Que alguien mas pague

Luis Rubio

Los gobernadores priístas se pronuncian por que se incrementen las transferencias de dineros federales, a la vez que se oponen a que se incrementen los impuestos al consumo. Sólo le faltó a ese grupo de gobernadores demandar que el gobierno federal absorba sus deudas, eleve la inversión en infraestructura y los compense por décadas de desgobierno de presidentes emanados de su propio partido. De hecho, no hay mexicano alguno que no quisiera exactamente lo que demandan esos gobernadores: más ingresos, menos impuestos y que alguien más sufrague el gasto gubernamental. Este tipo de irresponsabilidad es inevitable en la situación actual porque, a final de cuentas, los gobernadores y la población en general- no tiene ni el menor incentivo para ser responsable y actuar como los estadistas que el desarrollo del país requeriría. Es por ello imperativo alterar esos incentivos o seguiremos siendo un país más digno del tercer mundo que del primero al que las recientes elecciones nos dieron la oportunidad de aspirar.

En un país normal, si un gobierno estatal pretende realizar gastos superiores a sus ingresos desarrolla un programa de gasto e inversión y lo somete a la venia de la población para que ésta acceda a pagar mayores impuestos y, a través de estos, se financien los programas gubernamentales. Ese proceso de concepción de planes y programas de desarrollo, presentación de los mismos ante la ciudadanía, convencimiento de la población y vinculación de los programas de gasto con los de recaudación es la esencia de la democracia. Es ahí donde se encuentran los gobernantes con los ciudadanos y donde los segundos tienen la oporunidad de exigir la rendición de cuentas a los primeros. Quizá una medida más certera y realista de la profundidad de nuestra democracia que la electoral es la fiscal. Al día de hoy, esa calificación parece poco promisoria.

En el mundo al revés en que vivimos, la lógica fiscal y democrática no operan. Los gobiernos tanto a nivel estatal como federal- gastan tanto como pueden, incurren en déficits tan grandes como les permiten los mercados financieros (o el gobierno federal en el caso de los estados que todavía no tienen acceso directo a esos mercados) y pretenden engañar a todo mundo de manera permanente. De vez en cuando se exceden en su generosidd fiscal y el país entero experimenta crisis monumentales que llevan a un brutal retroceso económico que no sólo borra todo lo alcanzado en los años de gasto elevado, sino que crea enormes cosotos sociales y políticos. Nuestro mundo al revés parece diseñado para crear situaciones de crisis porque todo parece contruido de tal manera que los programas de gasto estén desvinculados de los impuestos, lo que lleva a que nadie quiera pagar impuestos y que todo mundo vea al gobierno como la encarnación terrenal de Santa Clos.

La política nacional se descentraliza en forma acelerada, pero no así el tema fiscal. Los gobernadores gozan de una creciente libertad para decidir por su cuenta y para emprender iniciativas propias, situaciones que eran inconcebibles hace sólo unos cuantos años. Pero a lo largo de la última década, el gobierno federal transfirió una infinidad de responsabilidades hacia los estados, abriendo con ello oportunidades de desarrollo político nunca antes vistas. Lo que no ha cambiado mayor cosa es la propensión de esos mismos gobernadores a demandar que sea el gobierno federal el que los saque del hoyo cada vez que se presenta la oportunidad.

En honor a la verdad, los gobernadores no hacen más que seguir los incentivos que tienen frente a ellos de una manera por demás racional. El gobierno federal siempre parece dispuesto a satisfacer las demandas de los gobernadores, razón por la cual su reacción natural y permanente es la de demandar transferencias federales cada vez más grandes. Además, se dan el lujo de indicarle al gobierno federal que no les parece la manera en que éste recauda los impuestos o la forma en que los podría recaudar en el futuro. Porque no ser irresponsable si todo en nuestro sistema conduce a la irresponsabilidad. Más aún ahora que los mecanismos de control que los presidentes priístas ejercían sobre los gobernadores están a punto de desaparecer. La realidad es que los gobernadroes demandantes están poniendo a prueba a Vicente Fox; ante ello, la naturaleza de su respuesta va a ser clave para lo que siga.

Por varios años, el país se ha movido hacia una creciente descentralización en materia de gasto; sin embargo, ésta no ha venido acompañada de una mayor recaudación de impuestos a nivel estatal o local. En lugar de favorecer un federalismo fiscal, la tendencia reciente ha sido la de incrementar las transferencias de fondos federales a los estados y municipios. Esto, aunado a la frecuente condonación de deuda que la federación realiza a favor de gobiernos subnacionales, no hace sino alimentar una creciente irresponsabilidad fiscal. Esta situación es insostenible, pero nadie parece dispuesto a percatarse de ello o a reconocerlo. Tanto por razones de desarrollo político (que exige transparencia en el ejercicio del gasto como compromiso por parte de la ciudadanía a través del pago de impuestos), como por razones estrictamente económicas, es imperativo modificar los incentivos que actualmente enfrentan estados y municipios a fin de que estos desarrollen fuentes de recaudación y financiamiento a nivel local, sobre todo a partir del impuesto predial y del cobro del agua, los dos impuestos que, en la actualidad, son estrictamente de su competencia.

Si uno observa la recaudación en su conjunto, la primera impresión que uno recoge no es errada: la abrumadora tajada de los impuestos y de lo recaudado es de carácter federal: los estados apenas recaudan un 2% del total, comparado con 43% para Canadá, 42% para Argentina, 37% para Brasil y 31% para Estados Unidos. Visto desde esta perspectiva, aunque sin duda parte del problema recaudatorio que enfrenta el país se origina en la complejidad inherente al cumplimiento de las obligaciones fiscales y en la evasión simple y llana, una buena parte también tiene que ver con el hecho de que existe una extrema centralización política que se refleja en la política de recaudación fiscal. Esto produce incentivos perversos: como el gobierno federal es quien recauda, los estados y municipios no tienen más incentivo que el de demandar más recursos. En lugar de desarrollar una política saludable de recaudación de impuestos a nivel local, las autoridades estatales y municipales han hecho gala de su creciente habilidad para realizar transacciones políticas con la federación. Por ello, mientras que las transferencias a los estados se duplicaron a lo largo de la última década como proporción de los ingresos federales, en este mismo periodo se ha desmoronado la recaudación del impuesto predial y ha disminuido el pago de las cuotas de agua. Todo esto ha hecho más dependientes a los estados y municipios de la federación, alejando con ello, además, el desarrollo político que la recaudación fiscal puede entrañar. La recaudación a nivel estatal y municipal tiene la virtud de obligar a que causantes y gobierno se acerquen y, por lo tanto, contribuye a elevar la legitimidad del gobierno. No es casualidad que los gobernadores se den el lujo de quejarse del gobierno federal, demandar más gasto y criticar sus fuentes de ingreso. Para qué ser responsables si todo les invita a ser irresponsables.

Dos cifras revelan la seriedad del problema: por una parte, casi la mitad del total del agua que se entrega a los municipios para su distribución no se paga. Y eso sin considerar que el precio al cual se cobra el agua sea sensiblemente inferior al costo de proveerla. Po otro lado, los números en torno al impuesto predial no son más alentadores: mientras que hay países, como Canadá, que derivan ingresos equivalentes al 3.8% del PIB por este concepto, México apenas logra el 0.3%. Lo que nos dicen las cifras es que las autoridades locales y estatales no tienen incentivo alguno para recaudar impuestos directamente de sus ciudadanos, puesto que es más simple demandárselos al gobierno federal. Esta situación evidencia una problemática no sólo económica, sino también política que, al igual que una reforma fiscal integral, tendría que ser resuelta en ese plano, el de la política.

Los gobernadores tienen toda la razón en demandar más recursos de la federación. Pero no por ello la federación tiene que elevar sus transferencias hacia los estados. Más bien, la solución al rompecabezas fiscal del país tendrá que venir de un cambio radical en los inventivos existentes. En lugar de realizar transferencias gratuitas, el gobierno federal tiene que establecer mecánicas que incentiven la recaudación de fondos a nivel local. Es decir, el gobierno federal debe desarrollar fórmulas que vinculen el crecimiento de la recaudación fiscal a nivel local con las transferencias federales: mientras mayor sea el crecimiento de la primera, mayor serán las segundas, y viceversa. También sería deseable ampliar el abanico de impuestos que los gobiernos estatales pudieran cobrar, vigilando exclusivamente que no se introduzcan todavía más distorsiones al sistema fiscal. En la medida en que los gobiernos estatales desarrollen cuentas fiscales limpias y sólidas, la situación fiscal del país en su conjunto mejorará.

Las consecuencias políticas de un cambio en la relación fiscal entre el gobierno federal y los gobiernos estatales no serán menos trascendentes. Hasta ahora, en el país ha privado la lógica del control, y el mundo de lo fiscal no es excepción. En la lógica priísta, era más importante crear vehículos para controlar a los gobernadores (y mantenerlos dependientes del presidente) que desarrollar una estructura fiscal sólida, equitativa y eficiente. Ahora que el PRI ya no estará en el poder, se crea la oportunidad de alterar esa lógica y favorecer la creación de nuevas relaciones tanto políticas como económicas y sociales. Para lograr elevar sus impuestos locales, los gobernadores y presidentes municipales tendrán que convencer a la ciudadanía, iniciando con ello un círculo que podría acabar siendo virtuoso para todos. En el peor de los casos, los gobernadores voltearían la vista hacia las demandas y necesidades de la población, en lugar de seguir panteando demandas excesivas e irresponsables al gobierno federal. Pero este tipo de desarrollo no va a cobrar forma por sí solo; tiene que ser alterado a nivel presidencial, el mismo lugar donde comenzaron las demás fuentes de distorsión.

 

Nuestro persistente primitivismo

Luis Rubio

El viejo chiste de los tres sobres que le deja un presidente a su sucesor es muestra fehaciente del enorme trecho que todavía nos falta por caminar en aras de alcanzar una verdadera modernidad. Según ese cuento, el presidente saliente le deja tres sobres al entrante, con la indicación de que abra un sobre cada que se encuentre ante un problema grave. Llegado el día en que los problemas parecían imposibles de resolverse, el nuevo presidente abre el primer sobre, para encontrarse con que su predecesor le dice que lo culpe a él de todos los males. Cuando viene el momento de abrir el segundo sobre, el presidente se encuentra con la sugerencia de que se culpe a la situación internacional. El tercer sobre dice, simple y llanamente, prepara otros tres sobres. Nuestro problema como país se puede resumir precisamente en el hecho de que este chiste siga teniendo un sentido de validez: en lugar de instituciones sólidas, un servicio civil de carrera eficiente y profesional y un Estado de derecho consolidado, lo que tenemos es una fuerte dependencia permanente en chivos expiatorios que ya no dan el ancho. Además, aunque es posible que hace décadas, en un mundo menos complejo y dinámico, los tres sobres hubiesen sido suficientes para darle vuelo y oxígeno a un gobierno a lo largo de todo un sexenio, los sobres se extinguen cada vez con más celeridad; en este sexenio no duraron ni un año. A juzgar por la sucesión de crisis en los últimos treinta años, es evidente que el país enfrenta serios problemas institucionales y que los sobres no hacen sino acrecentar el tamaño del problema. Es tiempo de cambiar la lógica del gobierno en su integridad.

Prácticamente no ha habido un solo gobierno entre 1970 y el presente en que los gobiernos no hayan comenzado culpando al anterior de todos los males habidos y por haber. Ciertamente, en muchos casos no faltaban buenas razones para culpar al predecesor de los males heredados. Pero el problema no reside en el predecesor o en el sucesor en cada coyuntura sexenal, sino en el hecho de que haya males heredados. El recientemente publicado libro del expresidente Carlos Salinas es un buen ejemplo del problema que enfrentamos: el libro argumenta con gran habilidad, inteligencia y fuerza analítica las circunstancias específicas que caracterizaron cada coyuntura y decisión que el autor enfrentó como presidente. Una buena parte del libro se aboca a explicar las condiciones económicas en que el país llegó al fin de su sexenio y a las que el gobierno actual culpó de causar la crisis del fin de 1994. Más allá de los incidentes específicos, lo que resulta meridianamente claro de la argumentación del expresidente es que efectivamente existían problemas serios en noviembre de 1994 pero que, de haberse manejado con más ecuanimidad en los meses anteriores al fin de ese sexenio y con una mayor astucia y visión por parte del nuevo, se hubiera evitado una crisis como la experimentada en los meses subsiguientes.

