Cambio de personas o de paradigma

Luis Rubio

Vicente Fox ha afirmado en repetidas ocasiones que un cambio de personas en el gobierno va a traer consigo una transformación en la manera de gobernar. La idea es muy atractiva: sustituir a los corruptos de antes por personas impecables, limpias y no contaminadas por tantos años de permanencia en el gobierno. Sin embargo, gobiernos no priístas que han llegado al poder a nivel estatal con ese mismo ánimo renovador, han acabado por reconocer que el problema no es de personas, sino de estructuras institucionales, de incentivos y de la manera en que opera el gobierno en general. Si Vicente Fox quiere de verdad transformar el ejercicio de gobierno, lo importante será que empiece por crear condiciones nuevas para que su administración efectivamente sea diferente.

Uno de los grandes retos que va a enfrentar la próxima administración es el de construir sobre lo que existe y, a la vez, producir resultados distintos. Se dice fácil, pero la propensión natural de cualquier gobierno que arriba al poder en condiciones en las que lo hace Vicente Fox -es decir, rompiendo las tendencias, abriendo nuevo camino y logrando una enorme legitimidad- es la de negar lo existente y pretender que cualquier cosa que se haga en adelante será más valiosa que todas las que se hicieron en el pasado. Es posible que los resultados, al final del sexenio en el 2006, justifiquen esa arrogancia; pero sería más sano y más realista reconocer lo existente lo bueno y lo malo, por supuesto- y comenzar a construir sobre ello. Una manera de comenzar sería transformando el entorno en el cual van a operar los funcionarios del nuevo gobierno.

El triunfo de Vicente Fox implica, por lo menos, un cambio de régimen. Esto quiere decir que habrá un cambio profundo en las relaciones políticas, que se redefinirán los mecanismos para resolver conflictos y que habrá nuevas formas de operar en el gobierno. La manera en que el presidente electo pretende seleccionar a los miembros de su gabinete, rompiendo de raíz con las formas tradicionales de la política mexicana, ilustra todo lo innovador que puede ser la nueva administración. En cualquier caso, el solo hecho de que el grupo gobernante provenga de un partido distinto, de un sector diferente de la sociedad mexicana, implica que habrá cambios profundos en el viejo estilo de gobernar. Cualquiera que tenga dudas de lo anterior no tendría más que observar cómo se rasgan las vestiduras todas aquellas personas que por décadas habían medrado en torno al gobierno y que ahora temen por sus ingresos y, en general, por su modus vivendi.

Pero un mero cambio de personas en el gobierno probablemente no sería suficiente para lograr todos los objetivos que Fox se ha planteado. La gran pregunta es si el próximo gobierno intentará un verdadero cambio de paradigma: una nueva manera de gobernar, fundamentada en reglas del juego diferentes (y, por supuesto, escritas y conocidas por todos). Un nuevo paradigma no implicaría ignorar el pasado, sino reconocerlo por lo que fue: una etapa muy importante en la vida social, económica y política del país -que, con todos sus vicios, pero también sus virtudes (que las hay, y muchas)-, constituye el basamento sobre el cual tiene que construirse un país mejor, con más oportunidades para el desarrollo. Por sobre todas las cosas, un nuevo paradigma implicaría la posibilidad de romper con los vicios, las mafias, los obstáculos al desarrollo. Puesto en otros términos, no hay manera de resolver problemas fundamentales como la inseguridad pública, la corrupción institucionalizada y la burocratización presente en la vida cotidiana de los mexicanos, sin cambiar de paradigma. Un cambio de régimen no implica necesariamente un cambio de paradigma.

Un cambio de paradigma entrañaría tanto la decisión de alterar el curso del país como acciones concretas y específicas en diversos frentes. Vayamos por partes. El triunfo de Vicente Fox implica la desarticulación del PRI tradicional porque le quita al partido su centro de coordinación y su mecanismo último de control. Es decir, el hecho de que Fox asuma la presidencia hace que el PRI pierda una de sus características medulares: la del control centralizado. Esto no conlleva a que el PRI pierda todo su poder o su capacidad de acción, pues el poder proviene de fuentes reales, como las gubernaturas, los sindicatos y demás, pero sí implica que su ejercicio va a depender de la habilidad que logren los priístas para coordinarse. Pero el hecho de que el PRI se encuentre en la mitad de un torbellino de cambios (que sin duda se van a agudizar después del primero de diciembre) y que un partido distinto ocupe la presidencia no garantiza que el país inaugure una manera distinta de gobernar. Puesto en otros términos, sería un error suponer que el problema del gobierno mexicano y de la corrupción, la inseguridad, etcétera- depende de las personas. El problema radica en el sistema de incentivos y de reglas que fueron creadas para preservar el poder por encima de cualquier otra consideración. Por ello, lo que el nuevo gobierno tiene que hacer es modificar esos incentivos de raíz.

