Cambiar los incentivos

Luis Rubio

Quizá no haya palabra más usada en el léxico político mexicano que la del «consenso». Todo mucho hace uso del vocablo y todo mundo afirma estar dedicado a la búsqueda del elusivo concepto, pero nadie hace mucho por alcanzarlo. La realidad es que se trata de una palabra que es saludable, atractiva y políticamente correcta y por ello un enorme número de actores políticos la abraza con entusiasmo, aunque no tengan ni el menor incentivo de procurarla. En estos momentos, lo común en la política mexicana parece ser el altruismo retórico a la hora de hablar, pero el radicalismo político a la hora de actuar. Es tiempo de cambiar los incentivos para que el consenso sobre lo básico (las reglas, la legitimidad de los actores, etc.) se torne posible y la política contribuya a resolver problemas en lugar de atizarlos.

En la actualidad, todo el sistema político está entrampado. Las iniciativas del presidente no prosperan y las preferencias de los partidos en el congreso se radicalizan,al grado de paralizar el proceso de toma de decisiones. Los gobernadores se sienten libres del yugo presidencial de antaño y recurren a medio inéditos (como plantones en el Zócalo) para avanzar sus respectivas agendas. Los antiguos instrumentos de negociación, comunicación e interacción política ya no operan y la complejidad de los procesos políticos se exacerba. Aunque confuso y problemático en distintos momentos, se trata de componentes naturales y normales, además de inevitables, de un proceso de cambio tan agudo y profundo como el provocado por el sismo político del 2000. Mucha gente preferiría que las viejas normas de acción y comportamiento político siguieran operando, pero la realidad es que la esencia de la política mexicana cambió de manera radical el dos de julio del 2000, razón por la cual nada será nunca igual. Lo que urge ahora es construir nuevos mecanismos de interacción política que permitan y faciliten el progreso de la sociedad mexicana.

Desafortunadamente, todo en la actualidad conspira en contra de la cooperación entre fuerzas políticas o poderes públicos. La construcción de consensos es deseable, pero éstos no surgen en un vacío. Es por eso que por cada intento de construcción de un consenso siempre hay más oportunidades perdidas. En su estado actual, la política mexicana no está funcionando como un medio para que la sociedad tome decisiones sobre su futuro, sobre la asignación de recursos (el presupuesto) o la distribución de las cargas y costos fiscales, sobre el régimen legal en materia indígena o la mejor manera de administrar los recursos nacionales (el petróleo), el abasto del fluido eléctrico y la infraestructura para el futuro. Lo que tenemos es un proceso de toma de decisiones que no avanza al ritmo que el país requiere para acelerar la tasa de crecimiento de la economía, del empleo y del ingreso.

Lo fácil es asignar culpas a los políticos sobre lo que funciona y no funciona en la sociedad mexicana. La realidad, sin embargo, es que no hay un responsable directo de la problemática que nos ha tocado vivir. Las elecciones del año 2000 modificaron la realidad política de raíz, y esto obliga a ajustar la estructura de la política mexicana. Antes existía un conjunto de incentivos que conducían a procesos de toma de decisiones relativamente eficientes. Muchas de las decisiones que de ahí surgían eran acertadas, en tanto que otras no, pero todas fueron producto de la estructura de relaciones políticas que entonces existía. Las elecciones del 2000 modificaron todo en la política mexicana, haciendo mucho más difícil el proceso de toma de decisiones; algo de esa dificultad debe ser bienvenido, pues la existencia de pesos y contrapesos -elementos clave de la transparencia- inevitablemente exige mayor complejidad y discusión pública. Pero lo que tenemos en este momento no es un saludable esquema de pesos y contrapesos, sino una lucha intestina por definir quién es dueño de qué en los procesos políticos.

Si uno analiza las discusiones que se han suscitado en los partidos y en el seno de las cámaras de diputados y senadores a lo largo de los últimos meses, lo que resulta obvio es que todos los partidos y legisladores quieren participar, quieren influir en la toma de decisiones y quieren llegar a acuerdos. En la práctica, sin embargo, la mayoría sólo está dispuesta a arribar a esos acuerdos si éstos se dan en sus propios términos –nada menos propicio a la construcción de consensos que requiere, ante todo, el reconocimiento de la legitimidad de todos y cada uno de los actores políticos. Nadie puede ignorar que, en este momento, una característica implícita de la política mexicana no es el consenso sino la antropofagia: muy pocos políticos o partidos reconocen a sus contrincantes como actores legítimos y los respetan como tales.

Una manera de explicar la problemática política actual es aludiendo a las características y capacidades de los actores involucrados en el proceso político y calificarlos de incompetentes e incapaces de arribar a decisiones congruentes para el desarrollo de México. Sin embargo, al margen de sus capacidades individuales, es evidente que el problema está en otro lado. Es evidente que más que un problema de individuos y sus capacidades, es un problema de la estructura en la que éstos operan.

Otra manera de analizar la misma problemática es observando la lógica y racionalidad del actuar de cada uno de los participantes en el proceso político. Visto de esta manera, el comportamiento de la mayor parte de los miembros tanto del ejecutivo como del legislativo resulta mucho más lógico y racional de lo que podría parecer a primera vista. Los legisladores antes decidían en consonancia con las preferencias del ejecutivo porque sus intereses y prioridades, tanto personales como partidistas, estaban alineadas con las del Presidente. Hoy en día, esa situación ha cambiado. En la actualidad, los diputados y senadores tienen más incentivos para buscar la luz pública y/o satisfacer las preferencias de sus líderes partidistas que para colaborar con el ejecutivo. Sus incentivos han cambiado y lo que están haciendo es ser congruentes con lo que más les conviene.

Puesto en otros términos, lo que la política mexicana requiere es un realineamiento de esos incentivos de manera que los actores políticos encuentren beneficios de cooperar a la vez que se ejercen contrapesos efectivos entre los poderes públicos. Lo anterior implica privilegiar valores como la transparencia y la apertura sobre la impunidad y los acuerdos por debajo de la mesa; la rendición de cuentas y la cercanía con los votantes; la discusión pública y la eficiencia en la toma de decisiones. Es decir, se requiere una revisión cabal de los incentivos que actualmente existen a fin de invertir la lógica actual de la política mexicana que tiende a combinar una variedad atroz de vicios, como la impunidad y la corrupción, la negociación obscura y la retórica vacía, la distancia respecto a los votantes y la parálisis legislativa.

La pregunta es cómo lograr ese giro en la estructura de incentivos. Parte de la respuesta yace sin duda en el fortalecimiento de las instituciones y poderes públicos, a fin de que cada uno cuente con una definición cabal y precisa de sus objetivos institucionales, así como la capacidad de avanzarlos y protegerlos puntualmente. El otro componente de la respuesta tiene que ver con los mecanismos específicos que permitan modificar los intereses clave que motivan el comportamiento de los individuos dentro de las estructuras institucionales. De entrada, hay dos principios elementales que deben guiar esta transformación: por un lado, la esencia misma de la separación de poderes reside en impedir que las autoridades, en cualquier lugar o nivel de gobierno, abusen o transgredan la ley. Por el otro, el funcionamiento de todo buen gobierno depende no de la motivación altruista de los políticos y funcionarios públicos, sino de que sus ambiciones e intereses estén institucionalmente vinculados con su puesto, de tal suerte que cuando un individuo defienda sus intereses personales, también esté avanzando los intereses de su oficina. Aunque obvio en concepto, se trata de un principio del que adolece nuestro sistema político.

A la fecha, el país ha experimentado dos cambios estructurales fundamentales en el ámbito político, pero se ha quedado estancado en el camino, sobre todo a la luz de la nueva realidad política. Uno de esos cambios es la reforma electoral que ha garantizado procesos electorales limpios; el otro, el surgimiento de una Corte Suprema independiente, capaz de romper los empates entre los otros dos poderes públicos. Se trata de dos cambios necesarios, pero insuficientes. Las elecciones son un mecanismo para elegir a gobernantes, pero no para impedir el abuso de poder. Por su parte, la Suprema Corte tiene facultades e instrumentos para dirimir controversias entre poderes, no así para proteger a los ciudadanos del abuso de autoridad. Lo que falta entonces es la estructuración de pesos y contrapesos a todos los niveles de gobierno y mecanismos que garanticen el respeto a los derechos de los ciudadanos. Las instituciones existen, pero sus responsabilidades con frecuencia se traslapan y los políticos no cuentan con incentivos para hacerlas funcionar adecuadamente.

Lo que se requiere es una gran reingeniería política. Desde luego, la pregunta obvia es por qué habría de avanzarse en este frente si la parálisis ha sido la constante en los últimos meses. La única respuesta posible es porque conviene a todos los actores políticos. La ineficacia de los últimos meses está generándoles costos que no pueden ignorar. Esto debe ser un aliciente poderoso para que converjan alrededor de un pacto político de respeto y reconocimiento mutuo a fin de que el debate actual, sobre la legitimidad de los diversos actores políticos, quede enterrado para siempre. Sólo así será posible empezar a construir lo que hace falta. Sin duda, se trata de un enorme reto que demanda del ejercicio de un gran liderazgo político. La pregunta es si nuestros políticos están a la altura de ese reto.

 

Fox, el PRI, y el Kuomintang

Hace unos cuantos meses, el Kuomintang (KMT), el partido que dominó y, de hecho, monopolizó y controló la vida política de Taiwán a lo largo de más de cinco décadas, finalmente acabó cometiendo un virtual suicidio. El tema parecería irrelevante en México, excepción hecha de un pequeño círculo de estudiosos de la nación asiática. Sin embargo, las semejanzas entre el KMT y el PRI son tan grandes y tan obvias que es interesante observarlas ahora, sobre todo a la luz de la «primera elección democrática» de la que tanto han alardeado muchos de sus miembros. No menos importante y significativa es la comparación del desempeño del presidente Chen Shui-bian, el primer presidente de un partido distinto al KMT, con el presidente Fox, ambos tildados de inexpertos e ineficaces por sus respectivas oposiciones.

La parte relevante para México de la historia taiwanesa es muy interesante. Por décadas, el KMT, el partido nacionalista de Taiwán, había dominado la política de la isla. De hecho, desde su retirada de la China continental cuando las tropas comunistas de Mao lograron el control de la totalidad del territorio en 1948, el KMT, que había sido creado en 1928 y habí  gobernado la China continental desde entonces, impuso severos controles sobre la población y sobre la isla. En el curso de los años, sin embargo, el creciente éxito económico de Taiwán llevó al gobierno a iniciar un proceso de liberalización política. A diferencia de los gobiernos mexicanos de los ochenta y noventa, el propósito de la liberalización política en Taiwán era explícito y no escondía propósitos ulteriores, contradictorios con la liberalización económica: se buscaba crear, avanzar y consolidar un sistema democrático de gobierno, aun cuando esto pudiera implicar la derrota electoral del KMT. La posición del KMT era tan fuerte al inicio de las reformas que aun si sus líderes llegaban a imaginar una derrota, ciertamente no la contemplaban en el corto plazo.

Como en todo, factores no anticipados crearon condiciones propicias para la derrota del KMT. A finales de los noventa, en medio de una disputa interna en el partido, el KMT expulsó a uno de sus próceres, James Soong, con la idea de acallarlo y retirarlo de la política. Sin embargo, el señor Soong, ni tardo ni perezoso, creóun nuevo partido que tuvo el efecto de dividir al electorado del KMT, haciendo posible la victoria electoral del presidente Chen en marzo del 2000. El hoy presidente Chen triunfó con el voto de apenas una tercera parte del electorado, constituyéndose así en el primer presidente en la historia de Taiwán que no surgía del KMT. A principios de diciembre pasado, en las primeras elecciones parlamentarias desde el ascenso de Chen a la presidencia, el KMT literalmente se derrumbó, perdiendo la mitad de los escaños que antes detentaba.

