Nuestro persistente primitivismo

Luis Rubio

El viejo chiste de los tres sobres que le deja un presidente a su sucesor es muestra fehaciente del enorme trecho que todavía nos falta por caminar en aras de alcanzar una verdadera modernidad. Según ese cuento, el presidente saliente le deja tres sobres al entrante, con la indicación de que abra un sobre cada que se encuentre ante un problema grave. Llegado el día en que los problemas parecían imposibles de resolverse, el nuevo presidente abre el primer sobre, para encontrarse con que su predecesor le dice que lo culpe a él de todos los males. Cuando viene el momento de abrir el segundo sobre, el presidente se encuentra con la sugerencia de que se culpe a la situación internacional. El tercer sobre dice, simple y llanamente, prepara otros tres sobres. Nuestro problema como país se puede resumir precisamente en el hecho de que este chiste siga teniendo un sentido de validez: en lugar de instituciones sólidas, un servicio civil de carrera eficiente y profesional y un Estado de derecho consolidado, lo que tenemos es una fuerte dependencia permanente en chivos expiatorios que ya no dan el ancho. Además, aunque es posible que hace décadas, en un mundo menos complejo y dinámico, los tres sobres hubiesen sido suficientes para darle vuelo y oxígeno a un gobierno a lo largo de todo un sexenio, los sobres se extinguen cada vez con más celeridad; en este sexenio no duraron ni un año. A juzgar por la sucesión de crisis en los últimos treinta años, es evidente que el país enfrenta serios problemas institucionales y que los sobres no hacen sino acrecentar el tamaño del problema. Es tiempo de cambiar la lógica del gobierno en su integridad.

Prácticamente no ha habido un solo gobierno entre 1970 y el presente en que los gobiernos no hayan comenzado culpando al anterior de todos los males habidos y por haber. Ciertamente, en muchos casos no faltaban buenas razones para culpar al predecesor de los males heredados. Pero el problema no reside en el predecesor o en el sucesor en cada coyuntura sexenal, sino en el hecho de que haya males heredados. El recientemente publicado libro del expresidente Carlos Salinas es un buen ejemplo del problema que enfrentamos: el libro argumenta con gran habilidad, inteligencia y fuerza analítica las circunstancias específicas que caracterizaron cada coyuntura y decisión que el autor enfrentó como presidente. Una buena parte del libro se aboca a explicar las condiciones económicas en que el país llegó al fin de su sexenio y a las que el gobierno actual culpó de causar la crisis del fin de 1994. Más allá de los incidentes específicos, lo que resulta meridianamente claro de la argumentación del expresidente es que efectivamente existían problemas serios en noviembre de 1994 pero que, de haberse manejado con más ecuanimidad en los meses anteriores al fin de ese sexenio y con una mayor astucia y visión por parte del nuevo, se hubiera evitado una crisis como la experimentada en los meses subsiguientes.

El problema de fondo era menos lo que había hecho (o dejado de hacer) el gobierno saliente o lo que hizo mal el gobierno entrante, que el hecho de que no hubiera mecanismos institucionales que permitieran despolitizar el proceso de transición. Desde la perspectiva de la ciudadanía, lo importante en toda coyuntura de transición no es qué pretendía o logró hacer el gobierno de antes o lo que se propone modificar el gobierno siguiente, pues los resultados de su gestión se verán en el largo plazo. Lo que le concierne a la ciudadanía en su vida cotidiana es que el país cuente con una situación de estabilidad económica que le permita realizar sus actividades diarias sin estar permanentemente sujeta al riesgo de una devaluación, al crecimiento desorbitado de los precios o al embate del más reciente programa gubernamental de ajuste. Esa es la realidad de un ciudadano norteamericano, británico o francés, cuya vida diaria transcurre sin que el mundo se caiga encima cada seis años. Desafortunadamente esa dista mucho de ser nuestra realidad.

La latitud y poder discrecional tan enormes con que cuenta un gobierno tienen consecuencias sumamente severas sobre el desempeño de la economía y, en general, de las funciones gubernamentales. Si uno se va al nivel administrativo más bajo, al municipal, en el país no contamos con la función más elemental con que cuentan los ciudadanos de países desarrollados: un administrador profesional (y permanente) que le reporta a los políticos electos por la población para gobernarlos. Ese funcionario es el responsable de la pavimentación, del alcantarillado y, en general, de la administración del municipio. Los políticos electos, por su parte, son los responsables de decidir en materia de nuevos desarrollos, si construir una nueva planta para el tratamiento de aguas o si modificar el sistema de transporte municipal. Es decir, uno se aboca a los temas cotidianos y otro a los estratégicos. Ambos son cruciales para el ciudadano, pero el hecho de que cambie el gobierno los políticos responsables de los temas estratégicos- no cancela el profesionalismo de la administración cotidiana. El ciudadano puede contar con calles adecuadamente mantenidas y alumbradas, un sistema de limpia y demás servicios municipales independientemente de la capacidad y éxito de la gestión política. Eso que no tenemos a nivel municipal ni estatal lo deberíamos tener a nivel federal.

