Luis Rubio
México está lejos de ser una democracia en forma, pero las elecciones, y lo que éstas entrañan, se ha vuelto un factor decisivo de la política cotidiana. De hecho, los políticos creen que siempre pueden manipular al mexicano cuando, en realidad, lo que demuestran los últimos meses es que el éxito de algunos candidatos y el fracaso de otros reside casi totalmente en su capacidad para comprender lo que los electores quieren y no al revés.
Sin duda el gran avance político de los últimos años se refiere al hecho de que las elecciones se han vuelto el mecanismo aceptado para elegir a nuestros gobernantes. Las pocas disputas postelectorales en este periodo han sido resueltas en las instancias judiciales y ya no en las políticas. Cualquiera que recuerde las interminables disputas entre los partidos que caracterizaron la segunda mitad de la década de los ochenta y los primeros años de los noventa tendría que reconocer el enorme paso que ya se ha dado en materia electoral. Pero la verdadera prueba de fuego en esta materia vendrá el día en que el PRI pierda una elección presidencial, pues sólo entonces podremos estar seguros que el nuevo estadio político-electoral no se convirtió en un mero mecanismo de freno a las protestas electorales de los partidos de oposición, sino una verdadera transformación institucional en la que caben todos los partidos y fuerzas políticas.
Todo indica, sin embargo, que para la alternancia de partidos en el poder tendremos que esperar al menos otros seis años. La trama de la historia de la contienda electoral actual ciertamente no ha concluído, pero muchos de sus componentes han ido embonando de tal forma que, salvo que se presente algún suceso sorpresivo e impredecible, la conclusión parece inevitable. Independientemente de cuál acabe siendo el resultado, la moraleja es bastante clara ya desde este momento.
Cada uno de los candidatos a la presidencia tienen una variedad de atributos personales y partidistas que los distinguen de los otros. Cada uno de ellos trae una oferta particular que pretende ganar el favor del elector a través de su voto. Pero unos han sido mucho más competentes en este proceso que otros. Las encuestas no mienten: éstas sugieren, de una manera cada vez más contundente, que Francisco Labastida ha logrado satisfacer las expectativas de una mayor proporción de los electores que sus contendientes. No hay la menor duda de que Labastida goza de las inercias naturales de un partido que lleva más de setenta años en el poder y de todas las estructuras y maquinarias que esa historia trae consigo. Pero ese argumento es insuficiente para explicar su ascenso, toda vez que la longevidad en estos asuntos puede trabajar en sentido contrario, como muestra la historia del Partico Comunista en la Unión Soviética y, sobre todo, en la de los países que esa nación secuestró por tantas décadas. Una vez que se abrió la puerta en aquellas sociedades, todos los vicios de la arbitrariedad, el desgobierno y el abuso de décadas salieron a relucir, lo que llevó a los electores a reprobar a los antiguos partidos gobernantes por medio de su voto.
La realidad es que Francisco Labastida y su equipo de estrategas ha sido mucho más cuidadoso (y exitoso) en tratar de comprender las preferencias, temores, deseos y expectativas de la ciudadanía y ha ido dando forma a su campaña, desde la primaria interna del PRI hasta el proceso que ahora comienza, de una manera mucho más efectiva. En este sentido, en lugar de intentar manipular a los electores, el éxito de la campaña de Labastida ha residido más en su capacidad para responder a los electores, lo que ya en sí constituye un cambio dramático respecto a la propensión tradicional de los políticos mexicanos a tratar de imponer sus preferencias sobre la ciudadanía, a cualquier costo.
Todo esto se torna todavía más evidente cuando uno analiza el fracaso de la campaña de Roberto Madrazo a la luz de la campaña de Vicente Fox. Madrazo enfocó su campaña para la candidatura presidencial del PRI jugando el papel de la víctima, criticando la naturaleza oficial de la precandidatura de Labastida y atacando diversas facetas del gobierno de Ernesto Zedillo. Su fracaso fue enorme: resultó que los votantes, un enorme número de votantes por cierto, no querían a un crítico de todo sino a una figura capaz de actuar convincentemente de manera presidencial. Esto es algo que Labastida claramente comprendió de manera cabal, sobre todo a partir del llamado debate entre los precandidatos. La segunda parte de la campaña de Labastida dentro del PRI se desenvolvió a partir de una estrategia fundamentada en las preferencias de los votantes en lugar de las suyas, como había hecho Madrazo. Vicente Fox no aprendió la lección de Madrazo: en lugar de comportarse como un futuro presidente y de responder a las expectativas de los votantes, persiste en adoptar el papel de víctima y en comportarse como un crítico en lugar de un potencial estadista. Labastida no tiene más que proseguir el camino que ya probó ser exitoso.