Lo interesante de esa elección parlamentaria es que el resultado fue, en buena medida, contraintuitivo. Por muchos meses a partir de la derrota del KMT en marzo del 2000, el presidente Chen fue constantemente hostigado por el KMT. Sus primeros pasos fueron inciertos y poco fructíferos, en tanto que los conflictos entre su partido y el KMT en el parlamento fueron frecuentes, lo que agravó todavía más su bajo desempeño. Los embates del KMT eran inmisericordes. Las críticas al presidente crecían y su popularidad descendía. Sus decisiones y modo de proceder facilitaban la crítica. Además, todo esto ocurría justo en el momento en que Taiwán experimentaba la peor recesión de su historia, una contracción de casi 5% en el 2001, en buena medida ocasionada por los problemas de sus dos principales mercados de exportación, Japón y Estados Unidos. Lo fácil era anticipar que el DPP (Partido Democrático Progresista), el partido del presidente Chen, naufragaría en la elecciones y que el KMT recuperaría el voto perdido, no como respuesta a un incremento en su popularidad, sino por albergar a políticos experimentados, políticos profesionales que saben cómo gobernar.

Sin embargo, cuando llegó el momento de la verdad, en diciembre pasado, la población decidió refrendar su apoyo al presidente en turno, otorgándole un margen adicional de escaños y apoyando a partidos afines al presidente, en otras palabras, otorgando a esa coalición implícita una mayoría absoluta en el parlamento. Sin duda, muchos de los elementos que explican el resultado de esa elección tienen una dinámica local que bien puede ser irrepetible o, en todo caso, irrelevante para México. Pero mucho de lo que ahí ocurrió refleja circunstancias que tienen mucho más que ver con la naturaleza y modo de actuar de los monopolios, en este caso de carácter político, que con factores locales particulares y por eso vale la pena mencionarlos.

Para comenzar, la derrota del KMT, tanto en marzo del 2000 como en diciembre del 2001, representó un cambio mucho más profundo que un mero relevo de personas en el gobierno. En Taiwán, la derrota del KMT constituyóel cierre de una era, el fin de la «vieja guardia» y, sobre todo, un veredicto generalizado sobre la legitimidad de los gobiernos autoritarios anteriores. Taiwán había experimentado una acelerada liberalización política, las instituciones se habían democratizado y la derrota del KMT, a pesar de haberse registrado por un margen reducido del partido contrario, constituía el fin del proceso y no algo meramente coyuntural. Una pregunta clave para México es si existe un paralelo entre esa experiencia y la del PRI en México en estos momentos.

Pero aun si no hubiera determinismo alguno en la derrota del KMT, es decir, que igual hubiera podido ganar las elecciones en el 2001 luego de haberlas perdido en el 2000, los errores de ese partido fueron enormes y constantes en todo el proceso, lo que alienó a segmentos cada vez mayores del electorado. En lugar de acercarse al electorado, al llamado «centro político», el KMT tendió a olvidarse del pragmatismo que natural e inevitablemente caracteriza a todos los partidos gobernantes del mundo, y se dedicó a asumir posturas ideológicas cada vez más distantes de las preferencias del electorado. Es decir, sus miembros nunca entendieron las motivaciones de los electores ni se dedicaron a atender sus preferencias. Actuaron como el monopolio que siempre habían sido, incluso después de haber sido derrotados. Nunca entendieron el porqué de su derrota o las implicaciones de la misma.

Quizá el peor de los errores del KMT residió en su constante hostigamiento al presidente, en su oposición indiscriminada a toda iniciativa en el parlamento y a su política de hacerle la vida imposible al gobierno en cualquier cuestión. Todo esto en un momento particularmente difícil, justo cuando la economía de Taiwán experimentaba una severa recesión. El veredicto de los votantes fue que el KMT había exacerbado los problemas del país y las dificultades de la economía con su obstruccionismo irredento. Los excesos del KMT fueron de tal magnitud que estuvieron a punto de iniciar un juicio político contra el presidente. Con su voto, la población mostró que le es más importante seguir con el proceso de desarrollo político e institucional, con todo sus exabruptos, que retornar a un pasado poco apetecible, a pesar de ofrecer más certidumbres.

La elección de diciembre pasado golpeó severamente al KMT. Muy pocos anticipaban una derrota de tal magnitud. Muchos de sus miembros han abandonado sus filas y se han sumado a otras fuerzas políticas. Estas escisiones han cambiado a la política taiwanesa, introduciendo una dinámica totalmente novedosa, anclada en principios democráticos y de competencia política que antes no existían. Aunque ciertamente es imposible saber qué pasará con el KMT, lo que las elecciones recientes demostraron es que, contra el sentido común de sus miembros, la población sí tiene capacidad de raciocinio y actúa de maneras que son impredecibles para políticos acostumbrados a dar órdenes en lugar de estar sujetos al escrutinio popular.

Los paralelos de la política taiwanesa con nuestra vida política actual son demasiado importantes e interesantes como para pasarlos por alto. Por un lado, el tan criticado desempeño de la administracióndel presidente Fox no es particularmente distinto al que caracterizó los primeros veinte meses del presidente Chen. La inexperiencia del nuevo equipo en el gobierno, a la que se sumó el bloqueo sistemático del KMT en el parlamento, llevaron a que ese desempeño empeorara todavía más. En México, lo mismo se puede decir de la administración del presidente Fox. Y, sin embargo, al menos en el caso de Taiwán, eso no influyó a la hora de la elección: el partido del presidente acabó ganando terreno en las elecciones parlamentarias. Si una lección se puede derivar del caso de Taiwán es que quienes ya están dando por triunfador al PRI en las elecciones del 2003 pueden estar haciendo una muy mala lectura de la lógica que anima al electorado.

Aunque no hay mexicano que no quiera que el gobierno genere buenos resultados, al votar de manera dividida por el presidente y por el congreso en el 2000 hicieron más tortuoso el proceso de gobierno. La pará

lisis que caracteriza al congreso es en cierta medida un producto de las decisiones de quienes acudieron a las urnas en aquella ocasión. Viendo hacia el 2003, no es imposible un escenario en el que los electores se vuelquen a favor del PRI, buscando el retorno de los políticos experimentados en un esquema de cogobierno, con el congreso en manos del PRI y el ejecutivo en las de Fox. Pero otro escenario, no menos relevante y posible, puede ser uno en el que la población culpe al PRI de obstaculizarlo todo y corrija su «error» del 2000, unificando el voto que en aquella elección dividió. Lo único cierto de la democracia es que en ella no hay certezas absolutas y ésta es una que será importante evaluar en un poco más de un año.

La reciente elección interna del PRI mostró las dos caras de ese partido: igual su capacidad de organización y convocatoria, que su incapacidad para reconocer los nuevos tiempos que caracterizan al país. A pesar del éxito inicial de su proceso electoral, la apuesta de los priístas sigue siendo hacia el pasado. La pregunta es cuál será el veredicto de los electores en el 2003.

 

La nueva arquitectura institucional

Luis Rubio

El viejo sistema político, el que surgió de las cenizas de la Revolución Mexicana, constituyó una respuesta extraordinaria, además de exitosa, a la caótica realidad que el país enfrentaba luego de más de una década de revueltas, asesinatos políticos y más de un millón de muertos. Se dice fácil, pero las instituciones construidas a partir de las acciones de personajes como Obregón y Calles, Cárdenas y Ávila Camacho hicieron que México se distinguiera del resto del subcontinente tanto en términos de crecimiento económico como de estabilidad política. Pero ese éxito no fue gratuito y ahora tenemos que lidiar con sus consecuencias, como ya lo hemos venido haciendo al padecer crisis económicas frecuentes a partir de los setenta. La pregunta de hoy, luego de la derrota del PRI hace casi dos años, es cómo crear un nuevo sistema político que haga posible satisfacer tanto las necesidades como las aspiraciones de los mexicanos en el entorno de dispersión política que hoy nos caracteriza, y frente un mundo exterior muy distinto al existente en el México postrevolucionario.

Lo fácil ahora es desechar y negar el pasado, con todas sus virtudes y todos sus defectos. Igual de fácil resulta aferrarse al pasado, creer que nada nuevo o mejor puede crearse y que nuestro destino está atado al pasado, a la historia que se escribió a partir de la Revolución. Ese pasado es tan real, que es parte integral de nuestra problemática actual. La pregunta ahora, igual para tirios que troyanos, es cómo salir del atolladero en que nos encontramos. El momento actual es uno de confrontación, con frecuencia demencial, porque nadie parece dispuesto a reconocer la simple y llana realidad: las estructuras del pasado existen pero ya no funcionan, razón por la cual es imperativo alcanzar acuerdos que permitan construir un futuro en el que quepan las dos posturas, la de los que no quieren reconocer la realidad del pasado y la de quienes se niegan a otear el futuro.

Cualquier comparación histórica con la mayoría de los países latinoamericanos muestra una diferencia patente: prácticamente no hay nación en el subcontinente que exhiba un récord como el mexicano en términos de crecimiento económico sostenido (al menos entre 1930 y 1970), estabilidad política y social, una transición ordenada y no muy violenta del caos revolucionario a la institucionalización política, a la profesionalización del ejército y al orden civil. Visto desde esta perspectiva, el viejo sistema político tiene mucho que presumir. Independientemente de su retórica, ese sistema nada tenía de democrático, pero por algunas décadas sus resultados -y éxitos- fueron notables. Nadie puede regatear sus logros pero, de la misma manera, tampoco es razonable exagerarlos. A final de cuentas, sus panegiristas se enorgullecen de lo que funcionó bien, pero tienden a olvidar lo que no avanzó con pulcritud.

La misma comparación con otras naciones latinoamericanas también muestra diferencias importantes en cuanto a la naturaleza del sistema político que surgió en cada caso. No queda la menor duda de que la ausencia de golpes de estado, fue una muestra indisputable de la eficacia del viejo sistema político mexicano. A pesar de las prácticas autoritarias y de las restricciones que caracterizaron al sistema priísta, con excepciones verdaderamente notables, prácticamente ningún mexicano sufrió el terror, el desmembramiento de familias, la persecución y las desapariciones que fueron la norma en algunos de nuestros vecinos en el sur del continente. Esto no quiere decir que en el mundo político mexicano todo fuera miel sobre hojuelas, pero sí que el peculiar sistema político que se construyó luego de la justa revolucionaria tuvo méritos importantes que van más allá de lo palpable en lo económico, político o social.

Sin embargo, las décadas de éxito material y político generaron al menos tres subproductos perniciosos que el día de hoy, luego del cambio de gobierno a nivel federal en el año 2000, son fuente de un grado elevado de conflicto y dispersión que obstaculizan el avance del país. Si hemos de romper con estos impedimentos, tenemos que comenzar por reconocer que las dificultades de hoy no son ajenas a las realidades del pasado y que los instrumentos (y concepciones) que eran efectivos antaño, tanto en el plano político como en el social y económico, ya no necesariamente lo son en nuestros días.

