Universidad para qué

La recuperación de las instalaciones de la UNAM no ha resuelto el conflicto de fondo de la universidad. Mucho más importante, el hecho de que se reinicien los cursos en esa institución no implica que el país haya avanzado ni un ápice en el que quizá sea el tema más trascendente del futuro de México: la educación. El debate (que más bien parece disputa) en torno al conflicto universitario se ha concentrado en la imposición de apelativos (educación popular o educación neoliberal) en lugar de centrarse en la discusión seria de cómo resolver el problema esencial del país, que es el de la desigualdad y la pobreza, tema que se esconde detrás de una buena parte de los puntos de fricción y conflicto en la política mexicana. Cualquiera que hubiera podido ser la solución a esos problemas en el pasado, en el momento actual, en la era de la economía de la información, no puede ser otra que la educación.

 

Por muchas décadas, la respuesta convencional a todos los problemas del país consistió en emplear el gasto público. Unos querían gastar en infraestructura (física y humana) como medio para promover el crecimiento de la economía, en tanto que otros preferían transferir fondos directamente gasto social a individuos o grupos en la forma de subsidios, transferencias y gasto en vivienda, bienes de consumo y demás. Los primeros veían al crecimiento económico como el mecanismo natural de igualación social, pues concebían al crecimiento como un medio para crear empleos y éstos como el vehículo para la generación de un patrón estable de desarrollo personal y familiar. Los otros observaban los niveles absolutos de pobreza y preferían emplear el gasto como un mecanismo para atenuar sus peores manifestaciones. La historia ha mostrado que el crecimiento económico es una condición necesaria para hacer posible la disminución de la pobreza pero, como se ha evidenciado en los últimos años, no es suficiente para incorporar a toda la población en sus beneficios. Por otra parte, la historia también ha mostrado que el gasto social, como mecanismo principal de atención a los problemas de la pobreza, puede atenuarla en alguna medida, cuando efectivamente éste le llega a los pobres, aunque no puede resolverla. Es decir, por donde uno le busque, no cabe la menor duda de que sin un crecimiento económico sostenido el fin de la pobreza es imposible.

 

Pero aun si esas respuestas hubiesen sido útiles en el pasado, los cambios económicos de la última década en el mundo las hacen irrelevantes. La naturaleza del crecimiento econonómico de los últimos años es totalmente distinta a la del pasado. Las empresas y sectores que crecen y se desarrollan se han incorporado cada vez más a la economía de la información. La producción depende de una estrecha cercanía con los mercados, las órdenes de producción se realizan cada vez más por medio de Internet y las ventas se han venido desvinculado de la producción. Puesto en otros términos, es cada vez más difícil diferenciar entre la economía industrial de la economía de los servicios: una y otra son cada vez más parte de un todo. Pero las implicaciones de esto son enormes para el futuro del país.

 

Pocas dudas caben que el crecimiento económico del futuro va a provenir cada vez de manera más patente de empresas vinculadas con el resto del mundo, de las exportaciones, de los servicios y, en general, de procesos complejos de producción que van a requerir habilidades distintas que las que se demandaban en el pasado. Hasta hace no mucho tiempo, casi cualquier persona, aun con un mínimo de preparación académica, podía incorporarse en la fuerza de trabajo. La industria mexicana era, en su mayoría, relativamente primitiva y requería trabajadores con una preparación modesta: no había instrucciones complejas y, en cualquier caso, en términos políticos, era preferible una mano de obra sin mayores aspiraciones. La educación pública, sindicalizada y gratuita empataba perfectamente con el modelo económico que existía entonces.

 

La nueva realidad ya no guarda relación alguna con el pasado. Las empresas modernas exigen personal con habilidades cada vez más sofisticadas y, sobre todo, con gran capacidad de aprendizaje. La fuerza de trabajo ya no se define por su falta de habilidades o por su docilidad en términos sindicales sino, por el contrario, por su capacidad para romper con los marcos establecidos, por su habilidad para encontrar maneras distintas de hacer las cosas y por su iniciativa para identificar medios que permitan incrementar la productividad. Buena parte de los salarios del sector moderno de la economía mexicana está estrechamente vinculado con los niveles de productividad, factor que explica no sólo el espectacular crecimiento de la productividad en los últimos años, sino también su premio implícito: los salarios en ese sector de la economía son, con frecuencia, varias veces el promedio nacional. Pero un mejor indicador del reto actual se encuentra en el hecho de que hay regiones enteras del país que comienzan a enfrentar el problema contrario: en esas regiones el reto ya no es de creación de empleo, sino de escasez de mano de obra calificada.

 

La educación se ha convertido en el factor medular del crecimiento económico. Quien tiene educación tiene opciones y quien no la tiene está lucido. Así de simple es el dilema que hoy enfrentamos. Pero no cualquier educación sirve. La discusión que caracterizaba al país (y al mundo) en los setenta se concentraba en una dicotomía muy simple (y absurda): educar para crear seres humanos o educación para crear trabajadores disciplinados. Como si un trabajador no fuese un ser humano. Afortunadamente, ese maniqueísmo comenzó a desaparecer años atrás; hoy en día casi nadie sostiene que la dicotomía se encuentre de manera tajante entre dos tipos de formación. Más bien, el dilema que enfrentamos radica en proseguir con un sistema educativo (y, de hecho, un pradigma) que tiende a preservar la ignorancia y la falta de oportunidades (y, por lo tanto, la pobreza y la desigualdad) o reconcebir la educación como el principal mecanismo para romper con las amarras que mantiene intacta la desigualdad y la pobreza y que entrañan un círculo vicioso difícil de superar: el que es pobre seguirá siéndolo porque su capital humano, compuesto esencialmente por su educación y salud, seguirá siendo de ínfima calidad en lo primero y muy vulnerable en lo segundo. En lugar de romper con ese paradigma, la política educativa en el país sigue estancada y ensimismada: la descentralización (parcial) de la educación, los conflictos intra-sindicales, la pésima calidad del profesorado y, por supuesto, los desastrosos resultados en términos de la formación y educación de los egresados. Todos los planes y reformas de las últimas décadas no han podido cambiar el paradigma que preserva el atraso. Y la evidencia es patente en las abismales diferencias que exhibe la economía vieja respecto a la moderna, la desigualdad social y económica y así sucesivamente.

 

Hoy en día casi nadie disputa la noción de que la educación ha pasado a ser el factor neurálgico del cambio económico y social. Ricardo Lagos, el presidente electo de Chile, un socialista convencido, no se cansa de afirmar que la educación es el factor de igualación de la sociedad; que la educación debe ser pagada por los usuarios, pero que ninguno debe quedarse fuera por falta de dinero; y, sobre todo, que la función del gobierno es subsidiar la educación de los más pobres para asegurarse que tengan exactamente la misma oportunidad de desarrollarse que cualquier otro individuo. Alrededor del mundo hay un creciente acuerdo, en gobiernos socialistas y en gobiernos de derecha, en países desarrollados y en países subdesarrollados, sobre el hecho de que la educación, una educación acorde a la realidad actual, es la clave para saltar etapas y darle la oportunidad a la población de salir de la pobreza.

 

En todos lados hay acuerdo, excepto, según parece, en la UNAM. Ahí el debate sigue una vertiente ideológica que contrapone una supuesta visión “popular” con otra supuestamente “neoliberal.” Esa línea de disputa hace imposible el debate porque entraña una postura maniquea en la que una cosa es buena y la otra es, por definición mala. Pero el resultado de treinta años de universidad popular ha sido desastroso para un enorme número de egresados que no encuentra un empleo ya no digamos compatible con sus expectativas, sino simplemente un empleo.  Ojalá que el debate que necesariamente se dará en la UNAM gire en torno al papel que la educación desempeña en el abatimiento de la desigualdad y en el combate de la pobreza y la marginación, en lugar de retornar al callejón sin salida de los últimos años. Lo que es seguro es que el conflicto que llevó a la huelga no se puede resolver en los términos en que fue planteado.  Solo un proceso que incluya a toda la comunidad universitaria en torno a un proyecto educativo orientado a resolver la problemática de la desigualdad social podrá reconciliar a una comunidad dividida que, en el presente, no tiene objetivos comunes.

 

La educación necesaria es una que capacite a las personas con los elementos fundamentales –capacidades básicas- para su desarrollo y les enseñe a aprender, lo que les permitirá acceder al mercado de trabajo moderno, con perspectivas de desarrollo. Una educación así sin duda fortalecerá la vertiente de una fuerza de trabajo competitiva y productiva que, a diferencia de la educación disciplinaria del pasado -con frecuencia impartida por maestros dominados por la ignorancia y los prejuicios-, también se convertirá en un instrumento liberador, capaz de generar oportunidades de desarrollo y realización personal. En esto no hay diferencia entre una educación “popular” y una “neoliberal.” La verdadera diferencia estriba en la ignorancia y los prejuicios dogmáticos, por una parte, y el potencial de desarrollo individual y social, por la otra. Es ahí donde la UNAM podría enfocar sus baterías, para beneficio no sólo de una institución que dice aspirar a la excelencia, sino del desarrollo del país en su conjunto.

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Los mexicanos y las elecciones

Luis Rubio

México está lejos de ser una democracia en forma, pero las elecciones, y lo que éstas entrañan, se ha vuelto un factor decisivo de la política cotidiana. De hecho, los políticos creen que siempre pueden manipular al mexicano cuando, en realidad, lo que demuestran los últimos meses es que el éxito de algunos candidatos y el fracaso de otros reside casi totalmente en su capacidad para comprender lo que los electores quieren y no al revés.

Sin duda el gran avance político de los últimos años se refiere al hecho de que las elecciones se han vuelto el mecanismo aceptado para elegir a nuestros gobernantes. Las pocas disputas postelectorales en este periodo han sido resueltas en las instancias judiciales y ya no en las políticas. Cualquiera que recuerde las interminables disputas entre los partidos que caracterizaron la segunda mitad de la década de los ochenta y los primeros años de los noventa tendría que reconocer el enorme paso que ya se ha dado en materia electoral. Pero la verdadera prueba de fuego en esta materia vendrá el día en que el PRI pierda una elección presidencial, pues sólo entonces podremos estar seguros que el nuevo estadio político-electoral no se convirtió en un mero mecanismo de freno a las protestas electorales de los partidos de oposición, sino una verdadera transformación institucional en la que caben todos los partidos y fuerzas políticas.

Todo indica, sin embargo, que para la alternancia de partidos en el poder tendremos que esperar al menos otros seis años. La trama de la historia de la contienda electoral actual ciertamente no ha concluído, pero muchos de sus componentes han ido embonando de tal forma que, salvo que se presente algún suceso sorpresivo e impredecible, la conclusión parece inevitable. Independientemente de cuál acabe siendo el resultado, la moraleja es bastante clara ya desde este momento.

Cada uno de los candidatos a la presidencia tienen una variedad de atributos personales y partidistas que los distinguen de los otros. Cada uno de ellos trae una oferta particular que pretende ganar el favor del elector a través de su voto. Pero unos han sido mucho más competentes en este proceso que otros. Las encuestas no mienten: éstas sugieren, de una manera cada vez más contundente, que Francisco Labastida ha logrado satisfacer las expectativas de una mayor proporción de los electores que sus contendientes. No hay la menor duda de que Labastida goza de las inercias naturales de un partido que lleva más de setenta años en el poder y de todas las estructuras y maquinarias que esa historia trae consigo. Pero ese argumento es insuficiente para explicar su ascenso, toda vez que la longevidad en estos asuntos puede trabajar en sentido contrario, como muestra la historia del Partico Comunista en la Unión Soviética y, sobre todo, en la de los países que esa nación secuestró por tantas décadas. Una vez que se abrió la puerta en aquellas sociedades, todos los vicios de la arbitrariedad, el desgobierno y el abuso de décadas salieron a relucir, lo que llevó a los electores a reprobar a los antiguos partidos gobernantes por medio de su voto.