Una administración profesional, debidamente supervisada por el poder legislativo y limitada en sus funciones por medio de una serie de mecanismos que hacen visible y transparente su función no podría haber incurrido en los excesos del gobierno de Carlos Salinas ni en las fallas y errores del gobierno de Ernesto Zedillo por la simple razón de que su labor habría estado constantemente vigilada pero, sobre todo, porque sus incentivos no habrían sido los de ganar una elección o los de evitar una devaluación, sino los de asegurar una administración estable, independientemente del momento específico del ciclo político. Desafortunadamente, el viejo sistema priísta no era conciliable con una administración profesional, toda vez que su racionalidad no era la de servir a la ciudadanía, sino la de satisfacer las demandas y ambiciones de los grupos e intereses que vivían del sistema y que lo habían hecho posible a partir del fin de la década de los veinte. En otras palabras, el problema continuo que hemos experimentado en las últimas décadas se reduce al hecho de que el sistema político imperante no daba margen para la existencia de una administración profesional, pues todo estaba diseñado para que el grupo o pandilla que llegara al poder pudiera hacer de las suyas. La crisis de 1994-1995 pero, sobre todo, el resultado electoral de julio pasado, hacen evidente que ese sistema ya no es sostenible. La pregunta es cuál puede ser la alternativa.

El hecho de que llegue al poder un gobierno originado en un partido distinto al PRI sin duda cambia la racionalidad inherente a la administración presidencial, pero no garantiza que el país experimente un cambio profundo en la manera en que se le gobierna. En realidad, los problemas pueden ser tanto mayores precisamente porque se trata de una administración que llega al gobierno sin un andamiaje político e institucional consolidado. Los priístas se transferían el gobierno de unos a otros cada vez con más problemas, como evidencian las crisis sexenales- gracias a que existía una estructura de apoyos políticos que se comprometían a sustentar al gobierno nuevo en el poder a cambio de que se mantuviera vigente el sistema de acceso a la riqueza y al poder del que por décadas se habían nutrido los contingentes priístas y todos los grupos directa o indirectamente asociados o dependientes del mismo. De esta manera, nos encontramos con que Vicente Fox llegará al gobierno con un mandato de cambio, pero a enfrentar una realidad política consolidada que no es la suya. Su opción de entrada es la de sumar a esos intereses a su proyecto, combatirlos o comprar tiempo para más adelante poder enfrentarlos con una mayor probabilidad de ganar.

De entrada, sería suicida llegar a combatir todos los males y corruptelas que son la esencia tradicional del sistema. Sin embargo, dadas las expectativas que Fox generó en su campaña, lo contrario sería igualmente suicida: es decir, Fox tampoco puede llegar a enfrentar a todos los grupos de interés, alterar todas las reglas del juego y reemplazar a todos los funcionarios públicos clave sin correr el riesgo de caer en la peor de todas las crisis de la historia del país. A diferencia de sus predecesores priístas, Fox llega sin una red de apoyos e instrumentos suficientemente desarrollados como para tomar control de todos los grupos, intereses y recovecos que existen en el sistema; por otra parte, en franco contraste con todos sus predecesores, llega al gobierno con un amplio apoyo popular y con una legitimidad inigualable. El problema es que muchos de los grupos e intereses que han depredado del sistema ven a Fox como una enorme amenaza, lo que previsiblemente los va a convertir en oposición militante. La alternativa para Fox no es la de destruir a todos los grupos de interés, pues tal cosa es imposible en cualquier sociedad; su embate tiene que dirigirse hacia la institucionalización de todos esos grupos a fin de que se dediquen a perseguir sus intereses de una manera transparente, abierta y legítima.

Las sociedades se integran por personas, grupos, asociaciones e intereses, todos los cuales buscan maximizar los beneficios a que se sienten acreedores. Todos y cada uno de ellos son constituyen intereses legítimos que la sociedad debe aceptar y reconocer como tales. Sin embargo, lo que ninguna sociedad puede tolerar es que esos intereses, cualquiera que sea su origen o sustento, pongan en entredicho el devenir normal de la sociedad por medio de amenazas de paros, violencia o acciones extra institucionales. La institucionalización se convierte en un mecanismo que permite no sólo darle cauce a sus legítimas aspiraciones y deseos, pero también límites a su actuar extra legal. En este sentido, en la medida en que el próximo gobierno proceda a legitimar por medio de la institucionalización a grupos tan diversos como sindicatos violentos y guerrilleros encapuchados, políticos que viven de la tenebra y periodistas corruptos, el país podrá avanzar hacia un entorno de civilidad, administración profesional y, por lo tanto, estabilidad y legalidad. Las opciones para Fox no son muchas ni fáciles, pero acabar con el primitivismo político que seguimos viviendo debería ser una de sus primeras prioridade