El primer subproducto pernicioso que nos legó el viejo sistema político es quizá el más visible y palpable porque se encuentra presente en todas partes y constituye el mayor obstáculo a cualquier avance o movimiento. Se trata de los intereses arraigados que, en el curso de los años, se fueron adueñando de actividades y sectores, grupos y sindicatos, empresas y partidos. El viejo sistema, que se estructuró a partir del intercambio de beneficios por lealtades, propició la constitución de grupos fuertes en todos los ámbitos: en su afán por mantener el control y asegurar la estabilidad, el viejo sistema no sólo facilitó el arraigo de estos grupos e intereses, sino que premió a todo aquel que afianzara espacios para el sistema. Gracias a esa lógica, todo en el país se encuentra controlado por intereses comprometidos con el statu quo que impiden, por definición, cualquier cambio. Esta realidad es patente en las empresas paraestatales y en los grandes sindicatos, en la burocracia y en las policías, en los partidos políticos y en las bandas de delincuentes, en los manifestantes profesionales y entre los políticos que siguen orquestando, organizando y manipulando a ejércitos de campesinos pobres y maestros iletrados, obreros sindicalistas y empleados de empresas antes paraestatales. El punto es que el viejo sistema quizá perdió las elecciones, pero sigue vivito y coleando en todos los ámbitos de la vida nacional. El resultado es que todo se encuentra paralizado y nada podrá avanzar hasta que no se creen las estructuras de rendición de cuentas que hagan posible desarticular esta red de cacicazgos que legó, como herencia envenenada, el viejo sistema político.

Un segundo subproducto del viejo sistema político es igual de obvio, pero con frecuencia inasible. Se trata del legado mitológico del viejo sistema político. Paradójicamente, la derrota del PRI en las urnas no tuvo paralelo en el mundo de las ideas. Nada cambió en cuanto a las concepciones elementales de lo que es y lo que debe ser, lo que se vale y lo que es políticamente incorrecto. Hasta el «sentido común» que nos legó el viejo sistema político mexicano poco tiene de «sentido» y de «común»: se trata de un conjunto de concepciones que resultaron de ese enjambre de valores autoritarios y lealtades perversas, intereses cruzados y mitos fantasiosos del que estaba plagado el viejo sistema. Nada lo muestra de manera más fehaciente que el hecho de que sea el PRD, el menor de los partidos grandes, el que lleve la voz cantante en el Congreso, el que establezca los términos de la discusión. A pesar de que en las elecciones del 2000 ganóun candidato liberal, de origen empresarial y de clase media, el peso de la ideología del viejo sistema, del nacionalismo revolucionario que ahora expresa con tanta vehemencia el PRD, además de algunos priístas, sigue siendo apabullante. Todo esto ha frenado las intenciones de reforma del gobierno, impidiéndole, una vez más, romper con las amarras de esa mitología del pasado que ya no es operante y que no hace más que arraigar y hacer permanente el abuso, la pobreza, la corrupción e ignorancia de la mayoría de los mexicanos.

Finalmente, el tercer legado del viejo sistema político es patente en ese mundo de grises e indefiniciones que caracterizan a nuestra realidad política actual. En lugar de valores claros y distintos que permitan diferenciar con precisión lo bueno de lo malo, el viejo sistema dejó un lastre de vaguedades y abstracciones que impiden definir y diferenciar y, por lo tanto, tomar decisiones que exigen blancos y negros. La agenda de reforma del Estado es un ejemplo excepcional de esta realidad, al igual que el pacto nacional que se ha intentado consagrar en los últimos meses: se trata de muchas ideas y expresiones positivas de voluntad política, pero ninguna definición precisa de lo que se vale y de lo que no, de los derechos y de las obligaciones. Nadie que lea esos documentos puede saber a qué atenerse, pues se trata, otra vez, de un mundo de grises, de una mera extensión del pasado.

La revolución -el cambio- que el entonces candidato Fox prometió caló hondo en un amplio sector de la sociedad precisamente porque ofrecía definiciones claras y la posibilidad de saber a qué atenernos. Luego de años de parálisis y crisis económicas, de frenos y arranques a pesar del avance parcial de necesarias reformas económicas y políticas, la población clamaba precisiones, compromisos, la consecución de objetivos y ya no meras promesas. A poco más de un año del nuevo gobierno, lo obvio es que el país -todo el sistema político- encuentra enormes dificultades para romper con los obstáculos y limitaciones del pasado. El cambio ha sido enorme y, al mismo tiempo, sumamente limitado en sus alcances.

Venimos de años de promesas incumplidas y expectativas insatisfechas que son tan importantes y reales como los logros que sí se materializaron. Ambas son parte integral de la realidad sobre la que hay que construir el futuro. En última instancia, ese futuro va a depender de cómo y quién lo define y tiene la capacidad de construirlo. Aunque es posible ser manique -el gobierno vs. los ciudadanos, los partidos vs. el gobierno, la izquierda vs. la derecha- a final de cuentas lo crucial es encontrar un nuevo equilibrio, uno que permita a los ciudadanos elegir a sus gobernantes y representantes, que exija a esos representantes responder ante los ciudadanos y al ejecutivo tener una relación funcional y efectiva con el legislativo. Pero la única manera de asegurar transparencia y funcionalidad, capacidad de acción y responsabilidad, es colocando al ciudadano como la figura central de la nueva arquitectura institucional. Si una lección arroja el pasado es esa: es el ciudadano el que debe estar al mando y no al revés.

 

¿Soluciones simples o complicadas?

Luis Rubio

Nadie en su sano juicio puede dudar de la enorme complejidad del sistema político mexicano. Desde su concepción e integración, la naturaleza del sistema fue rebuscada, con frecuencia obtusa y siempre compleja. Se trataba de integrar grupos y personas disímbolas en estructuras diseñadas para mantener el control y evitar el conflicto. El objetivo central era alcanzar y mantener la estabilidad política después de la justa revolucionaria, así como crear las condiciones propicias para el crecimiento y desarrollo económico y social. Todo era complejo y esa complejidad fue siempre onerosa. Ahora que el sistema ha comenzado a transformarse como resultado de la derrota del PRI en el 2000, la pregunta es si las respuestas a los nuevos problemas deberán ser igual de complejas y rebuscadas.

El problema no es pequeño. El viejo sistema se construyó para consolidar la paz postrevolucionaria a partir de la integración de grupos de toda índole en el sistema político. En un principio, la estructura que diseñó Plutarco Elías Calles buscó incorporar exclusivamente a los líderes de las facciones y grupos que habían surgido luego del fin de la guerra armada. De esta manera, reunió en una sola institución a las cabezas de partidos, milicias, ejércitos, sindicatos y demás. Su objetivo era sumarlos a todos alrededor de un conjunto de reglas que abrían cauces institucionales -ya no violentos- a la disputa por el poder. Para lograr ese propósito, con el recién creado «sistema» se fueron diseñando diversas «zanahorias» que servirían de acicate para que todos los integrantes de la nueva organización, a la sazón conocida como Partido Nacional Revolucionario, se mantuvieran adentro y leales al sistema y al «jefe máximo». Esas zanahorias, que incluían la posibilidad de acceso al poder y a la corrupción, se constituyeron en los dos incentivos más poderosos para el fortalecimiento constante del sistema y de su jefe en turno.

Algunos años más tarde el PNR se transformaría en el Partido de la Revolución Mexicana. La principal diferencia entre ambas organizaciones fue que la segunda integró en su seno a nuevas organizaciones, todas ellas orientadas al mismo propósito, el control. Los llamados «sectores», que en un primer momento fueron cuatro -campesino, obrero, popular y militar-, integrarían a las principales organizaciones y grupos que entonces existían en la sociedad mexicana dentro de estancos diseñados para mantener el control político de una manera dinámica. La idea era incorporar al partido a las organizaciones cuyos líderes integraban el antiguo PNR, además de a todas aquéllas que habían quedado fuera del primer esquema. Se trataba de un modelo que no sólo perseguía el control de arriba hacia abajo, sino que también servía como mecanismo de transmisión de demandas. Algunas de éstas eran resueltas favorablemente, en tanto que otras eran desechadas. Al final, todo estaba estructurado de manera que se mantuviera el control, incluso de la oposición. O, como dijera don Jesús Reyes Heroles, uno de los pensadores más inteligentes del sistema, «todo lo que resiste apoya».

La complejidad del sistema era inmensa, pero también su éxito. En el seno del partido se llegaría a integrar lo dispar y los inincorporable: igual a las bases de apoyo que a las de oposición, a los disidentes y a los enemigos. El sistema creó estructuras paralelas y sobrepuestas; algunas similares entre sí, en tanto que otras absolutamente diferentes. El propósito era uno, el control, y los medios todos. No había nada que no pudiese ser integrable o incorporable. En ocasiones, la incorporación de organizaciones al partido ocurría sin que hubiera una integración formal: muchas de las entidades y organismos que se llamaban independientes, por ejemplo, fueron producto del sistema o incluían a individuos que actuaban, en un concepto prototípico del sistema priísta, como «bisagra» entre ambos. Cada paso en el sistema servía para elevar la complejidad un grado más. Al describir a la Unión Soviética, Winston Churchill utilizó, muy en su estilo, una caracterización que es igualmente aplicable al sistema postrevolucionario mexicano: «un misterio envuelto en un acertijo dentro de un enigma». Difícil encontrar algo más complicado.

La complejidad era una manera peculiar de ser, sobre todo por la enorme simplicidad relativa de la estructura del poder en el país. El sistema de control era complejo, pero la estructura del poder sumamente simple: el presidente mandaba, valiéndose de las estructuras partidistas. Desde luego, ese poder no era omnímodo ni absoluto, pues se fundamentaba en un principio de reciprocidad, en el que los integrantes del sistema esperaban acceso al poder y beneficios diversos a cambio de su disciplina y cooperación. En este sentido, lo complejo se hallaba en la estructura de control, que tenía que recurrir a toda esa colección de instituciones y organizaciones para dar cabida a una gran diversidad de grupos e intereses con objetivos contrastantes y, con frecuencia, también competitivos y excluyentes. Visto desde arriba o desde afuera, el sistema era un modelo de simplicidad; visto desde abajo el sistema era el mecanismo de participación y control más impenetrable y arcaico que el ser humano pudiera imaginar.

El epítome del sistema, las «reglas no escritas», permite vislumbrar las dos caras de la moneda: su extraordinaria simplicidad y su enorme complejidad. Para el de arriba, la simplicidad era obvia, pues no tenía más que hacer sentir la regla del día para que ésta fuera acatada sin chistar. Para el de abajo, no había nada más complejo que tratar de descifrar el significado de esa regla para después articularla en su discurso y defensa a ultranza, como si se tratara de la verdad absoluta. Hasta que le cambiaran la jugada. Con esta realidad no es casual que el discurso y la retórica priísta fuese (y con frecuencia siga siendo) arcaico, rebuscado y muchas veces ininteligible, además de contradictorio.

El triunfo de Vicente Fox cambió la realidad del poder en México de la noche a la mañana. El poder ha cambiado, el discurso es otro, la realidad es totalmente distinta. Pero muchos de los problemas siguen ahí. La pregunta es cómo responder a ellos.

En el plano de lo cotidiano, el gobierno ha ido respondiendo a la cambiante realidad de una manera pragmática, negociando con todos los integrantes de los poderes públicos, así como con los poderes «reales», muchos de ellos producto precisamente de esas estructuras arcaicas que el PRI fue construyendo a su paso. Hasta la fecha, ese estilo de administración política ha permitido mantener el barco a flote, sacar las iniciativas de ley más apremiantes y evitar una conflagración política cada que ocurre una crisis aquí o allá. Como versa el dicho, el gobierno ha estado jugando con la baraja que le tocó jugar y no con la que hubiera preferido hacerlo. Tarde o temprano, sin embargo, será necesario comenzar a replantear la estructura institucional del sistema para hacerlo funcional en esta nueva etapa del desarrollo político del país.