La realidad es que Francisco Labastida y su equipo de estrategas ha sido mucho más cuidadoso (y exitoso) en tratar de comprender las preferencias, temores, deseos y expectativas de la ciudadanía y ha ido dando forma a su campaña, desde la primaria interna del PRI hasta el proceso que ahora comienza, de una manera mucho más efectiva. En este sentido, en lugar de intentar manipular a los electores, el éxito de la campaña de Labastida ha residido más en su capacidad para responder a los electores, lo que ya en sí constituye un cambio dramático respecto a la propensión tradicional de los políticos mexicanos a tratar de imponer sus preferencias sobre la ciudadanía, a cualquier costo.

Todo esto se torna todavía más evidente cuando uno analiza el fracaso de la campaña de Roberto Madrazo a la luz de la campaña de Vicente Fox. Madrazo enfocó su campaña para la candidatura presidencial del PRI jugando el papel de la víctima, criticando la naturaleza oficial de la precandidatura de Labastida y atacando diversas facetas del gobierno de Ernesto Zedillo. Su fracaso fue enorme: resultó que los votantes, un enorme número de votantes por cierto, no querían a un crítico de todo sino a una figura capaz de actuar convincentemente de manera presidencial. Esto es algo que Labastida claramente comprendió de manera cabal, sobre todo a partir del llamado debate entre los precandidatos. La segunda parte de la campaña de Labastida dentro del PRI se desenvolvió a partir de una estrategia fundamentada en las preferencias de los votantes en lugar de las suyas, como había hecho Madrazo. Vicente Fox no aprendió la lección de Madrazo: en lugar de comportarse como un futuro presidente y de responder a las expectativas de los votantes, persiste en adoptar el papel de víctima y en comportarse como un crítico en lugar de un potencial estadista. Labastida no tiene más que proseguir el camino que ya probó ser exitoso.

El mexicano, dicen las encuestas, quiere cambios profundos, pero no está dispuesto a correr el menor riesgo en el camino ni a pagar el costo del mismo. Décadas de desgobierno y de crisis lo han convertido en un elector extraordinariamente conservador: más vale malo conocido que bueno por conocer. Ese camino seguramente no llevará al cambio que desea ni a la democracia como forma de gobierno, pero es lo que los mexicanos prefieren y que el candidato del PRI ha comprendido mejor que sus contendientes. De esta forma, el partido de la corrupción, el partido de las crisis y el partido del subdesarrollo se está perfilando, una vez más, a ganar las elecciones, ésta vez con plena legitimidad democrática.

No se trata de una paradoja, sino de una mayor habilidad política. Labastida no va adelante por su partido, sino por su estrategia, estrategia que pudo ser diseñada por cualquiera de los candidatos. Además, el éxito a la fecha del candidato del PRI se ha acrecentado todavía más por la ausencia de competencia. Sus cinco competidores no sólo no han logrado hacer suficiente mella en el electorado, sino que sus limitaciones (particularmente estratégicas) lo han hecho crecer tadavía más. Esto quizá lleve a un fuerte choque de expectativas una vez que se inaugurara el nuevo gobierno, pero ese es otro asunto. En el proceso electoral, el que mejor ha comprendido a los electores, y no el que mejor los manipula, lleva la delantera.

A pesar de lo anterior, persisten las opiniones y críticas en sentido contrario. Quizá la que con mayor tenacidad se esgrime es la de la fusión de los dos partidos grandes de la oposición. Evidentemente, si todos los electores del PAN y todos los del PRD se unieran y votaran por un candidato común, sus probabilidades de ganar la contienda serían muy altas. Sin embargo, esa posición parte de la premisa de que los electores son tontos y, por lo tanto, manipulables. Si los electores estuvieran dispuestos a votar de una manera mecánica por un candidato común, ¿cuál es la razón de su pertenencia a partidos distintos? Los ciudadanos tienen preferencias políticas e ideológicas, miedos, expectativas, deseos y anhelos que les llevan a asociarse de maneras distintas. Las encuestas sugieren que un porcentaje importante de los miembros del PAN no votarían por un candidato del PRD y viceversa, que un número importante de perredistas no votarían por un candidato del PAN. Lo que podría llevar a que panistas y perredistas, además del gran número de mexicanos que no expresan preferencia partidista, a votar por un candidato distinto al del PRI sería la presencia de un candidato, de cualquier partido, capaz de responder exitosamente a esos anhelos y preferencias, deseos y miedos. Mientras el único candidato capaz de comprender al votante sea Labastida, su probabilidad de ganar, y con un buen márgen, seguirá siendo astronómica.

El viejo dicho de que los pueblos tienen el gobierno que se merecen podría ser aplicado igualmente a la oposición. Las luchas intestinas entre los partidos de oposición, la fragmentación del voto opositor y la total incapacidad para comprender al mexicano impresionan sobre todo en esta etapa en que las condiciones de competencia han mejorado tan sensiblemente. Difícilmente podría ser más irónico el hecho de que la realidad política ha cambiado significativamente, pero sólo el PRI ha sabido adaptarse a reglas del juego e insituciones que, en buena medida, propuso la oposición. Hemos llegado a tal extremo que el candidato del PRI hasta se da el lujo de presentarse como el candidato contra la corrupción. De seguir las cosas como van, la debacle postelectoral de la oposición no podrá ser mayor.

Pero no todo es miel sobre hojuelas para el candidato del PRI. Los avances en materia electoral de los últimos años son muy importantes: la autonomía del IFE, el Tribunal Electoral y la primaria del PRI representan avances institucionales de enorme magnitud. Estos han alterado las opciones de comportamiento para los partidos políticos tanto en el proceso electoral como después de la elección, dándole una enorme ventaja de legitimidad al ganador, y mucha más si resulta que el vencedor es el del PRI. Lo que no ha cambiado son los incentivos de los mexicanos a desconfiar del gobierno, a mantenerse al margen del proceso político, a temer de la rabia del gobernante y a seguir viviendo en un mundo carente de mecanismos para protegerse del abuso gubernamental. El PRI ganará una vez más, ahora con legitimidad, pero el país seguirá sin dirección y con una población caracterizada por la desconfianza y el temor. ¿Habrá quien pueda ofrecerle algo de esperanza?

 

Política de linchamiento

La política se ha convertido en una negación en el país. La razón de ser de la política es la de dirimir diferencias, resolver conflictos y lograr acuerdos entre personas y grupos con intereses y valores distintos. No es casualidad que las palabras naturalmente asociadas con la política sean: negociar, comprometerse, ceder, acordar, respetar, pactar. El valor de la política es precisamente el de procurar un equilibrio, un punto intermedio entre posturas aparentemente irreconciliables. Sin política y sin negociación, que en la práctica son sinónimos (e implican que todos pueden ganar cediendo), no es posible la convivencia humana. Sin embargo, la mayor parte de esas palabras se ha convertido en anatema en nuestra vida política: pactar o negociar son ahora “malas” palabras, huelen a concertacesión. Acordar un punto intermedio implica realizar algo inaceptable: ceder. Entre los miembros del CGH hablar de moderación es equivalente a la traición. Ahora esa misma política de encono y linchamiento se ha apoderado del partido que siempre se caracterizó por ser el más civilizado y respetuoso de todos: el PAN. El affaire Paoli no habla bien del PAN, no habla bien de la política mexicana pero, sobre todo, no augura nada bueno para el futuro del país.

 

Francisco Paoli, un académico distinguido que siempre tuvo una fuerte inclinación por la política, lleva casi una década en las filas del PAN. Su trabajo en el partido, así como su honorabilidad, seriedad y competencia lo llevaron a ocupar la presidencia en la cámara de diputados. Pero el 28 de diciembre pasado, el día en que finalmente se aprobó el presupuesto, cometió un “pecado” que sus correligionarios no le pueden perdonar: el diputado Paoli no siguió la línea del partido en el voto particular que se realizó en torno al IPAB. Los diputados, como representantes de la ciudadanía, deberían, al menos en teoría, responder a los intereses del electorado antes que a ningún otro; esto implica que  en ocasiones su voto no coincida con el de sus correligionarios o con la línea del partido en lo general. De ser este un requisito, el Congreso podría igual estar integrado por borregos respetuosos de la autoridad de su pastor. No siendo esa la realidad, la conmoción que ha causado la decisión de Paoli sugiere que nuestra aspiración a la democracia es prematura, al menos bajo las reglas e incentivos que actualmente existen.

 

Es importante relatar las circunstancias específicas del actuar del diputado Paoli aquel 28 de diciembre. El tema de discusión era el IPAB, otro término que ha pasado a formar parte de las malas palabras en nuestro léxico político. Con el quórum existente, el PRI no tenía la mayoría para pasar, por sí mismo, la iniciativa de aprobación del presupuesto al IPAB para el año 2000. Paoli, una persona de absoluta entereza y, a diferencia de muchos otros diputados, con sobrada capacidad de raciocinio, reconoció que la aprobación del presupuesto del IPAB era indispensable para el funcionamiento del país. Ante ese reconocimiento tenía dos opciones: una era votar a favor de la iniciativa, rompiendo abiertamente con los miembros de su bancada, y la otra era ausentarse del Congreso para, con ello, alterar el quórum y hacer posible que el voto priísta fuese suficiente para que se aprobara la iniciativa. Paoli optó por salirse, haciendo posible el triunfo de la sensatez.

 

Este hecho ha desatado una tormenta política de enormes dimensiones. Vicente Fox acusó a Paoli de haberse vendido; innumerables caricaturas lo han presentado hasta como prostituta. La golpiza ha sido extraordinaria, pero lo más peculiar es que sus principales detractores sean los miembros de su propio partido, el partido que se dice demócrata y respetuoso de las formas parlamentarias. Los ataques seguramente encubren procesos políticos más complejos dentro del PAN, como el proceso de nominación de candidatos a la cámara de senadores y de diputados que se aproxima, pero revela una faceta de la política mexicana en general y del PAN en particular de la cual no es posible estar orgulloso. En la política tanto la forma como el fondo son cruciales y, como dijera Don Jesús Reyes Heroles, la forma es fondo. En este contexto, los ataques a Paoli son muestra fehaciente de la perversidad de los incentivos que hoy en día caracterizan a la política en el país. Antes que profesarse respeto y reconocimiento, como ocurre en la mayor parte de los foros legislativos en el mundo, los diputados mexicanos prefieren el linchamiento. Como en una cacería de brujas.

 

Hay tres ángulos que valdría la pena explorar en este asunto, sobre todo por lo que muestra del estado que guarda la política en el país, así como por la trascendencia de los temas que debería de resolver, pero que con dificultad avanza el poder legislativo. El primer tema es el IPAB. Por su origen, por los montos que involucra y por la incompetencia que yace detrás de la privatización y rescate del sistema bancario, el IPAB es sumamente impopular. Hay buenas razones que explican esa impopularidad, pero la deuda generada por el proceso de rescate no se puede negar o ignorar, por más que nuestros políticos griten o avienten sombrerazos. En particular, el PAN tuvo un papel estelar en el proceso de creación del IPAB como substituto del Fobaproa, pero el partido y, en particular, su líder en la cámara de diputados en lugar de explicar las razones de quella decisión, se ha dedicado a buscar un chivo expiatorio que los exonere de su responsabilidad. Esto ha llevado a una terrible confusión en la población sobre dónde está realmente parado el PAN y no es imposible que esa indefinición le cueste muchos votos en julio próximo.