El problema de fondo era menos lo que había hecho (o dejado de hacer) el gobierno saliente o lo que hizo mal el gobierno entrante, que el hecho de que no hubiera mecanismos institucionales que permitieran despolitizar el proceso de transición. Desde la perspectiva de la ciudadanía, lo importante en toda coyuntura de transición no es qué pretendía o logró hacer el gobierno de antes o lo que se propone modificar el gobierno siguiente, pues los resultados de su gestión se verán en el largo plazo. Lo que le concierne a la ciudadanía en su vida cotidiana es que el país cuente con una situación de estabilidad económica que le permita realizar sus actividades diarias sin estar permanentemente sujeta al riesgo de una devaluación, al crecimiento desorbitado de los precios o al embate del más reciente programa gubernamental de ajuste. Esa es la realidad de un ciudadano norteamericano, británico o francés, cuya vida diaria transcurre sin que el mundo se caiga encima cada seis años. Desafortunadamente esa dista mucho de ser nuestra realidad.

La latitud y poder discrecional tan enormes con que cuenta un gobierno tienen consecuencias sumamente severas sobre el desempeño de la economía y, en general, de las funciones gubernamentales. Si uno se va al nivel administrativo más bajo, al municipal, en el país no contamos con la función más elemental con que cuentan los ciudadanos de países desarrollados: un administrador profesional (y permanente) que le reporta a los políticos electos por la población para gobernarlos. Ese funcionario es el responsable de la pavimentación, del alcantarillado y, en general, de la administración del municipio. Los políticos electos, por su parte, son los responsables de decidir en materia de nuevos desarrollos, si construir una nueva planta para el tratamiento de aguas o si modificar el sistema de transporte municipal. Es decir, uno se aboca a los temas cotidianos y otro a los estratégicos. Ambos son cruciales para el ciudadano, pero el hecho de que cambie el gobierno los políticos responsables de los temas estratégicos- no cancela el profesionalismo de la administración cotidiana. El ciudadano puede contar con calles adecuadamente mantenidas y alumbradas, un sistema de limpia y demás servicios municipales independientemente de la capacidad y éxito de la gestión política. Eso que no tenemos a nivel municipal ni estatal lo deberíamos tener a nivel federal.

Una administración profesional, debidamente supervisada por el poder legislativo y limitada en sus funciones por medio de una serie de mecanismos que hacen visible y transparente su función no podría haber incurrido en los excesos del gobierno de Carlos Salinas ni en las fallas y errores del gobierno de Ernesto Zedillo por la simple razón de que su labor habría estado constantemente vigilada pero, sobre todo, porque sus incentivos no habrían sido los de ganar una elección o los de evitar una devaluación, sino los de asegurar una administración estable, independientemente del momento específico del ciclo político. Desafortunadamente, el viejo sistema priísta no era conciliable con una administración profesional, toda vez que su racionalidad no era la de servir a la ciudadanía, sino la de satisfacer las demandas y ambiciones de los grupos e intereses que vivían del sistema y que lo habían hecho posible a partir del fin de la década de los veinte. En otras palabras, el problema continuo que hemos experimentado en las últimas décadas se reduce al hecho de que el sistema político imperante no daba margen para la existencia de una administración profesional, pues todo estaba diseñado para que el grupo o pandilla que llegara al poder pudiera hacer de las suyas. La crisis de 1994-1995 pero, sobre todo, el resultado electoral de julio pasado, hacen evidente que ese sistema ya no es sostenible. La pregunta es cuál puede ser la alternativa.

El hecho de que llegue al poder un gobierno originado en un partido distinto al PRI sin duda cambia la racionalidad inherente a la administración presidencial, pero no garantiza que el país experimente un cambio profundo en la manera en que se le gobierna. En realidad, los problemas pueden ser tanto mayores precisamente porque se trata de una administración que llega al gobierno sin un andamiaje político e institucional consolidado. Los priístas se transferían el gobierno de unos a otros cada vez con más problemas, como evidencian las crisis sexenales- gracias a que existía una estructura de apoyos políticos que se comprometían a sustentar al gobierno nuevo en el poder a cambio de que se mantuviera vigente el sistema de acceso a la riqueza y al poder del que por décadas se habían nutrido los contingentes priístas y todos los grupos directa o indirectamente asociados o dependientes del mismo. De esta manera, nos encontramos con que Vicente Fox llegará al gobierno con un mandato de cambio, pero a enfrentar una realidad política consolidada que no es la suya. Su opción de entrada es la de sumar a esos intereses a su proyecto, combatirlos o comprar tiempo para más adelante poder enfrentarlos con una mayor probabilidad de ganar.

De entrada, sería suicida llegar a combatir todos los males y corruptelas que son la esencia tradicional del sistema. Sin embargo, dadas las expectativas que Fox generó en su campaña, lo contrario sería igualmente suicida: es decir, Fox tampoco puede llegar a enfrentar a todos los grupos de interés, alterar todas las reglas del juego y reemplazar a todos los funcionarios públicos clave sin correr el riesgo de caer en la peor de todas las crisis de la historia del país. A diferencia de sus predecesores priístas, Fox llega sin una red de apoyos e instrumentos suficientemente desarrollados como para tomar control de todos los grupos, intereses y recovecos que existen en el sistema; por otra parte, en franco contraste con todos sus predecesores, llega al gobierno con un amplio apoyo popular y con una legitimidad inigualable. El problema es que muchos de los grupos e intereses que han depredado del sistema ven a Fox como una enorme amenaza, lo que previsiblemente los va a convertir en oposición militante. La alternativa para Fox no es la de destruir a todos los grupos de interés, pues tal cosa es imposible en cualquier sociedad; su embate tiene que dirigirse hacia la institucionalización de todos esos grupos a fin de que se dediquen a perseguir sus intereses de una manera transparente, abierta y legítima.

Las sociedades se integran por personas, grupos, asociaciones e intereses, todos los cuales buscan maximizar los beneficios a que se sienten acreedores. Todos y cada uno de ellos son constituyen intereses legítimos que la sociedad debe aceptar y reconocer como tales. Sin embargo, lo que ninguna sociedad puede tolerar es que esos intereses, cualquiera que sea su origen o sustento, pongan en entredicho el devenir normal de la sociedad por medio de amenazas de paros, violencia o acciones extra institucionales. La institucionalización se convierte en un mecanismo que permite no sólo darle cauce a sus legítimas aspiraciones y deseos, pero también límites a su actuar extra legal. En este sentido, en la medida en que el próximo gobierno proceda a legitimar por medio de la institucionalización a grupos tan diversos como sindicatos violentos y guerrilleros encapuchados, políticos que viven de la tenebra y periodistas corruptos, el país podrá avanzar hacia un entorno de civilidad, administración profesional y, por lo tanto, estabilidad y legalidad. Las opciones para Fox no son muchas ni fáciles, pero acabar con el primitivismo político que seguimos viviendo debería ser una de sus primeras prioridade

Verdades mentiras y agravios

Luis Rubio

El agravio que muchos mexicanos han sentido desde el fin de 1994 respecto a la gestión del ex presidente Carlos Salinas ha quedado plenamente justificado. Quienes habíamos optado por concederle el beneficio de la duda en cuanto a su asociación con su hermano o su vinculación directa con la corrupción, hemos sido brutalmente corregidos por una sola conversación telefónica que no deja lugar a dudas. Al margen de la legalidad de la grabación misma, el contenido de la conversación es demoledor y constituye una respuesta cabal, frontal y definitiva por parte de la administración del presidente Ernesto Zedillo. A palo dado, reza el dicho, ni Dios lo quita. Pero el riesgo hoy es caer en la pasión y olvidar las lecciones que arrojan dos administraciones que, en conjunto, hicieron posible el resultado político del pasado dos de julio.

Por más asco que produzcan las declaraciones de Raúl Salinas, es clave mantener la objetividad en la discusión pública. Lo simple es desechar todo lo ocurrido en estos años y pretender que, una vez cerrado un capítulo tan significativo de nuestra historia, el país va a ser distinto en el futuro. Lo importante es derivar las lecciones de estos años para inducir cambios que hagan imposible la repetición de la corrupción, la arbitrariedad e inestabilidad, tanto económica como política.

Los dos últimos gobiernos son particularmente notorios por sus enormes contrastes. Carlos Salinas encabezó un gobierno que intentó controlarlo todo. Su efectividad se probó el día en que encarceló a un líder sindical que representaba lo peor del viejo sistema político, de la corrupción histórica del PRI y de los poderes extra institucionales que han caracterizado a la política mexicana por décadas. Desafortunadamente, ese audaz acto de gobierno no vino seguido de una estrategia de construcción y desarrollo institucional que le permitiera al país avanzar hacia el desarrollo, apalancado en la enorme oportunidad que creó el encarcelamiento de La Quina. El estilo del gobierno fue uno de decisiones casuísticas y no institucionales. Eso explica el desfile de los gobernadores (los electos, los interinos y los substitutos), los cambios intempestivos de secretarios y, particularmente, de procuradores, así como el surgimiento de la guerrilla. Esa manera de gobernar hizo posible que se abrieran espacios para que se introdujeran algunas reformas económicas clave (sin jamás permitir ni alentar la oxigenación política que requería el sistema) pero, al mismo tiempo, sembró y abonó la semilla del cataclismo que vivimos a partir del inicio de 1994 y cuya estela apenas hoy comienza a amainar.

Ernesto Zedillo adoptó el camino casi opuesto. En lugar de pretender controlarlo todo, dejó que las cosas caminaran por sí mismas. En lugar de imponer reformas o demandar la lealtad absoluta de todos los mexicanos y de los priístas en particular, optó por dedicarse a mantener las cuentas fiscales en orden y, con ello, lograr un fin de sexenio tranquilo y estable en lo económico. Ese estilo de gobierno permitió que el país rompiera el cerco en que había vivido en materia electoral y que, al menos en algunos casos, funcionaran las instituciones, por enclenques que éstas fueran. En otros, las cosas no sólo no avanzaron, sino que retrocedieron dramáticamente, como evidencia el deterioro en la recaudación fiscal y, sobre todo, la terrible erosión que ha sufrido la seguridad pública y la ya de por sí deteriorada procuración de justicia en el país. Los intereses creados continuaron perviviendo a sus anchas, derrotando una a una prácticamente todas las iniciativas significativas de reforma que intentó la administración. Ese estilo de gobierno no es conducente a avanzar las reformas de fondo que el país requiere, pero ha permitido unas elecciones ejemplares, así como la conclusión del sexenio en paz.

Ambas administraciones han creado su propia mitología. Carlos Salinas ataca a Zedillo por la supuesta destrucción del Estado de derecho a lo largo del sexenio que está por concluir. Aunque es evidente que los niveles de eficacia en la procuración de justicia han caído por debajo de los estándares tradicionales que ya de por sí eran ínfimos, el Estado de derecho ha permanecido idéntico: simplemente no existe. Esto es tan cierto hoy como lo fue entonces. Un país cuenta con un Estado de derecho o carece de éste, pero no hay grados de legalidad. En un país que cuenta con un Estado de derecho, los ciudadanos viven en un entorno de legalidad en el que sus derechos cuentan, en el que existen garantías plenas a su seguridad e integridad física y patrimonial y en el que el gobierno encuentra limitaciones constitucionales que impiden los excesos y la arbitrariedad. La persecución legal a que ha estado sujeto Raúl Salinas no deja la menor duda de que ese Estado de derecho es inexistente, pero lo mismo exactamente podrían argumentar los encarcelados por razones de Estado en las administraciones pasadas, incluida, por supuesto la de Carlos Salinas. Lo único que el libro de Salinas ha venido a hacer patente es la imperiosa necesidad de cambios radicales, lo que explica una vez más la decisión de los electores el pasado dos de julio.

