Luis Rubio
En el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica se conjugaron dos fuerzas y objetivos que para muchos parecían antagónicos: la recuperación de la capacidad de crecimiento de la economía mexicana y la despolitización de las decisiones de inversión de las empresas e inversionistas. Ahora, a los cinco años de vigencia del Tratado, está de moda revisar los alcances, logros y perspectivas del mismo. Los resultados son mucho mejores de lo que anticipaban muchos de sus promotores, y dramáticamente distintos de los que advertían sus detractores. Pero el TLC no es un fin en sí mismo ni la panacea terrenal: es, en potencia, un instrumento excepcional de transformación económica. De no complementarse el TLC con un conjunto de políticas gubernamentales orientadas a convertirlo en una fuerza de cambio, acabaremos desperdiciando su extraordinario potencial.
En la medida en que se acerca el final de otro sexenio, periodo que ha acabado por asociarse con la palabra crisis, es imposible dejar de apreciar la relevancia y trascendencia del TLC. Más allá de los aciertos y deficiencias inherentes al tratado comercial de la región norteamericana, nadie con la mínima objetividad puede negar el hecho de que ha tenido efectos sumamente positivos, como muestra el análisis detallado y serio que realizaron los autores del libro ¿Socios Naturales? Cinco Años del TLC de América del Norte, editado por Beatriz Leycegui y Rafael Fernández de Castro. La mayor relevancia del TLC radica en que ha permitido que una parte creciente de la economía mexicana funcione normalmente, en forma independiente del ciclo político. Es decir, una parte cada vez mayor de la economía mexicana opera en función de criterios de decisión económica en lugar de estar permanentemente sujeto a los vaivenes políticos que yacen, a final de cuentas, en el corazón de las crisis económicas del final de los últimos sexenios.
Una evaluación seria del TLC, debe abocarse a tres componentes fundamentales: primero, a analizar el contraste entre lo que se proponía lograr con el tratado y lo que se ha alcanzado a la fecha. Segundo, evaluar los efectos que el TLC ha tenido sobre la economía mexicana y sus implicaciones. Y, finalmente, el tema más trascendente, a discernir si sabremos hacer uso del TLC para lograr el objetivo nacional ulterior, que no puede ser otro que el del desarrollo del país y de los mexicanos. Hasta una observación superficial de la manera en que ha evolucionado la economía mexicana a partir de que se iniciaron las reformas a la economía a mediados de los ochenta y, en particular, desde que se dio el inicio formal de la operación del TLC, revela algo que es muy obvio para cualquiera que lo quiera ver: el TLC ha permitido que la economía del país encuentre canales de desarrollo que antes eran (o parecían) imposibles de explotarse pero, también, que el TLC está lejos de ser una panacea para lograr el desarrollo integral del país. Eso depende de la estrategia más amplia de desarrollo que, al menos en la actualidad, brilla por su ausencia.
El objetivo de cualquier tratado comercial entre dos o más naciones, en cualquier lugar del mundo, es triple: eliminar barreras al comercio, elevar la eficiencia de las economías involucradas y otorgar garantías de acceso a las exportaciones de los países miembros. A pesar de los conflictos que se han suscitado en sectores o productos específicos, como el de los transportes y los tomates, el balance que arroja el TLC al evaluar estos tres objetivos es abrumadoramente positivo. La medida más inmediata de este resultado se observa en el brutal crecimiento de las exportaciones de prácticamente todos los sectores y ramas de la economía, pero es particularmente significativo en los sectores que se enfrentaban a barreras no arancelarias, como el textil con el Acuerdo Multifibras, que impedía el acceso de prendas de vestir fabricadas en el país o las trabas de diversa índole que obstaculizaban la exportación de productos agrícolas, sobre todo hortalizas y frutas. El TLC ha abierto enormes oportunidades al desarrollo de sectores que antes se encontraban artificialmente limitados en su desarrollo.
Pero los impedimentos a las exportaciones que imponían nuestros socios comerciales no eran los únicos obstáculos que mantenían al país subdesarrollado. La mayor parte de los impedimentos al desarrollo del país son internos, impuestos por una burocracia que, en el mejor estilo estalinista, todo lo quiere controlar. La mejor muestra de lo anterior la ofrecieron, implícitamente, los propios empresarios cuando se iniciaron las negociaciones del TLC. En aquel momento, a principios de esta década, cada cámara y asociación empresarial del país preparó una evaluación de la situación de su sector o rama industrial, presentando, al final del estudio, una serie de conclusiones y peticiones concretas, todas ellas supuestamente encaminadas a orientar la negociación gubernamental con Estados Unidos y Canadá. Para sorpresa de nuestros dilectos burócratas, la abrumadora mayoría de las peticiones y recomendaciones -demandas sería una mejor palabra- que presentaron los empresarios no se referían a obstáculos y dificultades impuestas por los norteamericanos o canadienses, sino por la propia burocracia mexicana. Lo único que pedían los empresarios mexicanos es que les igualaran la cancha para poder competir o, como alguna vez le pidió una mujer argentina a su presidente: “Mire señor, con que no me fastidie es suficiente”.