 

El financiamiento del IPAB es necesario e inevitable porque sin esos recursos el sistema financiero se vendría abajo. Pero, contrario a la noción que se maneja en los medios de comunicación, un colapso del sistema bancario no afectaría a los banqueros, la mayoría de los cuales perdió toda su inversión en el proceso, sino el ahorro del público que está respaldado en los bonos expedidos por el IPAB. Es decir, lo que está de por medio en el IPAB es el ahorro de los usuarios del sistema financiero. Francisco Paoli le hizo un enorme servicio al país (y a millones de ahorradores) haciendo posible el que se aprobara la iniciativa de ley.

 

El segundo tema que se asoma en este asunto es el de la táctica que siguió el diputado Paoli para hacer posible la aprobación del financiamiento del IPAB. Esa táctica, la de salirse del recinto del Congreso por unos minutos, puede ser apreciada o despreciada, pero de ninguna manera pone en entredicho la integridad de la persona. Pudo verse mal que el presidente en turno del Congreso se ausentara momentáneamente, pero eso no disminuye la enorme responsabilidad que asumió con ese acto. En lugar de lincharlo, los panistas deberían estar agradecidos de que uno de sus diputados tuvo la visión –y las agallas- para resolverles un entuerto de su propia creación.

 

Pero si uno proyecta este conflicto al problema más amplio de la política mexicana, el saldo es poco encomiable. El canibalismo político que ha caracterizado a todo este escándalo evidencia las carencias de la política mexicana: sobre todo, la ausencia de incentivos a cooperar, a negociar, a dar respuesta a las necesidades de los ciudadanos. Las reglas e instituciones que caracterizan a la política nacional, así como el contexto electoral actual, llevan al rompimiento de acuerdos, a condenar la negociación y a crucificar a los moderados. Justamente lo opuesto de lo que el país requiere para poder progresar. Una nación tan diversa, tan compleja y tan polarizada requiere de acuerdos, entendidos y negociaciones para poder sumar intereses encontrados y resolver pugnas entre facciones irreconciliables que existen en el país. ¿De qué otra forma se podría enfrentar el problema de la UNAM o el conflicto de Chiapas?  En su esencia, ambas disputas son idénticas al problema suscitado en torno a Francisco Paoli: son reflejos de la pésima estructura de incentivos que domina a la política mexicana y de las reglas e instituciones que los producen.

 

El grado de conflicto y violencia que el país ha experimentado a lo largo de toda la década de los noventa (y, en realidad, desde 1968) es muestra más que suficiente de lo inadecuado e inoperante de nuestras instituciones y, en particular, de los peligros a que puede conducir la violencia verbal. No cabe la menor duda que los panistas se han excedido en sus críticas, ataques y abusos hacia Francisco Paoli. Pero, peor que ello, no reconocen que han caído en la trampa de sus propias carencias: en lugar de contribuir a construir los pininos institucionales del México futuro, así sea a cambio de su voto en momentos cruciales en el Congreso –como en el pasado ocurrió-, se han dedicado a buscar chivos expiatorios. Pobre política la del contingente panista.

 

Yo no tengo la menor duda de la honorabilidad e integridad de Francisco Paoli. Pero me parece que el abuso que él ha sufrido en estas semanas habrá valido la pena si quienes deberían ser los profesionales del entendimiento reconocen que han fallado en su responsabilidad de desarrollar las instituciones políticas que requiere el país. John Womack, el historiador norteamericano que escribió la excepcional biografía de Emiliano Zapata, decía hace algunos años que “la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir. Son las formas decentes de vivir las que producen la democracia.”  A los mexicanos nos faltan las instituciones que procuren esa forma decente de vivir porque, sin ellas, la UNAM y Chiapas son apenas el comienzo.

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Información y cambio político

La era de la información crea extraordinarias oportunidades para los individuos   –en su calidad de consumidores, ciudadanos y votantes-, pero también enormes riesgos de dislocación. La disponibilidad de información cruda, directa y sin manipulación crece en forma dramática. Al mismo tiempo, la capacidad de mediatización por parte del gobierno, de los medios de comunicación, de las empresas o los partidos políticos disminuye en forma acelerada. Es decir, la súbita apertura de las fuentes de información que representa el acceso a las nuevas tecnologías electrónicas entraña una profunda transformación social y política. Mientras mayor sea la población beneficiaria de esta nueva circunstancia, menor será la capacidad de control gubernamental por los medios tradicionales. El potencial liberalizador que esto representa es enorme, como también son los riesgos que entraña.

 

El control de la información ha sido siempre uno de los instrumentos medulares del control político. Quien controla la información controla también las decisiones. En las bajas burocracias –públicas y privadas- no hay juego más relevante que el de intentar controlar los flujos de información, manipular lo que debe saber cada quién y diseminar rumores que confundan al resto de la humanidad. La disponibilidad de información es, en este contexto, enemiga del control centralizado.

 

La historia está saturada de ejemplos de alteraciones profundas en el statu quo cada vez que la tecnología hizo posible que el número de beneficiarios de la información se multiplicaran.  Hace siglos, la información estaba limitada a quienes tenían educación y acceso a los pocos ejemplares de libros que existían. La tecnología fundamentada en la copia manuscrita de libros dentro de los monasterios limitaba la diseminación de las ideas de una manera extrema. En los siglos XIV y XV comenzaron a utilizarse técnicas de duplicado, primero en China y luego en Europa, que aumentaron el número de lectores potenciales, aunque todavía dentro de una élite reducidísima. Con la invención de la imprenta, a mediados del siglo XV, las cosas comenzaron a cambiar. Ante todo, con la disponibilidad de imprentas en diversos países, los nuevos empresarios comenzaron a imprimir libros en alemán, portugués,  francés e inglés. El latín dejó de ser la lengua franca y, con ello, comenzó la fragmentación europea. La división en nacionalidades comenzó a acentuarse a la vez que la Iglesia perdió su antiguo monopolio sobre las ideas. Los nuevos empresarios de la información -los impresores, los periodistas, los libreros- buscaron maneras de ampliar sus mercados, lo que con rapidez les llevó a publicar ideas controvertidas. Con personajes como Erasmo, Copérnico, Descartes y Francis Bacon, los libros se convirtieron en los instrumentos más poderosos de la Reforma y la Ilustración; Voltaire, Rousseau y Diderot sembraron las semillas del fin de las monarquías absolutas.

 

Cada vez que la tecnología hizo posible ampliar la disponibilidad de la información, el mundo se transformó. Evidentemente, los beneficiarios del orden establecido en cada ocasión hicieron lo posible por oponerse al cambio, por suprimir los nuevos medios de información y por controlar el proceso. La Iglesia utilizó desde la presión hasta la excomunión para impedir la diseminación de las explicaciones científicas y no religiosoas de los fenómenos naturales; las monarquías impusieron impuestos, controles y censura. Estos mecanismos sin duda postergaron el impacto de las nuevas tecnologías pero, a la larga, todos resultaron infructuosos. Las monarquías absolutas perdieron su fuente de legitimidad y, eventualmente, dejaron de existir; la Iglesia perdió el monopolio del conocimiento. Las colonias europeas en nuestro continente se rebelaron una por una hasta que la noción imperial prácticamente desapareció. Las ideas revolucionarias habían penetrado y vencido. Todos los intentos de censura, control e imposición de tasas punitivas de impuestos o actividades relacionadas habían probado ser irrelevantes frente a la primera gran apertura de la información que experimentó el mundo moderno.

 

Lo mismo ocurrió con la introducción de las siguientes oleadas de tecnología al mundo de la información: la Revolución industrial hizo posible la producción masiva de libros, revistas y periódicos; la radio, y eventualmente la televisión, multiplicaron el tamaño de la audiencia de una manera exponencial. Lo importante de esto es que la información transmitida a través de todos estos medios creó nuevas circunstancias que apuntalaron el poder político de las instituciones republicanas, pero también de gobiernos despóticos. Por una parte, la información transmitida por los gobiernos y otras fuentes a través de medios de comunicación como los periódicos, la televisión, la radio y demás, consolidó el poder de los medios de comunicación como estructuras institucionales clave de la sociedad. Por otra parte, la ampliación del alcance de los medios, sobre todo a través de la radio y la televisión, creó una audiencia cautiva en aquellos segmentos de población con bajos o nulos niveles de educación. En muchas sociedades, gobiernos totalitarios utilizaron esas tecnologías precisamente para oprimir y controlar a la población, suprimiendo así cualquier oportunidad de disenso.

 

La más reciente de las tecnologías de la información –Internet- invierte nuevamente la lógica del poder. Ahora cualquier ciudadano puede tener acceso a las fuentes directas de información. Todos aquellos individuos que tienen acceso a las nuevas tecnologías –que, en el país todavía son muy pocos- ya no requieren de intermediarios, como los medios de comunicación, para obtener la información que buscan. Más importante, en un medio como Internet no hay diferencia entre un periódico grande, institucional y exitoso y uno nuevo, chico y radical: ambos ofrecen su versión de la información, pero el individuo tiene la facultad de escoger la información que prefiera, el vehículo que más le atraiga y la versión que más se ajuste a su propia visión del mundo. Las instituciones que hasta el día de hoy han constituido el corazón del poder político, desde el gobierno y los partidos políticos hasta los medios de comunicación, van a perder influencia política de una manera estrepitosa. El ciudadano con acceso a los medios va a poder comunicarse directamente con los diputados o senadores y, sobre todo, de llegar a aprobarse la reelección de esos representantes, va a ejercer una influencia creciente sobre sus decisiones individuales.

 

La disponibilidad de información en forma masiva, directa y cruda entraña las semillas de una profunda liberalización política. Hay países en los que el porcentaje de familias que tiene acceso a Internet supera el 75%. Otros, como el nuestro, se encuentran profundamente divididos en cuanto al acceso a este medio debido a los niveles de educación, a las diferencias de pobreza y riqueza que los caracterizan y al bajísimo número de líneas telefónicas con que cuentan. Sin embargo, a pesar de estas poderosas limitantes, en la medida en que la población tenga acceso a Internet, sus efectos serán sumamente poderosos.

 

El primer impacto lo van a resentir las instituciones tradicionalmente asociadas con el poder político y la intermediación de la información, es decir, el gobierno, los medios de comunicación y los partidos políticos. Estas instituciones verán crecientemente erosionada su capacidad para actuar, para controlar y para mediatizar la información. Como al final de la Edad Media, podría ser posible que muchos caciques intentaran limitar el acceso a Internet sobre todo en las zonas rurales y más remotas del país, pero eso no haría sino postergar temporalmente el cambio. En la medida en que un individuo pueda obtener información directa de su fuente (un candidato, una oficina gubernamental, una agencia de noticias de fuera del país), la mediatización que tradicionalmente ejercían los partidos, los medios masivos y el gobierno va a resultar irrelevante. Los individuos tendrán acceso a la información directa y sin censura, lo que iniciará el primer cambio político de la nueva era de la información: la transferencia de poder de las instituciones establecidas hacia el individuo.

 

Este cambio representará, a manera de ejemplo, cosas tan trascendentes e importantes como el fin de la “historia oficial”. Dejará de haber una sola historia, la del gobierno, y en su lugar aparecerá una infinidad de historias, cada una concebida desde la perspectiva de cada uno de los participantes. Algunos individuos compartirán una visión, otros construirán la suya propia a partir de las diversas versiones que surjan. Pero el hecho objetivo es que nadie tendrá el monopolio de la “verdad”. En este mismo orden de ideas, probablemente no falte mucho para que diversos relatores de una manifestación ofrezcan versiones encontradas, en forma simultánea y en tiempo real  (es decir, al mismo tiempo en que ocurren los hechos). Los individuos que sigan cada relato arribarán a sus propias conclusiones, haciendo irrelevante la función tradicional de los noticieros, los periódicos y, por supuesto, de los voceros oficiales. La rendición de cuentas por parte de funcionarios públicos se va a convertir en una demanda que el gobierno no podrá seguir eludiendo.