Para nadie es secreto que la interacción entre los distintos poderes públicos ha sido sumamente difícil, intrincada y, en buena medida, ineficiente. Luego de décadas caracterizadas por un legislativo inusualmente dócil, los últimos años han sido extraordinariamente difíciles. El hecho de que el legislativo represente un contrapeso al ejecutivo constituye un avance fundamental en el desarrollo político del país, incluso si esto implica una enorme ineficiencia. A final de cuentas, el pasado nunca fue mejor porque así como el legislativo era eficiente para pronunciarse a favor de las preferencias del ejecutivo, era igual de permisivo para autorizar sus excesos, abusos y corruptelas. Lo que procede entonces no es tomar al pasado como referencia sino iniciar un replanteamiento de las estructuras institucionales del poder a fin de que se consoliden esos pesos y contrapesos, al tiempo en que se crean los mecanismos y las instituciones que hagan posible un proceso legislativo eficiente y productivo. Lo mismo se podría decir del poder judicial, así como de innumerables instituciones y organizaciones que le siguen confiriendo un enorme poder a grupos e individuos que no necesariamente tiene referente en la sociedad o en la economía, sino en la complejidad del viejo sistema y en los beneficios que de éste siguen derivando.

Hay dos maneras de concebir la reconfiguración del poder en el país: la simple y la compleja. La mayor parte de los priístas parte del principio de que el sistema es tan extraordinariamente complejo, que no hay soluciones simples a la reorganización del poder. A final de cuentas, casi todos ellos son producto de la visión «desde abajo», la perspectiva de quienes operaban dentro de la complejidad de las viejas estructuras del poder del sistema y quienes tenían que adivinar e interpretar las reglas no escritas de tal manera que no cometieran un error garrafal. Para los priístas, y algunos miembros del PRD provenientes de la misma cuna, no hay respuestas fáciles a la problemática del poder en el país. Esa perspectiva, honesta en la mayoría de los casos, también esconde un interés por no cambiar lo existente, por no alterar o minar las estructuras del poder de antaño.

La otra visión, la de quienes no fueron parte del sistema, es una en la que el país no requiere soluciones complejas e intrincadas a la problemática existente, sino cambios radicales en la estructura de los incentivos que animan el actuar, proceder y modo de decidir de los políticos. En lugar de soluciones elaboradas, se requieren nuevas instituciones, en lugar de un congreso que no le rinde cuentas a nadie, legisladores que no pueden perder de vista el interés de los votantes ni por un minuto; en lugar de un poder judicial en su torre de marfil, justicia expedita y accesible para todos y una apertura informativa cabal. En suma, un sistema que coloca al ciudadano por encima de los intereses de grupo. En la democracia, decía Louis Brandeis, un juez de la Suprema Corte estadounidense, la oficina más importante es la del ciudadano.

 

Hacia la colombianización

Luis Rubio

Los mexicanos tendemos a asociar Colombia con drogas y casi siempre rechazamos cualquier parecido. Se dice que allá tienen un problema más severo porque son productores y eso implica que todo mundo está involucrado. Aquí, en cambio, el problema es menor porque México es sólo un punto de tránsito. Allá las guerrillas y el narcotráfico se han apropiado de un inmenso territorio, en tanto que aquí, los narcotraficantes apenas se notan y los brotes guerrilleros están muy acotados. Nuestra apreciación puede ser correcta o falsa, pero lo que no se puede negar es que México comienza a padecer muchos de los problemas que han consumido a la nación sudamericana en temas como los secuestros, la criminalidad y la inseguridad. La pregunta es si también comenzaremos a padecer las consecuencias económicas de estos males.

Colombia es una nación frecuentemente identificada con las drogas, pero no siempre se reconocen los costos económicos de esa situación. La violencia y criminalidad han llegado a tal punto, que han hecho inviable a la economía de aquel país. Empresarios, inversionistas y profesionales en general han optado por emigrar a otras latitudes en búsqueda de un entorno menos violento para trabajar y vivir, dejando al país con un horizonte económico desolador. La inversión, y sus consecuencias en la creación de empleos, brillan por su ausencia. La situación en México fácilmente podría acabar de manera similar. Basta observar el número de mexicanos que emigran a Vancouver y Nueva York, Miami y San Diego, entre otras ciudades, para comenzar a preocuparse sobre los riesgos que entraña la inacción gubernamental – federal y local- en materia de seguridad.

Es raro el mexicano que no haya sido víctima, de manera directa o indirecta, de la inseguridad que reina en las calles de la ciudad de México, en las principales carreteras del país y en un sinnúmero de ciudades medias a lo largo y ancho del territorio nacional. Todos conocemos a personas que han sido robadas, agredidas, secuestradas o asesinadas. Y las autoridades brillan por su ausencia, a pesar de que existen procuradurías y direcciones de seguridad pública, secretarías responsables de la materia y grupos especiales de atención a crímenes de esta naturaleza. Ante la ineficacia gubernamental, el país se consume poco a poco en una ola de inseguridad que no se detiene y que erosiona la certidumbre de empresarios y profesionales, sin los cuales la economía tarde o temprano dejará de tener viabilidad.

Los primeros grandes secuestros, como en Colombia, estuvieron relacionados con grandes empresarios. Poco a poco, sin embargo, los grupos afectados empezaron a tener los más variados orígenes y actividades. Hoy en día, por ejemplo, ya no es raro el artículo periodístico que relata el secuestro de una persona que vive del oficio de escribir y nada más. El punto es que la inseguridad afecta a todos y erosiona la legitimidad del gobierno de una manera incontenible.

La inseguridad pública puede o no estar relacionada con el narcotráfico. Todo sugiere que ese es el caso en Colombia. Aunque México también padece el fenómeno del narcotráfico, su naturaleza es estructuralmente distinta a la colombiana; quizá más importante, la inseguridad pública que se padece en localidades como la ciudad de México probablemente tenga una referente más directo con el colapso del viejo sistema político de control que con el narcotráfico mismo. Con todo, cualquiera que sea la causa directa de la inseguridad, sus consecuencias económicas y sociales podrían acabar siendo muy similares a las de aquel país.

Los gobiernos federal y locales se echan la bolita en el tema de la inseguridad pública de una manera cada vez más vergonzosa. Los primeros afirman que se trata de delitos del orden común y que, por lo tanto, la jurisdicción es estatal y local; los segundos aseguran que sólo el gobierno federal tiene la capacidad de enfrentar el reto de fondo que plantea la criminalidad. Mientras esas discusiones prosiguen, la ciudadanía padece el problema. Mientras se determina la jurisdicción, los criminales, muchos de ellos empleados del gobierno federal y local o solapados y protegidos por aquéllos, hacen de las suyas como si no existiera autoridad.

Por su parte, los gobiernos siguen paralizados en el tema del diagnóstico: no han logrado siquiera determinar las causas de la criminalidad. ¿Por qué surgió en los últimos años y no antes? ¿Qué pasaba en la era de oro priísta en que los índices de criminalidad eran irrisorios? Más allá de las posibles respuestas a estas preguntas, el hecho es que la criminalidad existe, carcome a la sociedad y erosiona la legitimidad gubernamental sin que nada ni nadie la amedrente o la detenga. Algunos representantes del gobierno tienen grandes hipótesis sobre las causas, pero prácticamente ninguno actúa. La sociedad ha acabado siendo rehén de los criminales. En la medida en que esto prosiga, el gobierno no tardará en acabar siendo suyo.

Los problemas de Colombia tal vez comenzaron con las drogas. Luego siguieron las guerrillas, los secuestros y la criminalidad en general. Una vez que los problemas de seguridad comenzaron, éstos ya nunca se detuvieron. El gobierno colombiano fue cediendo terreno poco a poco, al grado en que acabó perdiendo control sobre enormes porciones de su territorio y, en general, sobre el país. Ese escenario, que sin duda obedeció a una problemática particular, ya no es algo que se pueda excluir de nuestra realidad. Y mientras más tarden las autoridades tanto federales como locales en reconocerlo, peores serán las consecuencias.

El deterioro en Colombia comenzó hace un par de décadas. A partir de entonces, las primeras víctimas de la violencia y los secuestros comenzaron a emigrar a otras latitudes. En la medida en que los criminales avanzaban y las autoridades se retraían, la emigración aumentó. Poco a poco, Colombia se fue quedando sin empresarios, sin inversionistas, sin profesionales y, veinte años después, sin viabilidad económica. La verdadera pregunta es qué tan lejos nos encontramos de esa realidad.

Si uno observa las estadísticas de inversión, todo indica que el efecto de la criminalidad en este rubro sigue siendo relativamente pequeño. Aunque es difícil determinar qué tanta inversión ha dejado de materializarse por esa razón, existe mucha evidencia anecdótica que muestra que diversas empresas e inversionistas han optado por destinos menos riesgosos para sus recursos, empleados y colaboradores. Muchos mexicanos han optado por transferir a sus familias a otros lugares, manteniendo sus empresas y actividades en el país.

Sin embargo, es evidente que esos esquemas no son sostenibles en el largo plazo. Como lo demuestra el caso de innumerables empresarios colombianos en los ochenta, tarde o temprano se encuentran esquemas en los que familia, las inversiones y la actividad laboral pueden volverse a reunir. Tarde o temprano la actividad económica en México comenzará a sufrir por la incapacidad e incompetencia de las autoridades responsables de la seguridad pública.

Lo inexplicable del asunto no es el hecho mismo de la criminalidad. Lo inaudito es la absoluta indisposición de las autoridades competentes de hacerse cargo del problema. Algunas se encuentran tan abrumadas que han dejado de ser capaces hasta de entender el problema. Otras han optado por endilgar el muerto a otros niveles de gobierno. El hecho es que el país se consume en la criminalidad y nadie hace nada al respecto. Las encuestas muestran que los mexicanos, ricos y pobres, ubican a la criminalidad como el principal problema del país. Si éste fuese un país verdaderamente democrático, hace tiempo que las autoridades competentes habrían sido removidas.

La criminalidad de hoy puede tener alguna vinculación con el narcotráfico, pero el verdadero origen está más relacionado con el fin del sistema de control priísta. Esos controles no tenían nada de institucional ni de civilizado, pero eran muy efectivos. Igual que se controlaba a los campesinos o a los empresarios, también se ejercía un control férreo sobre los policías y criminales. El sistema priísta nunca desarrolló policías profesionales, pero, en sus años de oro, logró el objetivo de mantener a la sociedad libre de extremos de violencia y criminalidad. Ahora, esa falta de profesionalización se ha vuelto contra la sociedad y el gobierno. Ciertamente, no se puede culpar a los gobiernos actuales de todos los niveles, y menos a los que no provienen del PRI, de las causas de la criminalidad. Pero eso no les exime de su función primordial: aquí, como en cualquier otro lugar, el gobierno es el responsable último de la seguridad de los habitantes de una jurisdicción, sea ésta local, estatal o nacional. Si uno acepta el hecho de que el gobierno se caracteriza por el monopolio de la violencia, los niveles de violencia y criminalidad que se registran en el país hacen cada vez más difícil saber dónde reside realmente la autoridad.