El tema bancario es otro en el cual la interacción entre estas dos administraciones fue dramáticamente costosa para los mexicanos. Salinas afirma que hubo fallas de supervisión en el sistema bancario, pero que la cartera vencida de las instituciones financieras era muy pequeña al final de su sexenio. Con ese argumento pretende exculpar a su administración de la crisis financiera y bancaria de 1995 y, por supuesto, del caudal de pasivos que se acumularon en el Fobaproa, cuyo costo es solamente equiparable a la pérdida de la mitad del territorio el siglo pasado. La realidad es que las fallas en la supervisión fueron un mero detalle frente a la monstruosidad de la privatización bancaria que estuvo marcada por objetivos de corto plazo (aparentar que se maximizó el precio de venta); por discrecionalidad y favoritismos en la selección de compradores y, en general, por la ausencia total de criterios que procuraran la salud financiera de los bancos privatizados. En esto no hay casualidades: la forma de privatizar creó las condiciones para una crisis de enormes dimensiones. Por supuesto, las causas de la crisis bancaria no explican ni justifican las locuras que se hicieron a partir de que ésta hizo explosión. El gobierno del presidente Zedillo no supo cómo responder ante la crisis y sus decisiones iniciales resultaron catastróficas. En lugar de subsidiar a los deudores, a fin de que siguieran pagando y, con ello, se preservara el sistema de pagos, la administración se dedicó a subsidiar a los bancos, creando un círculo vicioso de deudas impagables e incobrables. El resto es la historia del Fobaproa, que probablemente llegará a costar más de cien mil millones de dólares, monto que, con una mejor administración, se hubiera podido emplear para construir infraestructura, transformar la educación o, simplemente, para acabar con la inflación.

Finalmente, la crisis de fines de 1994 fue el punto en el que la interacción entre estas dos administraciones hizo explosión, el más visible y el de mayor trascendencia directa para la población, toda vez que fue la causa directa del desempleo, de la destrucción de empresas, del fin del crédito bancario y de la brutal recesión que todavía persiste en muchas regiones del país. Tanto Salinas como Zedillo han vertido una y otra vez su versión de las cosas y han tratado de justificar sus actos al amparo de sus propias verdades. Como en todos los casos en que se enfrentan versiones contrastantes, hay verdades, mentiras y olvidos deliberados, de ambas partes. Quizá por ello sea útil recordar las tres etapas de esta historia: los últimos meses de la administración de Salinas, el primer mes de la administración de Zedillo y los siguientes dos o tres meses de manejo de la crisis. Cada una de esas etapas entraña sus propias características y consecuencias. Por más que Salinas pretenda y argumente que las cosas estaban bien al final de 1994, la realidad es que la situación económica se empezó a deteriorar a partir del levantamiento de la guerrilla zapatista y se agravó con el asesinato de Colosio. A lo largo de ese año, la administración de Salinas optó, una y otra vez, por apostar el futuro del país a su enorme capacidad de gestión frente a los inversionistas extranjeros. Esa serie de apuestas probó ser catastrófica no porque la nueva administración fuese incompetente, aunque evidentemente lo fue en forma extrema, sino porque ningún gobierno tiene el derecho de jugar apostando la estabilidad económica, política y social del país.

Sea como fuere, como cuidadosamente ilustra Salinas en su libro, el entonces presidente electo, Ernesto Zedillo, estaba perfectamente consciente de la precariedad de la situación, al grado en que el propio Salinas manifestó su disposición a emprender una devaluación antes de finalizar su sexenio. Con ese antecedente, no habría excusa para que el gobierno entrante ignorara el tema desde su inicio. En retrospectiva, los mexicanos nos hubiéramos ahorrado una enorme crisis de haberse planteado, el primero de diciembre de 1994, un plan integral de ajuste económico no para responder a una crisis, sino para evitarla. El hecho de que el tema económico ni siquiera estuviera presente en el discurso público, sumado al hecho de que no existiera plan alguno para lidiar con la situación, como bien ilustró la crisis misma, erosionó la credibilidad de la administración, hasta que la presión sobre el tipo de cambio acabó siendo incontenible. La decisión de devaluar, ya a fines de diciembre, era inevitable. El punto importante es que, aun con la devaluación, la economía pudo haber seguido su curso, dentro del contexto de un programa de ajuste idóneo que, sin embargo, nunca se presentó. El primer mes del gobierno de Zedillo culminó sin que el gobierno tuviera la menor idea de cómo responder.

Los mexicanos tuvimos que esperar tres meses para que el nuevo gobierno concluyera un programa de ajuste que tuviera alguna probabilidad de funcionar. Pero para entonces ya se había destruido la credibilidad del gobierno ante los mercados financieros, se había tenido que mendigar recursos al gobierno norteamericano para que respaldara el pago de los Tesobonos y se había creado el monstruo de la crisis bancaria y el comienzo del Fobaproa.

Más que chivos expiatorios, el país necesita un cambio de raíz. Un cambio consistente en la transparencia, en la eliminación de los factores, regulaciones y mecanismos que permiten la arbitrariedad gubernamental y un empeño decidido por invertir el orden de las cosas para que sea posible inaugurar un Estado de derecho y, con ello, evitar la próxima crisis. Nada más, pero nada menos.

 

Prioridades inexorables

Luis Rubio

La agenda interna domina el panorama político. En la medida en que avanza el eterno periodo de transición que va de la elección a la toma de posesión del nuevo gobierno, resulta cada vez más evidente que el país tiene dos agendas muy distintas, pero una prioridad muy clara. Si bien el cambio político que estamos experimentando es enorme y sin duda va a tener repercusiones y ramificaciones en todos los ámbitos de la vida nacional, no cabe la menor duda de que son los temas internos los que van a dominar el debate, las iniciativas y el conflicto en el futuro mediato.

Por más que parezca insólito, el proceso de transición de una administración a la otra ha avanzado sin conflictos y sin raspaduras. Ambos equipos parecen reconocer que el objetivo común llegar al primero de diciembre sanos y salvos- es la mejor receta para el éxito mutuo. Pero más allá de los intereses e incentivos que motivan a la administración saliente, lo más notable es la celeridad con la que infinidad de miembros del PRI los que se hacen llamar distinguidos y otros que no lo son tanto- se ha cuadrado frente a Vicente Fox. Como si el cambio fuese exclusivamente de personas en el poder, la nueva alineación sugiere que, para los priístas, es perfectamente aplicable el viejo dicho inglés de el rey ha muerto, viva el rey. Acostumbrados a vivir del presupuesto, esos individuos no pueden concebir opción alguna a la cercanía al gobierno y a los empleos y oportunidades que éste genera. Sin embargo, para Fox y para el país- esta evolución de las cosas entraña el enorme peligro de que todo siga igual, de que el cambio prometido se quede en eso, en una promesa. Y, más importante, de que, por omisión, su sexenio acabe mal.

La economía y la política son los dos grandes temas que se debatieron a lo largo de la campaña presidencial, por lo que es ahí donde se han construido inmensas expectativas de transformación. En el ámbito económico, la promesa se resume a un número: al siete por ciento de crecimiento que Fox planteó como necesario para poder lograr revertir la pobreza, satisfacer la demanda de empleo, elevar el ingreso de los mexicanos y salir del hoyo de la desigualdad que tradicionalmente ha caracterizado al país. Por el lado político, la promesa de cambio se refiere al desarrollo de un sistema político representativo, a la terminación de la impunidad, al desarrollo de mecanismos de participación para la población y a la consolidación de un régimen político estable y predecible. En ambos campos, la complejidad es enorme y las expectativas todavía mayores.

La agenda económica es muy clara en cuanto al objetivo, pero difícil en lo que respecta a los medios para alcanzarla. Desde la campaña, cuando el tema de la tasa de crecimiento se tornó en un tema de debate, Fox salió airoso al proponer que el tema del crecimiento no debía limitarse a la discusión de los impedimentos existentes en este momento, sino que debía partir del punto exactamente contrario: ¿qué tenemos que hacer para que sea posible alcanzar tasas del siete por ciento de crecimiento de una manera sostenible por un periodo prolongado? El planteamiento no requiere discusión alguna; pero las respuestas evidencian la enormidad del reto.

La explicación tradicional de por qué no puede crecer la economía a tasas mayores a las históricas se remite a la supuesta problemática fiscal del gobierno. Según esa lógica, la economía crece tanto como el gobierno puede propiciar la demanda interna; es decir, en palabras llanas, mientras mayor el gasto público, mayor la tasa de crecimiento. Este principio llevó a que sucesivos gobiernos en los setenta y ochenta mantuvieran presupuestos de gasto muy superiores a sus ingresos, suponiendo que las tasas de crecimiento de la economía serían suficientemente altas como para que la recaudación fiscal posterior evitara una crisis financiera en el gobierno. Desafortunadamente, la realidad probó ser más cruel que la promesa del crecimiento: si bien las tasas de crecimiento se elevaron, los precios comenzaron a crecer, la deuda se elevó de una manera dramática y, como dice el cuento, el resto es una historia de crisis sucesivas.

La manera en que Fox planteó el problema abre un enorme espectro de posibilidades y oportunidades, pero también de riesgos. Si uno observa las elevadísimas tasas de crecimiento (de más del 7%) que la economía ha estado alcanzando en lo que va de este año, es evidente que la explicación tradicional estaba equivocada. La economía ha estado creciendo porque las exportaciones siguen generando una poderosa demanda. Sin embargo, a pesar de ello, persisten enormes rezagos, vastas regiones del país que no son parte de ese crecimiento y una gran porción de la población que, aunque haya visto mejorar su situación, dista mucho de formar parte integral de este micro boom. La experiencia de este año muestra que lo que el país requiere no es más gasto público (y, quizá, ni siquiera mayores incrementos en la recaudación, aunque su distribución ciertamente podría ser mejor), sino acciones muy agresivas en ámbitos que impiden la generalización del crecimiento y el crecimiento acelerado de la productividad. Los más notables de éstos son sin duda la educación (comenzando con la primaria, pero también la tecnológica y universitaria), la infraestructura, las prácticas monopólicas, los obstáculos de orden municipal, fiscal y de seguridad social al establecimiento y desarrollo de nuevas empresas, y la ineguridad pública, jurídica y patrimonial. Todos y cada uno de estos rubros requieren acciones decididas, un gran manejo político, confrontaciones con grupos interesados en el statu quo y un claro sentido de dirección.

La agenda política no es menos imponente, pero mucho más intrincada. A diferencia de la economía, en el terreno político hay prácticamente consenso en el sentido de que el viejo sistema político dejó de funcionar (o que no satisface las necesidades de la población) y que, con excepción de algunas actividades o sectores, como la Suprema Corte de Justicia y las instituciones electorales, el aparato político requiere una reconstrucción integral. Sin duda, las primeras prioridades de la agenda política tienen que ser las prácticas: la conformación del gabinete, la relación entre el nuevo ejecutivo y el congreso, el manejo de las personas, grupos y partidos que apoyaron la coalición ganadora en la pasada elección, y así sucesivamente. Pero, más allá de los primeros pasos, la agenda política de largo plazo, la que tiene que ver con la reconstrucción institucional y con la verdadera transformación del país, va a convertirse en el meollo de la acción del gobierno y de las presiones que éste va a recibir de todas partes.

El contenido conceptual de la agenda política no es difícil de precisar: se requiere un pacto social con la ciudadanía (y de vehículos concretos para que este opere); la definición de reglas del juego claras y transparentes para la interacción política; la definición precisa de los atributos y responsabilidades del gobierno; y el desarrollo de un poder judicial fuerte e independiente que permita dirimir diferencias, hacer cumplir los contratos y, en general, conducir hacia un estado de derecho integral. En términos llanos, estos objetivos se traducen en puntos muy específicos: primero, darle forma a la nueva categroría de ciudadanos -esa población que decidió abandonar su característica de súbitos para contratar a un nuevo gobierno-, lo que implica medios para que la población se exprese y haga valer sus derechos, incluyendo el de demandar cuentas precisas por parte de los funcionarios públicos; segundo, una prensa moderna que informe y contribuya a la formación de opinión, independiente del gobierno y sujeta a reglas internacionalmente reconocidas; tercero, la conformación de un gobierno con atribuciones claramente determinadas y por escrito (sin reglas no escritas), con responsabilidades precisas y suficientes para poder actuar pero no abusar; cuarto, una profunda reforma del poder judicial por debajo de la Suprema Corte; y, quinto, un cambio radical en los incentivos que en la actualidad tienen los partidos políticos y los legisladores, a fin de que todos ellos vean al ciudadano al votante- como su razón de ser, su objetivo específico y, en última instancia, su patrón.

