Luis Rubio
Los gobernadores priístas se pronuncian por que se incrementen las transferencias de dineros federales, a la vez que se oponen a que se incrementen los impuestos al consumo. Sólo le faltó a ese grupo de gobernadores demandar que el gobierno federal absorba sus deudas, eleve la inversión en infraestructura y los compense por décadas de desgobierno de presidentes emanados de su propio partido. De hecho, no hay mexicano alguno que no quisiera exactamente lo que demandan esos gobernadores: más ingresos, menos impuestos y que alguien más sufrague el gasto gubernamental. Este tipo de irresponsabilidad es inevitable en la situación actual porque, a final de cuentas, los gobernadores y la población en general- no tiene ni el menor incentivo para ser responsable y actuar como los estadistas que el desarrollo del país requeriría. Es por ello imperativo alterar esos incentivos o seguiremos siendo un país más digno del tercer mundo que del primero al que las recientes elecciones nos dieron la oportunidad de aspirar.
En un país normal, si un gobierno estatal pretende realizar gastos superiores a sus ingresos desarrolla un programa de gasto e inversión y lo somete a la venia de la población para que ésta acceda a pagar mayores impuestos y, a través de estos, se financien los programas gubernamentales. Ese proceso de concepción de planes y programas de desarrollo, presentación de los mismos ante la ciudadanía, convencimiento de la población y vinculación de los programas de gasto con los de recaudación es la esencia de la democracia. Es ahí donde se encuentran los gobernantes con los ciudadanos y donde los segundos tienen la oporunidad de exigir la rendición de cuentas a los primeros. Quizá una medida más certera y realista de la profundidad de nuestra democracia que la electoral es la fiscal. Al día de hoy, esa calificación parece poco promisoria.
En el mundo al revés en que vivimos, la lógica fiscal y democrática no operan. Los gobiernos tanto a nivel estatal como federal- gastan tanto como pueden, incurren en déficits tan grandes como les permiten los mercados financieros (o el gobierno federal en el caso de los estados que todavía no tienen acceso directo a esos mercados) y pretenden engañar a todo mundo de manera permanente. De vez en cuando se exceden en su generosidd fiscal y el país entero experimenta crisis monumentales que llevan a un brutal retroceso económico que no sólo borra todo lo alcanzado en los años de gasto elevado, sino que crea enormes cosotos sociales y políticos. Nuestro mundo al revés parece diseñado para crear situaciones de crisis porque todo parece contruido de tal manera que los programas de gasto estén desvinculados de los impuestos, lo que lleva a que nadie quiera pagar impuestos y que todo mundo vea al gobierno como la encarnación terrenal de Santa Clos.
La política nacional se descentraliza en forma acelerada, pero no así el tema fiscal. Los gobernadores gozan de una creciente libertad para decidir por su cuenta y para emprender iniciativas propias, situaciones que eran inconcebibles hace sólo unos cuantos años. Pero a lo largo de la última década, el gobierno federal transfirió una infinidad de responsabilidades hacia los estados, abriendo con ello oportunidades de desarrollo político nunca antes vistas. Lo que no ha cambiado mayor cosa es la propensión de esos mismos gobernadores a demandar que sea el gobierno federal el que los saque del hoyo cada vez que se presenta la oportunidad.
En honor a la verdad, los gobernadores no hacen más que seguir los incentivos que tienen frente a ellos de una manera por demás racional. El gobierno federal siempre parece dispuesto a satisfacer las demandas de los gobernadores, razón por la cual su reacción natural y permanente es la de demandar transferencias federales cada vez más grandes. Además, se dan el lujo de indicarle al gobierno federal que no les parece la manera en que éste recauda los impuestos o la forma en que los podría recaudar en el futuro. Porque no ser irresponsable si todo en nuestro sistema conduce a la irresponsabilidad. Más aún ahora que los mecanismos de control que los presidentes priístas ejercían sobre los gobernadores están a punto de desaparecer. La realidad es que los gobernadroes demandantes están poniendo a prueba a Vicente Fox; ante ello, la naturaleza de su respuesta va a ser clave para lo que siga.
Por varios años, el país se ha movido hacia una creciente descentralización en materia de gasto; sin embargo, ésta no ha venido acompañada de una mayor recaudación de impuestos a nivel estatal o local. En lugar de favorecer un federalismo fiscal, la tendencia reciente ha sido la de incrementar las transferencias de fondos federales a los estados y municipios. Esto, aunado a la frecuente condonación de deuda que la federación realiza a favor de gobiernos subnacionales, no hace sino alimentar una creciente irresponsabilidad fiscal. Esta situación es insostenible, pero nadie parece dispuesto a percatarse de ello o a reconocerlo. Tanto por razones de desarrollo político (que exige transparencia en el ejercicio del gasto como compromiso por parte de la ciudadanía a través del pago de impuestos), como por razones estrictamente económicas, es imperativo modificar los incentivos que actualmente enfrentan estados y municipios a fin de que estos desarrollen fuentes de recaudación y financiamiento a nivel local, sobre todo a partir del impuesto predial y del cobro del agua, los dos impuestos que, en la actualidad, son estrictamente de su competencia.