Las causas de la criminalidad no son atribuibles al gobierno federal actual o a los gobiernos de los diferentes estados. Pero ese no es pretexto para no hacer nada. Además de que se trata de una responsabilidad a la que un gobierno no puede renunciar, también es la principal encomienda ciudadana. Los riesgos de no actuar de una manera decisiva están a la vista y las consecuencias potenciales son, en el largo plazo, aterradoras. Lo imperativo es que los gobiernos se pongan a trabajar en un ámbito que puede acabar siendo el más decisivo en su desempeño. Nada destruye más a una sociedad que la inseguridad. Y la mexicana de hoy es una sociedad que se siente acosada. Sus decisiones comienzan a reflejar desesperación. ¿Queremos acabar con una economía paralizada y sin viabilidad como desafortunadamente es la colombiana en la actualidad?

 

Enron y Fobaproa

Luis Rubio

El colapso de la empresa energética Enron debería ponernos en guardia. Se trata de la mayor quiebra corporativa de la historia, la quiebra de una empresa que había sido la envidia de tirios y troyanos. Enron había logrado revolucionar el mundo de la energía y convertirse en una entidad que intermediaba la compra y venta de energía como si se tratara de un servicio financiero. Súbitamente, sin embargo, el castillo de naipes se vino abajo. De la noche a la mañana, sin decir «agua va», la empresa se colapsó, generando pérdidas por casi cien mil millones de dólares. Todo ello en un país plagado de impresionantes estructuras e instituciones regulatorias y de auditoría, tanto públicas como privadas, que acabaron mostrando su incompetencia o, en el mejor de los casos, su incapacidad para detectar y evitar que los malos manejos administrativos, financieros y contables de la empresa llegaran tan lejos. Si eso ocurrió en el país con el mayor número de salvaguardas y mecanismos de protección para los pequeños inversionistas, ¿qué no podría ocurrir en un país como el nuestro, dados los manejos obscuros y palaciegos -además de abusivos del pequeño inversionista- que con frecuencia caracterizan a las empresas mexicanas?

Enron llegó a ser la séptima empresa más grande de Estados Unidos. Especializada en la compra y venta de energía, la empresa inventó un mercado que no existía. Su crecimiento fue vertiginoso y su prestigio creciócomo la espuma. Era raro el consultor que no utilizara el ejemplo de Enron para ilustrar la forma en que una empresa podía transformarse hasta convertirse no sólo en la líder de su campo, sino también en un modelo de éxito digno de emularse. En estas circunstancias, no es sorprendente que su quiebra haya gestado un enorme escándalo. Ahora que las prácticas internas de la empresa han comenzado a publicarse, queda muy claro que las razones para el escándalo no son pequeñas. Entre ellas se encuentran dos que han cimbrado a la sociedad norteamericana: la primera, que la empresa invirtió prácticamente todos los fondos de pensión de sus empleados en acciones de la propia empresa, por lo que todos ellos perdieron la totalidad de sus ahorros para el retiro. La segunda, de trascendencia para todo ahorrador, inversionista y usuario de servicios financieros, que todos los mecanismos de protección, desde las regulaciones gubernamentales hasta las auditorías públicas, fueron corrompidas por la empresa, al grado en que nadie se pudo percatar de los malos manejos que estaban teniendo lugar. Para colmar el plato, los más altos ejecutivos de la empresa vendieron sus acciones poco antes del colapso, salvando su propio dinero en el camino. Los mecanismos de supervisión y protección de accionistas minoritarios resultaron totalmente irrelevantes.

En el curso de los años, Enron había realizado un gran despliegue político. Su presencia en Washington era prácticamente ubicua y sus donativos a los fondos de campaña de diputados, senadores y candidatos a la presidencia eran legendarios. Es raro el legislador que no haya recibido algo de Enron. A cambio de esos donativos, Enron logró beneficios, como el hecho de que no recibiera el trato de una empresa financiera a pesar de que sus actividades entraban fácilmente en esa definición. Esta fue una de las circunstancias que hizo imposible conocer con precisión la naturaleza de las operaciones que llevaba a cabo. El escándalo ha adquirido enormes proporciones y ahora amenaza con convertirse en un tema electoral. Once comités y subcomités del congreso y del senado de ese país investigan a la empresa, todos ellos tratando de achacarle culpas a sus contrincantes o al presidente Bush, de quien el presidente de Enron era amigo personal. El problema político para el presidente estadounidense puede acabar siendo muy grande, pero tal vez no. A final de cuentas, es difícil armar un caso político cuando la administración optó por no ayudar a la empresa en sus últimos días y evitando así su desplome.

En todo caso, a pesar de que un político en campaña siempre intentará endosar cualquier problema a su contrincante, la problemática de Enron no es fundamentalmente política. La información que se ha dado a conocer sobre los donativos de campaña que realizó, muestra que éstos fueron prácticamente idénticos para los dos partidos, por lo que el beneficio electoral de armar un escándalo podría evaporarse. El caso Enron muestra, en modo muy semejante al escándalo reciente del financiamiento de Pemex a la campaña del PRI, que los mecanismos de supervisión del financiamiento de los partidos en ambas naciones dejan mucho que desear. Ojalá ese fuera el fin del escándalo.

El verdadero problema del colapso de Enron no es político o, al menos, tiene más dimensiones que la meramente electoral. La quiebra de esta empresa ha abierto una enorme caja de Pandora porque ha evidenciado que es posible darle la vuelta a todas las regulaciones y mecanismos de supervisión que existen en los mercados financieros. Esas regulaciones han sido creadas y modificadas de manera sistemática a lo largo de los años para asegurar la disponibilidad de información y transparencia para todos los inversionistas por igual. Las regulaciones han llegado a ser tan precisas que establecen, entre otras cosas, que una empresa no puede divulgar información alguna, incluso de manera informal, hasta que todos los inversionistas no hayan sido informados. Esas mismas regulaciones norman la compra y venta de acciones por parte de personas que tienen acceso a la información de una empresa y definen a esas personas de la manera más amplia que uno pudiera imaginar: incluyen hijos, padres, hermanos y socios. Además, las autoridades regulatorias, comenzando por la Securities and Exchange Commission (SEC), tienen enormes facultades para hacer cumplir la ley, mismas que se traducen en centenares de consignaciones, multas y penas (incluyendo cárcel) cada año. El hecho de que una empresa del tamaño y visibilidad de Enron haya podido evadir todos estos mecanismos explica las dimensiones del escándalo.

Para funcionar eficientemente, una economía moderna requiere tanto de información como de transparencia. Mientras más información haya disponible, mejores las decisiones que la sociedad puede tomar. En el caso de los mercados financieros, la información es el factor fundamental, el aceite que permite que fluyan las decisiones y que operen los mercados. Los inversionistas parten del principio de que la información que tienen en las manos es comparable entre sí y, sobre todo, que es confiable. Casos como el de Enron cimbran a los mercados porque ponen en duda la transparencia de la información, generan incertidumbre sobre el trabajo que realizan los auditores externos (supuestamente independientes) y ponen en riesgo la confiabilidad del sistema de regulación y supervisión. Todo eso en el país quizá más regulado del mundo en materia financiera.

A la luz del colapso de Enron, las prácticas corporativas mexicanas resultan simplemente aterradoras. El mercado financiero mexicano, particularmente la bolsa de valores, nunca ha crecido mayor cosa precisamente porque no existen mecanismos de supervisión y protección del público inversionista que garanticen la confiabilidad y solvencia del sistema. El propio gobierno optó por prohibir la inversión de los fondos de las afores en la bolsa de valores ante su falta de transparencia y confiabilidad. En México, como en Estados Unidos, lo que hizo Enron es atípico. Pero los vicios que existen en el mercado financiero nacional son enormes y la mejor prueba de ello es lo raquítico de la bolsa. Todo el affaire Fobaproa y los múltiples abusos que sacó a relucir -desde los préstamos relacionados y los diferentes criterios de contabilidad y clasificación de cartera, hasta la falta de información, los malos manejos y las acciones discrecionales de las autoridades- constituyen pruebas fehacientes de la debilidad de las instituciones regulatorias y de supervisión.

«En México nadie compra una acción si no cuenta con información privilegiada», reza un dicho que tiene mucho de verdad. Los vicios en el sistema financiero mexicano son ubicuos. Los conflictos de interés entre los participantes en el mercado son la regla y no la excepción; los consejos de las empresas rara vez cuentan con integrantes destacados por su independencia, y prácticamente ninguna tiene un comité de auditoría integrado por esos individuos; el uso de información privilegiada es cotidiano; las empresas con características monopólicas amedrentan a las autoridades regulatorias; las autoridades son débiles y no cuentan con capacidad técnica o instrumentos legales adecuados para actuar; la información es poca en lugar de ser ubicua; los estándares contables no siempre son comparables; no existe información sobre operaciones realizadas por empresas relacionadas a través de sus accionistas, etcétera, etcétera. Tan grave es el problema que muchos inversionistas mexicanos, que normalmente viven en un entorno de absoluta impunidad, con frecuencia realizan el mismo tipo de prácticas cuando invierten en Estados Unidos: de hecho, entre los inversionistas penalizados por las autoridades norteamericanas cada año, hay un número desproporcionado de mexicanos, entre los que destacan los presidentes de consejos de algunas de las empresas más importantes del país.

Sin financiamiento, las empresas mexicanas no van a prosperar. Gran parte de ese financiamiento podrá ser bancario, pero otro más, como en todos los países, tendrá que provenir del mercado de valores. Ese mercado, sin embargo, no va a prosperar en la medida en que no exista una reglamentación idónea y un aparato de supervisión dispuesto a hacerla cumplir sin compasión. Así como Fobaproa sacó a la luz los vicios de un sistema bancario mal estructurado, pésimamente regulado y carente de una mínima supervisión, Enron ilustra lo que puede ocurrir cuando no existe autoridad en los mercados financieros. El reto para nosotros es verdaderamente monumental.

 

Estados Unidos y la oportunidad de Fox

Luis Rubio

La guerra contra el terrorismo que Washington se vio obligado a emprender a raíz de los ataques del once de septiembre, ha cambiado la realidad geopolítica del mundo. La lógica de las relaciones internacionales que había surgido de los escombros del fin de la guerra fría le había conferido a Estados Unidos una preeminencia de tal magnitud que virtualmente todas las naciones tenían que actuar dentro de los parámetros que establecía la orquesta norteamericana.

Lo anterior no indica, por supuesto, que todas las naciones aprobaran esta realidad o que la siguieran al pie de la letra – como bien evidencia el caso del avión espía que fue detenido por el gobierno Chino hace un año-, pero nadie podía ignorar o negar la existencia de una potencia hegemónica en el mundo. Si bien ese hecho no ha cambiado, los criterios de acción de Washington sí se han transformado radicalmente y eso abre un sinnúmero de oportunidades -pero también nuevas fuentes de complejidad- para las relaciones internacionales. Las oportunidades para México son enormes y para el presidente Fox lo son todavía más.

A lo largo de su historia, Estados Unidos ha sido una nación caracterizada por su aislacionismo en materia de política exterior. Sin embargo, esa propensión al aislacionismo vino acompañada por un profundo debate sobre los criterios que debía seguir su política exterior. Si bien la definición de su interés nacional nunca fue objeto de grandes disputas, la naturaleza de las políticas que permitirían mantenerlo y avanzarlo ha sido el corazón de un intrincado debate a lo largo de toda su vida independiente. Los llamados realistas siempre abogaron por una definición geopolítica del interés nacional y, en función de ello, de una política exterior orientada a hacer valer ese interés con todos los medios a su alcance, incluyendo, por supuesto, los militares.