Todos y cada uno de estos elementos, tanto en lo económico como en lo político, entraña un sinnúmero de complejidades y riesgos. Avanzar en estos terrenos va a implicar destruir sindicatos ficticios, fortalecer entidades representativas, independizar actividades clave, organizar coaliciones y alianzas y, en general, introducir una dinámica de cambio dentro de un nuevo marco institucional que, paulatinamente, permita ir reduciendo los conflictos violentos y, en paralelo, desarrolle mecanismos institucionales para que la nueva interacción social y política se conduzca, cada vez más, dentro de cauces que creen legitimidad e impidan la resolución violenta de diferencias.

De una manera u otra, la gran responsabilidad, y el desafío, del nuevo gobierno reside en ir educando a todos los actores políticos a comportarse de una manera distinta. A diferencia del régimen priísta, que vivía de las presiones permanentes que sus propios integrantes generaban (y que llevaba a que todos sus integrantes negociaran permanentemente consigo mismos), el régimen de Fox, que él mismo ha planteado como de transición, tiene que abocarse a crear un nuevo entorno institucional que permita una interacción respetuosa entre las partes, sean éstas partidos, legisladores, ciudadanos o grupos de interés particular. Su éxito, o su fracaso, va a residir menos en la consecución de grandes cambios constitucionales (de los que nuestra historia está saturada) que de pequeñas transformaciones institucionales que vayan creando mecanismos de resolución de disputas y cauces para la participación política. Una labor persistente en la creación de condiciones que favorezcan la resolución de conflictos en un entorno de legalidad (definido no por el gobierno, sino por un poder judicial independiente al que toda la población tenga acceso) va a hacer más por el crecimiento de la economía y por la consolidación de la democracia que mil acciones personalistas y no institucionales. Lo que México requiere es el compromiso de que su próximo presidente va a abocarse a la creación de soluciones genéricas y no al manejo micrométrico de cada conflicto (sin resolverlo), pues para eso el PRI se pintaba solo.

 

Legalidad a medias

Luis Rubio

La construcción democrática estará incompleta mientras no se consolide en el país el reino de la ley. Las elecciones son una condición necesaria para avanzar en el terreno tanto de la democracia como de la legalidad, pero ciertamente no lo son todo. De hecho, quienes pensaran que con la elección de Vicente Fox México se convertiría en un país democrático seguramente se encontrarán con toda clase de sorpresas en los próximos años. La causa de esto nada tiene que ver con el propio Fox, cuyo reto y oportunidad son sin duda mayúsculos, sino con la naturaleza del sistema político de antaño y con las realidades que éste creó. El desafío hacia adelante reside precisamente en hacer posible el desarrollo político y económico del país, algo que sólo es posible mediante la implantación cabal del Estado de derecho.

El reto es mucho más grande de lo aparente. Los mexicanos hemos desarrollado una peculiar aversión a la legalidad, sin duda producto de una historia poco afortunada en este rubro. Al mexicano le molesta que otros violen la ley, pero le parece lo más natural que él o ella en lo personal lo haga sin mayor consecuencia. Las leyes son buenas cuando a uno le gustan y son malas cuando le disgustan o afectan sus intereses. De la misma manera, las leyes están bien siempre y cuando no haya que hacerlas valer, porque en ese momento nos perdemos en el berenjenal de los procesos judiciales que pueden acabar con cualquiera. En cualquier caso, el gobierno es percibido como un actor ilegítimo para hacer cumplir la ley.

Por si lo anterior no fuese suficiente, por años, los gobiernos se dedicaban a negociar la aplicación de la ley: a este no se le puede tocar porque es hijo de un tal por cual; el otro representa intereses muy poderosos; el de más allá constituye una demanda social real, aunque esté violando la ley. Por donde uno le busque, un gobierno tras otro encontró buenas y malas razones para no hacer cumplir la ley. De esta forma llegamos a construir un mundo de fantasía en el que: los importadores de coches ilegales, los llamados autos chocolate, son más importantes que los trabajadores de la industria automotriz y de autopartes; el sindicato de maestros es más relevante que la educación de los niños; las preferencias de unos cuantos intelectuales en materia de política exterior tienen prioridad sobre los intereses del resto de los mexicanos; el comercio informal tiene primacía sobre los comerciantes establecidos que pagan sus impuestos; quienes no cumplen con sus deberes ante el fisco obtienen plazos adicionales y descuentos, a costa de los causantes cumplidos. En ese mundo al revés que nos ha tocado vivir, las leyes no son más que un mecanismo para medir la correlación de fuerzas políticas del momento. Nadie supone que tienen el menor valor normativo.

En la medida en que las leyes no se aplican, éstas resultan ser absolutamente irrelevantes. Este tema fue causa de innumerables debates cuando se comenzaba a negociar el TLC norteamericano, toda vez que la esencia de un pacto internacional reside precisamente en el cumplimiento de las normas que lo rigen. La pregunta obvia en aquel momento era cómo incorporar a un país que carece de Estado de derecho en un acuerdo comercial y de inversión con países cuyas comunidades empresariales y de inversión dependen íntegramente de la existencia de un marco legal funcional y de autoridades capaces de hacerlo cumplir. La salida que se le encontró al problema es ilustrativa tanto de las carencias que nos caracterizan: lo que se hizo fue crear un nuevo marco de legalidad específicamente diseñado para esos inversionistas y empresarios. De esta manera, toda aquella empresa (exportadora, importadora, inversionista, etc.) que se encontrara ante un conflicto legal estaría amparada por un marco jurídico del que no gozan los mexicanos comunes y corrientes. Por un lado, el gobierno mexicano suscribió una serie de acuerdos para la protección de los derechos de los inversionistas, incluyendo el recurso a tribunales en otro país para dirimir una controversia. Por el otro, se crearon los llamados páneles para la resolución de controversias, los cuales permiten dirimir un conflicto en forma expedita y fuera de los mecanismos judiciales existentes en el país.

De esta manera, una de las principales ventajas del TLC la certidumbre jurídica- se logró mediante la suplantación del marco legal existente en el país. Mientras que un inversionista extranjero goza de certidumbre jurídica plena, un empresario nacional está sujeto al humor del ministerio público o a la suerte que le depare la inexistencia de condiciones para un juicio justo y transparente. Cambiar esta realidad, con todo lo que implica en términos del poder judicial, de los ministerios públicos y de la credibilidad de la población en la aplicación de la ley, va a ser uno de los grandes retos de los próximos años.

La legalidad es una condición necesaria para el desarrollo por la sencilla razón de que su ausencia hace imposible la vida en sociedad. Hay componentes elementales de la legalidad que ciertamente están satisfechos en el país, como ilustra el caso del pago y cobro de un cheque, para ilustrar el ejemplo más evidente. Virtualmente no hay transacción comercial (legales) que se realice en el país en la que no intervenga un cheque. Esto indica que exiten algunas normas básicas que funcionan de manera normal. Aun en este caso, es interesante observar la enorme dificultad que con frecuencia tienen los usuarios de cheques para pagar con ese tipo de instrumento, dada la propensión a expedir cheques sin fondos. Esto contrasta dramáticamente con países como Francia, donde todo mundo recibe cheques personales, por la sencilla razón de que un cheque que es rechazado por falta de fondos es causal de cárcel, y las autoridades la hacen cumplir. Lo mismo no ocurre con el crédito en el país, dada la experiencia de los últimos años en que millares de personas simplemente se negaron incluso a reconocer su deuda. Sin normas establecidas y susceptibles de hacerse cumplir es imposible el desarrollo económico.

Seguramente, poco a poco nos vamos a encontrar con que esas mismas carencias van a hacer difícil el avance en el terreno de la política. Hasta hoy, por ejemplo, tienen primacía los manifestantes sobre la ciudadanía que pretende transitar en las ciudades. El próximo gobierno, con plenas legitimidad democrática, va a tener que decidir si, como en el pasado, va a conceder todo lo que demandan los manifestantes (con la consecuencia evidente de generar un mayor número de menifestaciones futuras), o si va a desarrollar mecanismos legales para la presentación y resolución institucional de las demandas y agravios. Esa misma disyuntiva se va a presentar cuando el gobierno se vea en la necesidad de actuar frente a casos de corrupción: ¿recurrirá a los procedimientos legales existentes o procederá, como antaño, a la aplicación berrinchuda de la ley, a la compra de jueces, a la politización de los procesos y a la búsqueda del favor popular? Estos dilemas no son sencillos, sobre todo cuando se trata de problemas complejos, causas populares o presiones políticas, pero la diferencia entre ampararse bajo los principios legales estrictos, así sean éstos deficientes, o recurrir al acto espectacular es definitiva. Una vez que un gobierno comienza el camino de la ilegalidad, el terreno se torna resbaloso y la bola de nieve acaba siendo imparable.

El próximo gobierno enfrenta el gran reto de cambiar el rumbo del país: para eso fue contratado por la ciudadanía. Pero ese cambio no puede proceder por cualquier medio; de hecho, los medios son tan importantes y trascendentes como los objetivos, pues estos determinan el resultado. En la medida en que las acciones del nuevo gobierno se inscriban en el reino de la ley, rompiendo con ello setenta años ininterrupidos de ausencia de legalidad y respeto a los derechos ciudadanos más elementales, el próximo gobierno acabará con la propensión a actuar de manera arbitraria y politizada en todas las facetas de la vida, desde la económica hasta la social. La legalidad es un buen principio de acción gubernamental porque crea certidumbre, genera ciudadanos responsables que saben a que atenerse, pone bajo advertencia a los criminales y delincuentes y genera un entorno civilizado de interacción humana, en todos los ámbitos de la vida.

La ausencia de legalidad que hemos padecido habla por sí misma: ésta explica no sólo el abuso gubernamental y burocrático, sino también muchas otras facetas de la vida cotidiana: desde las crisis hasta las prácticas monopólicas. La ilegalidad (o legalidad ficticia, también llamada por algunos estado de chueco) le confería un extraordinario margen de discrecionalidad a las autoridades, misma que emplearon, una y otra vez, para favorecer a sus cuates y a los poderosos. Esa manera de gobernar yace en el fondo de la catársis que llevó a que la población terminara con el reino del PRI el pasado dos de julio. Lo peor que podría hacer el nuevo gobierno es suponer que su mera presencia cambiará estas cosas. De ahí que su actuar debe comenzar por la legaliad. Sin duda, algunas leyes requerirán modificación o actualización; pero el tema de fondo no reside en las leyes mismas, al menos no en el arranque. La esencia de la ilegalidad no se encuentra en las leyes mismas, sino en la manera caprichosa de redactarlas, someterlas al poder legislativo, aprobarlas y aplicarlas. Las leyes en México nunca fueron concebidas como las reglas del juego diseñadas para normar la vida cotidiana, en todos sus ámbitos, sino como una aspiración utópica que puede o no ser reflejada en la realidad, según convenga al presidente en turno. En este sentido, el punto de partida para el próximo gobierno debe residir en la manera en que se concibe la ley y, sobre todo, en la forma en que se siguen los procedimientos legales que son, a final de cuentas, la esencia de la legalidad. Sin eso, el nuevo gobierno será indistinguible de todos los anteriores.

Los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir en ese mundo patético caracterizado por la ausencia de legalidad, en todos los temas y recovecos de la vida: desde el lugar de estacionamiento hasta la inexistencia de condiciones para un juicio limpio e impecable. A menos de que el nuevo gobierno cambie este fenómeno de raíz, comenzando por sus propios actos cotidianos, la respuesta de la población, que no conoce otra cosa, va a ser la misma de Yossarian, el personaje central de Trampa 22: Si todo mundo actúa así, yo no voy a ser el tonto que actúe de manera diferente.

