Prioridades inexorables

Luis Rubio

La agenda interna domina el panorama político. En la medida en que avanza el eterno periodo de transición que va de la elección a la toma de posesión del nuevo gobierno, resulta cada vez más evidente que el país tiene dos agendas muy distintas, pero una prioridad muy clara. Si bien el cambio político que estamos experimentando es enorme y sin duda va a tener repercusiones y ramificaciones en todos los ámbitos de la vida nacional, no cabe la menor duda de que son los temas internos los que van a dominar el debate, las iniciativas y el conflicto en el futuro mediato.

Por más que parezca insólito, el proceso de transición de una administración a la otra ha avanzado sin conflictos y sin raspaduras. Ambos equipos parecen reconocer que el objetivo común llegar al primero de diciembre sanos y salvos- es la mejor receta para el éxito mutuo. Pero más allá de los intereses e incentivos que motivan a la administración saliente, lo más notable es la celeridad con la que infinidad de miembros del PRI los que se hacen llamar distinguidos y otros que no lo son tanto- se ha cuadrado frente a Vicente Fox. Como si el cambio fuese exclusivamente de personas en el poder, la nueva alineación sugiere que, para los priístas, es perfectamente aplicable el viejo dicho inglés de el rey ha muerto, viva el rey. Acostumbrados a vivir del presupuesto, esos individuos no pueden concebir opción alguna a la cercanía al gobierno y a los empleos y oportunidades que éste genera. Sin embargo, para Fox y para el país- esta evolución de las cosas entraña el enorme peligro de que todo siga igual, de que el cambio prometido se quede en eso, en una promesa. Y, más importante, de que, por omisión, su sexenio acabe mal.

La economía y la política son los dos grandes temas que se debatieron a lo largo de la campaña presidencial, por lo que es ahí donde se han construido inmensas expectativas de transformación. En el ámbito económico, la promesa se resume a un número: al siete por ciento de crecimiento que Fox planteó como necesario para poder lograr revertir la pobreza, satisfacer la demanda de empleo, elevar el ingreso de los mexicanos y salir del hoyo de la desigualdad que tradicionalmente ha caracterizado al país. Por el lado político, la promesa de cambio se refiere al desarrollo de un sistema político representativo, a la terminación de la impunidad, al desarrollo de mecanismos de participación para la población y a la consolidación de un régimen político estable y predecible. En ambos campos, la complejidad es enorme y las expectativas todavía mayores.

La agenda económica es muy clara en cuanto al objetivo, pero difícil en lo que respecta a los medios para alcanzarla. Desde la campaña, cuando el tema de la tasa de crecimiento se tornó en un tema de debate, Fox salió airoso al proponer que el tema del crecimiento no debía limitarse a la discusión de los impedimentos existentes en este momento, sino que debía partir del punto exactamente contrario: ¿qué tenemos que hacer para que sea posible alcanzar tasas del siete por ciento de crecimiento de una manera sostenible por un periodo prolongado? El planteamiento no requiere discusión alguna; pero las respuestas evidencian la enormidad del reto.

La explicación tradicional de por qué no puede crecer la economía a tasas mayores a las históricas se remite a la supuesta problemática fiscal del gobierno. Según esa lógica, la economía crece tanto como el gobierno puede propiciar la demanda interna; es decir, en palabras llanas, mientras mayor el gasto público, mayor la tasa de crecimiento. Este principio llevó a que sucesivos gobiernos en los setenta y ochenta mantuvieran presupuestos de gasto muy superiores a sus ingresos, suponiendo que las tasas de crecimiento de la economía serían suficientemente altas como para que la recaudación fiscal posterior evitara una crisis financiera en el gobierno. Desafortunadamente, la realidad probó ser más cruel que la promesa del crecimiento: si bien las tasas de crecimiento se elevaron, los precios comenzaron a crecer, la deuda se elevó de una manera dramática y, como dice el cuento, el resto es una historia de crisis sucesivas.

La manera en que Fox planteó el problema abre un enorme espectro de posibilidades y oportunidades, pero también de riesgos. Si uno observa las elevadísimas tasas de crecimiento (de más del 7%) que la economía ha estado alcanzando en lo que va de este año, es evidente que la explicación tradicional estaba equivocada. La economía ha estado creciendo porque las exportaciones siguen generando una poderosa demanda. Sin embargo, a pesar de ello, persisten enormes rezagos, vastas regiones del país que no son parte de ese crecimiento y una gran porción de la población que, aunque haya visto mejorar su situación, dista mucho de formar parte integral de este micro boom. La experiencia de este año muestra que lo que el país requiere no es más gasto público (y, quizá, ni siquiera mayores incrementos en la recaudación, aunque su distribución ciertamente podría ser mejor), sino acciones muy agresivas en ámbitos que impiden la generalización del crecimiento y el crecimiento acelerado de la productividad. Los más notables de éstos son sin duda la educación (comenzando con la primaria, pero también la tecnológica y universitaria), la infraestructura, las prácticas monopólicas, los obstáculos de orden municipal, fiscal y de seguridad social al establecimiento y desarrollo de nuevas empresas, y la ineguridad pública, jurídica y patrimonial. Todos y cada uno de estos rubros requieren acciones decididas, un gran manejo político, confrontaciones con grupos interesados en el statu quo y un claro sentido de dirección.