Por otro lado, la escuela de los llamados idealistas siempre abogó por una política de promoción de los valores que animaron, desde su creación, a la sociedad norteamericana. Para ellos era preferible una estrategia basada en la promoción de los derechos humanos y en la articulación de alianzas y relaciones entre naciones a partir de este concepto. Si bien los debates entre ambas líneas de pensamiento llevan doscientos años de vida, la guerra fría y su lógica de confrontación acabó por silenciarlos temporalmente. Sin embargo, a partir del fin de la guerra de Vietnam y, sobre todo, con el desmantelamiento de la Unión Soviética, el debate renació, confiriéndole el liderazgo a los promotores de la visión más ideológica y menos pragmática de la política exterior.

De esta manera, por al menos dos décadas, la lógica de la política exterior estadounidense estuvo fuertemente dominada por temas de derechos humanos, de protección del ambiente, de los derechos laborales y así sucesivamente. Las disputas en torno a la aprobación del TLC norteamericano fueron un primer anuncio de cómo se estaba transformando el establishment de ese país, algo que prácticamente nadie anticipó cuando en un inicio se planteó la negociación. Un ejemplo mucho más complejo del mismo hecho se puede apreciar en las negociaciones anuales por las que tenía que atravesar la aprobación de la cláusula de Nación Más Favorecida para China, donde el tema de los derechos humanos, más que la importancia geopolítica de esa potencia asiática, dominaba la discusión.

El hecho es que, a partir del fin de la Unión Soviética, la política exterior norteamericana estuvo dominada por esa agenda y la actitud estadounidense era hegemónica al respecto. Como gran potencia, Estados Unidos velaba por esos temas como asunto central de su interés nacional y juzgaba todas sus interacciones en el planeta, y las de todas las demás naciones, a la luz de esos criterios.

El once de septiembre acabó con toda esa lógica, con la misma celeridad con que se derrumbaron las torres gemelas de Nueva York. A partir de entonces, la política exterior norteamericana ha sufrido una verdadera convulsión. El tema del terrorismo se ha convertido en el concepto central, en la piedra de toque de la política exterior y todas las relaciones y alianzas en el mundo internacional giran en torno a ello. Las acciones de cada nación en lo individual han dejado de ser el foco de preocupación estadounidense: lo que ahora importa es que se mantengan alineadas en el tema central, el terrorismo. Esta nueva racionalidad explica el cambio de actitud norteamericana en una gran multiplicidad de temas, regiones y países: desde las pretensiones de China de desempeñarse como una potencia regional – objetivo hasta entonces disputado por Estados Unidos-, hasta el acercamiento con naciones como Rusia o el intercambio de información con países que, en la lógica anterior, no eran más que meros parias del mundo civilizado, como Sudán. El hecho es que la agenda de Washington se ha invertido de la noche a la mañana.

Los principios que durante muchos años parecieron inamovibles ahora han dejado de ser fundamentales. El maniqueísmo imperante en la guerra fría, cuando había un enemigo evidente, fácil de identificar y anticipar, perdió intensidad a partir de la caída del muro de Berlín, pero siguió estando presente. La guerra fría hizo fácil determinar quién era un amigo y quién un enemigo de cada uno de los contendientes. Con el fin de esa disputa, el maniqueísmo persistió, pero su legitimidad comenzó a desmoronarse. Si bien siguió habiendo enemigos de la principal potencia del mundo, muchos de ellos quizá de alta peligrosidad, su importancia era sensiblemente distinta a la que representó la URSS. Los nuevos enemigos, los líderes tildados por Washington como «maleantes bribones» (o, en su acepción inglesa, rogue leaders), como Kim Jong Il en Corea del Norte o Saddam Hussein en Irak, se convirtieron en nuevos desafíos, cualitativamente distintos a los anteriores, pero no por ello menos importantes desde la perspectiva norteamericana. Fue bajo esta lógica que Washington disputaba de manera sistemática los despliegues chinos en su afán por convertirse en una nueva potencia regional o, incluso, los de algunos de sus aliados como Japón y Alemania.

Todo lo anterior se vino abajo en septiembre pasado. La lucha contra el terrorismo ha impreso a la política exterior norteamericana una complejidad muy distinta a la que imperaba hasta entonces. Para comenzar, el enemigo ya no es uno o varios estados nacionales, sino grupos transnacionales que tienen capacidad de acción fuera del alcance de cualquier nación en lo individual. Lo anterior ha llevado a Estados Unidos a definir una nueva prioridad por encima de todas las anteriores: acabar con el terrorismo. En la práctica, esto ha entrañado la construcción de una coalición integrada por una diversidad de naciones nunca antes vista, incluyendo naciones del antiguo bloque soviético, países árabes, enemigos históricos (como China y Rusia), países que se encuentran confrontados (como India y Pakistán) y también naciones que hasta hace poco eran consideradas parte de los estados «bribones», como Sudán.

El cambio de prioridades implica que ahora Washington da supremacía a los temas relacionados con el terrorismo, fundamentalmente abandonando en el camino toda pretensión de entrometerse en los asuntos de menor relevancia en el nuevo contexto, como pueden ser los intereses regionales de cada uno de los integrantes de la coalición. Puesto en otros términos, Washington ha optado por abandonar todo su diseño estratégico de la última década para substituirlo por una determinación absoluta de combatir y vencer al terrorismo y pagar a los aliados por su colaboración.

Las implicaciones de este monumental viraje son extraordinarias para todos los países del mundo, incluyendo por supuesto a México. Estados Unidos tiene una nueva preocupación central que es la del terrorismo. En la medida en que nuestro país comprenda, asimile y coopere activamente en ese nuevo interés medular de nuestros vecinos, la posibilidad de explorar y perseguir otras opciones será también enorme, tanto en lo que a la propia relación se refiere (en temas como el de la migración) como en el resto de nuestras relaciones bilterales o multilaterales.

Para el presidente Fox esta nueva realidad representa una oportunidad extraordinaria si decide aprovecharla. Oportunidad por dos razones principales: primero, porque le regala un nuevo instrumento, una justificación y un sentido de urgencia para atender los reclamos de una gran parte de quienes votaron por él. Es decir, en la medida en que para Washington lo central sea combatir el terrorismo y todas las circunstancias que lo alimentan -como el desorden, la impunidad, la criminalidad y la corrupción- Fox no tiene otra más que abocarse a atender esos temas sin pausa. Las consecuencias de no hacerlo serían catastróficas en el ámbito tanto interno como bilateral. A un año de haber asumido la presidencia y con relativamente pocos logros que mostrar, esta circunstancia le ofrece una oportunidad extraordinariamente poderosa para retomar el liderazgo en algunos de los temas que fueron el corazón de su campaña y de su inusitada victoria. También para atacar intereses profundamente arraigados que, en la nueva lógica, ya no pueden ser solapados. La razón de lo anterior es muy simple: el riesgo de no actuar en estos temas podría implicar un conflicto con Estados Unidos que sería intolerable para el país.

La otra razón por la que se trata de una extraordinaria oportunidad reside en que, de satisfacerse la primera condición, es decir, de combatirse decididamente al terrorismo y sus causas en el interior del país, México puede llevar a cabo un gran despliegue en su política exterior, dándole al presidente Fox la posibilidad de consagrar y proyectar la estatura que le dio su triunfo en el 2000 hacia el ámbito internacional. A diferencia de hace algunos años, por razones inesperadas, hoy existe la posibilidad de avanzar una agenda internacional mucho más ambiciosa. Pero lo que no se puede olvidar es que esa dimensión sólo será viable en la medida en que también se avance la agenda anti-terrorista.

 

El Congreso y el Desarrollo

Luis Rubio

La reforma fiscal va a acabar siendo extraordinariamente costosa para el Congreso. Su impacto es tan amplio y sobre tanta gente, que la mezcla de una agenda ideológica, errores, absurdos, contradicciones y afectación de diversos intereses, sectores y grupos de la sociedad, acabarán por magnificar la problemática que aqueja a la dinámica legislativa en su estado actual. Es posible que otras iniciativas de ley concluyan de una manera más tersa y que los conflictos implícitos e inevitables en la articulación de posturas distintas -cuando no encontradas- en otros casos sea igual de difícil. Pero de lo que no hay duda es que una legislación tan visible como la fiscal ha exacerbado los ánimos, generado una profunda animadversión contra el Congreso y puesto en duda la viabilidad de la estructura institucional actual. La pregunta es si será posible convertir este desencuentro en la oportunidad que urgía para modernizar la estructura institucional del sistema de gobierno.

La ley en materia de ingresos y presupuesto ha causado un enorme revuelo. Unos se quejan de su complejidad, en tanto que otros lamentan lo que no se incluyó; algunos detestan los aumentos selectivos de impuestos y otros reprueban la eliminación discriminatoria de exenciones al pago de impuestos. El hecho es que prácticamente no hay sector de la economía, o de la sociedad en general, que no repruebe las ominosas decisiones del poder legislativo al fin del año pasado.

De las quejas algunos están pasando a la acción. Decenas de empresas se encuentran estudiando la posibilidad o viabilidad de ampararse, en tanto que otras observan con detenimiento las decisiones de sus competidores, pues si unos se amparan los otros no tendrán más remedio que hacer lo mismo. Otros más, como los autores, han optado por la vía de la retórica, la acción política y la búsqueda de ajustes a su caso particular. Todos y cada uno de los causantes explican su caso y reclaman un reconocimiento a sus circunstancias especiales. Seguimos siendo un país de derechohabientes más que de ciudadanos. Pero, quizá por primera vez en la historia moderna del país, el pato lo está pagando el Congreso. Hasta ahora, todos sabíamos que la política fiscal se decidía en Hacienda, cuando no en Los Pinos. Ahora que los señores diputados llevan la voz cantante y entre ellos tuvieron que construir los componentes de la política fiscal para este año, resulta imposible que se desasocien del resultado. Atrás han quedado todas las discusiones sobre el llamado «costo político» de la reforma fiscal. El hecho es que los diputados no llevaron a cabo una reforma que simplificara el cumplimiento de las responsabilidades fiscales y elevara la recaudación fiscal, y van a pagar por ello un costo infinitamente superior al que hubiera existido de haber legislado de una manera coherente, simplificando el sistema fiscal y haciéndolo más equitativo. La paradoja e ironía de todo esto es que los legisladores pensaban que por esta vía no pagarían costo alguno.

Una vez concluida la sesión legislativa, cada una de las partes del gobierno tuvo que definirse. Los diputados y senadores no se han cansado de afirmar que las quejas se reducen a un núcleo muy pequeño de empresas y personas y que, por lo tanto, no hay nada que corregir. En cambio, el Presidente mostró que aprendió la lección del proceso de aprobación de la ley indígena: esta vez simplemente declaró victoria y optó por avanzar hacia el siguiente tema. Esta vez los legisladores tendrán que enfrentar solos las consecuencias de sus acciones.

En retrospectiva, desde la perspectiva del Congreso, era difícil suponer que se arribaría a un resultado significativamente distinto. Si bien una reforma fiscal por la vía del IVA nunca fue muy popular, el presidente Fox la hizo todavía más difícil al proponer ese camino desde mediados del 2000. Los legisladores, la mayoría de por sí indispuesta a colaborar con la presidencia, optaron por hacer tan oneroso el camino del IVA con sus interminables argumentaciones en torno al famoso costo político, que nunca repararon en los potenciales costos de aprobar una reforma alternativa que no dejara satisfecho a nadie y cuyo prospecto de éxito en materia recaudatoria fuera por demás dudoso. Justicia poética.