 

Una sociedad madura y educada sin duda podrá derivar enormes beneficios de la liberalización que esta tecnología entraña, sobre todo porque Internet hace posible la construcción de formas de participación política nuevas, capaces de afianzar la democracia. Pero el otro lado de la moneda no va a ser menos significativo. Millones de personas van a quedar huérfanas de los puntos de referencia institucionales que en el pasado les permitían orientar su vida sin demasiadas complejidades. Cosas tan simples como elegir el tipo de educación que unos padres quieren o creen adecuada para sus hijos van a resultar mucho más difíciles de definir. La ausencia de coordenadas es un problema que se puede presentar en cualquier sociedad, pero sin duda aquéllas donde la educación, a juzgar por los resultados, no ha sido una prioridad histórica, van a acabar siendo las más golpeadas. Por ello, a menos que el país experimente un cambio radical en su estrategia educativa, el futuro va a ser uno de todavía mayores desigualdades y, por lo tanto, de mayores choques y conflictos.

 

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El círculo vicioso mexicano

La expectativa de alcanzar la “modernidad” ha sido una constante en nuestra historia. Desde antaño, una generación tras otra de mexicanos ha perseguido lo nuevo, lo moderno, lo funcional. Pero una y otra vez, como en las últimas décadas, la modernidad probó ser menos  asequible de lo aparente o deseable. La lucha entre lo tradicional y lo moderno, entre la búsqueda de cambio y la presencia de lo viejo, ha dominado muchas de las batallas históricas en el país. Al cabo del tiempo, nadie puede dudar que la modernidad ha avanzado poco a poco, pero nunca de manera decisiva y, ahí donde ha progresado, nunca lo ha hecho de manera incluyente, sumando a todos los mexicanos en el proceso. El resultado, todos lo conocemos, es que avanzamos erráticamente, dando tres pasos para adelante y dos para atrás. El saldo neto ha sido sin duda positivo, en tanto que los avances han sido muchos más que los retrocesos; pero los retrocesos han sido suficientes para hacer del homo mexicanus un ser cínico que cumple pero no obedece y que desconfía profundamente de sus gobernantes, lo que no impide que demande todo tipo de beneficios de éstos. La pregunta es si este círculo vicioso puede ser roto de manera definitiva y qué se requeriría para lograrlo.

 

Una y otra vez, los proyectos modernizadores en el país se han visto truncados. Los liberales en el siglo XIX intentaron transformar al país, sólo para encontrarse con que todo intento de reforma siempre venía acompañado de una fuerte resistencia. Lo mismo ha ocurrido más de una vez en lo que va de este siglo. Historiadores, sociólogos y psicólogos han intentado elaborar diversas explicaciones para comprender este fenómeno, pero sin duda una muy importante es que todos esos proyectos, por sólidos y factibles que pudiesen haber sido, nunca incluyeron al conjunto de la población. El proyecto modernizador, en cada una de sus épocas, fue abrazado por una parte importante de la población, pero otra siempre quedó rezagada o excluida. El hecho es que, entre los excluidos (por cualquier razón) y los tradicionalistas (que, por vocación o por convicción, siempre encontraron argumentos ideológicos para montar una fuerte oposición), los proyectos modernizadores nunca han logrado cuajar en su integridad.

 

Pero, a pesar de lo anterior, el país ha venido avanzando poco a poco a lo largo de su historia, acercándose siempre hacia el mundo moderno al que parece añorar, pero al que nunca ha logrado definitivamente llegar. El proyecto modernizador de principios de esta década sin duda ha logrado avances significativos, aunque los retrocesos de los últimos años no son pequeños. Los críticos tanto de este proyecto específico como de la noción misma de modernidad con frecuencia han argumentado que muchos de sus componentes sólo son posibles de quedar excluida una enorme porción de la población. En su versión más banal, los críticos del proyecto modernizador afirman que México es modernizable en la medida en que desaparezcan los cuarenta millones de pobres que, según ellos, no caben en él. Aunque sería imposible encontrar a un solo abogado del proyecto modernizador –el de hoy o los de antaño- que creyera semejante afirmación, no hay duda que parte de la crítica al modelo reside en que a esa población pobre se le ha visto más como objetivo -incluso como beneficiario eventual- que como participante activo del mismo. Marginada de la concepción misma de la modernidad, esa población y sus redentores acaban oponiéndose al conjunto. El resultado es la resistencia al cambio, el avance errático, los tres pasos hacia adelante y dos para atrás.

 

Los pasos que se dan hacia adelante siempre han abierto la cabeza de playa, pero los pasos que retroceden han tendido a debilitar el avance sin jamás cancelarlo. Los liberales del siglo XIX jamás lograron consolidar su proyecto; su visión acabó siendo cegada por la terca realidad de un país pobre que se negaba a cambiar. No es enteramente ajena esa experiencia a nuestro entorno actual. Lanzado el proyecto modernizador de los noventa vino el levantamiento zapatista, los asesinatos y los berrinches de algunos funcionarios y políticos hasta hacer inviable el proyecto en su concepción original. Más allá de las fallas, errores, abusos y corruptelas específicos, lo que prevaleció no fue la visión, sino las respuestas del momento a la realidad que demandaba cambios urgentes. El estado obeso de los setenta y ochenta, por ejemplo, acabó por ser insostenible, lo que hizo necesaria e inevitable –entonces y ahora- la privatización de las empresas productivas propiedad del gobierno. Lo que quedó no fue la visión, sino la praxis que, más allá de los gritos y empujones, ha acabado por imponerse como realidad inexorable: por mal administrado que haya estado el proceso de privatización de los bancos, por ejemplo, nadie en su sano juicio abogaría hoy en día por que se volvieran a estatizar.

 

Por estas razones, sería posible llegar a concluir que la manera en que funciona el país es menos resultado de grandes visiones o de luchas ideológicas, que del liderazgo que ejercen diversos gobiernos a lo largo del tiempo. El común denominador de personajes como Benito Juárez, Porfirio Díaz, Venustiano Carranza, Alvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas y Carlos Salinas no fue su definición ideológica (ni siquiera el que los caracterizara una lucha ideológica), sino su liderazgo. Todos y cada uno de ellos fueron líderes excepcionales en su tiempo, líderes que lograron romper obstáculos y avanzar sus respectivos proyectos de modernización, algunos con más éxito que otros. En una perspectiva histórica, ninguno de esos liderazgos se sostuvo, pero todos avanzaron más de lo que sus sucesores lograron retroceder. Esa parece ser la forma en que el país evoluciona: no con base en grandes proyectos de reforma, ni con saltos cuánticos, sino con el empuje de ciertos liderazgos que lo llevan adelante, seguidos por una resaca que los revierte en forma parcial, pero siempre consolidando algo de lo que antes se había avanzado. El resultado en todas y cada una de esas justas históricas ha sido un avance en la modernización del país, pero menor de lo que hubiera sido posible o deseable.

 

Es imposible saber si hay un gran factor que haya impedido, a lo largo de nuestros casi doscientos años de vida independiente, la consolidación de los diversos proyectos modernizadores. Pero tampoco hay muchas dudas de que la desigualdad social ha sido una constante en nuestra historia. Probablemente ninguno de los proyectos modernizadores ignoró a esa otra parte de la sociedad mexicana –de hecho, es probable que todos la vieran como el objetivo último, como el problema a resolver- pero, según parece, todos o al menos la mayoría veían a esa población como un objeto inerte, como beneficiario y no como participante activo. El tiempo dirá si la democratización que gradualmente penetra en los diversos estratos de la sociedad va a cambiar esa realidad; pero lo que parece cierto es que sólo con un proyecto político que incluya al conjunto de la sociedad es que será posible dar el gran salto modernizador.

 

Mientras eso ocurre, nos estamos adentrando en un proceso de cambio que avanza en la dirección de una creciente liberalización política, pero sin instituciones que la conduzcan. Esa liberalización comenzó con el movimiento estudiantil de 1968 y ha avanzado en forma notable, con enormes beneficios, como el de la libertad de expresión y el de la exigencia de cuentas a los funcionarios públicos, pero sin las instituciones que impidan los excesos, como en los que con frecuencia incurren los medios de comunicación, y sin la formalización de procesos que hagan posible una efectiva rendición de cuentas por parte de los gobernantes. El país ha avanzado en el terreno de las libertades políticas, pero el país no ha mejorado en su calidad de gobierno o en la calidad de vida de la población. Avances y retrocesos por donde uno los quiera ver.

 

Lo que la historia nos ha enseñado es que por más libertinaje que unos perciban o autoritarismo que otros denuncien, el país ha avanzado dentro de límites bastante específicos que lo diferencian de países como Inglaterra o Suiza en un extremo y de Ecuador o Venezuela por el otro. En 1994 no era raro oír el comentario de que hasta la guerrilla mexicana era diferente. Efectivamente, cada país tiene características propias que establecen el comportamiento de sus actores políticos, sociales y económicos. Lo que no es claro es dónde acabará el proceso que hoy vivimos, sobre todo a la luz de la justa electoral en que nos estamos adentrando.

 

Lo más deseable sería, por supuesto, que las campañas que están por comenzar sean equitativas, que los partidos compitan con un sentido de justicia y con la convicción de que en el electorado residirá la última palabra el día dos de julio y que todo lo que nos aleje de eso es el enemigo común. Algo parecido a lo anterior sin duda ocurrirá, pero todos sabemos bien que los riesgos que existen son grandes, pues los conflictos no resueltos, en todos los ámbitos, son fuente permanente de incertidumbre e inestabilidad. La UNAM, Chiapas, la pobreza, las guerrillas, los descontentos de un bando y otro son todos amenazas a la paz social y a la evolución gradual de la vida política en el país. Mucho de ello es producto de lo inconcluso de un sinnúmero de reformas y la ineficacia de una serie de decisiones, pero mucho es también resultado de la ausencia de un liderazgo que logre sumar los esfuerzos que hoy divergen, pero que con habilidad podrían caminar en una dirección común.

 

Quizá la mayor de las fuentes de riesgo reside en el recuerdo de la violencia política que se registró la última vez en que presenciamos un proceso electoral para elegir al ejecutivo federal. En esa ocasión se sumaron toda clase de fuerzas, intereses y proyectos de la manera más destructiva posible. Es en este contexto que queda por dilucidar si los próximos meses nos acercarán más al modelo shakespeareano o al modelo chejoviano. En sus tragedias, los personajes de Shakespeare siempre acaban logrando reivindicar un sentido de justicia, pero todos acaban muertos; en las tragedias de Chéjov todo mundo acaba triste, desilusionado, enojado, desencantado, peleado, amargado, pero vivo. Los conflictos inherentes a la sociedad mexicana no van a desaparecer de la noche a la mañana; pero lo que los mexicanos requerimos es que el manejo de la política nos acerque a Chéjov, porque lo otro es simplemente inaceptable.