Si uno observa la recaudación en su conjunto, la primera impresión que uno recoge no es errada: la abrumadora tajada de los impuestos y de lo recaudado es de carácter federal: los estados apenas recaudan un 2% del total, comparado con 43% para Canadá, 42% para Argentina, 37% para Brasil y 31% para Estados Unidos. Visto desde esta perspectiva, aunque sin duda parte del problema recaudatorio que enfrenta el país se origina en la complejidad inherente al cumplimiento de las obligaciones fiscales y en la evasión simple y llana, una buena parte también tiene que ver con el hecho de que existe una extrema centralización política que se refleja en la política de recaudación fiscal. Esto produce incentivos perversos: como el gobierno federal es quien recauda, los estados y municipios no tienen más incentivo que el de demandar más recursos. En lugar de desarrollar una política saludable de recaudación de impuestos a nivel local, las autoridades estatales y municipales han hecho gala de su creciente habilidad para realizar transacciones políticas con la federación. Por ello, mientras que las transferencias a los estados se duplicaron a lo largo de la última década como proporción de los ingresos federales, en este mismo periodo se ha desmoronado la recaudación del impuesto predial y ha disminuido el pago de las cuotas de agua. Todo esto ha hecho más dependientes a los estados y municipios de la federación, alejando con ello, además, el desarrollo político que la recaudación fiscal puede entrañar. La recaudación a nivel estatal y municipal tiene la virtud de obligar a que causantes y gobierno se acerquen y, por lo tanto, contribuye a elevar la legitimidad del gobierno. No es casualidad que los gobernadores se den el lujo de quejarse del gobierno federal, demandar más gasto y criticar sus fuentes de ingreso. Para qué ser responsables si todo les invita a ser irresponsables.
Dos cifras revelan la seriedad del problema: por una parte, casi la mitad del total del agua que se entrega a los municipios para su distribución no se paga. Y eso sin considerar que el precio al cual se cobra el agua sea sensiblemente inferior al costo de proveerla. Po otro lado, los números en torno al impuesto predial no son más alentadores: mientras que hay países, como Canadá, que derivan ingresos equivalentes al 3.8% del PIB por este concepto, México apenas logra el 0.3%. Lo que nos dicen las cifras es que las autoridades locales y estatales no tienen incentivo alguno para recaudar impuestos directamente de sus ciudadanos, puesto que es más simple demandárselos al gobierno federal. Esta situación evidencia una problemática no sólo económica, sino también política que, al igual que una reforma fiscal integral, tendría que ser resuelta en ese plano, el de la política.
Los gobernadores tienen toda la razón en demandar más recursos de la federación. Pero no por ello la federación tiene que elevar sus transferencias hacia los estados. Más bien, la solución al rompecabezas fiscal del país tendrá que venir de un cambio radical en los inventivos existentes. En lugar de realizar transferencias gratuitas, el gobierno federal tiene que establecer mecánicas que incentiven la recaudación de fondos a nivel local. Es decir, el gobierno federal debe desarrollar fórmulas que vinculen el crecimiento de la recaudación fiscal a nivel local con las transferencias federales: mientras mayor sea el crecimiento de la primera, mayor serán las segundas, y viceversa. También sería deseable ampliar el abanico de impuestos que los gobiernos estatales pudieran cobrar, vigilando exclusivamente que no se introduzcan todavía más distorsiones al sistema fiscal. En la medida en que los gobiernos estatales desarrollen cuentas fiscales limpias y sólidas, la situación fiscal del país en su conjunto mejorará.
Las consecuencias políticas de un cambio en la relación fiscal entre el gobierno federal y los gobiernos estatales no serán menos trascendentes. Hasta ahora, en el país ha privado la lógica del control, y el mundo de lo fiscal no es excepción. En la lógica priísta, era más importante crear vehículos para controlar a los gobernadores (y mantenerlos dependientes del presidente) que desarrollar una estructura fiscal sólida, equitativa y eficiente. Ahora que el PRI ya no estará en el poder, se crea la oportunidad de alterar esa lógica y favorecer la creación de nuevas relaciones tanto políticas como económicas y sociales. Para lograr elevar sus impuestos locales, los gobernadores y presidentes municipales tendrán que convencer a la ciudadanía, iniciando con ello un círculo que podría acabar siendo virtuoso para todos. En el peor de los casos, los gobernadores voltearían la vista hacia las demandas y necesidades de la población, en lugar de seguir panteando demandas excesivas e irresponsables al gobierno federal. Pero este tipo de desarrollo no va a cobrar forma por sí solo; tiene que ser alterado a nivel presidencial, el mismo lugar donde comenzaron las demás fuentes de distorsión.