Luis Rubio
La propensión natural de cualquier nuevo gobierno es la de llegar a cambiar todo lo existente. Si esa era la manera priísta de hecer las cosas, mucho más natural parecería serlo en un gobierno emanado de otro partido. A final de cuentas, es sumamente poderosa y cautivadora la noción de traer un nuevo orden, construir una nueva plataforma para el desarrollo y romper con las ataduras del pasado. Esa es, para recurrir a una metáfora que habla por sí misma, la manera soviética de hacer las cosas: un gran diseño, un proyecto renovador, un mundo higiénico que no se ha visto contaminado por setenta años de corrupción. La alternativa reside en crear las condiciones idóneas para que los mexicanos se puedan dedicar a trabajar.
El dilema es muy simple y se puede apreciar de manera nítida en el mundo de confusión que caracteriza a los diversos equipos de transición del próximo gobierno. Cada una de las comisiones que se formó para comenzar a comprender la naturaleza de la función que les corresponde se ha abocado tanto a plantear sus propias ideas respecto a la problemática que enfrenta su sector o área de actividad particular, así como a negociar con los responsables de la entidad respectiva en el gobierno saliente. En cada comisión hay, típicamente, dos coordinadores y muchos participantes en lo individual que provienen de la academia, de empresas privadas, de partidos políticos y del propio gobierno. Cada una de estas personas tiene su propia opinión respecto al problema que le ha tocado analizar, lo que conduce a un resultado poco encomiable: diferencias públicas, contradicciones y mucha retórica, en ocasiones inflamante. Peor, las opiniones no sólo son divergentes entre los miembros de cada una de las comisiones, sino entre unas comisiones y las otras. No hay la menor congruencia filosófica o ideológica, existen intereses partidistas y políticos encontrados y el denominador común, como suele ser en estas cosas, es el de que todos quieren estar en el gabinete presidencial.
Unos quieren que el próximo gobierno cambie todo, en tanto que otros aspiran a modificaciones más modestas que corrijan excesos y confirmen un determinado curso de acción. La mayoría está obsesionada con los problemas de antes, en lugar de concentrarse en una concepción nueva, distinta, para el gobierno en su conjunto. La diferencia entre ambas perspectivas es fundamental: lo importante es menos cambiar cada detalle de la actividad gubernamental que redefinir la función del gobierno y dedicar el tiempo sobrante a lograr una compatibilidad entre esa nueva concepción y las funciones gubernamentales existentes. Esta manera deductiva de proceder, de arriba hacia abajo, ofrece la virtud de la coherencia, a la vez que disminuye el potencial de conflicto, dado que las reglas del juego se establecen desde arriba y todo mundo tiene que cuadrarse. La alternativa, un modo inductivo de operar, implica que las iniciativas surgen de abajo para eventualmente ser compatibilizadas arriba, procedimiento que entraña el riesgo de la incoherencia, pero sobre todo el del conflicto permanente.
Si uno observa el desempeño de Vicente Fox como gobernador y como cabeza de su campaña, es evidente que él marcaba las líneas y daba instrucciones precisas sobre qué debía seguir a cada uno de sus colaboradores. Si, por el contrario, uno analiza la dinámica de las comisiones de transición, la conclusión inescapable es que cada instrumento de la orquesta decidió tocar una nota diferente. Hay dos posibles explicaciones para esta confusión saturada de contradicciones: una es que el próximo presidente no tiene una idea clara de lo que pretende lograr, algo que parecería improbable dada la experiencia en sus dos actividades previas. La otra explicación parece ser que, para lograr la presidencia, Fox aceptó el apoyo y participación de todo aquél que estuvo dispuesto a sumarse a su campaña. Ahora que ha ganado, todos quieren su tradicional hueso. De ser válido este diagnóstico, lo que estamos viendo es el proceso de catársis de todos sus núcleos de apoyo: los de la izquierda y los de la derecha, los internacionalistas y los autárquicos, los leales y los traicioneros, los unos y los otros. Fox los estaría dejando que se manifiesten, que se explayen, que se quemen si así tiene que ser, a un costo relativamente menor. El tiempo aclarará cuál de las explicaciones es la buena, pero eso no quita el hecho de que el próximo gobierno enfrenta dilemas muy fundamentales.
Para comenzar, cualquier persona que observe a la economía y a la sociedad mexicana en la actualidad no puede más que reconocer que existe una enorme diversidad de grupos sociales y sectores de actividad, tanto económica como política y social. El país ya no se caracteriza por blancos y negros, ni se puede definir con categorías simples. En cada región conviven exportadores ultra exitosos con empresarios rezagados y en serios problemas; partidos políticos activos y revitalizados, con organizaciones políticas partidistas que no los alumbra ni el sol; jóvenes estudiosos que saben qué quieren lograr en la vida con hordas de egresados de nuestro maravilloso sistema educativo que apenas saben leer y escribir. Lo mismo ocurre en el plano ideológico, donde la dispersión es igualmente notable: algunos mexicanos quieren más gobierno, en tanto que otros quieren menos; unos consideran que las soluciones deben encontrarse dentro de nuestras fronteras, en tanto que otros creen que debemos integrarnos al resto del mundo; unos creen que debemos ver hacia el norte, en tanto que otros juran por el sur. En estas condiciones, ningún gobierno puede pretender imponer soluciones sobre el conjunto. Más bien, debe abocarse a crear condiciones que hagan propicio el desarrollo individual, con todos los apoyos y soportes de los que es responsable el gobierno y que son cruciales para reducir o eliminar las desigualdades que caracterizan a la población y sin cuya solución el desarrollo es simplemente inconcebible.