 

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Milenio nuevo, problemas viejos

Luis Rubio

El mundo del nuevo milenio va a ser muy distinto al que acabamos de concluir. Aunque sea muy poco lo que cambió entre el fin del mes de diciembre y el inicio del mes de enero, el simbolismo del cambio de siglo y de milenio es extraordinario. El inicio del 2000 nos obliga a ver hacia adelante y a definir objetivos y estrategias para dar el gran salto adelante que, por décadas, ha parecido imposible en el país. Los avances han sido muchos pero, como en el tango, también los retrocesos. Cuando nos ha ido bien, dos pasos hacia adelante han sido seguidos por sólo un paso hacia atrás; en muchas ocasiones los pasos hacia atrás han sido mayores que los avances hacia adelante. Pero, independientemente de lo que hayamos logrado en el pasado, el inicio del nuevo siglo nos obliga a recapacitar sobre el enorme reto que tenemos frente a nosotros y a reconocer que, a pesar de los avances, hay muchos motivos para no estar satisfechos y, de hecho, para estar profundamente preocupados.

Si algo ha caracterizado al mundo en que vivimos a lo largo de las últimas décadas eso es precisamente el hecho de que todo cambia, todo se transforma y lo que parecía constante y permanente es siempre cambiante. La velocidad del cambio es espectacular. Si uno observa a aparatos o mecanismos como el del fax o el del correo electrónico, no es posible más que recapacitar sobre el hecho de que instrumentos que hoy usamos en forma cotidiana y que hacen difícil imaginar la vida sin ellos virtualmente no existían hace sólo unos cuantos años. La electrónica y las comunicaciones han revolucionado el mundo y han cambiado la forma de vida de prácticamente todos los ciudadanos de la Tierra. Lo anterior es más que evidente para los habitantes de las zonas urbanas del mundo; pero también lo es para los más modestos campesinos. En Sri Lanka, por ejemplo, el ingreso de los campesinos se ha casi triplicado por el mero hecho de que ahora cuentan con líneas telefónicas, lo que les ha permitido conocer el precio de sus productos en los mercados y, con ello, poder negociar con conocimiento de causa con el Conasupo local. Los niños mexicanos que hoy tienen acceso al Internet nunca serán iguales a sus padres, por modesto que sea su origen social o económico.

El mundo a nuestro alrededor está cambiando de una manera fantástica. La manera de producir bienes y servicios se ha transformado y, gracias a instrumentos como el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, hemos comenzado a integrar nuestra industria y a los mexicanos en general, en los circuitos de producción, comercio e ingresos que, confiadamente, nos darán acceso a mejores niveles de vida en el curso de los próximos años. Si uno observa las diversas regiones del país, a pesar de los contrastes que todavía se pueden apreciar, es cada vez mayor el número de empresas, regiones y personas que se suman al proceso de modernización. Los rezagos son, claramente, espectaculares, pero los logros son con frecuencia tan imponentes que es imposible minimizarlos.

Pero apenas hemos dado el primer paso en este proceso de extraordinaria transformación. La apertura de la economía mexicana y la negociación del TLC (y, sin duda, de otros tratados hacia el sur del continente y con Europa) obligó a todos los productores del país a transformarse o desaparecer. La abrumadora mayoría de los productores, tomando como medida el volumen de producción, ha logrado adecuarse a las nuevas reglas de la competencia internacional y, quizá lo más visible, ha logrado niveles de exportación de bienes manufacturados que hubieran parecido no más que un sueño hace sólo unos cuantos años. Pero el reto que viene adelante va a ser mucho más complejo y difícil de vencer que la transformación de la industria manufacturera del pasado.

Lo que viene es el nacimiento de la economía electrónica y digital, dos mundos para los que simplemente no estamos preparados. El internet, esa red de imágenes, programas, información y posibilidades infinitas a la que cada vez más personas tenemos acceso, es solo el primer paso en este proceso de cambio acelerado. En puerta se encuentran otros medios, que incluyen el comercio electrónico y la entrega de productos. Para la mayoría de los usuarios del internet, la red digital se limita a lo que un individuo puede hacer a través de ella, lo que ya de por sí incluye una enorme diversidad: desde una infinidad de fuentes de información hasta librerías, tiendas, agencias de viajes y todo lo que uno pueda llegar a imaginar. Pero el internet es muchísimo más que eso. Un número creciente de empresas utilizan la red para transmitir información de ventas y compras, inventarios y nuevos productos. Hay un amplio número de fabricantes mexicanos que reciben sus órdenes de producción directamente de sus clientes en el resto del mundo a través del internet. Hace sólo unas cuantas semanas las empresas fabricantes de automóviles, Ford y General Motors, dos de los más grandes empleadores en el país, anunciaron que todos sus proveedores se tendrán que enlazar a través del internet si quieren seguir vendiendo sus productos. Ambas empresas piensan utilizar el internet no solo para enviar y recibir órdenes de compra y de producción, sino para desarrollar nuevos productos, intercambiar ideas sobre el diseño de nuevas partes y componentes y, en general, para acelerar el proceso de producción, elevar la eficiencia y la productividad de la producción. Quien no sea capaz de incorporarse en ese proceso, indicaron fuentes de ambas empresas, quedará fuera del círculo de proveedores acreditados. El internet no tiene más límites que los que impone nuestra imaginación y la infraestructura legal, regulatoria y física- con que contamos.

Si bien muchas empresas mexicanas hace tiempo entraron en la era digital, la abrumadora mayoría de los mexicanos enfrentan enormes obstáculos para participar en la nueva era. Las limitaciones en muchos casos son estrictamente personales la negativa a modernizarse que caracteriza muchas personas y empresas- pero, en la mayoría de las circunstancias, se trata de impedimentos reales, externos, que limitan la capacidad de acceso de la población a una de las tecnologías que podrían contribuir a que el país salte etapas de desarrollo, permita que empresas nuevas compitan directamente con las más grandes y, en general, desarrolle oportunidades para un amplio segmento de la población que jamás las ha tenido.

La teoría es sumamente atractiva, pero la realidad concreta hace sumamente difícil la consecución de semejante proyecto. Para comenzar, la educación en el país, por más reformas que reformen a las reformas anteriores, no ha permitido que los niños de padres marginados o pobres tengan acceso a la formación que requiere una economía moderna; si el atraso ya era grande en el pasado, éste se va a magnificar con la nueva realidad digital. En segundo lugar, todo el mundo del comercio electrónico será imposible mientras prevalezcan regulaciones que efectivamente lo impiden, como aquellas que exigen físicamente una rúbrica para poder realizar una compra-venta. En tercer lugar, el desarrollo económico a través del internet requiere de un sistema financiero funcional que permita la constitución de empresas nuevas, la inversión en proyectos innovadores y, en general, de mecanismos de apoyo a proyectos nuevos que ofrezcan oportunidades de éxito. Finalmente, sin un aparato legal flexible, pero moderno, que garantice los derechos de propiedad y permita la constitución, crecimiento y, en su caso, la quiebra de empresas, el crecimiento a través o por medio del internet será no sólo un sueño, sino otra quimera más.

La verdad es que el país se encuentra extraordinariamente retrasado en un sinnúmero de ámbitos que son vitales para el desarrollo de una economía moderna. El internet nos pone contra la pared porque ese es el camino que ofrece oportunidades literalmente infinitas para un enorme número de personas y empresas. Está perfectamente documentado que quienes primero hacen suya la tecnología y explotan las opciones que ofrece la red logran una enorme ventaja sobre las demás. Al ritmo que vamos, una tecnología tan democratizadora como lo es el internet fácilmente podría acabar llevándonos a que sólo el puñado de empresas grandes y visionarias con que cuenta el país la aprovechen. Nuestras limitaciones, las auto impuestas sumadas a las que determina el atraso con que ya de por sí acarreamos, pueden acabar impidiendo que aprovechemos una oportunidad más.

Desafortunadamente para nosotros, la posibilidad de que el internet se convierta en un éxito depende en gran medida tanto de lo que haga como de lo que no haga el gobierno. La tentación más inmediata de todos los gobiernos del mundo es la de tratar de controlar la información que se transmite por el internet, en algunos casos porque se trata de contenidos que chocan con valores de quienes deciden, como en el caso de la pornografía, y en otros porque se trata de información políticamente inconveniente para diversos intereses de la sociedad y del propio gobierno. El problema es que no hay una forma aséptica de suprimir un tipo de información sin impedir que se desarrollen los beneficios que ofrece este instrumento. Inevitablemente, las tecnologías implícitas en el internet implican otra limitante al poder gubernamental, como hace tiempo concluyeron sociedades mucho más controladas que la nuestra, como China y Singapur.

Pero el hecho de que el gobierno enfrente límites a su acción no implica que su función sea irrelevante. Al contrario. Del gobierno depende que exista a) una infraestructura de comunicaciones eficiente y a precio competitivo; b) un mercado de capitales, derechos de propiedad y un régimen de inversión abierto; c) flujos irrestrictos del hardware y del software necesarios para que sea posible el nacimiento del comercio electrónico y la provisión de servicios dentro del país y a través de las fronteras; y d) un sistema educativo (y, en general, de capital humano) que en lugar de preservar las iniquidades del pasado, contribuya a incorporar a los niños de hoy en los circuitos modernos de desarrollo y diseminación de oportunidades. Si el pasado es guía, fracasaremos en cada uno de estos requisitos. Pero, con suerte, el inicio de un nuevo siglo y de un nuevo milenio moderniza y anima hasta a nuestra encumbrada burocracia.

 

La clave del desarrollo está en el gobierno

Luis Rubio

La modernización del gobierno es un tema candente en la actualidad. A lo largo y ancho del mundo, es difícil encontrar un  país en el cual no se discuta la necesidad de adecuar el gobierno y sus funciones. Si bien es razonable plantear la noción de que hay consenso acerca de la urgencia de debatir el tema, no existe acuerdo alguno sobre la naturaleza, objetivos y funciones que el gobierno debe tener. Las posiciones al respecto son tan encontradas como siempre y no hay razón para suponer que se van a acercar en un futuro mediato. Quizá la excepción esté en aquellos países en que, debido a los notables avances alcanzados -medidos en términos de crecimiento económico, disminución de la pobreza u otros indicadores semejantes-, resulta relativamente fácil lograr un consenso para reformar la naturaleza misma del gobierno.

Si bien no hay coincidencia sobre el papel del gobierno en la actualidad, a nadie  escapa el hecho de que su función ha experimentado cambios trascendentales. Así, de simples mecanismos de transmisión de demandas, más que de entidades orientadas a resolver problemas específicos, un número cada vez mayor de gobiernos se ha ido ajustando para poder adoptar esa nueva modalidad tan necesaria en nuestros tiempos, que es la  promoción del desarrollo. De este modo, es muy difícil encontrar un gobierno que no conciba su función como la de promotor del desarrollo. Pero esto no fue siempre así. Por siglos, los gobiernos cumplieron una función conciliadora y mediatizadora. El gobierno abocado al desarrollo es un concepto del siglo veinte, esencialmente posterior a la última guerra mundial.

Hasta hace cincuenta o sesenta años se daba por sentado que el éxito de un país, así como el fracaso de otro, dependía del azar, de ventajas excepcionales, sobre todo de orden natural, o de factores sobre los cuales nadie tenía control. Hoy en día, esa visión ha cambiado de manera sustancial, ya que se reconoce, a todo nivel, que el desarrollo depende de las condiciones creadas por cada sociedad. Puesto en otros términos, actualmente es abrumadora la evidencia que prueba que los éxitos o fracasos de los países dependen única y exclusivamente de las acciones gubernamentales orientadas a crear las condiciones idóneas para ese desarrollo.

Los países que hace décadas emprendieron el camino del desarrollo y que adoptaron las políticas idóneas para lograrlo -como Corea, Singapur y Taiwán- se encuentran ahora gozando de niveles de vida cercanos a los de los países desarrollados. Por su parte, los países que intentaron el desarrollo pero que jamás lograron avanzar en su cometido, se caracterizan, en general, por haber adoptado políticas incompatibles con el desarrollo.