 

Cambiar por cambiar

Luis Rubio

La propensión natural de cualquier nuevo gobierno es la de llegar a cambiar todo lo existente. Si esa era la manera priísta de hecer las cosas, mucho más natural parecería serlo en un gobierno emanado de otro partido. A final de cuentas, es sumamente poderosa y cautivadora la noción de traer un nuevo orden, construir una nueva plataforma para el desarrollo y romper con las ataduras del pasado. Esa es, para recurrir a una metáfora que habla por sí misma, la manera soviética de hacer las cosas: un gran diseño, un proyecto renovador, un mundo higiénico que no se ha visto contaminado por setenta años de corrupción. La alternativa reside en crear las condiciones idóneas para que los mexicanos se puedan dedicar a trabajar.

El dilema es muy simple y se puede apreciar de manera nítida en el mundo de confusión que caracteriza a los diversos equipos de transición del próximo gobierno. Cada una de las comisiones que se formó para comenzar a comprender la naturaleza de la función que les corresponde se ha abocado tanto a plantear sus propias ideas respecto a la problemática que enfrenta su sector o área de actividad particular, así como a negociar con los responsables de la entidad respectiva en el gobierno saliente. En cada comisión hay, típicamente, dos coordinadores y muchos participantes en lo individual que provienen de la academia, de empresas privadas, de partidos políticos y del propio gobierno. Cada una de estas personas tiene su propia opinión respecto al problema que le ha tocado analizar, lo que conduce a un resultado poco encomiable: diferencias públicas, contradicciones y mucha retórica, en ocasiones inflamante. Peor, las opiniones no sólo son divergentes entre los miembros de cada una de las comisiones, sino entre unas comisiones y las otras. No hay la menor congruencia filosófica o ideológica, existen intereses partidistas y políticos encontrados y el denominador común, como suele ser en estas cosas, es el de que todos quieren estar en el gabinete presidencial.

Unos quieren que el próximo gobierno cambie todo, en tanto que otros aspiran a modificaciones más modestas que corrijan excesos y confirmen un determinado curso de acción. La mayoría está obsesionada con los problemas de antes, en lugar de concentrarse en una concepción nueva, distinta, para el gobierno en su conjunto. La diferencia entre ambas perspectivas es fundamental: lo importante es menos cambiar cada detalle de la actividad gubernamental que redefinir la función del gobierno y dedicar el tiempo sobrante a lograr una compatibilidad entre esa nueva concepción y las funciones gubernamentales existentes. Esta manera deductiva de proceder, de arriba hacia abajo, ofrece la virtud de la coherencia, a la vez que disminuye el potencial de conflicto, dado que las reglas del juego se establecen desde arriba y todo mundo tiene que cuadrarse. La alternativa, un modo inductivo de operar, implica que las iniciativas surgen de abajo para eventualmente ser compatibilizadas arriba, procedimiento que entraña el riesgo de la incoherencia, pero sobre todo el del conflicto permanente.

Si uno observa el desempeño de Vicente Fox como gobernador y como cabeza de su campaña, es evidente que él marcaba las líneas y daba instrucciones precisas sobre qué debía seguir a cada uno de sus colaboradores. Si, por el contrario, uno analiza la dinámica de las comisiones de transición, la conclusión inescapable es que cada instrumento de la orquesta decidió tocar una nota diferente. Hay dos posibles explicaciones para esta confusión saturada de contradicciones: una es que el próximo presidente no tiene una idea clara de lo que pretende lograr, algo que parecería improbable dada la experiencia en sus dos actividades previas. La otra explicación parece ser que, para lograr la presidencia, Fox aceptó el apoyo y participación de todo aquél que estuvo dispuesto a sumarse a su campaña. Ahora que ha ganado, todos quieren su tradicional hueso. De ser válido este diagnóstico, lo que estamos viendo es el proceso de catársis de todos sus núcleos de apoyo: los de la izquierda y los de la derecha, los internacionalistas y los autárquicos, los leales y los traicioneros, los unos y los otros. Fox los estaría dejando que se manifiesten, que se explayen, que se quemen si así tiene que ser, a un costo relativamente menor. El tiempo aclarará cuál de las explicaciones es la buena, pero eso no quita el hecho de que el próximo gobierno enfrenta dilemas muy fundamentales.

Para comenzar, cualquier persona que observe a la economía y a la sociedad mexicana en la actualidad no puede más que reconocer que existe una enorme diversidad de grupos sociales y sectores de actividad, tanto económica como política y social. El país ya no se caracteriza por blancos y negros, ni se puede definir con categorías simples. En cada región conviven exportadores ultra exitosos con empresarios rezagados y en serios problemas; partidos políticos activos y revitalizados, con organizaciones políticas partidistas que no los alumbra ni el sol; jóvenes estudiosos que saben qué quieren lograr en la vida con hordas de egresados de nuestro maravilloso sistema educativo que apenas saben leer y escribir. Lo mismo ocurre en el plano ideológico, donde la dispersión es igualmente notable: algunos mexicanos quieren más gobierno, en tanto que otros quieren menos; unos consideran que las soluciones deben encontrarse dentro de nuestras fronteras, en tanto que otros creen que debemos integrarnos al resto del mundo; unos creen que debemos ver hacia el norte, en tanto que otros juran por el sur. En estas condiciones, ningún gobierno puede pretender imponer soluciones sobre el conjunto. Más bien, debe abocarse a crear condiciones que hagan propicio el desarrollo individual, con todos los apoyos y soportes de los que es responsable el gobierno y que son cruciales para reducir o eliminar las desigualdades que caracterizan a la población y sin cuya solución el desarrollo es simplemente inconcebible.

No cabe la menor duda que el desarrollo del país no se va a dar bajo el paradigma de un gobierno que impone su voluntad y actúa como si toda la población fuese ignorante e incompetente. De haber querido un gobierno así, la ciudadanía habría mantenido en el poder al partido que se especializaba en esos menesteres. Pero un cambio de paradigma implica una redefinición cabal, casi radical, de la función del gobierno en todos los ámbitos de la vida, más no necesariamente un cambio igual de radical en las funciones cotidianas del gobierno. Esta aparente contradicción no lo es tal: obviamente, el gobierno tiene que seguir siendo responsable de mantener los equilibrios macroeconómicos, la seguridad pública y nacional y la disminución acelerada de la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, el por qué del gobierno y el para qué de su función deben cambiar en manera fundamental.

De entrada parece evidente que las responsabilidades esenciales de la función gubernamental no se alteran por el hecho de que haya habido un cambio de gobierno; lo que sí cambia (o puede cambiar) es en cómo éste decide llevarlas a cabo. Por décadas, un gobierno tras otro se dedicó a intentar cercenar la capacidad creativa del mexicano. Todo se valía con tal de que la burocracia se saliera con la suya, así fuera en los programas de desarrollo o en la construcción de infraestructura, en el diseño de los programas contra la pobreza o en la legislación en materia de inversión extranjera. Aunque esos excesos se fueron diluyendo a lo largo de los últimos tres lustros, la realidad, como muestran las políticas aduanales, educativas y de comunicaciones, es que la burocracia ha seguido imponiendo sus propias preferencias. Lo que el país requiere es la liberación de todas esas enormes fuerzas y recursos con que cuentan los mexicanos y que nunca se les ha permitido desarrollarse y prosperar. Así como un enorme número de mexicanos resulta ser exitosísimo al salir de nuestras fronteras, el nuevo gobierno le puede dar una oportunidad similar a todos los mexicanos que viven dentro de ellas. Ese sería el primer gran cambio que el nuevo gobierno podría llevar a cabo: hacer posible que los mexicanos se desarrollen, nada más complicado que eso. Si el próximo gobierno lo logra, habrá transformado al país de verdad.

En su actuar cotidiano, en lugar de grandes reformas y proyectos de desarrollo inalcanzables, sería deseable que el nuevo gobierno se abocara a pequeños cambios, pequeñas correcciones que sirvan para afianzar lo existente, a la vez que se corrigen los excesos, los abusos y los errores que existen por doquier. Pequeños cambios legislativos aquí y allá, más que grandes rediseños constitucionales, permitirían irle dando forma a un nuevo país, a partir del cambio general de dirección que estableciera el gobierno. Si uno ve para atrás, cientos de enmiendas constitucionales no tuvieron ni el menor impacto favorable (porque negativos los hay por todas partes). Por otra parte, si uno analiza el efecto trascendental que han tenido unas cuantas iniciativas verdaderamente relevantes, como el TLC, el IFE y el TRIFE, la renovación de la Suprema Corte de Justicia y el fin del desazo, es evidente que lo que se requiere no es el rediseño de todo lo existente, sino solo una nueva manera de ser del propio gobierno: una nueva concepción de su papel en la economía y en la sociedad.

Si se prosigue con la despolitización sobre todo la desburocratización- de la vida cotidiana de los mexicanos en sus diversos ámbitos de acción, el país cambiaría de naturaleza. Despolitización o desburocratización no implican una pretensión absurda de separar y compartimentalizar ámbitos de la vida pública; más bien, implica que el gobierno, a través de los procedimientos existentes y con la participación, donde corresponda, del Congreso, define reglas generales del juego y deja que la sociedad actúe dentro de ellas. Es decir, que el gobierno se convierta en una fuente permanente de certidumbre en lugar de perseverar en lo contrario. Quizá la diferencia fundamental entre muchos de los países asiáticos más exitosos y muchos de los latinoamericanos es que allá las reglas del juego son claras y no cambian en el curso del tiempo, mientras que aquí todos los gobiernos se sienten con la necesidad y el derecho de reinventar el mundo cada seis años (y, en ocasiones, con mayor frecuencia). Por ello, si Fox quiere efectivamente comenzar a cambiar nuestro mundo, debería empezar por cambiar pocas cosas y, paradójicamente, así lograr cambios muy grandes. El secreto reside en crear el marco propicio y dejar que el resto sea iniciativa de la población. Nada más radical que eso.

 

El necesario equilibrio

Luis Rubio

Los gobiernos no funcionan por la buena voluntad de sus actores, sino porque existen equilibrios que acotan el actuar gubernamental. Esos equilibrios, que constituyen límites reales y efectivos a las decisiones que pueden tomar los funcionarios, son la clave del funcionamiento de un buen gobierno. Ahí donde existen equilibrios, las autoridades tienen pocos incentivos para engañar a la ciudadanía o el margen para excederse en sus funciones. Por otra parte, en aquellas secretarías y oficinas públicas en las que existe una clientela particular que domina la agenda, el gobierno funciona mal. Hasta una observación somera de las principales áreas, sectores o actividades gubernamentales que son fuente de conflicto frecuente revela esta obviedad: los equilibrios internos son un buen principio de control sobre el propio gobierno. De hecho, los equilibrios son una de las principales divisas de un buen gobierno.

Los equilibrios no existen por sí mismos; son producto, en todos los casos, de una ingeniería administrativa cuidadosamente desarrollada y, en muchas ocasiones, resultado de experiencias dolorosas, errores y aciertos a lo largo del tiempo. La idea del equilibrio es muy simple: los funcionarios de un gobierno, como todos los seres humanos, tienden a tomar decisiones en función de sus valores, preferencias, intereses o experiencias. Como ningún ser humano es inmutable o exento de emociones y preferencias, las instituciones tienen que servir para frenar sus peores instintos. Cuando una institución está bien concebida y bien organizada, los funcionarios que en ella operan encuentran cauces para su propia acción y límites a los excesos en que pudiesen incurrir. Como es imposible anticipar todas las circunstancias en que un funcionario habrá de tomar decisiones, es imperativo que existan equilibrios naturales en el entorno institucional.

Los equilibrios pueden ser de diversa índole y están muy relacionados con el nivel de desarrollo político de cada país. Conceptualmente se puede hablar de tres tipos de equilibrios: los de carácter legal, los de naturaleza política y los de índole funcional. Los equilibrios de carácter legal se refieren al marco jurídico que rige las decisiones de una entidad pública. Gracias a este tipo de mecanismo, el funcionario gubernamental se apega a los procedimientos, normas y preceptos legales en su actividad cotidiana, lo que impide que viole la ley, que se extralimite en sus funciones o que actúe de manea arbitraria. En los países que gozan de un Estado de derecho, los controles legales cumplen dos funciones centrales y complementarias: por una parte, limitan la posibilidad de que el funcionario abuse de sus atribuciones y, por la otra, le confieren a los ciudadanos instrumentos para protegerse de esos abusos a través del poder judicial. Es decir, el equilibrio se consigue por la existencia de un sistema legal funcional que cuenta con instrumentos judiciales, a través de las cortes, para dirimir diferencias y proteger los derechos ciudadanos.

