Legalidad a medias

Luis Rubio

La construcción democrática estará incompleta mientras no se consolide en el país el reino de la ley. Las elecciones son una condición necesaria para avanzar en el terreno tanto de la democracia como de la legalidad, pero ciertamente no lo son todo. De hecho, quienes pensaran que con la elección de Vicente Fox México se convertiría en un país democrático seguramente se encontrarán con toda clase de sorpresas en los próximos años. La causa de esto nada tiene que ver con el propio Fox, cuyo reto y oportunidad son sin duda mayúsculos, sino con la naturaleza del sistema político de antaño y con las realidades que éste creó. El desafío hacia adelante reside precisamente en hacer posible el desarrollo político y económico del país, algo que sólo es posible mediante la implantación cabal del Estado de derecho.

El reto es mucho más grande de lo aparente. Los mexicanos hemos desarrollado una peculiar aversión a la legalidad, sin duda producto de una historia poco afortunada en este rubro. Al mexicano le molesta que otros violen la ley, pero le parece lo más natural que él o ella en lo personal lo haga sin mayor consecuencia. Las leyes son buenas cuando a uno le gustan y son malas cuando le disgustan o afectan sus intereses. De la misma manera, las leyes están bien siempre y cuando no haya que hacerlas valer, porque en ese momento nos perdemos en el berenjenal de los procesos judiciales que pueden acabar con cualquiera. En cualquier caso, el gobierno es percibido como un actor ilegítimo para hacer cumplir la ley.

Por si lo anterior no fuese suficiente, por años, los gobiernos se dedicaban a negociar la aplicación de la ley: a este no se le puede tocar porque es hijo de un tal por cual; el otro representa intereses muy poderosos; el de más allá constituye una demanda social real, aunque esté violando la ley. Por donde uno le busque, un gobierno tras otro encontró buenas y malas razones para no hacer cumplir la ley. De esta forma llegamos a construir un mundo de fantasía en el que: los importadores de coches ilegales, los llamados autos chocolate, son más importantes que los trabajadores de la industria automotriz y de autopartes; el sindicato de maestros es más relevante que la educación de los niños; las preferencias de unos cuantos intelectuales en materia de política exterior tienen prioridad sobre los intereses del resto de los mexicanos; el comercio informal tiene primacía sobre los comerciantes establecidos que pagan sus impuestos; quienes no cumplen con sus deberes ante el fisco obtienen plazos adicionales y descuentos, a costa de los causantes cumplidos. En ese mundo al revés que nos ha tocado vivir, las leyes no son más que un mecanismo para medir la correlación de fuerzas políticas del momento. Nadie supone que tienen el menor valor normativo.

En la medida en que las leyes no se aplican, éstas resultan ser absolutamente irrelevantes. Este tema fue causa de innumerables debates cuando se comenzaba a negociar el TLC norteamericano, toda vez que la esencia de un pacto internacional reside precisamente en el cumplimiento de las normas que lo rigen. La pregunta obvia en aquel momento era cómo incorporar a un país que carece de Estado de derecho en un acuerdo comercial y de inversión con países cuyas comunidades empresariales y de inversión dependen íntegramente de la existencia de un marco legal funcional y de autoridades capaces de hacerlo cumplir. La salida que se le encontró al problema es ilustrativa tanto de las carencias que nos caracterizan: lo que se hizo fue crear un nuevo marco de legalidad específicamente diseñado para esos inversionistas y empresarios. De esta manera, toda aquella empresa (exportadora, importadora, inversionista, etc.) que se encontrara ante un conflicto legal estaría amparada por un marco jurídico del que no gozan los mexicanos comunes y corrientes. Por un lado, el gobierno mexicano suscribió una serie de acuerdos para la protección de los derechos de los inversionistas, incluyendo el recurso a tribunales en otro país para dirimir una controversia. Por el otro, se crearon los llamados páneles para la resolución de controversias, los cuales permiten dirimir un conflicto en forma expedita y fuera de los mecanismos judiciales existentes en el país.

De esta manera, una de las principales ventajas del TLC la certidumbre jurídica- se logró mediante la suplantación del marco legal existente en el país. Mientras que un inversionista extranjero goza de certidumbre jurídica plena, un empresario nacional está sujeto al humor del ministerio público o a la suerte que le depare la inexistencia de condiciones para un juicio justo y transparente. Cambiar esta realidad, con todo lo que implica en términos del poder judicial, de los ministerios públicos y de la credibilidad de la población en la aplicación de la ley, va a ser uno de los grandes retos de los próximos años.