Pero cualquiera que haya sido la lógica del desarrollo hace cuarenta o cincuenta años, las circunstancias han cambiado de una manera inexorable. En ese entonces, los gobiernos enfrentaban un mundo tranquilo, en el cual la interacción a nivel internacional era relativamente limitada. Hoy en día en cambio las transformaciones son tan vertiginosas, que están alterando tanto la estructura económica de los países, como sus marcos de referencia. La globalización de la economía, por ejemplo, no es un tema que los países o sus empresas puedan soslayar. Se trata de una realidad con la que todo el mundo tiene que vivir. Lo mismo ocurre con la aparición de actores políticos nuevos, tanto nacionales como internacionales, que ejercen gran influencia en sus países, como las Organizaciones No Gubernamentales  (ONG), que con frecuencia tienen una enorme capacidad de acción, a pesar de no tener siempre mayor representatividad.

La mayoría de los gobiernos reconoce que enfrenta retos nunca antes vistos y muchos argumentan la necesidad de adecuarse a las nuevas realidades. Ese paso, sin embargo, es sumamente difícil y complejo. Difícil por la cantidad de intereses que se verían trastocados si se emprende una reforma, y complejo por la magnitud de la tarea que semejante proposición representa. Movilizar a toda la sociedad y todos los intereses que tienen representación en el gobierno es una empresa titánica para la cual pocos gobiernos están preparados o cuentan con el poder para lograr salir airosos. De una u otra manera, los cambios que se experimentan en la realidad generalmente no han venido acompañados de transformaciones en las estructuras políticas o en los grupos políticos de la sociedad. Es decir, la realidad puede haber cambiado, pero eso no significa que cambien los intereses privados, sindicales, políticos, partidistas o empresariales de la sociedad. El choque entre las expectativas y la realidad es, inevitablemente, enorme.

De hecho, si uno analiza la situación de la mayoría de los países , lo que más impacta es el contraste entre el discurso político y la realidad que enfrentan. En Latinoamérica este choque es particularmente agudo. Es una excepción el país en el que no siga teniendo primacía el concepto de soberanía en el discurso y en el comportamiento de los gobiernos. Aunque ese discurso y ese concepto choquen con la realidad tangible de la mayoría de los habitantes que, directa o indirectamente, producen exportan o tienen relación con economías a miles de kilómetros de distancia, la realidad política es que los gobiernos se siguen aferrando a un pasado que parece más atractivo, o al menos de menor complejidad que el presente. Esto lleva a distorsiones no sólo en el comportamiento de los gobiernos, sino también en las expectativas de los ciudadanos. Algunas de estas distorsiones, como el deseo casi ubicuo en Latinoamérica de que los gobiernos de los países que la conforman se asemejen a los gobiernos europeos y no al norteamericano, sobre todo en materia social, son fácilmente explicables por la historia o por el atractivo inherente que representan. Además, la tradición centralista arraigada en América Latina generó una cultura de veneración a la autoridad que en muchos casos impide que las sociedades funcionen sobre la base de reglas del juego perfectamente definidas y acordadas, como exige una economía moderna.

La literatura política confirma estas concepciones. Si uno se adentra en los estudios del gobierno y del Estado, lo más impresionante es comprobar que en la literatura, con algunas notables excepciones, no se reconoce el hecho de que ha habido un cambio ni  la profundidad del mismo. Los ilimitados -o, al menos, enormes- poderes de que gozaban los gobiernos, imagen recogida por mucha de esa literatura, ha dejado de ser un testimonio de la realidad actual. Aunque, ciertamente, los países democráticos cuentan con sistemas sumamente avanzados de pesos y contrapesos, la efectividad y capacidad de acción de sus gobiernos es un tema tan álgido en esos países como en todos los demás.

En el caso latinoamericano no existe una tradición acabada y desarrollada de pesos y contrapesos. Mucho menos de exigirles cuentas a los gobiernos y funcionarios (como lo señala la palabra inglesa de accountability); de concederle facultades a la población para que se retire del gobierno un determinado funcionario (la figura inglesa del recall) o, incluso, de definir reglas del juego públicas y transparentes a las que todos los actores, políticos y económicos, se ciñan. Es decir, no existe una tradición ni cultura ni incentivos para adoptar el tipo de mecanismos que son naturales y necesarios para el desarrollo de la economía de mercado que los gobiernos dicen perseguir y que se han convertido en necesarios para el funcionamiento de las sociedades en esta época.

La adopción de nuevas modalidades políticas y económicas podría parecer innecesaria o, en todo caso, equivalente a incorporar formas ajenas e incluso extranjeras en la vida interna de países con una historia y cultura radicalmente distintas a las de los países hoy desarrollados. Esto ha llevado a una discusión fundamental sobre la disyuntiva que muchos países han enfrentado recientemente: ¿es necesario adoptar formas e instituciones políticas, legales y económicas que han probado su efectividad para promover el desarrollo pero que son producto de una historia y de una cultura distintas a la latinoamericana? o ¿es posible encontrar modelos alternativos para la economía y la política de un país que tomen en cuenta la historia y la cultura existentes para salir adelante, en lugar de adoptar modelos que corren el riesgo de ser rechazados? No existen respuestas fáciles a estas preguntas. Lo que sí existe es cierta evidencia empírica que sugiere que algunas de esas formas e instituciones son una condición sine qua non para el éxito económico, en tanto que otras son expresiones culturales ajenas. Los países exitosos probablemente tuvieron capacidad de distinguir unas de las otras.

Parte del desarrollo político que tiene que ocurrir en forma paralela al cambio económico se refiere precisamente a la creciente participación política que experimentan las sociedades latinoamericanas.  No es imposible que ese desarrollo llegue a requerir la adopción de formas híbridas en la legislación, así como modalidades de participación que son ajenas a la cultura histórica. No obstante lo anterior, la adopción de nuevas instituciones políticas podría constituir una oportunidad de avance político, pues muchos de los sectores que más se oponen a los cambios económicos serían los que obtendrían mayores beneficios de dicha transformación política. Es decir, un importante avance político en materia de apertura a la participación de grupos políticos antes marginados de los procesos legislativos y, en general, de decisión (a través de la adopción de medidas conducentes hacia temas como los antes citados de accountability y recall), puede hacer posible la generación de reformas económicas muy significativas, logrando con ello la consecución de los tres objetivos de gobierno más trascendentes: la estabilidad política, la paz social y el desarrollo económico. El espectacular desarrollo político de España en las últimas décadas y su exitosa incorporación a la Unión Europea hacen más que evidente que es perfectamente factible romper con las barreras que enfrentamos, muchas de ellas claramente autoimpuestas.

 

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El TLC y el desarrollo de Mexico

 Luis Rubio

En el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica se conjugaron dos fuerzas y objetivos que para muchos parecían antagónicos: la recuperación de la capacidad de crecimiento de la economía mexicana y la despolitización de las decisiones de inversión de las empresas e inversionistas. Ahora, a los cinco años de vigencia del Tratado, está de moda revisar los alcances, logros y perspectivas del mismo. Los resultados son mucho mejores de lo que anticipaban muchos de sus promotores, y dramáticamente distintos de los que advertían sus detractores. Pero el TLC no es un fin en sí mismo ni la panacea terrenal: es, en potencia, un instrumento excepcional de transformación económica. De no complementarse el TLC con un conjunto de políticas gubernamentales orientadas a convertirlo en una fuerza de cambio, acabaremos desperdiciando su extraordinario potencial.

 

En la medida en que se acerca el final de otro sexenio, periodo que ha acabado por asociarse con la palabra crisis, es imposible dejar de apreciar la relevancia y trascendencia del TLC.  Más allá de los aciertos y deficiencias inherentes al tratado comercial de la región norteamericana, nadie con la mínima objetividad puede negar el hecho de que ha tenido efectos sumamente positivos, como muestra el análisis detallado y serio que realizaron los autores del libro  ¿Socios Naturales? Cinco Años del TLC de América del Norte, editado por Beatriz Leycegui y Rafael Fernández de Castro. La mayor relevancia del TLC radica en que ha permitido que una parte creciente de la economía mexicana funcione normalmente, en forma independiente del ciclo político. Es decir, una parte cada vez mayor de la economía mexicana opera en función de criterios de decisión económica en lugar de estar permanentemente sujeto a los vaivenes políticos que yacen, a final de cuentas, en el corazón de las crisis económicas del final de los últimos sexenios.

 

Una evaluación seria del TLC, debe abocarse a tres componentes fundamentales: primero, a analizar el contraste entre lo que se proponía lograr con el tratado y lo que se ha alcanzado a la fecha. Segundo, evaluar los efectos que el TLC ha tenido sobre la economía mexicana y sus implicaciones. Y, finalmente, el tema más trascendente, a discernir si sabremos hacer uso del TLC para lograr el objetivo nacional ulterior, que no puede ser otro que el del desarrollo del país y de los mexicanos. Hasta una observación superficial de la manera en que ha evolucionado la economía mexicana a partir de que se iniciaron las reformas a la economía a mediados de los ochenta y, en particular, desde que se dio el inicio formal de la operación del TLC, revela algo que es muy obvio para cualquiera que lo quiera ver: el TLC ha permitido que la economía del país encuentre canales de desarrollo que antes eran (o parecían) imposibles de explotarse pero, también, que el TLC está lejos de ser una panacea para lograr el desarrollo integral del país. Eso depende de la estrategia más amplia de desarrollo que, al menos en la actualidad, brilla por su ausencia.

 

El objetivo de cualquier tratado comercial entre dos o más naciones, en cualquier lugar del mundo, es triple: eliminar barreras al comercio, elevar la eficiencia de las economías involucradas y otorgar garantías de acceso a las exportaciones de los países miembros. A pesar de los conflictos que se han suscitado en sectores o productos específicos,  como el de los transportes y los tomates, el balance que arroja el TLC al evaluar estos tres objetivos es abrumadoramente positivo. La medida más inmediata de este resultado se observa en el brutal crecimiento de las exportaciones de prácticamente todos los sectores y ramas de la economía, pero es particularmente significativo en los sectores que se enfrentaban a barreras no arancelarias, como el textil con el Acuerdo Multifibras, que impedía el acceso de prendas de vestir fabricadas en el país o las trabas de diversa índole que obstaculizaban la exportación de productos agrícolas, sobre todo hortalizas y frutas. El TLC ha abierto enormes oportunidades al desarrollo de sectores que antes se encontraban artificialmente limitados en su desarrollo.

 

Pero los impedimentos a las exportaciones que imponían nuestros socios comerciales no eran los únicos obstáculos que mantenían al país subdesarrollado. La mayor parte de los impedimentos al desarrollo del país son internos, impuestos por una burocracia que, en el mejor estilo estalinista, todo lo quiere controlar. La mejor muestra de lo anterior la ofrecieron, implícitamente, los propios empresarios cuando se iniciaron las negociaciones del TLC. En aquel momento, a principios de esta década, cada cámara y asociación empresarial del país preparó una evaluación de la situación de su sector o rama industrial, presentando, al final del estudio, una serie de conclusiones y peticiones concretas, todas ellas supuestamente encaminadas a orientar la negociación gubernamental con Estados Unidos y Canadá. Para sorpresa de nuestros dilectos burócratas, la abrumadora mayoría de las peticiones y recomendaciones -demandas sería una mejor palabra- que presentaron los empresarios no se referían a obstáculos y dificultades impuestas por los norteamericanos o canadienses, sino por la propia burocracia mexicana. Lo único que pedían los empresarios mexicanos es que les igualaran la cancha para poder competir o, como alguna vez le pidió una mujer argentina a su presidente: “Mire señor, con que no me fastidie es suficiente”.