Los equilibrios de naturaleza política tienen que ver, fundamentalmente, con la división de poderes que permite exigirle cuentas al funcionario público. En los países en que existe una división de poderes desarrollada, el poder legislativo en su carácter de representante de la población- llama a cuentas a los funcionarios del ejecutivo, exhibiendo sus decisiones (y los criterios que les sirvieron para decidir), con lo que se le confiere una enorme transparencia a la función gubernamental. En aquellas instancias en que se da una controversia entre el poder ejecutivo y el legislativo, el equilibrio se alcanza a través de la participación de la Suprema Corte de Justicia, cuya función es precisamente la de dirimir las diferencias en función del marco legal existente. El equilibrio se logra, pues, a través de la existencia de una supervisión permanente por parte de los organismos fiscalizadores del poder legislativo sobre el actuar gubernamental (sólo en nuestro país a alguien se le pudo ocurrir instalarlos como instrumento de control político en manos del propio ejecutivo). Por su naturaleza, este tipo de controles y equilibrios es público se difunde ampliamente la información recolectada- a fin de incentivar el buen comportamiento de los funcionarios, elevar el nivel de comprensión de la ciudadanía respecto a la complejidad de la función pública y educar a los partidos políticos que aspiran al poder respecto a los criterios, lecciones y enseñanzas de las experiencias previas.

Por último, los equilibrios más elementales, los de carácter funcional, son indispensables en todos los contextos, en especial en aquellos en los que no existe un sistema político y/o judicial lo suficientemente desarrollado como para asegurar que la ciudadanía tenga recursos de defensa frente a las decisiones gubernamentales y para que el poder legislativo efectivamente supervise el actuar gubernamental. Los equilibrios funcionales surgen de la existencia de intereses, objetivos o sectores contrapuestos en la misma entidad pública. Un gobierno que cuenta con equilibrios funcionales se encuentra con que las distintas acciones de cada una de sus secretarías o entidades públicas se equilibran de manera natural en cada faceta de su actividad, impidiendo que el funcionario público haga de las suyas. El ejemplo paradigmático en nuestro país, que no se caracteriza precisamente por la fortaleza de sus instituciones y la existencia de contrapesos legislativos y judiciales efectivos, es el de la Secretaría de Hacienda. El país gozó de décadas de estabilidad económica y financiera después de la Segunda Guerra Mundial gracias a que tanto las funciones de recaudación de impuestos como las de gasto se encontraban alojadas en la misma entidad. La presencia de estas dos funciones constituía un impedimento natural a los excesos gubernamentales, toda vez que el titular de la función financiera tenía que guardar un equilibrio entre ambos componentes de su responsabilidad. Esta situación cambió de manera radical a partir de 1976, año en que se separaron las funciones de gasto (en la Secretaría de Programación y Presupuesto) de las de Ingreso (en la Secretaría de Hacienda). No es casualidad que, al romperse ese equilibrio, el país entrara en un ciclo de crisis recurrentes. El punto es que los equilibrios son indispensables y su ausencia puede ser costosísima en un país que todavía se caracteriza por la debilidad de sus instituciones y la inexistencia de Estado de derecho.

La situación ideal es, por supuesto, aquella en la que existen los tres tipos de equilibrios de manera simultánea, pues esto garantiza que no haya abusos y que el gobierno sea efectivo. En su ausencia, la existencia de al menos los equilibrios más fundamentales hace toda la diferencia en el desempeño gubernamental. Este es el caso ya mencionado de la Secretaría de Hacienda, el Banco de México y la Secretaría de Comercio y Fomento Industrial, entidad en la que coexisten dos clientelas contrapuestas, la de los industriales y la del comercio internacional. Por el otro lado, en aquellas entidades en las que no existen intereses o lógicas contrapuestas, como en la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, en la de Agricultura, en la de Reforma Agraria, en la de Educación y otras más, los funcionarios no tienen mayor incentivo que el de atender a sus clientelas fundamentales y convertirse en los defensores y meros cabilderos de esas clientelas que pueden ser empresas específicas, sindicatos o su propia burocracia- frente al resto del gobierno, y frente a los poderes legislativo y judicial.

Ahora que el equipo de transición del próximo gobierno está considerando los diversos problemas que caracterizan a la estructura organizacional del gobierno y pensando en opciones de reorganización, haría bien en observar la historia de lo que funciona bien y lo que de plano es un fracaso. Ante todo, la lógica de cualquier reorganización que pretenda llevar a cabo el nuevo gobierno debe ser la de los equilibrios funcionales, pues son los únicos que, en nuestra realidad actual, garantizan un funcionamiento adecuado del gobierno.

En particular, hay dos cambios que han sido presentados ante la opinión pública que vale la pena comentar. El primero se refiere a la idea de transformar a la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) en la entidad responsable de todos los vínculos del país con el exterior, como ocurre con Itamaratí, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil. La idea sería trasladar la subsecretaría de negociaciones comerciales (hoy en Secofi), Bancomext y la promoción de la inversión extranjera a la SRE. Conceptualmente este esquema no es intrínsecamente inadecuado, dado que la presencia de la parte comercial y financiera, por un lado, y la parte diplomática, por la otra, constituiría un equilibrio natural. Sin embargo, hay dos razones por las cuales esta idea podría fracasar. Una es que lo que quedara de Secofi, la parte industrial, induciría a esa entidad a convertirse en la promotora de subsidios para las empresas industriales y nada más. La otra razón es que el diseño de Itamaratí no es adecuado para México, toda vez que, en la práctica, México va a seguir requiriendo, quizá por muchos años, dos políticas exteriores, una hacia Estados Unidos y otra hacia el resto del mundo. En los últimos años, esa dualidad se ha resuelto por medio de una división de funciones en personas distintas, pero no está institucionalizada. Aunque no es inimaginable conciliar ambas perspectivas, el daño que sufrirían las negociaciones comerciales podría ser devastador. Por ello, en lugar de constituir una solución a la problemática actual, la creación de una supersecretaría internacional se convertiría en una fuente de interminables conflictos.

El otro cambio que se ha propuesto es el de transferir las policías que hoy residen en la Secretaría de Gobernación hacia la futura Fiscalía de la Federación. Este cambio tiene una lógica de equilibrio más desarrollada, toda vez que la secretaría política tiene que orientarse a la negociación entre diversos intereses políticos ya no como el instrumento de control que fue la SG para el presidente y el PRI, sino como la cara pública del presidente frente al congreso y la sociedad en general. A su vez, una policía limpia y funcional como la PFP permitiría un equilibrio con los ministerios públicos y las policías judiciales. Pero ésta no sería una alternativa a la necesaria y urgente limpia de lo que hoy es la instancia de procuración de justicia.

Los equilibrios no lo son todo, pero su existencia sin duda fomenta el desarrollo del buen gobierno.

 

De priístas a ciudadanos

El problema del PRI no reside en que haya perdido una elección importante (o varias), sino en que no sabe qué quiere ser cuando sea grande. Este es, en resumen, el dilema del PRI. Los grandes jerarcas del partido, y muchos de los que aspiran a esa condición, se desviven por retomar el control de un partido que nunca lo fue y por recobrar el poder por medios que ya no son efectivos. El dilema del PRI no se encuentra en su liderazgo, sino en su naturaleza misma; en consecuencia, a menos de que los priístas comiencen por replantear lo que puede y, sobre todo, lo que debe ser ese partido en el México de hoy, el PRI irá dando tumbos sin sentido, unos más violentos que otros.

 

Los priístas parecen muy preocupados por el futuro de su partido. Se mueven, convocan a juntas, conspiran tras bambalinas y, en los más de los casos, navegan sin brújula. Muchos, los más pragmáticos, quizá la mayoría, velan más por su futuro personal que por la entelequia a la que pretenden revivir. Si de verdad quieren construir algo nuevo de las cenizas que dejó, el dos de julio pasado, tienen que comenzar por reconocer la enorme dimensión del cambio que tuvo lugar. Todavía más importante, precisamente por la crisis que atraviesa el PRI, de reconocer el momento político y actuar en consecuencia, los priístas podrían acabar siendo los grandes ganadores en el largo plazo. Sin embargo, a juzgar por sus tropiezos y por su incapacidad para contener los conflictos que su desmembramiento está generando, es difícil creer que los priístas tienen lo que se necesita para dar la vuelta y salir airosos.

 

Hay tres maneras de ver la problemática que enfrenta el PRI: una es observando lo que de hecho cambió el dos de julio pasado y especular sobre sus posibles implicaciones; la segunda es analizar lo que históricamente fue el partido y contrastarlo con la realidad actual, sobre todo a la luz de dos fenómenos presentes en los últimos meses: la violencia intrapriísta y el increíble pragmatismo de algunos priístas en lo individual, que abandonan el barco sin mediar recato o convicción alguna. Finalmente, la tercera manera de ver al PRI es comparándolo con sus referentes internacionales, que sugieren modelos sobre sus posibilidades de desarrollo en el futuro mediato.

 

Respecto al cambio que experimentó el país el pasado dos de julio, quizá todo se pueda reducir a un concepto elemental, concepto históricamente ajeno al partido de la revolución: los mexicanos dejaron de ser súbditos para reclamar su reconocimiento como ciudadanos. Súbitamente, los votantes perdieron el miedo y optaron mayoritariamente por una alternativa. Si se suman los votos que obtuvieron los partidos opositores al PRI, el mensaje es llano y transparente: la población ya no podía tolerar a un partido asociado con la corrupción, la impunidad, el abuso y el favoritismo, las crisis, la imposición y la total ausencia de compromiso por parte del gobierno con la sociedad. Las diferencias que presentaron los resultados de encuestas preelectorales respecto a los de la elección, sobre todo en cuanto al ascenso en los números de Vicente Fox, muestran que los votantes, no quisieron correr el menor riesgo de que un voto dividido mantuviera al PRI en el poder. La población no dejó la menor duda de que el reprobado era el PRI. Independientemente de las acciones y cambios en materia institucional y en la estructura del sistema político que Fox decida o pueda emprender, el mero hecho de que el PRI haya perdido una elección a nivel presidencial ha abierto la caja de Pandora, lo que entraña consecuencias fundamentales para el futuro, toda vez que: a) ningún partido cuenta con la estructura de clientelas, lealtades y controles que históricamente caracterizó al PRI; b) una vez envalentonada, es dudoso que la ciudadanía abandone su afán de obligar a sus gobiernos, en todos niveles, a cumplir o de castigarlo en la siguiente elección; y c) todos los partidos políticos, gobiernos, legisladores y grupos de interés no tienen más remedio que negociar porque de no hacerlo, todos acabarían perdiendo. En una palabra, la esencia del sistema priísta           –lealtades por beneficios, arbitrariedad como forma de gobierno y corrupción a cambio de controles verticales-  pasó a mejor vida.

 

Por lo que toca al PRI, sin embargo, todo parece indicar que la abrumadora mayoría de los sus líderes y opinantes no se ha enterado de la nueva realidad. Absortos en su lucha por la presidencia de un partido agonizante, los priístas parecen incapaces de reconocer lo que cambió en la pasada elección. Acostumbrados a imponer y a los controles desde arriba, están paralizados frente a los reclamos que presenta la ciudadanía, los conflictos intestinos dentro del partido –desde Ocosingo hasta Chimalhuacán-, la criminalidad que se desató en los últimos años en forma paralela con el gradual desmembramiento del partido y, sobre todo, las hordas que día a día abandonan sus filas. A los priístas que creían en el partido y en el sistema les parece inconcebible que los grupos más diversos –desde sindicatos hasta los burócratas, incluyendo clientelas urbanas y rurales y un interminable número de políticos en lo individual- se hayan quitado la cachucha de priístas para abrazar a Fox y sumarse a la nueva cargada. Pero el hecho es que el PRI, como organización nacional, está desapareciendo. La evidencia en cuanto a que el partido no existía como tal es contundente: lo que en realidad existía era un sistema de control político muy desarrollado que vivía de satisfacer necesidades concretas de sus diversas clientelas y de la gestión de favores, concesiones, subsidios y corruptelas a cambio de lealtades sumisas.