No cabe la menor duda que el desarrollo del país no se va a dar bajo el paradigma de un gobierno que impone su voluntad y actúa como si toda la población fuese ignorante e incompetente. De haber querido un gobierno así, la ciudadanía habría mantenido en el poder al partido que se especializaba en esos menesteres. Pero un cambio de paradigma implica una redefinición cabal, casi radical, de la función del gobierno en todos los ámbitos de la vida, más no necesariamente un cambio igual de radical en las funciones cotidianas del gobierno. Esta aparente contradicción no lo es tal: obviamente, el gobierno tiene que seguir siendo responsable de mantener los equilibrios macroeconómicos, la seguridad pública y nacional y la disminución acelerada de la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, el por qué del gobierno y el para qué de su función deben cambiar en manera fundamental.
De entrada parece evidente que las responsabilidades esenciales de la función gubernamental no se alteran por el hecho de que haya habido un cambio de gobierno; lo que sí cambia (o puede cambiar) es en cómo éste decide llevarlas a cabo. Por décadas, un gobierno tras otro se dedicó a intentar cercenar la capacidad creativa del mexicano. Todo se valía con tal de que la burocracia se saliera con la suya, así fuera en los programas de desarrollo o en la construcción de infraestructura, en el diseño de los programas contra la pobreza o en la legislación en materia de inversión extranjera. Aunque esos excesos se fueron diluyendo a lo largo de los últimos tres lustros, la realidad, como muestran las políticas aduanales, educativas y de comunicaciones, es que la burocracia ha seguido imponiendo sus propias preferencias. Lo que el país requiere es la liberación de todas esas enormes fuerzas y recursos con que cuentan los mexicanos y que nunca se les ha permitido desarrollarse y prosperar. Así como un enorme número de mexicanos resulta ser exitosísimo al salir de nuestras fronteras, el nuevo gobierno le puede dar una oportunidad similar a todos los mexicanos que viven dentro de ellas. Ese sería el primer gran cambio que el nuevo gobierno podría llevar a cabo: hacer posible que los mexicanos se desarrollen, nada más complicado que eso. Si el próximo gobierno lo logra, habrá transformado al país de verdad.
En su actuar cotidiano, en lugar de grandes reformas y proyectos de desarrollo inalcanzables, sería deseable que el nuevo gobierno se abocara a pequeños cambios, pequeñas correcciones que sirvan para afianzar lo existente, a la vez que se corrigen los excesos, los abusos y los errores que existen por doquier. Pequeños cambios legislativos aquí y allá, más que grandes rediseños constitucionales, permitirían irle dando forma a un nuevo país, a partir del cambio general de dirección que estableciera el gobierno. Si uno ve para atrás, cientos de enmiendas constitucionales no tuvieron ni el menor impacto favorable (porque negativos los hay por todas partes). Por otra parte, si uno analiza el efecto trascendental que han tenido unas cuantas iniciativas verdaderamente relevantes, como el TLC, el IFE y el TRIFE, la renovación de la Suprema Corte de Justicia y el fin del desazo, es evidente que lo que se requiere no es el rediseño de todo lo existente, sino solo una nueva manera de ser del propio gobierno: una nueva concepción de su papel en la economía y en la sociedad.
Si se prosigue con la despolitización sobre todo la desburocratización- de la vida cotidiana de los mexicanos en sus diversos ámbitos de acción, el país cambiaría de naturaleza. Despolitización o desburocratización no implican una pretensión absurda de separar y compartimentalizar ámbitos de la vida pública; más bien, implica que el gobierno, a través de los procedimientos existentes y con la participación, donde corresponda, del Congreso, define reglas generales del juego y deja que la sociedad actúe dentro de ellas. Es decir, que el gobierno se convierta en una fuente permanente de certidumbre en lugar de perseverar en lo contrario. Quizá la diferencia fundamental entre muchos de los países asiáticos más exitosos y muchos de los latinoamericanos es que allá las reglas del juego son claras y no cambian en el curso del tiempo, mientras que aquí todos los gobiernos se sienten con la necesidad y el derecho de reinventar el mundo cada seis años (y, en ocasiones, con mayor frecuencia). Por ello, si Fox quiere efectivamente comenzar a cambiar nuestro mundo, debería empezar por cambiar pocas cosas y, paradójicamente, así lograr cambios muy grandes. El secreto reside en crear el marco propicio y dejar que el resto sea iniciativa de la población. Nada más radical que eso.