Pero el TLC no tenía fines exclusivamente económicos. Además de abrirle oportunidades de desarrollo a las empresas mexicanas, el TLC perseguía, mucho antes de iniciado el actual sexenio, objetivos político estratégicos vitales, como el de garantizar la continuidad de la política económica a fin de que las decisiones de inversión y ahorro de los mexicanos dejaran de estar inexorable y trágicamente vinculadas al ciclo sexenal. Puesto en otros términos, un propósito central del TLC residía en crear algunas instituciones no sujetas a la discrecionalidad y, sobre todo, arbitrariedad, de la burocracia mexicana. Partiendo de un reconocimiento implícito de que las crisis sexenales tenían un origen político y no económico, independientemente de que sus síntomas y, en particular, sus manifestaciones fuesen de orden económico y financiero, el TLC perseguía, y sin duda ha comenzado a lograr, que los empresarios nacionales y extranjeros tuvieran la suficiente certeza de continuidad económica como para realizar inversiones multimillonarias con un tiempo de maduración superior a la duración de un periodo gubernamental. Nada garantiza que desaparezcan las fatídicas crisis sexenales, pero el TLC es la estructura institucional más sólida con que contamos para avanzar en esa dirección.
Cinco años de vigencia del Tratado han tenido un brutal efecto sobre la economía mexicana. El impacto principal del TLC ha sido el de forzar a que las empresas mexicanas se dediquen a elevar la productividad, a aprovechar las ventajas comparativas con que cuenta el país y a desarrollar ventajas competitivas propias, a negociar asociaciones estratégicas con empresas extranjeras clave para su actividad y a asumir riesgos empresariales dentro de un entorno institucional y legal previamente inexistente. El resultado general es obvio para todos: las empresas que han adoptado la lógica inherente a la globalización de la economía que anima al TLC se han transformado, en tanto que el resto de las empresas mexicanas languidece, esperando alguna solución milagrosa que evidentemente nunca aparecerá. El ajuste inherente a este proceso ha sido brutal, como lo muestra el imponente crecimiento económico que experimentan regiones que nunca habían sido significativamente manufactureras, en tanto que aquellas que tradicionalmente lo habían sido, han experimentado una inevitable contracción. Lo paradójico de lo anterior es que, contra lo que piensan muchos críticos de la apertura, los mexicanos comunes y corrientes, que de tontos no tienen nada, hacen hasta lo indecible por obtener un empleo en las empresas vinculadas al TLC porque ven lo obvio: esos empleos son más atractivos y permanentes que las alternativas. El TLC resulta ser mucho más popular de lo que los críticos suponen.
Lo más revelador de estos años es que todo aquello que se ha abierto y liberalizado de la economía mexicana ha prosperado, en tanto que todo aquello que sigue bajo el yugo burocrático, como los servicios, particularmente la banca, se ha rezagado, al igual que las políticas públicas en general, que prácticamente han abandonado todo objetivo de reforma. Aunque el sector automotriz ha prosperado como pocos, las excesivas protecciones de que goza no sólo contradicen el espíritu del Tratado en general, sino que se han convertido en una fuente de disputas políticas, como ilustra el caso de los llamados autos chocolate. Con todo, el desempeño del TLC demuestra fehacientemente que mientras que la población en México se ha adaptado cada vez más a la lógica del TLC, el gobierno sigue paralizado, convirtiéndose en el mayor fardo al desarrollo del país.
El TLC es un instrumento central para el desarrollo del país. Ha permitido comenzar a despolitizar al menos una parte de las decisiones empresariales, contribuyendo al desarrollo de empresas e industrias de clase y competitividad internacionales. Aunque está todavía lejos de beneficiar a todos los mexicanos, su éxito es tan abrumador que sus limitaciones acaban siendo intrascendentes en términos relativos. Pero el TLC no es, ni puede ser, un objetivo en sí mismo. El país requiere de una estrategia del desarrollo que tome al TLC como uno de sus pilares fundamentales, pero que vaya más allá: a la educación, a la infraestructura, a la competitividad integral de la economía y de la población. En suma, a la productividad. En ausencia de una estrategia de esa naturaleza acabaremos siendo un país perpetuamente dependiente de bajos salarios. Triste corolario para una institución tan visionaria y exitosa como ha probado ser, a sólo cinco años de su lanzamiento, el TLC.