Pero si bien es evidente que hubo una gran irresponsabilidad en muchas de las acciones del poder legislativo, también es importante reconocer que las reglas y estructura del propio Congreso hacen sumamente difícil que ese cuerpo colegiado produzca cosas coherentes y adecuadas. El hecho es que los legisladores no tienen incentivos para cooperar, ni penalidades por la mala calidad u oportunidad de sus decisiones y acciones. Si bien es perfectamente posible que muchos de sus integrantes sufran críticas y el embate de los afectados, la responsabilidad no es personalizable. Y ahí reside el problema de fondo.

Mientras que cualquier mexicano puede criticar o elogiar al Presidente de la República por tal o cual acción y logro, es prácticamente imposible responsabilizar a algún legislador en lo individual por las decisiones que toma en el congreso. A pesar de que 300 de los 500 legisladores fueron electos de manera directa, muy pocos mexicanos saben el nombre de su representante y, en cualquier caso, tanto en la ley como en la práctica, ningún legislador representa a un distrito en lo particular. Este tema se complica todavía más por el hecho de que existen otros doscientos diputados que fueron electos por los partidos políticos y cuya relación con los votantes es simplemente inexistente. El Congreso, cuyos miembros se dicen representantes populares y en esa calidad exigen que el poder ejecutivo rinda cuentas, no representan a la ciudadanía, sino a sus partidos o, en todo caso, a sí mismos.

La legislación fiscal no ha hecho más que exhibir el hecho de que el Congreso no le rinde cuentas a nadie. Todas las quejas que por décadas se elevaron contra la presidencia ahora resultan igualmente sonoras en contra del Congreso. Pero, a diferencia de la presidencia, los legisladores son, formalmente representantes de la población.

De esta manera, hemos arribado a una pared: los representantes populares no representan a la población y la población no tiene medios para hacerse presente en el proceso de toma de decisiones sobre temas de la agenda pública. A la luz de esta realidad, ahora expuesta de manera nítida por la legislación fiscal recién aprobada, nuestro sistema político difícilmente puede merecer el calificativo de democrático.

No cabe la menor duda de que el país ha avanzado una enormidad en materia política, electoral e incluso democrática. Pero, en la actualidad, la democracia se limita a la acción de cada elector en lo individual el día de las votaciones. Una vez que el voto ha sido depositado en la urna, la democracia a la mexicana entra en operación: el votante deja de ser requerido, pues sus «supuestos» representantes se hacen cargo a partir de ese momento. Lo que la jornada legislativa evidenció es que esa representación no existe o, en todo caso, no goza de credibilidad entre los votantes. Es tiempo de cambiar la desigual relación entre votantes y representantes y entre legisladores y el ejecutivo.

Lo fundamental es convertir en oportunidad el disparate leglslativo de este fin de año. Los legisladores pueden haber realizado la mejor de sus tareas en el proceso de aprobación del presupuesto, o pueden haber sido diletantes e incompetentes. Tal vez, quizá más probablemente, lo que emergió del Congreso es lo único que era factible dadas las circunstancias. Sea cual fuere la explicación, el resultado habla por sí mismo. Los legisladores, sin pensarlo, han creado una nueva realidad política: ahora tienen que responder en forma, abocándose con seriedad a modificar la estructura de la institución legislativa a fin de que se cree una entidad verdaderamente representativa, que haga efectiva la democracia que se ha venido construyendo poco a poco. Lo anterior implica hacer válido el derecho ciudadano más elemental, que es, ante todo, el participar en la toma de decisiones públicas a través de una efectiva representación en el legislativo. En la actualidad, ningún legislador se siente obligado a realizar semejante concesión y, en todo caso, muchos lo consideran no más que un desperdicio de su valioso tiempo.

La transformación del Congreso en el sentido de que logre constituirse en una verdadera instancia de representación, algo que necesariamente implicaría eliminar la representación proporcional e introducir la reelección, modificaría al sistema político de raíz. Si bien los legisladores comenzarían a verse presionados por una enorme diversidad de personas y grupos de interés – lo que sin duda complicaría dramáticamente su capacidad para decidir de una manera limpia, afectando a los menos posibles y protegiendo a los menos poderosos de su base electoral-, su voto acabaría siendo más pensado, más sólido, menos disputable y, sobre todo, más representativo.

Es evidente que, al introducirse la reelección, toda la lógica del sistema político actual se vendría abajo. La tiranía que con frecuencia ejercen los líderes de las facciones partidistas o los líderes de los propios partidos, pasaría a segundo plano. La capacidad de articular golpes legislativos disminuiría y la influencia ciudadana crecería. Lo anterior sin duda podría hacer mucho más difícil la aprobación de algunas iniciativas particularmente controvertidas. Pero lo que el Congreso demostró al final de diciembre pasado es que el sistema actual no es menos complejo ni más efectivo. Es, más bien, un resquicio del viejo sistema que debe ser reemplazado a la brevedad posible. No hay mejor manera de enmendar el bodrio presupuestal que aprobando la reelección de los miembros del poder legislativo.

 

Después del presupuesto

Luis Rubio

La buena noticia del más reciente proceso de aprobación presupuestal fue que los miembros del poder legislativo reconocieron la necesidad de incrementar la recaudación de impuestos, manteniendo un límite relativamente modesto de endeudamiento y de déficit fiscal. En un entorno caracterizado por interminables demandas de gasto y transferencias, subsidios y favores, la actitud de los legisladores en esta materia es absolutamente loable. La mala noticia es que el presupuesto de ingreso y gasto que aprobaron es una poción casi letal que mezcla todo tipo de impuestos y sobretasas con exenciones inexplicables, subsidios absurdos y transferencias que no entrañan rendición alguna de cuentas. Esta situación es producto de una estructura institucional que funcionó bien dentro del viejo sistema político, pero que en la actualidad impide que el país prospere. Los incentivos que existen son propicios a la irresponsabilidad y no permiten que se tomen buenas decisiones ni que se protejan los actores políticos fundamentales. Y todo esto está teniendo lugar en un momento particularmente difícil para diversas economías alrededor del mundo.

A pesar de que todavía no son patentes todas las consecuencias del paquete económico que aprobó el poder legislativo al final del año pasado (de hecho, al inicio del actual), una cosa sí es evidente: el proceso de decisión e interacción entre los poderes ejecutivo y legislativo ya dio de sí. La estructura institucional vigente funcionó muy bien por muchas décadas porque había sido diseñada para empatar la realidad de un poder ejecutivo sobredimensionado y un poder legislativo enclenque. A la luz de esta circunstancia, lo sorprendente sería que el proceso de toma de decisiones siguiera siendo funcional. Ahora que ambos poderes han cambiado de raíz, es imperativo comenzar a replantear las reglas bajo las que opera el poder legislativo a fin de que encuentre un nuevo equilibrio respecto al ejecutivo que no sólo le restituya el poder del que adoleció por tanto tiempo (y que ha utilizado con creces a lo largo de los últimos meses), sino también que le exija responsabilidad ante la ciudadanía.

El bodrio presupuestal que emanó de la última sesión del congreso va a dar mucho de qué hablar, no sólo por la ausencia total de una estrategia presupuestal, sino también por la posibilidad de que los legisladores se hayan extralimitado en sus facultades y atribuciones constitucionales. Pero quizá lo más importante es que el proceso de discusión y aprobación presupuestal ha hecho crisis y los procedimientos que actualmente están vigentes para darle forma y aprobarlo no son ni apropiados ni funcionales. La pregunta es si existe el reconocimiento de que nos encontramos ante una situación por demás delicada, sobre todo a la luz de la situación económica por la que atraviesan otras naciones, particularmente Argentina.

Enfrentando una situación similar, el presidente ruso Vladimir Putin se dirigió a la Duma, el parlamento ruso, con el siguiente planteamiento: “Por una década, hemos intentado todas las malas ideas: desde el cese de pagos sobre nuestra deuda, hasta una devaluación y una terapia de shock en la economía. Después de todo ello, ya no hay ninguna otra opción: tenemos que aprobar una reforma legislativa real a fin de que obtengamos inversiones que permitan construir una economía moderna. En este mundo no es posible funcionar sin una base económica sólida, lo que nos obliga a ponernos a trabajar sobre lo fundamental y olvidarnos de todas esas grandes ideas que no funcionan”. Exactamente lo mismo tienen que reconocer los miembros de nuestro poder legislativo.

Luego de meses de debate politizado e inconsecuente, los miembros del poder legislativo acabaron por aprobar un presupuesto incongruente e inadecuado. A menos que la Suprema Corte de Justicia decida que hubo inconstitucionalidad en el proceder de los legisladores, éstos podrán afirmar que cumplieron con su cometido de aprobar el presupuesto, incluso por unanimidad. Sin embargo, a pesar de que los legisladores cumplieron en tiempo y forma, la sustancia de lo  aprobado no contribuye a resolver la problemática nacional. Esto es algo de lo que no se pueden jactar nuestros dilectos legisladores.

Pero culpar a los legisladores no lleva a ninguna parte. Muchos de ellos, probablemente la mayoría, son personas absolutamente responsables que reconocen la urgencia de atender los temas de fondo que han quedado rezagados por décadas. Sin embargo, una vez que se encuentran interactuando dentro del poder legislativo, su capacidad de acción disminuye tanto que acaba por ser inconsecuente. O, peor, acaba siendo contraproducente. Ese es el punto que es imperativo atender.

¿Qué es lo que hace que un diputado sea una persona responsable pero un legislador irresponsable? La diferencia reside esencialmente en los incentivos que animan su desempeño. Como personas, sin las ataduras que vienen con su fuente de empleo, la mayor parte de los miembros del poder legislativo reconoce que es fundamental atender los problemas de fondo del país; sin embargo, eso no es lo que emana de su acción en conjunto. Ya como diputados y senadores, estas personas quedan sometidas a un conjunto interminable de presiones que van desde sus preocupaciones y expectativas respecto a su siguiente chamba (y los ingresos esperados) hasta sus relaciones con el liderazgo de su bancada en el seno del congreso y con el de su partido. Luego vienen las presiones que ejercen los gobernadores de sus respectivos estados, las de los miembros del gabinete interesados en los temas de su incumbencia y las del propio presidente de la República. Para acabar el cuadro, el nuevo balance entre los poderes ha hecho que se transfieran muchas de las presiones que antes ejercían los intereses privados sobre el ejecutivo hacia el poder legislativo. Se trata de un verdadero marasmo de intereses el que circunda a los legisladores.

Las fuentes de presión siempre han estado presentes: a final de cuentas, esa es la naturaleza de la función pública. Lo que ha cambiado en forma radical es la capacidad de movimiento de los propios legisladores. Al menos por lo que toca al PRI, que por décadas dominó al congreso, la última palabra la tenía casi siempre el líder del partido, que también era el presidente de la República. Eso permitía que el proceso legislativo funcionara sin demasiadas dificultades: los legisladores no votaban a ciegas las preferencias presidenciales, sino que negociaban, de manera explícita o implícita, sus propios intereses. De esta manera, cuando un legislador votaba algo significativo, lo hacía bajo el entendido de que habría una compensación por parte del ejecutivo en la forma de una chamba futura, acceso a los privilegios de que disfrutaba la llamada “clase política” o algo semejante. Esos entendidos permitían que el sistema funcionara con una precisión (casi) de relojería. Lo anterior no implica que se tomaran buenas decisiones, pues la evidencia muestra que con gran frecuencia ocurría exactamente lo contrario, pero sí que la interacción entre los dos poderes funcionara de manera eficiente. Lo que tenemos que lograr es que se reconstruya esa eficacia en el funcionamiento del sistema, sin dar lugar a la irresponsabilidad que iba implícita en muchas de las iniciativas del ejecutivo que los legisladores acababan aprobando para satisfacer a su jefe real.