La agenda política no es menos imponente, pero mucho más intrincada. A diferencia de la economía, en el terreno político hay prácticamente consenso en el sentido de que el viejo sistema político dejó de funcionar (o que no satisface las necesidades de la población) y que, con excepción de algunas actividades o sectores, como la Suprema Corte de Justicia y las instituciones electorales, el aparato político requiere una reconstrucción integral. Sin duda, las primeras prioridades de la agenda política tienen que ser las prácticas: la conformación del gabinete, la relación entre el nuevo ejecutivo y el congreso, el manejo de las personas, grupos y partidos que apoyaron la coalición ganadora en la pasada elección, y así sucesivamente. Pero, más allá de los primeros pasos, la agenda política de largo plazo, la que tiene que ver con la reconstrucción institucional y con la verdadera transformación del país, va a convertirse en el meollo de la acción del gobierno y de las presiones que éste va a recibir de todas partes.

El contenido conceptual de la agenda política no es difícil de precisar: se requiere un pacto social con la ciudadanía (y de vehículos concretos para que este opere); la definición de reglas del juego claras y transparentes para la interacción política; la definición precisa de los atributos y responsabilidades del gobierno; y el desarrollo de un poder judicial fuerte e independiente que permita dirimir diferencias, hacer cumplir los contratos y, en general, conducir hacia un estado de derecho integral. En términos llanos, estos objetivos se traducen en puntos muy específicos: primero, darle forma a la nueva categroría de ciudadanos -esa población que decidió abandonar su característica de súbitos para contratar a un nuevo gobierno-, lo que implica medios para que la población se exprese y haga valer sus derechos, incluyendo el de demandar cuentas precisas por parte de los funcionarios públicos; segundo, una prensa moderna que informe y contribuya a la formación de opinión, independiente del gobierno y sujeta a reglas internacionalmente reconocidas; tercero, la conformación de un gobierno con atribuciones claramente determinadas y por escrito (sin reglas no escritas), con responsabilidades precisas y suficientes para poder actuar pero no abusar; cuarto, una profunda reforma del poder judicial por debajo de la Suprema Corte; y, quinto, un cambio radical en los incentivos que en la actualidad tienen los partidos políticos y los legisladores, a fin de que todos ellos vean al ciudadano al votante- como su razón de ser, su objetivo específico y, en última instancia, su patrón.

Todos y cada uno de estos elementos, tanto en lo económico como en lo político, entraña un sinnúmero de complejidades y riesgos. Avanzar en estos terrenos va a implicar destruir sindicatos ficticios, fortalecer entidades representativas, independizar actividades clave, organizar coaliciones y alianzas y, en general, introducir una dinámica de cambio dentro de un nuevo marco institucional que, paulatinamente, permita ir reduciendo los conflictos violentos y, en paralelo, desarrolle mecanismos institucionales para que la nueva interacción social y política se conduzca, cada vez más, dentro de cauces que creen legitimidad e impidan la resolución violenta de diferencias.

De una manera u otra, la gran responsabilidad, y el desafío, del nuevo gobierno reside en ir educando a todos los actores políticos a comportarse de una manera distinta. A diferencia del régimen priísta, que vivía de las presiones permanentes que sus propios integrantes generaban (y que llevaba a que todos sus integrantes negociaran permanentemente consigo mismos), el régimen de Fox, que él mismo ha planteado como de transición, tiene que abocarse a crear un nuevo entorno institucional que permita una interacción respetuosa entre las partes, sean éstas partidos, legisladores, ciudadanos o grupos de interés particular. Su éxito, o su fracaso, va a residir menos en la consecución de grandes cambios constitucionales (de los que nuestra historia está saturada) que de pequeñas transformaciones institucionales que vayan creando mecanismos de resolución de disputas y cauces para la participación política. Una labor persistente en la creación de condiciones que favorezcan la resolución de conflictos en un entorno de legalidad (definido no por el gobierno, sino por un poder judicial independiente al que toda la población tenga acceso) va a hacer más por el crecimiento de la economía y por la consolidación de la democracia que mil acciones personalistas y no institucionales. Lo que México requiere es el compromiso de que su próximo presidente va a abocarse a la creación de soluciones genéricas y no al manejo micrométrico de cada conflicto (sin resolverlo), pues para eso el PRI se pintaba solo.