Universidad para qué

La recuperación de las instalaciones de la UNAM no ha resuelto el conflicto de fondo de la universidad. Mucho más importante, el hecho de que se reinicien los cursos en esa institución no implica que el país haya avanzado ni un ápice en el que quizá sea el tema más trascendente del futuro de México: la educación. El debate (que más bien parece disputa) en torno al conflicto universitario se ha concentrado en la imposición de apelativos (educación popular o educación neoliberal) en lugar de centrarse en la discusión seria de cómo resolver el problema esencial del país, que es el de la desigualdad y la pobreza, tema que se esconde detrás de una buena parte de los puntos de fricción y conflicto en la política mexicana. Cualquiera que hubiera podido ser la solución a esos problemas en el pasado, en el momento actual, en la era de la economía de la información, no puede ser otra que la educación.

 

Por muchas décadas, la respuesta convencional a todos los problemas del país consistió en emplear el gasto público. Unos querían gastar en infraestructura (física y humana) como medio para promover el crecimiento de la economía, en tanto que otros preferían transferir fondos directamente gasto social a individuos o grupos en la forma de subsidios, transferencias y gasto en vivienda, bienes de consumo y demás. Los primeros veían al crecimiento económico como el mecanismo natural de igualación social, pues concebían al crecimiento como un medio para crear empleos y éstos como el vehículo para la generación de un patrón estable de desarrollo personal y familiar. Los otros observaban los niveles absolutos de pobreza y preferían emplear el gasto como un mecanismo para atenuar sus peores manifestaciones. La historia ha mostrado que el crecimiento económico es una condición necesaria para hacer posible la disminución de la pobreza pero, como se ha evidenciado en los últimos años, no es suficiente para incorporar a toda la población en sus beneficios. Por otra parte, la historia también ha mostrado que el gasto social, como mecanismo principal de atención a los problemas de la pobreza, puede atenuarla en alguna medida, cuando efectivamente éste le llega a los pobres, aunque no puede resolverla. Es decir, por donde uno le busque, no cabe la menor duda de que sin un crecimiento económico sostenido el fin de la pobreza es imposible.

 

Pero aun si esas respuestas hubiesen sido útiles en el pasado, los cambios económicos de la última década en el mundo las hacen irrelevantes. La naturaleza del crecimiento econonómico de los últimos años es totalmente distinta a la del pasado. Las empresas y sectores que crecen y se desarrollan se han incorporado cada vez más a la economía de la información. La producción depende de una estrecha cercanía con los mercados, las órdenes de producción se realizan cada vez más por medio de Internet y las ventas se han venido desvinculado de la producción. Puesto en otros términos, es cada vez más difícil diferenciar entre la economía industrial de la economía de los servicios: una y otra son cada vez más parte de un todo. Pero las implicaciones de esto son enormes para el futuro del país.

 

Pocas dudas caben que el crecimiento económico del futuro va a provenir cada vez de manera más patente de empresas vinculadas con el resto del mundo, de las exportaciones, de los servicios y, en general, de procesos complejos de producción que van a requerir habilidades distintas que las que se demandaban en el pasado. Hasta hace no mucho tiempo, casi cualquier persona, aun con un mínimo de preparación académica, podía incorporarse en la fuerza de trabajo. La industria mexicana era, en su mayoría, relativamente primitiva y requería trabajadores con una preparación modesta: no había instrucciones complejas y, en cualquier caso, en términos políticos, era preferible una mano de obra sin mayores aspiraciones. La educación pública, sindicalizada y gratuita empataba perfectamente con el modelo económico que existía entonces.

 

La nueva realidad ya no guarda relación alguna con el pasado. Las empresas modernas exigen personal con habilidades cada vez más sofisticadas y, sobre todo, con gran capacidad de aprendizaje. La fuerza de trabajo ya no se define por su falta de habilidades o por su docilidad en términos sindicales sino, por el contrario, por su capacidad para romper con los marcos establecidos, por su habilidad para encontrar maneras distintas de hacer las cosas y por su iniciativa para identificar medios que permitan incrementar la productividad. Buena parte de los salarios del sector moderno de la economía mexicana está estrechamente vinculado con los niveles de productividad, factor que explica no sólo el espectacular crecimiento de la productividad en los últimos años, sino también su premio implícito: los salarios en ese sector de la economía son, con frecuencia, varias veces el promedio nacional. Pero un mejor indicador del reto actual se encuentra en el hecho de que hay regiones enteras del país que comienzan a enfrentar el problema contrario: en esas regiones el reto ya no es de creación de empleo, sino de escasez de mano de obra calificada.