 

Pero el TLC no tenía fines exclusivamente económicos. Además de abrirle oportunidades de desarrollo a las empresas mexicanas, el TLC perseguía, mucho antes de iniciado el actual sexenio, objetivos político estratégicos vitales, como el de garantizar la continuidad de la política económica a fin de que las decisiones de inversión y ahorro de los mexicanos dejaran de estar inexorable y trágicamente vinculadas al ciclo sexenal. Puesto en otros términos, un propósito central del TLC residía en crear algunas instituciones no sujetas a la discrecionalidad y, sobre todo, arbitrariedad, de la burocracia mexicana. Partiendo de un reconocimiento implícito de que las crisis sexenales tenían un origen político y no económico, independientemente de que sus síntomas y, en particular, sus manifestaciones fuesen de orden económico y financiero, el TLC perseguía, y sin duda ha comenzado a lograr, que los empresarios nacionales y extranjeros tuvieran la suficiente certeza de continuidad económica como para realizar inversiones multimillonarias con un tiempo de maduración superior a la duración de un periodo gubernamental. Nada garantiza que desaparezcan las fatídicas crisis sexenales, pero el TLC es la estructura institucional más sólida con que contamos para avanzar en esa dirección.

 

Cinco años de vigencia del Tratado han tenido un brutal efecto sobre la economía mexicana. El impacto principal del TLC ha sido el de forzar a que las empresas mexicanas se dediquen a elevar la productividad, a aprovechar las ventajas comparativas con que cuenta el país y a desarrollar ventajas competitivas propias, a negociar asociaciones estratégicas con empresas extranjeras clave para su actividad y a asumir riesgos empresariales dentro de un entorno institucional y legal previamente inexistente. El resultado general es obvio para todos: las empresas que han adoptado la lógica inherente a la globalización de la economía que anima al TLC se han transformado, en tanto que el resto de las empresas mexicanas languidece, esperando alguna solución milagrosa que evidentemente nunca aparecerá. El ajuste inherente a este proceso ha sido brutal, como lo muestra el imponente crecimiento económico que experimentan regiones que nunca habían sido significativamente manufactureras, en tanto que aquellas que tradicionalmente lo habían sido, han experimentado una inevitable contracción. Lo paradójico de lo anterior es que, contra lo que piensan muchos críticos de la apertura, los mexicanos comunes y corrientes, que de tontos no tienen nada, hacen hasta lo indecible por obtener un empleo en las empresas vinculadas al TLC porque ven lo obvio: esos empleos son más atractivos y permanentes que las alternativas. El TLC resulta ser mucho más popular de lo que los críticos suponen.

 

Lo más revelador de estos años es que todo aquello que se ha abierto y liberalizado de la economía mexicana ha prosperado, en tanto que todo aquello que sigue bajo el yugo burocrático, como los servicios, particularmente la banca, se ha rezagado, al igual que las políticas públicas en general, que prácticamente han abandonado todo objetivo de reforma. Aunque el sector automotriz ha prosperado como pocos, las excesivas protecciones de que goza no sólo contradicen el espíritu del Tratado en general, sino que se han convertido en una fuente de disputas políticas, como ilustra el caso de los llamados autos chocolate. Con todo, el desempeño del TLC demuestra fehacientemente que mientras que la población en México se ha adaptado cada vez más a la lógica del TLC, el gobierno sigue paralizado, convirtiéndose en el mayor fardo al desarrollo del país.

 

El TLC es un instrumento central para el desarrollo del país. Ha permitido comenzar a despolitizar al menos una parte de las decisiones empresariales, contribuyendo al desarrollo de empresas e industrias de clase y competitividad internacionales. Aunque está todavía lejos de beneficiar a todos los mexicanos, su éxito es tan abrumador que sus limitaciones acaban siendo intrascendentes en términos relativos. Pero el TLC no es, ni puede ser, un objetivo en sí mismo. El país requiere de una estrategia del desarrollo que tome al TLC como uno de sus pilares fundamentales, pero que vaya más allá: a la educación, a la infraestructura, a la competitividad integral de la economía y de la población. En suma, a la productividad. En ausencia de una estrategia de esa naturaleza acabaremos siendo un país perpetuamente dependiente de bajos salarios. Triste corolario para una institución tan visionaria y exitosa como ha probado ser, a sólo cinco años de su lanzamiento, el TLC.

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Aprovechar la globalizacio¦ün

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\par }\pard \qr\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright {Luis Rubio

\par }\pard\plain \s15\qj\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright \f1\lang2058\cgrid {

\par La globalizaci\"f3n igual puede ser una oportunidad que una maldici\"f3n, pero en cualquier caso es inevitable. La realidad mundial, los avances de la tecnolog\"eda y la creciente integraci\"f3n de las econom\"edas han producido este fen\"f3

meno, del que nadie se puede sustraer. Las pocas naciones que han intentado, por cualquier raz\"f3n, seguir un curso distinto, como Corea del norte y Cuba, han acabado cada vez m\"e1

s empobrecidas. Pero el hecho de aceptar algo consumado no implica que se puedan derivar sus beneficios. M\"e9xico est\"e1 claramente a la mitad del camino: o llevamos a cabo profundas reformas en cosas bastante b\"e1sicas, o vamos a acabar perdiendo u

na oportunidad m\"e1s.

\par }\pard\plain \qj\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright \f1\lang2058\cgrid {

\par El punto de partida es muy simple: la globalizaci\"f3n es un hecho real, incontenible e ineludible. Este proceso se caracteriza por la creciente integraci\"f3n econ\"f3mica, por la existencia de fondos de inversi\"f3n cada vez m\"e1s grandes en volum

en y cada vez m\"e1s importantes para el financiamiento de las empresas y por las comunicaciones instant\"e1neas. Si bien \"e9sta no es la primera vez que el mundo se acerca, pues hace cien a\"f1os hubo movimientos de poblaciones enteras de Europa a Am

\"e9rica, por ejemplo, el tipo de globalizaci\"f3n que hoy caracteriza al mundo entra\"f1a una gran diferencia. Cuando un poblado entero se mudaba de Irlanda a Nueva Inglaterra o de Italia a Argentina en el siglo XIX, los \"fa

nicos afectados eran los propios migrantes, los que se quedaban atr\"e1s o los que s\"fabitamente los ve\"edan llegar. Fuera de esas personas, el resto del mundo ni se enteraba. La globalizaci\"f3n de hoy nos afecta a todos, independientemente de d\"f3

nde estemos parados o que tan pobres o ricos seamos.

\par

\par Los cambios que la globalizaci\"f3n ya ha producido son enormes: las empresas industriales en el mundo, por ejemplo, fabrican cada vez menos productos finales. La gran mayor\"ed

a de ellas producen partes y componentes para otras empresas que, a su vez, se dedican a ensamblarlos y llev

arlos a los mercados de consumo. Esta nueva estructura industrial vincula a las empresas de una manera totalmente nueva, toda vez que lo que cada una produce, en precio y calidad, va a ser determinante del \"e9

xito o fracaso de las que siguen en la cadena productiva. Esta manera de estructurar la producci\"f3n ha generado enormes presiones para que las empresas eleven su productividad, capaciten a sus trabajadores y mejoren sus m\"e9todos de producci\"f3

n. El efecto de todo esto lo vemos los mexicanos todos los d\"edas: no hay que ser muy quisquilloso o agudo para observar que las empresas que ya est\"e1n en esa l\"f3gica, la l\"f3gica del TLC, son mucho m\"e1

s exitosas y pagan mejores salarios que las que se encuentran fuera de ella.

\par

\par Pero los cambios que vienen, seg\"fan todos los expertos, ser\"e1n mucho m\"e1s dram\"e1

ticos. Algunos de los que se anticipan son los siguientes. Primero que nada, los recursos con que las empresas y, en general, los proyectos de desarrollo, se financian se mover\"e1n cada vez m\"e1s r\"e1pido. Hoy en d\"eda, ninguna empresa n

i gobierno puede esconderse del ojo cl\"ednico de los analistas en los mercados financieros. Cuando los fondos de inversi\"f3n analizan las finanzas de un pa\"eds o de una empresa, lo hacen compar\"e1

ndolas con las de otros gobiernos o empresas de su tipo, lo cual arroja resultados fr\"edos e inmisericordes. Quien requiere cr\"e9dito para invertir en planta y equipo o en infraestructura y educaci\"f3

n, todo indispensable para crear riqueza y empleos, no tendr\"e1 m\"e1s remedio que sujetarse a las reglas que imponen los fondos de inversi\"f3n.

\par

\par En segundo lugar, la clave del desarrollo, aunque parezca parad\"f3jico, reside en el gobierno. Aunque una empresa puede crecer y producir riqueza sin l\"edmites, el desarrollo s\"f3

lo es posible cuando los gobiernos sientan bases adecuadas para que esa riqueza la puedan producir literalmente miles de empresas y millones de personas. El gobierno es responsable de las reglas del juego, de la pol\"edtica cambiaria, de la inflaci\"f3

n y, en general, de proveer bienes p\"fablicos y hacer cumplir la ley. De las reglas y

condiciones que establezca el gobierno va a surgir el entorno dentro del cual se van a desarrollar las empresas. Si el gobierno provee de una buena base de infraestructura f\"edsica, por ejemplo, las empresas contar\"e1

n con mayores oportunidades de crear riqueza y empleos. Si la infraestructura es deficiente, los empleos y la riqueza ser\"e1n menores. Al igual que con la infraestructura, las reglas del juego son determinantes para el desempe\"f1o econ\"f3

mico. Si los derechos de propiedad no establecen claramente qui\"e9n es due\"f1o de qu\"e9 o si el gobierno no est\"e1 dispuesto a hacerlas cumplir a cabalidad, las empresas no invertir\"e1n y las personas no ahorrar\"e1n m\"e1s que lo m\"ed

nimo indispensable para sobrevivir.

\par

\par En tercer lugar, en la medida en que los empleos futuros dependan cada vez m\"e1s del uso de tecnolog\"edas complejas, \"e9stos van a requerir personas con mucho mejores niveles de educaci\"f3n y, sobre todo, con una educaci\"f3

n cualitativamente distinta a la del pasado. En tanto la econom\"eda industrial basada en la producci\"f3n masiva exig\"eda personas dispuestas a someterse a la disciplina de una l\"ednea de producci\"f3n y con conocimientos m\"ed

nimos para entender las instrucciones m\"e1s elementales, la econom\"eda de la informaci\"f3n re

quiere personas capaces de comprender ideas abstractas, de pensar libremente y de ser muy independientes en su creatividad. Los sistemas educativos tradicionales, de los cuales el nuestro es casi protot\"ed

pico, simplemente no producen personas con esas caracter\"edsticas m\"e1s que por excepci\"f3n. De ah\"ed que, o transformamos nuestro sistema educativo desde su ra\"edz o vamos a perder, una vez m\"e1

s, la oportunidad de encontrarnos al frente de las nuevas corrientes del desarrollo mundial.

