertad de expresión, con el respeto y la tolerancia y, en general, con el Estado de derecho en pleno.
Vista de esta manera, la democracia mexicana apenas comienza a otear el mundo. Es como si estuviésemos ascendiendo una escalera de bomberos que nos habrá de salvar de la tormenta que se avecina, amenazando con inundarlo todo. Hemos avanzado los primeros dos escalones que nos permitirán sacar los pies del agua: si vemos hacia abajo, es evidente que ya no estamos en el piso. Pero si vemos hacia arriba, nos falta un mundo de escalones, cada uno más pesado, cada uno más complejo y cada uno más importante. La democracia sólo se consagrará cuando hayamos llegado al final del camino, cuando hayamos completado todos los pasos, ascendido todos los escalones. Desde esta perspectiva, lo que nos falta es muchísimo más de lo logrado. Esto no es razón para despreciar lo avanzado, pero sí para ser más modestos respecto a sus verdaderos alcances.
El tema de fondo no reside en si hemos avanzado mucho o poco, en si el vaso está medio lleno o medio vacío. La evidencia cotidiana dice mucho más que mil palabras. Si vemos a nuestro alrededor nos encontramos con un enorme número de ejemplos que ilustran con claridad las contradicciones que caracterizan a nuestra vida política: igual los primeros pasos de una naciente democracia que los excesos en el lenguaje, lo inmodesto de las pretensiones de los partidos y la inmadurez de los políticos.
El más reciente Informe de Gobierno nos ofreció una ventana excepcional para apreciar y evaluar el estado que guarda la vida política del país. Lo primero que llamó la atención de aquel acto republicano fue la total ausencia de formas republicanas: todo mundo habla de ellas, pero casi nadie las practica. En un momento en que la representación legislativa da cabida a una amplia variedad de partidos políticos -ninguno de ellos con la mayoría absoluta-, se antojaría fácil concluir que el país ha logrado que virtualmente todos los intereses, grupos y sectores de la sociedad mexicana se encuentren representados. Sin embargo, la aparente necesidad de algunos diputados y grupos de hacer sentir su presencia por medios distintos a los establecidos en las formas y procedimientos acordados como muestran las pancartas, gritos y expresiones diversas- indica que no todos los políticos y partidos se encuentran satisfechos con los mecanismos de representación existentes o, de manera más grave y preocupante, no están dispuestos a limitarse a los resultados que arrojan las urnas. Para estos políticos resulta insuficiente e inadecuado el foro que ofrecen las Cámaras de Diputados y de Senadores para plantear sus puntos de vista y modificar la realidad mexicana a través de la labor legislativa. Uno se pregunta cuáles son los procedimientos o medios que esos políticos estarían dispuestos a utilizar para hacer valer sus objetivos y si ven como aceptable el uso de la violencia. En todo caso, demuestran que la vía pacífica al cambio político no está garantizada.
Algo semejante se puede apreciar en el proceso de negociación y eventual muerte de la alianza electoral entre el PAN y el PRD. Aunque en teoría la idea de una alianza tenía todo el sentido del mundo, la realidad institucional y la dinámica de cada una de las organizaciones que habría de conformarla la hacían imposible. Pero lo más impactante de ese proceso, desde el punto de vista del avance de los procedimientos democráticos en el país, fue el hecho de que, en retrospectiva, resulta más que evidente no sólo que la alianza era inviable, sino que todo el proceso de negociación fue diseñado expresamente para excluir al PAN de la contienda electoral. La política de exclusión que le niega legitimidad a unos por la intolerancia de los otros- sigue tan viva y vigente como en las épocas más primitivas del PRI.
Pero quizá lo más notable del momento político actual es el profundo desencuentro entre el mundo de los políticos y el de la ciudadanía. Aunque todo el mundo sabe que la televisión está presente en todas partes igual en el Informe que en la alianza, en las campañas y en los debates- los políticos, desde el Presidente hasta el último de los silbantes, parecen ignorar su existencia. En lugar de encontrar en la televisión a un vehículo para acercarse a la ciudadanía y buscar su apoyo a las causas y objetivos que los motivan, la mayoría de los políticos dejan testimonio de su desdén por el interés ciudadano y, por lo tanto, y del enorme reto que todavía tiene la política mexicana frente a sí. En franco contraste con ese comportamiento, Roberto Madrazo se ha dedicado a emplear a la televisión con gran éxito, en tanto que Vicente Fox aprovecha toda tribuna disponible, incluyendo la de un programa cómico, para comunicarse con un auditorio siete veces mayor que el que observó el Informe presidencial. La mayoría de los políticos vive en una realidad distinta a la del resto de los mexicanos y no parece darse cuenta de que el tiempo, su tiempo, apremia. La creciente sofisticación de las campañas está evidenciando la obsolescencia de las viejas formas y vicios de la política nacional.
Si el comportamiento de muchos políticos fue excesivo en la Cámara de Diputados el día del Informe, el galardón de la inmodestia se lo lleva sin duda el gobierno capitalino. En su precampaña, Cuauhtémoc Cárdenas se refiere a su gestión como la del gobierno de la democracia. Además de ser una expresión excesiva e impropia, es a todas luces abusiva: la mayoría perredista en la Asamblea de Representantes se ha dedicado a imponer (o, en el léxico del PRI, a mayoritear) todas las iniciativas de ley. No ha habido respeto alguno para los representantes de la oposición (PRI y PAN), no ha habido el menor respeto para los puntos de vista de minorías o grupos interesados. La democracia sigue estando muy lejos de nuestra realidad.
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Ya le dije que usted sale de viaje ese día pero que le iba a decir .
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