 

Pero una vez que se destapó la cloaca, el PRI se encuentra en verdaderos problemas y el país a la puerta de peores circunstancias. Más allá de algunos verdaderos creyentes -¿serán aquellos a los que la Revolución les hizo justicia?- las masas antes priístas se comienzan a consumir en conflictos por la ausencia súbita de beneficios. En lugar de dulces que repartir, el PRI despide a su personal, reduce sus espacios de oficina y, todo parece indicar que empieza a contemplar su liquidación. Pero en su estela, los conflictos entre priístas son todo menos asuntos de risa, aunque por ahora no parece haber nadie que se responsabilice de ellos, ni nadie que sepa como pararlos: las clientelas del PRI cobran vida propia. De esta manera, el partido dedicado a las clientelas no puede sobrevivir, pero sí puede consumirse en conflictos internos, cada vez más violentos. La salida para el PRI no radica en salvar lo insalvable, sino en construir un nuevo partido, comenzando desde cero. Para contemplar sus opciones vale la pena observar lo que ha venido ocurriendo en otras latitudes.

 

El PRI no es el primer partido de nuestra era que ve morir su monopolio. A partir del fin de los ochenta, toda una colección de reliquias comunistas en Europa del este comenzó a transitar por un proceso similar al que enfrenta el PRI en la actualidad. Ciertamente, el PRI nunca fue una entidad totalitaria como los partidos comunistas; sin embargo, muchas de sus formas fueron similares: sus estructuras de control, su naturaleza monopólica, la apropiación de símbolos patrios, el desarrollo de clientelas y la imposición de una ideología sobre una población que no tenía alternativa alguna. En otras palabras, al igual que el PRI, eran todo menos partidos; por ello es interesante observar su evolución a partir de la caída del muro de Berlín. Algunos de esos partidos se reformaron, otros fenecieron, algunos se aferraron violentamente al poder y otros más se paralizaron: no avanzaron ni para adelante ni para atrás. El futuro del PRI podría caber en cualquiera de estos casos. El más atractivo de entre todos los antiguos partidos comunistas es sin duda el polaco. Una vez que ese partido perdió la elección presidencial, sus integrantes se abocaron de lleno a la renovación: se modernizaron, adoptaron la forma de un partido de verdad, reconocieron el hecho de que tenían que lidiar con ciudadanos y no con súbditos, adoptaron una ideología moderna e hicieron suyos los retos y dilemas que enfrentaba su país. En particular, pronto se convirtieron en los principales proponentes de algo que, años antes, hubiera sido anatema: incorporarse a la Unión Europea. No por casualidad ese partido retornó al poder apenas unos cuantos años después de iniciar su odisea.

 

Algo muy distinto ocurrió en Yugoslavia, país en el que el antiguo partido comunista se aferró al poder y no ha habido poder humano (ni militar, religioso o internacional) que lo remueva. Peor aún, nada ha sido suficiente, ni siquiera el desmembramiento de su territorio, para contener la ambición desmedida de los miembros de ese partido. Quizá este modelo sea irrelevante para el PRI ahora que ha perdido, pero no sobra observarlo, sobre todo por el suicidio nacional que encarna. En franco contraste con los dos casos anteriores, la república Checa ejemplifica otro extremo del proceso de cambio postcomunista: en ese país, el antiguo partido comunista prácticamente desapareció sin dejar rastro.

 

Pero es el Partido Comunista de la antigua Unión Soviética el que bien podría ser significativo para nosotros. A final de cuentas, los partidos comunistas en todos los países de la órbita soviética fueron impuestos, apuntalados o apoyados decisivamente por un tercer país, factor que hizo fácil a los partidos locales desembarazarse, culpar a los rusos y ponerse a trabajar, como ha ocurrido en Polonia, Hungría y otros países. En cierta forma, México se parece más, en concepto, a Rusia que a cualquiera de otros países europeos. En Rusia el antiguo partido comunista ni avanza ni retrocede: controla un bloque muy importante de la Duma, el parlamento ruso, pero se dedica a obstruirlo todo; propugna por retornar a los viejos tiempos y vive apostando a un pasado que ya no puede ser; sus apoyos se reducen a la población de mayor edad que añora la certidumbre del pasado y a unos cuantos núcleos de poblaciones aisladas geográfica o funcionalmente. Como todas las entelequias, ese partido no tiene mayor opción que cambiar o extinguirse en el curso de los próximos años.

 

Igual para el PRI. Los priístas ciertamente pueden aferrarse a lo que tienen, argumentar que siguen siendo el partido mayoritario en el congreso y pretender que todo marchará bien. De tomar ese camino, seguramente acabarán como el partido comunista ruso: en la oposición y en decadencia.  Su alternativa reside en el modelo polaco: cambiar, modernizarse, abandonar sus peores prácticas y reconocer que el mundo ya cambió. ¿Podrán con tanto pragmatismo?

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Cambio de personas o de paradigma

Luis Rubio

Vicente Fox ha afirmado en repetidas ocasiones que un cambio de personas en el gobierno va a traer consigo una transformación en la manera de gobernar. La idea es muy atractiva: sustituir a los corruptos de antes por personas impecables, limpias y no contaminadas por tantos años de permanencia en el gobierno. Sin embargo, gobiernos no priístas que han llegado al poder a nivel estatal con ese mismo ánimo renovador, han acabado por reconocer que el problema no es de personas, sino de estructuras institucionales, de incentivos y de la manera en que opera el gobierno en general. Si Vicente Fox quiere de verdad transformar el ejercicio de gobierno, lo importante será que empiece por crear condiciones nuevas para que su administración efectivamente sea diferente.

Uno de los grandes retos que va a enfrentar la próxima administración es el de construir sobre lo que existe y, a la vez, producir resultados distintos. Se dice fácil, pero la propensión natural de cualquier gobierno que arriba al poder en condiciones en las que lo hace Vicente Fox -es decir, rompiendo las tendencias, abriendo nuevo camino y logrando una enorme legitimidad- es la de negar lo existente y pretender que cualquier cosa que se haga en adelante será más valiosa que todas las que se hicieron en el pasado. Es posible que los resultados, al final del sexenio en el 2006, justifiquen esa arrogancia; pero sería más sano y más realista reconocer lo existente lo bueno y lo malo, por supuesto- y comenzar a construir sobre ello. Una manera de comenzar sería transformando el entorno en el cual van a operar los funcionarios del nuevo gobierno.

El triunfo de Vicente Fox implica, por lo menos, un cambio de régimen. Esto quiere decir que habrá un cambio profundo en las relaciones políticas, que se redefinirán los mecanismos para resolver conflictos y que habrá nuevas formas de operar en el gobierno. La manera en que el presidente electo pretende seleccionar a los miembros de su gabinete, rompiendo de raíz con las formas tradicionales de la política mexicana, ilustra todo lo innovador que puede ser la nueva administración. En cualquier caso, el solo hecho de que el grupo gobernante provenga de un partido distinto, de un sector diferente de la sociedad mexicana, implica que habrá cambios profundos en el viejo estilo de gobernar. Cualquiera que tenga dudas de lo anterior no tendría más que observar cómo se rasgan las vestiduras todas aquellas personas que por décadas habían medrado en torno al gobierno y que ahora temen por sus ingresos y, en general, por su modus vivendi.

Pero un mero cambio de personas en el gobierno probablemente no sería suficiente para lograr todos los objetivos que Fox se ha planteado. La gran pregunta es si el próximo gobierno intentará un verdadero cambio de paradigma: una nueva manera de gobernar, fundamentada en reglas del juego diferentes (y, por supuesto, escritas y conocidas por todos). Un nuevo paradigma no implicaría ignorar el pasado, sino reconocerlo por lo que fue: una etapa muy importante en la vida social, económica y política del país -que, con todos sus vicios, pero también sus virtudes (que las hay, y muchas)-, constituye el basamento sobre el cual tiene que construirse un país mejor, con más oportunidades para el desarrollo. Por sobre todas las cosas, un nuevo paradigma implicaría la posibilidad de romper con los vicios, las mafias, los obstáculos al desarrollo. Puesto en otros términos, no hay manera de resolver problemas fundamentales como la inseguridad pública, la corrupción institucionalizada y la burocratización presente en la vida cotidiana de los mexicanos, sin cambiar de paradigma. Un cambio de régimen no implica necesariamente un cambio de paradigma.

Un cambio de paradigma entrañaría tanto la decisión de alterar el curso del país como acciones concretas y específicas en diversos frentes. Vayamos por partes. El triunfo de Vicente Fox implica la desarticulación del PRI tradicional porque le quita al partido su centro de coordinación y su mecanismo último de control. Es decir, el hecho de que Fox asuma la presidencia hace que el PRI pierda una de sus características medulares: la del control centralizado. Esto no conlleva a que el PRI pierda todo su poder o su capacidad de acción, pues el poder proviene de fuentes reales, como las gubernaturas, los sindicatos y demás, pero sí implica que su ejercicio va a depender de la habilidad que logren los priístas para coordinarse. Pero el hecho de que el PRI se encuentre en la mitad de un torbellino de cambios (que sin duda se van a agudizar después del primero de diciembre) y que un partido distinto ocupe la presidencia no garantiza que el país inaugure una manera distinta de gobernar. Puesto en otros términos, sería un error suponer que el problema del gobierno mexicano y de la corrupción, la inseguridad, etcétera- depende de las personas. El problema radica en el sistema de incentivos y de reglas que fueron creadas para preservar el poder por encima de cualquier otra consideración. Por ello, lo que el nuevo gobierno tiene que hacer es modificar esos incentivos de raíz.

La disyuntiva para Fox es intentar un mejor gobierno a partir de la composición de su próximo gabinete, o construir un nuevo paradigma que transforme la forma de gobernar. Un mejor gobierno entrañaría la selección de un grupo de funcionarios y colaboradores identificados de manera cuidadosa y novedosa, no a partir de amistades, relaciones previas o lealtades existentes, es decir, un cambio de personas que, por sus calificaciones personales, harían las cosas de manera diferente y honesta. Un gobierno de esa naturaleza llevaría a cabo cambios mínimos en las estructuras institucionales existentes (no estaría entre sus objetivos hacerlo) y, en la mayoría de los casos, ajustaría su acción a los efectos producidos por los cambios que originará la derrota del PRI en las elecciones pasadas. Los cambios que esta manera de proceder traerían consigo no serían pequeños. A final de cuentas, la sola desarticulación del PRI nacional, el fin de los acuerdos entre miembros del gobierno a partir de relaciones de lealtad y compromiso partidista y la desaparición de las complicidades implícitas en las reglas no escritas del sistema, constituirían cambios dramáticos. A ello habría que agregar las negociaciones que sin duda tendrán lugar entre los gobernadores del PRI y el presidente Fox, precisamente para definir reglas del juego sobre temas diversos pero que comenzarían con algunos tan básicos como el establecimiento de garantías para la transferencia oportuna y predecible de los fondos que corresponden a cada estado. En el pasado, esas transferencias con frecuencia acababan estando sujetas a negociaciones particulares, siempre dependientes de esas reglas no escritas. Es evidente que tanto Fox como los gobernadores, para no hablar de los mexicanos en general, ganarían mucho por el solo hecho de definir reglas de comportamiento a ese nivel.

Si bien todas esas transformaciones serían muy significativas y benéficas, probablemente serían insuficientes para transformar la manera de funcionar del gobierno. Gobernadores del PAN, del PRD y de alianzas opositoras se han encontrado con que un cambio de personas en el poder no garantiza un cambio en el comportamiento de esas personas. La razón es simple: las instituciones, las formales y las informales, generalmente acaban por imponerse sobre cualquier buena intención. Si las reglas del juego favorecen un entorno en el cual el funcionario tiene excesivas facultades discrecionales no acotadas, lo más probable es que éste acabe siendo arbitrario. Si uno observa la manera en que el gobierno ha tomado decisiones a lo largo de los años, es claro que la arbitrariedad es una propensión natural y permanente. Pero esa propensión es producto de las reglas del juego y no necesariamente de las personas. En la actualidad, las instituciones existentes le confieren un poder extraordinario (y obviamente excesivo) a la burocracia, lo que le lleva a tomar decisiones arbitrarias. Lo primero que habría que hacer es reducir esas facultades y dejárselas al mercado, de tal suerte que el funcionario gubernamental se limite a lo que efectivamente debe ser su responsabilidad: asegurar el mayor bienestar posible a través de regulaciones idóneas.