\par

\par Finalmente, no hay un s\"f3lo observador o analista de las tendencias futuras en el mundo que no afirme que en el curso de los pr\"f3ximos a\"f1os el n\"famero de monedas nacionales va a disminuir dr\"e1sticamente. Es casi universal la naci\"f3n de que s

\"f3lo las monedas fuertes van a sobrevivir, luego de que el resto de las naciones abandone poco a poco sus monedas de uso corriente. La pregunta clave es qu\"e9 es lo que hace fuerte a una moneda. En t\"e9

rminos generales, hay consenso de que la fortaleza de una moneda se deriva de dos factores fuertemente interrelacionados. Uno tiene que ver con la disciplina fiscal que yace detr\"e1s de la moneda. No es casualidad que la moneda l\"ed

der en Europa, ahora que los pa\"edses miembros del Sistema Monetario Europeo inventaron el llamado Euro, sea el Marco alem\"e1n. Detr\"e1s de esa moneda hay cincuenta a\"f1os de experiencia y convencimiento de que la inflaci\"f3

n no es un mal menor, sino una de las fuerzas m\"e1s destructivas de cualquier sociedad. El otro factor de fortaleza de una moneda es el sistema legal. Pa\"edses con sistemas legales fue

rtes, en los que el Estado de derecho es reconocido, respetado y apreciado, y con gobiernos capaces y dispuestos a hacerlos cumplir son tambi\"e9n, t\"edpicamente, pa\"edses que cuentan con monedas fuertes. Ah\"ed est\"e1

n los ejemplos de Alemania, Suiza, Singapur y Estados Unidos.

\par

\par Si vemos a M\"e9xico a la luz de estos factores, resulta evidente que nuestras debilidades son enormes. Las instituciones tradicionales -tanto las pol\"edticas como las econ\"f3micas y legales- han venido perdiendo fortaleza y credibilidad, y las que s

e est\"e1n creando a\"fan no son suficientes o est\"e1

n plenamente consolidadas, la moneda no goza del respeto de nadie, no existe Estado de derecho y, en este contexto, los derechos de propiedad son sumamente vulnerables. Para colmar el plato, la calidad de la educaci\"f3n es pat\"e9tica as\"ed

como tambien lo es la de la infraestructura, tanto f\"edsica como social y de salud. En el pasado estas deficiencias eran serias \endash s\"f3lo as\"ed se explica la extraordinaria pobreza y desigualdad que caracterizan al pa\"eds- pero en el futuro va

n a ser determinantes. Lo peor que podr\"edamos hacer a la luz del nuevo milenio es continuar dormidos confiando en que las cosas van a salir solas. Indirectamente, y sin mucha convicci\"f3n, hemos abrazado a la globalizaci\"f3

n, pero no hemos hecho nada para aprovechar su extraordinario potencial. Es tiempo de ponernos a trabajar.

\par }\pard\plain \s15\qj\sl480\slmult1\nowidctlpar\widctlpar\adjustright \f1\lang2058\cgrid {\field{\*\fldinst { }{HYPERLINK}{ 1 }{{\*\datafield

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Hacia una transición económica sin exabruptos

 Luis Rubio

La pregunta es cómo separar lo cambiante de lo permanente; lo que debe ser intocable de la política económica de lo que es objeto legítimo de cambio por parte de un nuevo gobierno. El mundo de globalización económica en que vivimos ha cambiado todos los parámetros de la toma de decisiones dentro de los gobiernos nacionales a la vez que, paradójicamente, ha convertido a la acción y gestión públicas en factores trascendentales para el desarrollo. Ahora que nos enfilamos al que quizá sea el proceso de sucesión presidencial más complejo y disputado de la historia reciente, es imperativo reflexionar sobre los mecanismos institucionales que sería deseable desarrollar para asegurar la continuidad de la economía y, sobre todo, garantizar una transición libre de exabruptos.

En el debate político que ha caracterizado al país en los últimos tiempos, pulula la idea de que estamos en medio de una transición política que llevará al país a la democracia y al desarrollo económico sin rupturas, sin contratiempos y sin problemas. La realidad es que nos encontramos ante el proceso de sucesión presidencial más complejo y delicado de nuestra historia moderna sin que, por el momento, haya mucho que garantice que se logrará arribar a buen puerto sin dificultades. La idea de una transición política a la democracia es muy elegante y muy atractiva, pero las transiciones son siempre riesgosas. De hecho, el momento más delicado para cualquier sistema político en el mundo sucede, precisamente, en el periodo que va de la elección de un nuevo gobierno a la transmisión legal del poder de una administración a otra. Si eso es cierto en países con gran tradición democrática como Inglaterra, Francia o Estados Unidos, es evidente que será particularmente álgido en México. Más que por una transición idílica e irreal, deberíamos estar trabajando en torno a la próxima elección presidencial que promete ser absolutamente democrática, pero no por ello libre de dificultades.

En su esencia, la problemática política es indistinguible de la económica. En el ámbito político, el proceso de sucesión presidencial se caracteriza por la ausencia de un claro y fuerte liderazgo gubernamental hacia una transformación política integral. Los partidos, por su parte, se han abocado a nutrir y mantener a sus bases políticas tradicionales y a guiarse por una racionalidad política obtusa y muy limitada. El resultado está a la vista: si bien comenzamos a adoptar algunas formas democráticas, la democracia en México no está siendo construida ni desarrollada. Esto es producto de la parálisis gubernamental, pero también -y prominentemente- del simplismo con que se ha concebido la modernización política del país. Tratándose de un cambio de brutal envergadura, un proceso de esta naturaleza tiene que ser construido paso a paso. La aprobación de una legislación electoral moderna era un paso necesario en ese proceso, pero dista mucho de haber sido suficiente. Lo menos que se puede decir del momento actual es que nuestras instituciones políticas no son suficientes, o no están debidamente consolidadas, como para garantizar una transición política exitosa.

Lo mismo se puede decir de la política económica, aunque con la enorme diferencia de que el TLC constituye una institución sólida que ha dado sentido de dirección y garantías de permanencia al desarrollo de la industria mexicana. De hecho, hoy en día contamos con una planta productiva que, en los grandes números, es mucho más competitiva de lo que jamás hubiéramos podido soñar. Las exportaciones mexicanas se ha multiplicado de una manera impresionante y han comenzado a generar empleos y oportunidades potenciales para proveedores nacionales. De seguir esta tendencia, el conjunto de la economía nacional vería beneficios tangibles en el curso de los próximos años. Sin embargo, mano a mano con la parte exitosa y creciente de la economía nacional, subsiste parte de la vieja planta productiva del país que ha sido totalmente incapaz de modernizarse. Un sinnúmero de empresas mexicanas continúa entrampada en esquemas productivos que ya no son viables en el mundo moderno, no por la apertura comercial a la que muchos culpan, sino por la obsolescencia de la tecnología que utilizan, por la creciente sofisticación del consumidor nacional y por problemas específicos que van desde su excesivo endeudamiento hasta la carencia de liderazgo empresarial. En este sentido, la «nueva» economía mexicana convive con una planta industrial obsoleta que, en su estado actual, no tiene mayores opciones para salir de su propio letargo. El problema es que de esa planta industrial de antaño depende el bienestar de un enorme número de familias. Lo urgente es hacer posible la expansión de la «nueva» economía y fomentar el desarrollo de nuevos empresarios, pues la vieja economía ya no tiene capacidad de realizar su cometido y cada vez constituye un mayor lastre.

El proceso electoral en que nos estamos adentrando hace propicia la discusión de grandes cambios en política económica. La interrogante es cómo distinguir lo que es sujeto de cambio de aquello en lo que cualquier movimiento puede conducirnos directamente a una crisis. En términos generales, lo que es permanente tiene que ver con la realidad internacional en que vivimos. Ningún modelo económico es viable en la actualidad si no acepta el contexto en que el país se desenvuelve y sus consecuencias de política pública, como son la realidad de la globalización en la producción y la apertura comercial y de flujos financieros en los mercados internacionales; las nuevas -y vitales- responsabilidades del gobierno en la era de la globalización; el fracaso de los métodos de planeación central que impiden el desarrollo de la creatividad individual y el florecimiento de la economía de la información; lo pernicioso de entornos macroeconómicos inestables y, en particular, de inflaciones elevadas que constituyen un impuesto regresivo; y la necesidad de un marco institucional que promueva la competencia tanto de los actores públicos como los privados para generar un mayor crecimiento y bienestar social. Es decir, el marco fundamental dentro del cual el gobierno decide sus preferencias particulares debe ser considerado como inalterable.

Todas las decisiones restantes pueden ser objeto de debate y de modificación por parte de un nuevo gobierno como parte de su estrategia desarrollo. De esta manera, decisiones sobre la manera en que se va a promover el desarrollo industrial o a enfrentar el problema de la pobreza, a enfocar la política tecnológica o la del tipo de cambio, a promover la descentralización de las decisiones sobre el desarrollo o a transformar la política fiscal, son el tipo de ámbitos en los cuales cada gobierno puede y debe imprimir su filosofía y sus valores. Como todos, yo tengo una preferencia sobre la naturaleza de las políticas específicas que emanaría de estos temas; sin embargo, eso no es lo importante. Marcar una diferencia entre el equilibrio macroeconómico que genera estabilidad (lo que debe ser premanente) y la conducción de las políticas individuales (lo que puede ser cambiado) es fundamental no sólo para evitar otra crisis, sino para construir sobre lo existente en lugar de volver a empezar una vez más.

Más allá de los enunciados generales de política económica, hay un conjunto de mecanismos que podrían permitir una transición pacífica y libre de alteraciones significativas que podría ser adoptado por el gobierno saliente. Entre estos mecanismos se encuentra la apertura informativa sobre el proceso de toma de decisiones en materia económica, sobre todo las que emanan del Gabinete Económico y la Comisión Gasto-Financiamiento. El primer paso hacia la institucionalización de la política económica tendría que residir en la presentación periódica de informes completos sobre la toma de decisiones dentro del gobierno. A final de cuentas, no se le puede pedir capacidad de decisión o continuidad en la toma de decisiones a partidos y candidatos que nunca han tenido acceso a la información, a los dilemas que enfrentan los tomadores de decisiones o a la lógica que la caracteriza.

En adición a lo anterior, sería deseable que el Congreso aprobara un presupuesto por dos años al iniciarse el último año de un sexenio, a fin de garantizar la continuidad en al menos el primer año del siguiente gobierno. Esto evitaría el absurdo de que la nueva administración en diciembre del año 2000 tenga que presentar un nuevo presupuesto inmediatamente después de tomar posesión. De igual forma, representantes del candidato ganador deberían ser invitados a las reuniones del Gabinete Económico para iniciar una transición real y efectiva desde el momento mismo en que se conozca el resultado de las elecciones. Un paso todavía más aventurado, pero quizá idóneo para la realidad legislativa actual, sería el de aprobar un sistema de legislación como el que se conoce en Francia como ley guillotina, que le otorga al poder legislativo un plazo perentorio para rechazar o modificar una iniciativa del poder ejecutivo o, en su defecto, verla aprobada por default.

La continuidad -y la confianza de la población y de los empresarios- se afianzaría todavía más de comprometerse los candidatos a preservar las anclas de estabilidad económica que constituyen los acuerdos y tratados económicos y comerciales que el país ha suscrito con países específicos (como los tratados de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, el que se está negociando con Europa y los que ya se encuentran en pleno funcionamiento con Chile y otros países en el centro y sur del continente), con organizaciones multilaterales como el GATT y la actual Organización Mundial de Comercio, con la OCDE, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Al final del día, ningún mecanismo sobrepuesto, artificial, puede substituir a las instituciones democráticas diseñadas precisamente para impedir los abusos de los gobernantes. La libertad de expresión, la disponibilidad amplia de información, la elección (y castigo) de nuestros gobernantes y la competencia política son nuestras mejores garantías de continuidad política y económica. Además de enfrentar las carencias de la coyuntura, avanzaríamos mucho más si nos abocáramos a sentar las bases de una transformación democrática integral.

FIN DE ARTICULO

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