El mexicano, dicen las encuestas, quiere cambios profundos, pero no está dispuesto a correr el menor riesgo en el camino ni a pagar el costo del mismo. Décadas de desgobierno y de crisis lo han convertido en un elector extraordinariamente conservador: más vale malo conocido que bueno por conocer. Ese camino seguramente no llevará al cambio que desea ni a la democracia como forma de gobierno, pero es lo que los mexicanos prefieren y que el candidato del PRI ha comprendido mejor que sus contendientes. De esta forma, el partido de la corrupción, el partido de las crisis y el partido del subdesarrollo se está perfilando, una vez más, a ganar las elecciones, ésta vez con plena legitimidad democrática.
No se trata de una paradoja, sino de una mayor habilidad política. Labastida no va adelante por su partido, sino por su estrategia, estrategia que pudo ser diseñada por cualquiera de los candidatos. Además, el éxito a la fecha del candidato del PRI se ha acrecentado todavía más por la ausencia de competencia. Sus cinco competidores no sólo no han logrado hacer suficiente mella en el electorado, sino que sus limitaciones (particularmente estratégicas) lo han hecho crecer tadavía más. Esto quizá lleve a un fuerte choque de expectativas una vez que se inaugurara el nuevo gobierno, pero ese es otro asunto. En el proceso electoral, el que mejor ha comprendido a los electores, y no el que mejor los manipula, lleva la delantera.
A pesar de lo anterior, persisten las opiniones y críticas en sentido contrario. Quizá la que con mayor tenacidad se esgrime es la de la fusión de los dos partidos grandes de la oposición. Evidentemente, si todos los electores del PAN y todos los del PRD se unieran y votaran por un candidato común, sus probabilidades de ganar la contienda serían muy altas. Sin embargo, esa posición parte de la premisa de que los electores son tontos y, por lo tanto, manipulables. Si los electores estuvieran dispuestos a votar de una manera mecánica por un candidato común, ¿cuál es la razón de su pertenencia a partidos distintos? Los ciudadanos tienen preferencias políticas e ideológicas, miedos, expectativas, deseos y anhelos que les llevan a asociarse de maneras distintas. Las encuestas sugieren que un porcentaje importante de los miembros del PAN no votarían por un candidato del PRD y viceversa, que un número importante de perredistas no votarían por un candidato del PAN. Lo que podría llevar a que panistas y perredistas, además del gran número de mexicanos que no expresan preferencia partidista, a votar por un candidato distinto al del PRI sería la presencia de un candidato, de cualquier partido, capaz de responder exitosamente a esos anhelos y preferencias, deseos y miedos. Mientras el único candidato capaz de comprender al votante sea Labastida, su probabilidad de ganar, y con un buen márgen, seguirá siendo astronómica.
El viejo dicho de que los pueblos tienen el gobierno que se merecen podría ser aplicado igualmente a la oposición. Las luchas intestinas entre los partidos de oposición, la fragmentación del voto opositor y la total incapacidad para comprender al mexicano impresionan sobre todo en esta etapa en que las condiciones de competencia han mejorado tan sensiblemente. Difícilmente podría ser más irónico el hecho de que la realidad política ha cambiado significativamente, pero sólo el PRI ha sabido adaptarse a reglas del juego e insituciones que, en buena medida, propuso la oposición. Hemos llegado a tal extremo que el candidato del PRI hasta se da el lujo de presentarse como el candidato contra la corrupción. De seguir las cosas como van, la debacle postelectoral de la oposición no podrá ser mayor.
Pero no todo es miel sobre hojuelas para el candidato del PRI. Los avances en materia electoral de los últimos años son muy importantes: la autonomía del IFE, el Tribunal Electoral y la primaria del PRI representan avances institucionales de enorme magnitud. Estos han alterado las opciones de comportamiento para los partidos políticos tanto en el proceso electoral como después de la elección, dándole una enorme ventaja de legitimidad al ganador, y mucha más si resulta que el vencedor es el del PRI. Lo que no ha cambiado son los incentivos de los mexicanos a desconfiar del gobierno, a mantenerse al margen del proceso político, a temer de la rabia del gobernante y a seguir viviendo en un mundo carente de mecanismos para protegerse del abuso gubernamental. El PRI ganará una vez más, ahora con legitimidad, pero el país seguirá sin dirección y con una población caracterizada por la desconfianza y el temor. ¿Habrá quien pueda ofrecerle algo de esperanza?