La disyuntiva para Fox es intentar un mejor gobierno a partir de la composición de su próximo gabinete, o construir un nuevo paradigma que transforme la forma de gobernar. Un mejor gobierno entrañaría la selección de un grupo de funcionarios y colaboradores identificados de manera cuidadosa y novedosa, no a partir de amistades, relaciones previas o lealtades existentes, es decir, un cambio de personas que, por sus calificaciones personales, harían las cosas de manera diferente y honesta. Un gobierno de esa naturaleza llevaría a cabo cambios mínimos en las estructuras institucionales existentes (no estaría entre sus objetivos hacerlo) y, en la mayoría de los casos, ajustaría su acción a los efectos producidos por los cambios que originará la derrota del PRI en las elecciones pasadas. Los cambios que esta manera de proceder traerían consigo no serían pequeños. A final de cuentas, la sola desarticulación del PRI nacional, el fin de los acuerdos entre miembros del gobierno a partir de relaciones de lealtad y compromiso partidista y la desaparición de las complicidades implícitas en las reglas no escritas del sistema, constituirían cambios dramáticos. A ello habría que agregar las negociaciones que sin duda tendrán lugar entre los gobernadores del PRI y el presidente Fox, precisamente para definir reglas del juego sobre temas diversos pero que comenzarían con algunos tan básicos como el establecimiento de garantías para la transferencia oportuna y predecible de los fondos que corresponden a cada estado. En el pasado, esas transferencias con frecuencia acababan estando sujetas a negociaciones particulares, siempre dependientes de esas reglas no escritas. Es evidente que tanto Fox como los gobernadores, para no hablar de los mexicanos en general, ganarían mucho por el solo hecho de definir reglas de comportamiento a ese nivel.

Si bien todas esas transformaciones serían muy significativas y benéficas, probablemente serían insuficientes para transformar la manera de funcionar del gobierno. Gobernadores del PAN, del PRD y de alianzas opositoras se han encontrado con que un cambio de personas en el poder no garantiza un cambio en el comportamiento de esas personas. La razón es simple: las instituciones, las formales y las informales, generalmente acaban por imponerse sobre cualquier buena intención. Si las reglas del juego favorecen un entorno en el cual el funcionario tiene excesivas facultades discrecionales no acotadas, lo más probable es que éste acabe siendo arbitrario. Si uno observa la manera en que el gobierno ha tomado decisiones a lo largo de los años, es claro que la arbitrariedad es una propensión natural y permanente. Pero esa propensión es producto de las reglas del juego y no necesariamente de las personas. En la actualidad, las instituciones existentes le confieren un poder extraordinario (y obviamente excesivo) a la burocracia, lo que le lleva a tomar decisiones arbitrarias. Lo primero que habría que hacer es reducir esas facultades y dejárselas al mercado, de tal suerte que el funcionario gubernamental se limite a lo que efectivamente debe ser su responsabilidad: asegurar el mayor bienestar posible a través de regulaciones idóneas.

Un cambio de paradigma implicaría, en consecuencia, la transformación institucional, la creación de un régimen de transparencia, la diseminación integral de la información disponible y, en general, la incorporación de la sociedad en la toma de decisiones. El objetivo sería imponerle límites a los funcionarios públicos a fin de que sus acciones, al ser visibles por todos, sean efectivamente distintas a las del pasado. Es evidente que la apertura informativa, en el más amplio sentido de la palabra, se daría en el contexto de una sociedad que, a fuerza de golpes, se ha hecho escéptica y suspicaz. Además, gran parte de la población no sabría qué hacer con esa información. Sin embargo, el principio más elemental de cualquier gobierno que se dice democrático es el de darle los instrumentos a la población para que ésta se eduque, aprenda, se comprometa y, al cabo del tiempo, se convierta en un efectivo interlocutor. Igual que el gobierno va a experimentar inevitables dificultades para comenzar a generar resultados, la población también va a requerir del tiempo para adaptarse a las nuevas circunstancias. A final de cuentas, la responsabilidad que crecería de la mayor disponibilidad de información es el mejor antídoto al abuso por parte de la burocracia, pero también a las expectativas excesivas.

Los augurios para el próximo gobierno difícilmente podrían ser más positivos. Pero eso no puede llevarlo a dormirse en sus laureles. El país ha evolucionado de la manera en que lo ha hecho por el conjunto de instituciones, incentivos, reglas que han motivado un comportamiento político y gubernamental en lugar de otro. Lo que hay que transformar, por lo tanto, son esas instituciones e incentivos, sin pretender que se está reinventando al mundo. De lograrse un cambio de esa naturaleza se estarían al menos construyendo los cimientos de un nuevo tipo de administración. Además, no es descabellado pensar que un nuevo entorno forzaría a los partidos de oposición a reformarse y a comenzar a ver el futuro en lugar de seguir consumiéndose con las glorias de un pasado que no tiene ninguna posibilidad de volverse a presentar.