 

La educación se ha convertido en el factor medular del crecimiento económico. Quien tiene educación tiene opciones y quien no la tiene está lucido. Así de simple es el dilema que hoy enfrentamos. Pero no cualquier educación sirve. La discusión que caracterizaba al país (y al mundo) en los setenta se concentraba en una dicotomía muy simple (y absurda): educar para crear seres humanos o educación para crear trabajadores disciplinados. Como si un trabajador no fuese un ser humano. Afortunadamente, ese maniqueísmo comenzó a desaparecer años atrás; hoy en día casi nadie sostiene que la dicotomía se encuentre de manera tajante entre dos tipos de formación. Más bien, el dilema que enfrentamos radica en proseguir con un sistema educativo (y, de hecho, un pradigma) que tiende a preservar la ignorancia y la falta de oportunidades (y, por lo tanto, la pobreza y la desigualdad) o reconcebir la educación como el principal mecanismo para romper con las amarras que mantiene intacta la desigualdad y la pobreza y que entrañan un círculo vicioso difícil de superar: el que es pobre seguirá siéndolo porque su capital humano, compuesto esencialmente por su educación y salud, seguirá siendo de ínfima calidad en lo primero y muy vulnerable en lo segundo. En lugar de romper con ese paradigma, la política educativa en el país sigue estancada y ensimismada: la descentralización (parcial) de la educación, los conflictos intra-sindicales, la pésima calidad del profesorado y, por supuesto, los desastrosos resultados en términos de la formación y educación de los egresados. Todos los planes y reformas de las últimas décadas no han podido cambiar el paradigma que preserva el atraso. Y la evidencia es patente en las abismales diferencias que exhibe la economía vieja respecto a la moderna, la desigualdad social y económica y así sucesivamente.

 

Hoy en día casi nadie disputa la noción de que la educación ha pasado a ser el factor neurálgico del cambio económico y social. Ricardo Lagos, el presidente electo de Chile, un socialista convencido, no se cansa de afirmar que la educación es el factor de igualación de la sociedad; que la educación debe ser pagada por los usuarios, pero que ninguno debe quedarse fuera por falta de dinero; y, sobre todo, que la función del gobierno es subsidiar la educación de los más pobres para asegurarse que tengan exactamente la misma oportunidad de desarrollarse que cualquier otro individuo. Alrededor del mundo hay un creciente acuerdo, en gobiernos socialistas y en gobiernos de derecha, en países desarrollados y en países subdesarrollados, sobre el hecho de que la educación, una educación acorde a la realidad actual, es la clave para saltar etapas y darle la oportunidad a la población de salir de la pobreza.

 

En todos lados hay acuerdo, excepto, según parece, en la UNAM. Ahí el debate sigue una vertiente ideológica que contrapone una supuesta visión “popular” con otra supuestamente “neoliberal.” Esa línea de disputa hace imposible el debate porque entraña una postura maniquea en la que una cosa es buena y la otra es, por definición mala. Pero el resultado de treinta años de universidad popular ha sido desastroso para un enorme número de egresados que no encuentra un empleo ya no digamos compatible con sus expectativas, sino simplemente un empleo.  Ojalá que el debate que necesariamente se dará en la UNAM gire en torno al papel que la educación desempeña en el abatimiento de la desigualdad y en el combate de la pobreza y la marginación, en lugar de retornar al callejón sin salida de los últimos años. Lo que es seguro es que el conflicto que llevó a la huelga no se puede resolver en los términos en que fue planteado.  Solo un proceso que incluya a toda la comunidad universitaria en torno a un proyecto educativo orientado a resolver la problemática de la desigualdad social podrá reconciliar a una comunidad dividida que, en el presente, no tiene objetivos comunes.

 

La educación necesaria es una que capacite a las personas con los elementos fundamentales –capacidades básicas- para su desarrollo y les enseñe a aprender, lo que les permitirá acceder al mercado de trabajo moderno, con perspectivas de desarrollo. Una educación así sin duda fortalecerá la vertiente de una fuerza de trabajo competitiva y productiva que, a diferencia de la educación disciplinaria del pasado -con frecuencia impartida por maestros dominados por la ignorancia y los prejuicios-, también se convertirá en un instrumento liberador, capaz de generar oportunidades de desarrollo y realización personal. En esto no hay diferencia entre una educación “popular” y una “neoliberal.” La verdadera diferencia estriba en la ignorancia y los prejuicios dogmáticos, por una parte, y el potencial de desarrollo individual y social, por la otra. Es ahí donde la UNAM podría enfocar sus baterías, para beneficio no sólo de una institución que dice aspirar a la excelencia, sino del desarrollo del país en su conjunto.

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