Un cambio de paradigma implicaría, en consecuencia, la transformación institucional, la creación de un régimen de transparencia, la diseminación integral de la información disponible y, en general, la incorporación de la sociedad en la toma de decisiones. El objetivo sería imponerle límites a los funcionarios públicos a fin de que sus acciones, al ser visibles por todos, sean efectivamente distintas a las del pasado. Es evidente que la apertura informativa, en el más amplio sentido de la palabra, se daría en el contexto de una sociedad que, a fuerza de golpes, se ha hecho escéptica y suspicaz. Además, gran parte de la población no sabría qué hacer con esa información. Sin embargo, el principio más elemental de cualquier gobierno que se dice democrático es el de darle los instrumentos a la población para que ésta se eduque, aprenda, se comprometa y, al cabo del tiempo, se convierta en un efectivo interlocutor. Igual que el gobierno va a experimentar inevitables dificultades para comenzar a generar resultados, la población también va a requerir del tiempo para adaptarse a las nuevas circunstancias. A final de cuentas, la responsabilidad que crecería de la mayor disponibilidad de información es el mejor antídoto al abuso por parte de la burocracia, pero también a las expectativas excesivas.

Los augurios para el próximo gobierno difícilmente podrían ser más positivos. Pero eso no puede llevarlo a dormirse en sus laureles. El país ha evolucionado de la manera en que lo ha hecho por el conjunto de instituciones, incentivos, reglas que han motivado un comportamiento político y gubernamental en lugar de otro. Lo que hay que transformar, por lo tanto, son esas instituciones e incentivos, sin pretender que se está reinventando al mundo. De lograrse un cambio de esa naturaleza se estarían al menos construyendo los cimientos de un nuevo tipo de administración. Además, no es descabellado pensar que un nuevo entorno forzaría a los partidos de oposición a reformarse y a comenzar a ver el futuro en lugar de seguir consumiéndose con las glorias de un pasado que no tiene ninguna posibilidad de volverse a presentar.

Reforma institucional para qué

Luis Rubio

Es evidente a todas luces que las instituciones nacionales no cumplen su cometido, pero la solución a ese problema es menos clara. Por décadas, el gobierno mexicano ha sido crecientemente incapaz de cumplir siquiera con sus funciones más elementales. Esto es algo paradójico: en tanto que el gobierno, a lo largo de las décadas, se fue arrogando cada vez más facultades y atribuciones, no fue ni más capaz ni más responsivo frente a los graves problemas nacionales. Además, en el proceso, se derrocharon ingentes recursos en intentos de solución de diversos problemas desde la pobreza hasta el levantamiento zapatista pero el avance ha sido pírrico. El hecho es que el gobierno mexicano de hoy no tiene un sentido claro de dirección, una definición precisa de los que debieran ser sus objetivos o, en todo caso, de la que debiera ser su función para que la economía alcance altas tasas de crecimiento, el ingreso de la población aumente y la vida democrática se consolide en un entorno de estabilidad política. Son estos los temas a los que debería abocarse la reforma del Estado.

Es patente la urgencia de reformar al gobierno en sus funciones y de replantear las relaciones entre éste y las distintas instancias de la sociedad. La vieja estructura del sistema político fue diseñada para enfrentar las realidades y problemáticas de los años veinte, época en la que México comenzaba a salir del ocaso revolucionario y lo importante era constituir una plataforma funcional para el desarrollo económico y social del país. Ante la falta de instituciones políticas, el PNR y sus sucesores vinieron a darle forma a un sistema de gobierno que, a pesar de sus abusos y excesos, le confirió al país estabilidad política y algunos periodos de crecimiento económico relativamente elevado. Sin embargo, esa estructura dejó de funcionar en la medida en que la sociedad se fue desarrollado y diferenciando. A partir de los cincuenta, un gobierno tras otro enfrentó el problema político que esto representaba de distintas maneras. Unos inventaron la noción de los diputados de partido, en tanto que otros legalizaron a los partidos políticos que se habían formado al amparo de la obscuridad del sistema; unos iniciaron reformas electorales limitadas y otros las llevaron a su conclusión; unos comenzaron a tolerar algún grado de libertad de expresión, en tanto que otros dejaron que la política tomara su propio curso, prácticamente sin restricciones. Fue la época de los parches: en lugar de reformas completas, integrales y definitivas, se siguió una estrategia de soluciones parciales que no resolvían el problema de fondo. México requería (requiere) mecanismos apropiados para resolver disputas, canalizar diferencias y alcanzar consensos sobre temas clave, pero para lo único que alcanzó la visión gubernamental fue para salir del paso.

El problema de hoy es doble. Por una parte, como en los veinte, lo más evidente y urgente es crear una plataforma adecuada para que sea posible gobernar al país, obviamente en el contexto de nuestras realidades actuales. Por la otra, es indispensable crear, fortalecer y desarrollar instituciones que permitan resolver nuestras dificultades y enfrentar los retos del futuro. El problema es cómo lograr ambos propósitos de una manera eficiente y sensata. Lo fácil es hacer tabla rasa del pasado, negar lo existente y comenzar de cero: convocar a una asamblea constituyente, redactar una nueva constitución, definir nuevas reglas del juego y modificar todo lo existente por el mero prurito de dejar una huella en el camino. Sin embargo, esta ruta implicaría, en los hechos, una imposición tan severa y reprobable como la que por décadas mantuvo al PRI en el poder. Lo necesario, a diferencia de lo fácil, es construir sobre lo que hay, negociar nuevas reglas del juego con todos los actores relevantes, desarrollar mecanismos de solución de conflictos y disputas que no involucren ni arbitrariedad ni un peso gubernamental excesivo y, por sobre todas las cosas, generar mecanismos de pesos y contrapesos que permitan que el gobierno ejerza sus funciones, pero sin abusar, y que la sociedad participe y haga valer sus derechos, sin que paralice al gobierno. Una nueva constitución bien pude ser el resultado, en el largo plazo, de este proceso, pero no puede ser su punto de partida: eso sólo funciona en las dictaduras.

Es explicable la propensión a hacer un borrón y cuenta nueva, a negar lo existente y a pretender construir algo mejor, desde el principio. A final de cuentas, los abusos históricos de sucesivos gobiernos priístas han creado un ambiente de revancha del que muchos políticos de oposición no se pueden sustraer. Por respetables que sean sus objetivos y convicciones, el problema es que ese camino conduce a la misma arbitrariedad que por décadas caracterizó al PRI. Las instituciones políticas son excesivamente débiles y vulnerables, por lo que con frecuencia carecen de legitimidad. En fechas recientes, por ejemplo, vimos cómo algunos partidos impusieron su voluntad sobre otros por el mero hecho de que gozan de mayoría en sus respectivas cámaras legislativas. Ni en Guanajuato ni en el Distrito Federal, siguiendo el mismo ejemplo, las mayorías legislativas mostraron el más mínimo respeto a los intereses u objetivos de otros partidos, al momento de aprobar una iniciativa de ley controvertida. Esto generó ánimos de revancha que seguramente aflorarán en una siguiente oportunidad. El punto importante es que el procedimiento para la toma de decisiones en el ejecutivo o en el legislativo- es tan importante como la decisión misma. Cuando existen mecanismos institucionales que permiten la discusión de los temas y la presentación de los diversos intereses que tienen algo que decir sobre el tema, la decisión final acaba gozando de legitimidad, así contradiga los intereses u objetivos de los perdedores. El respeto a la otra parte (o a las minorías) es parte integral del proceso democrático. Sin ese respeto no es posible la democracia y todo el esfuerzo de reforma llevaría a encajonarnos, de la mano con el arquitecto Lampedusa, en el viejo sistema con formas nuevas.

Desde esta perspectiva, lo que México necesita es una reforma seria e integral de lo existente, pero sin ignorarlo. Además, requiere que esa reforma parta del principio de que es la sociedad, y no sólo sus dudosos representantes, la que debe sancionarla en última instancia. Una vez más, en la medida en que la ciudadanía no pueda premiar ni castigar a sus diputados y senadores, es heróico suponer que estos individuos van a representarlos en la arena legislativa. Por todas estas razones, la ansiada reforma del Estado debe partir de dos principios elementales: primero, reconocer dónde estamos; y, segundo, involucrar a la población en su conjunto en el proceso de cambio, esencialmente a través de la creación de mecanismos idóneos para ese propósito, como podría ser la reelección en el poder legislativo. Pero una cosa es la mecánica de la reforma y otra muy distinta la naturaleza de la misma. La discusión en este momento se ha centrado en los grandes objetivos, en los ciento cincuenta temas de reforma. Más práctico sería concentrarse en lo fundamental: en el para qué de la reforma, en el para qué del gobierno al que se pretende reformar.

El gobierno mexicano hace tiempo que no cumple con sus responsabilidades medulares, como son la seguridad pública, la seguridad jurídica y la seguridad patrimonial. El primer objetivo de cualquier reforma debería ceñirse a este tema central: dotar al gobierno de los instrumentos y de las responsabilidades específicas para lograr esos objetivos. El segundo propósito de la reforma debería ser el de definir con precisión la naturaleza del gobierno que requiere el país y las funciones que son concomitantes a ésta. Puesto en otros términos, no se puede exigir cumplimiento de sus responsabilidades a los gobernantes si no existe una definición clara de sus funciones, así como mecanismos apropiados para que la sociedad los haga exigibles. Si uno observa a los diversos países del mundo, a los que son ricos y a los que son pobres, la diferencia entre unos y otros prácticamente siempre se remite a la manera en que están definidas las funciones del gobierno y a la solidez de las instituciones.

Hoy en día, en los albores del siglo XXI, no existen muchas dudas ni mayores disputas sobre los factores que favorecen el crecimiento económico y el desarrollo de una sociedad, y tampoco sobre aquellos que lo impiden. Los países ricos lo son porque sus gobiernos se han dedicado a crear las condiciones para que sea posible el crecimiento económico y el desarrollo social y político. Ese desarrollo ha llevado al fortalecimiento institucional que, a su vez, limita al gobierno e impide sus excesos. Y viceversa, los países pobres sufren de esa condición porque sus gobiernos no tienen claras sus funciones, porque mezclan sus deseos con sus instrumentos, porque no existen límites a sus excesos y porque impiden que se desarrollen las instituciones necesarias para que la sociedad participe, actúe y haga valer sus derechos e intereses. La reforma propuesta debe partir de este silogismo elemental: lo necesario no es un tipo de gobierno y sociedad que complazca los deseos de los que pretenden ser sus arquitectos, sino un sistema de gobierno que permita que los ciudadanos lo trasformen y le den forma a través de su voto. El gobierno que surja de la reforma debería caracterizarse por su modestia y también por su fortaleza: modestia en su ámbito de competencia y fortaleza en su capacidad de acción.

El desarrollo no es producto de la voluntad gubernamental, ni puede ser impuesto desde arriba. El desarrollo es producto de la suma de millones de decisiones que toman los individuos cuando votan, cuando ahorran, cuando gastan y cuando invierten. La responsabilidad del gobierno reside en crear las condiciones para que esas decisiones individuales contribuyan al desarrollo del país. En este sentido, la clave del desarrollo reside en la capacidad del gobierno para crear condiciones idóneas para hacer ese proceso posible. En términos conceptuales, la reforma debería abocarse a dos cosas elementales: por un lado a consagrar y ampliar los derechos ciudadanos frente a los del gobierno; y, por el otro, a limitar el ámbito de acción del gobierno a fin de que se sujete a lo establecido por la ley, tal y como lo defina en cada caso el poder judicial. Es decir, requerimos un gobierno fuerte, capaz de actuar para promover el desarrollo en forma eficaz y decisiva, pero un gobierno limitado en su capacidad para tomar decisiones arbitrarias en contra de la ciudadanía. Es esto a lo que debería ceñirse la reforma. Todo el resto es interesante e importante pero, paradójicamente, no igual de trascendente.