Lo paradójico del momento actual es que, a pesar de toda la presión y los intereses que circunda a los legisladores, éstos acabaron teniendo poco efecto a la hora de decidir. Desde luego hubo excepciones a esta situación, sobre todo en materia telefónica. Pero la evidencia muestra que en el proceso presupuestal  reciente dominaron los intereses partidistas y las preferencias ideológicas individuales, más que cualquier otra cosa. Y peor: como ningún partido puede aprobar iniciativas de ley por sí mismo, el proceso de aprobación presupuestal se convirtió en una arena para la confrontación (y finalmente negociación) de las preferencias ideológicas y políticas de los diversos partidos políticos, y en esta ocasión particularmente entre el PAN y el PRD. Al margen quedaron las necesidades del país y las preferencias ciudadanas. Se trata, pues, de una dinámica verdaderamente aterradora.

Sin duda, el país puede vivir con lo que emanó del Congreso. Pero es imperativo entender que las tendencias que de ahí surgen representan una luz de color ámbar. Las crecientes transferencias de fondos a los estados no son malas por sí mismas; pero son terriblemente peligrosas si se siguen realizando sin rendición de cuentas y garantías respecto al uso y rentabilidad de los recursos.

Al igual que con el presidente Putin, es tiempo de que los políticos mexicanos reconozcan que ya no es posible seguir probando ideas que no funcionan en ninguna parte del mundo. Si queremos imitar a algún país, debemos voltear la mirada hacia las naciones más ricas del planeta y no a las más pobres. Unas y otras deben su condición a las decisiones que sus políticos toman en materia de desarrollo. Con excepción de algunos cuantos legisladores que piensan que lo único importante es obstruir al poder ejecutivo, la mayoría de los mexicanos, incluidos los políticos, reconoce que es tiempo de crear un nuevo orden institucional que empate las nuevas realidades políticas (sobre todo el hecho de que ya no hay una conexión entre el Presidente y un partido como el PRI en el poder) con la necesidad imperativa de hacer efectiva la rendición de cuentas.

Es decir, es urgente que se reconozca, en la práctica, que el tiempo de un partido hegemónico en el poder se acabó y que igual tiene que concluir la lujuria legislativa que pone en entredicho el desarrollo del país. Pasado (y desperdiciado) el tiempo y la oportunidad de un presupuesto más acorde con las necesidades de desarrollo del país, es crucial atender las causas del desencuentro e ineficacia y actuar sobre ellas. La duda es si es demasiado pedir a un congreso enamorado de sí mismo, sin que su desempeño así lo justifique.

www.cidac.org

Reformas e intereses

Luis Rubio

Dos ideas, en buena medida contradictorias, dominan el discurso político en el país: la idea de cambiar y reformar y la del consenso. En un mundo ideal, todo cambio o reforma se llevaría a cabo por consenso, pero en el mundo de la política esto es una quimera. La razón de ello no es particularmente difícil de dilucidar: toda reforma implica la afectación de un interés. En este sentido, lo crucial para el país no reside en que se logre todo por consenso, algo imposible, sino que existan los mecanismos que garanticen la discusión abierta de los temas y las reformas propuestas y su aprobación a través de procedimientos que, por su naturaleza, no sean disputables. La idea misma de la democracia es precisamente esa: el voto –de los ciudadanos en las urnas y de sus representantes en el Congreso– constituye un mecanismo de decisión legítimo y no sujeto a discusión.

La noción de reformar, aunque frecuente en el discurso político en los últimos años, no es nueva. A diferencia de la idea de una revolución, la noción de reformar implica un proceso gradual de cambio dentro del marco institucional. Así como hay enemigos para los cambios revolucionarios, también los hay para las reformas, pero en cada caso se expresan de manera distinta. Las revoluciones se deciden, literalmente, en el campo de batalla. Las reformas se materializan en los procesos legislativos y administrativos de los gobiernos. Quienes se oponen a una determinada reforma expresan sus puntos de vista a través de los medios y directamente con los responsables de las decisiones en el Congreso y la administración pública, según sea el caso. Lo que la incipiente democracia mexicana ofrece es la posibilidad de que las decisiones sean abiertas y transparentes. Pero eso nada tiene que ver con los ganadores y perdedores en cada uno de los casos.

La nueva realidad política obliga a un replanteamiento tanto de las reformas que el país necesita como de la manera en que éstas deben ser promovidas por el ejecutivo o el legislativo. Hasta hace unos cuantos años, todo lo que se requería era la decisión presidencial para que las reformas se instrumentaran. En algunos casos, las reformas se tradujeron en extraordinarios beneficios para la mayoría de los mexicanos, como lo ejemplifica TLC norteamericano. En otros, sin embargo, las reformas emprendidas resultaron erradas en su concepción o en su instrumentación, como bien lo muestra un buen número de privatizaciones. No hay manera de garantizar que una reforma resulte exitosa, pero no cabe la menor duda que un procedimiento transparente de decisión en el que las diversas partes e intereses puedan presentar sus preferencias y posturas ofrece la posibilidad de disminuir los riesgos.

Nuestro problema es que no contamos con un procedimiento de decisión efectivo que permita procesar todas esas preferencias en las reformas que se pretende avanzar. El poder ejecutivo ya no puede decidir por todos e imponer sus preferencias sin discusión alguna y el poder legislativo no le rinde cuentas a nadie. El resultado es que no tenemos procedimientos eficaces de decisión, justo en el momento en que la agenda de reformas propuestas y pendientes crece como la espuma. El presidente se dirige a la población logrando, en muchos casos, el apoyo popular, mismo que no puede traducir en votos legislativos. El Congreso, por su parte, ha avanzado la agenda legislativa siguiendo su mejor juicio: en algunos casos atendiendo a quienes más han presionado y en otros ignorando absolutamente las presiones. Su pretensión de autonomía es loable, pero poco conducente a un mejor proceso de toma de decisiones que es, en esencia, el propósito de la división de poderes.

La agenda de reformas crece por dos razones fundamentales: por un lado, el mundo se transforma de manera vertiginosa y eso obliga a que nos adecuemos a una realidad dinámica y cambiante. Un ejemplo dice más que mil palabras: el Código de Comercio, como muchos otros que norman la actividad económica, data de principios del siglo pasado, cuando no del anterior. Lo mismo se puede decir del sistema político: las reglas e instituciones que resultaron efectivas en el pasado para procesar conflictos y tomar decisiones, han dejado de ser operativas en el presente. La actualización de las normas se torna en algo necesario cada vez que la realidad deja de corresponder con los supuestos implícitos que les dieron vida o razón de ser.

Pero la agenda de reformas –y su urgencia– también crece porque la situación actual no es sostenible en diversos ámbitos (inversión, infraestructura, relaciones entre el ejecutivo y el legislativo, etcétera), además de que entraña una fuerte propensión a la parálisis en decisiones clave.

Las reformas que el país requiere se inscriben en diversos rubros, pero lo crucial es su componente sustantivo, más que el técnico. Lo central es que las reformas se aprueben con el apoyo legislativo más amplio posible, sin que el consenso sea el objetivo. Adicionalmente, se requiere de una racionalidad distinta en la articulación y presentación de las reformas, toda vez que éstas requieren, no sólo la anuencia, sino la participación activa de la sociedad en el proceso político de discusión y aprobación.

La agenda pendiente de reformas abarca temas tanto políticos como económicos. Por el lado político, lo imperativo es consolidar los procesos de decisión en la nueva etapa política del país. Ello requiere acciones en temas tan diversos como los siguientes: a) la reelección de los miembros del poder legislativo a fin de que se haga efectiva la rendición de cuentas. Este tema enfrentará serios problemas, toda vez que, para ser efectivo, implicaría la desaparición de los diputados de representación proporcional. Su permanencia distorsionaría los mecanismos de rendición de cuentas que se pretende fortalecer con esta reforma; b) la consolidación de las instituciones electorales, tanto el IFE como el Tribunal Electoral. Este tema es por demás controvertido, pues cada partido quiere modificar el esquema prevaleciente según le ha ido en la feria; c) el poder judicial todavía padece de extraordinarias debilidades en su propósito medular de brindar justicia expedita. Si bien la Suprema Corte de Justicia se ha transformado y adecuado a los más altos estándares internacionales, no ocurre lo mismo en los niveles que afectan al ciudadano común y corriente; y d) el acceso a la información, que es la mayor revolución potencial que el país tiene en puerta, toda vez que la apertura de la información gubernamental implica un cambio brutal en la relación ciudadano-gobernante. La agenda política de reforma no se acaba en estos temas, pero cada uno de ellos es explosivo en sí mismo.

La agenda de reformas en materia económica no es menos importante y significativa. Por una parte se encuentran todos los temas que tienen que ver con la posibilidad de generar tasas de crecimiento elevadas y, por la otra, con la capacidad de acceso del ciudadano a la vida económica. Entre las primeras se pueden enumerar las siguientes: a) la reforma fiscal, cuyo propósito central tiene que ser el despetrolizar las finanzas públicas y conferir estabilidad a la economía. Por supuesto, cualquier reforma fiscal implica afectar la bolsa de mucha gente, pero también implica disminuir la inflación de manera permanente, lo que más que compensa las pérdidas en que el ciudadano promedio incurriría con cambios en la estructura impositiva actual. Mucha de la oposición a la reforma fiscal proviene de los grupos industriales que más perderían (y que menos legitimidad tienen para oponerse), en tanto que otra fuente de oposición proviene de los propios priístas que asocian su descalabro electoral de 1997 con el incremento del IVA en 1995. Ignoran que, más allá del IVA, la crisis de 1994-1995 implicó la pérdida de la mitad del ingreso disponible de la mayoría de los mexicanos; b) la reforma eléctrica, que en su esencia no implica más que la legitimación y legalización de la inversión extranjera en la generación de fluido eléctrico para asegurar su suministro en el futuro. La oposición es, en la mayoría de los casos, estrictamente interesada: de quienes se benefician del statu quo , comenzando por el sindicato, y de los burócratas que en la actualidad viven de la corrupción imperante. Algo similar se puede decir de otros ámbitos como el de la petroquímica y la infraestructura en general; c) el reconocimiento de los pasivos fiscales que son reales pero que no han sido formalizados como tales: desde las obligaciones financieras del gobierno federal y los gobiernos estatales por concepto de pensiones de burócratas hasta las deudas del IPAB. La oposición en estos casos es más ideológica y personal que política o filosófica: nadie quiere verse asociado con los errores del pasado; y d) crear mecanismos de responsabilidad para asegurar la rendición de cuentas sobre el uso de los recursos que, crecientemente, están siendo transferidos hacia los estados y municipios.

Por lo que toca a la capacidad del ciudadano común y corriente de desarrollarse en el ámbito económico, hay una serie de reformas que son indispensables: a) asegurar la competencia en todos los sectores de la economía a fin de desaparecer las facultades monopólicas de las que hoy gozan algunas empresas; b) proteger la propiedad intelectual y, en general, los derechos de propiedad; c) proteger el comercio electrónico; y d) desregular la actividad económica en general y, en particular, la que atañe a la industria de la construcción (tema generalmente asociado al nivel municipal). Lo crucial no es eliminar regulaciones, sino simplificar los procedimientos de aprobación (como la alternativa ficta) y conferirle garantías a los interesados de que, una vez aprobada una determinada operación o actividad, no le puede ser denegada. En suma, simplificarle la vida al empresario pequeño, facilitar el desarrollo de más empresarios y crear una base de desarrollo de la que el país hoy adolece.