La legalidad es una condición necesaria para el desarrollo por la sencilla razón de que su ausencia hace imposible la vida en sociedad. Hay componentes elementales de la legalidad que ciertamente están satisfechos en el país, como ilustra el caso del pago y cobro de un cheque, para ilustrar el ejemplo más evidente. Virtualmente no hay transacción comercial (legales) que se realice en el país en la que no intervenga un cheque. Esto indica que exiten algunas normas básicas que funcionan de manera normal. Aun en este caso, es interesante observar la enorme dificultad que con frecuencia tienen los usuarios de cheques para pagar con ese tipo de instrumento, dada la propensión a expedir cheques sin fondos. Esto contrasta dramáticamente con países como Francia, donde todo mundo recibe cheques personales, por la sencilla razón de que un cheque que es rechazado por falta de fondos es causal de cárcel, y las autoridades la hacen cumplir. Lo mismo no ocurre con el crédito en el país, dada la experiencia de los últimos años en que millares de personas simplemente se negaron incluso a reconocer su deuda. Sin normas establecidas y susceptibles de hacerse cumplir es imposible el desarrollo económico.

Seguramente, poco a poco nos vamos a encontrar con que esas mismas carencias van a hacer difícil el avance en el terreno de la política. Hasta hoy, por ejemplo, tienen primacía los manifestantes sobre la ciudadanía que pretende transitar en las ciudades. El próximo gobierno, con plenas legitimidad democrática, va a tener que decidir si, como en el pasado, va a conceder todo lo que demandan los manifestantes (con la consecuencia evidente de generar un mayor número de menifestaciones futuras), o si va a desarrollar mecanismos legales para la presentación y resolución institucional de las demandas y agravios. Esa misma disyuntiva se va a presentar cuando el gobierno se vea en la necesidad de actuar frente a casos de corrupción: ¿recurrirá a los procedimientos legales existentes o procederá, como antaño, a la aplicación berrinchuda de la ley, a la compra de jueces, a la politización de los procesos y a la búsqueda del favor popular? Estos dilemas no son sencillos, sobre todo cuando se trata de problemas complejos, causas populares o presiones políticas, pero la diferencia entre ampararse bajo los principios legales estrictos, así sean éstos deficientes, o recurrir al acto espectacular es definitiva. Una vez que un gobierno comienza el camino de la ilegalidad, el terreno se torna resbaloso y la bola de nieve acaba siendo imparable.

El próximo gobierno enfrenta el gran reto de cambiar el rumbo del país: para eso fue contratado por la ciudadanía. Pero ese cambio no puede proceder por cualquier medio; de hecho, los medios son tan importantes y trascendentes como los objetivos, pues estos determinan el resultado. En la medida en que las acciones del nuevo gobierno se inscriban en el reino de la ley, rompiendo con ello setenta años ininterrupidos de ausencia de legalidad y respeto a los derechos ciudadanos más elementales, el próximo gobierno acabará con la propensión a actuar de manera arbitraria y politizada en todas las facetas de la vida, desde la económica hasta la social. La legalidad es un buen principio de acción gubernamental porque crea certidumbre, genera ciudadanos responsables que saben a que atenerse, pone bajo advertencia a los criminales y delincuentes y genera un entorno civilizado de interacción humana, en todos los ámbitos de la vida.

La ausencia de legalidad que hemos padecido habla por sí misma: ésta explica no sólo el abuso gubernamental y burocrático, sino también muchas otras facetas de la vida cotidiana: desde las crisis hasta las prácticas monopólicas. La ilegalidad (o legalidad ficticia, también llamada por algunos estado de chueco) le confería un extraordinario margen de discrecionalidad a las autoridades, misma que emplearon, una y otra vez, para favorecer a sus cuates y a los poderosos. Esa manera de gobernar yace en el fondo de la catársis que llevó a que la población terminara con el reino del PRI el pasado dos de julio. Lo peor que podría hacer el nuevo gobierno es suponer que su mera presencia cambiará estas cosas. De ahí que su actuar debe comenzar por la legaliad. Sin duda, algunas leyes requerirán modificación o actualización; pero el tema de fondo no reside en las leyes mismas, al menos no en el arranque. La esencia de la ilegalidad no se encuentra en las leyes mismas, sino en la manera caprichosa de redactarlas, someterlas al poder legislativo, aprobarlas y aplicarlas. Las leyes en México nunca fueron concebidas como las reglas del juego diseñadas para normar la vida cotidiana, en todos sus ámbitos, sino como una aspiración utópica que puede o no ser reflejada en la realidad, según convenga al presidente en turno. En este sentido, el punto de partida para el próximo gobierno debe residir en la manera en que se concibe la ley y, sobre todo, en la forma en que se siguen los procedimientos legales que son, a final de cuentas, la esencia de la legalidad. Sin eso, el nuevo gobierno será indistinguible de todos los anteriores.

Los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir en ese mundo patético caracterizado por la ausencia de legalidad, en todos los temas y recovecos de la vida: desde el lugar de estacionamiento hasta la inexistencia de condiciones para un juicio limpio e impecable. A menos de que el nuevo gobierno cambie este fenómeno de raíz, comenzando por sus propios actos cotidianos, la respuesta de la población, que no conoce otra cosa, va a ser la misma de Yossarian, el personaje central de Trampa 22: Si todo mundo actúa así, yo no voy a ser el tonto que actúe de manera diferente.