La nueva arquitectura institucional

Luis Rubio

El viejo sistema político, el que surgió de las cenizas de la Revolución Mexicana, constituyó una respuesta extraordinaria, además de exitosa, a la caótica realidad que el país enfrentaba luego de más de una década de revueltas, asesinatos políticos y más de un millón de muertos. Se dice fácil, pero las instituciones construidas a partir de las acciones de personajes como Obregón y Calles, Cárdenas y Ávila Camacho hicieron que México se distinguiera del resto del subcontinente tanto en términos de crecimiento económico como de estabilidad política. Pero ese éxito no fue gratuito y ahora tenemos que lidiar con sus consecuencias, como ya lo hemos venido haciendo al padecer crisis económicas frecuentes a partir de los setenta. La pregunta de hoy, luego de la derrota del PRI hace casi dos años, es cómo crear un nuevo sistema político que haga posible satisfacer tanto las necesidades como las aspiraciones de los mexicanos en el entorno de dispersión política que hoy nos caracteriza, y frente un mundo exterior muy distinto al existente en el México postrevolucionario.

Lo fácil ahora es desechar y negar el pasado, con todas sus virtudes y todos sus defectos. Igual de fácil resulta aferrarse al pasado, creer que nada nuevo o mejor puede crearse y que nuestro destino está atado al pasado, a la historia que se escribió a partir de la Revolución. Ese pasado es tan real, que es parte integral de nuestra problemática actual. La pregunta ahora, igual para tirios que troyanos, es cómo salir del atolladero en que nos encontramos. El momento actual es uno de confrontación, con frecuencia demencial, porque nadie parece dispuesto a reconocer la simple y llana realidad: las estructuras del pasado existen pero ya no funcionan, razón por la cual es imperativo alcanzar acuerdos que permitan construir un futuro en el que quepan las dos posturas, la de los que no quieren reconocer la realidad del pasado y la de quienes se niegan a otear el futuro.

Cualquier comparación histórica con la mayoría de los países latinoamericanos muestra una diferencia patente: prácticamente no hay nación en el subcontinente que exhiba un récord como el mexicano en términos de crecimiento económico sostenido (al menos entre 1930 y 1970), estabilidad política y social, una transición ordenada y no muy violenta del caos revolucionario a la institucionalización política, a la profesionalización del ejército y al orden civil. Visto desde esta perspectiva, el viejo sistema político tiene mucho que presumir. Independientemente de su retórica, ese sistema nada tenía de democrático, pero por algunas décadas sus resultados -y éxitos- fueron notables. Nadie puede regatear sus logros pero, de la misma manera, tampoco es razonable exagerarlos. A final de cuentas, sus panegiristas se enorgullecen de lo que funcionó bien, pero tienden a olvidar lo que no avanzó con pulcritud.

La misma comparación con otras naciones latinoamericanas también muestra diferencias importantes en cuanto a la naturaleza del sistema político que surgió en cada caso. No queda la menor duda de que la ausencia de golpes de estado, fue una muestra indisputable de la eficacia del viejo sistema político mexicano. A pesar de las prácticas autoritarias y de las restricciones que caracterizaron al sistema priísta, con excepciones verdaderamente notables, prácticamente ningún mexicano sufrió el terror, el desmembramiento de familias, la persecución y las desapariciones que fueron la norma en algunos de nuestros vecinos en el sur del continente. Esto no quiere decir que en el mundo político mexicano todo fuera miel sobre hojuelas, pero sí que el peculiar sistema político que se construyó luego de la justa revolucionaria tuvo méritos importantes que van más allá de lo palpable en lo económico, político o social.

Sin embargo, las décadas de éxito material y político generaron al menos tres subproductos perniciosos que el día de hoy, luego del cambio de gobierno a nivel federal en el año 2000, son fuente de un grado elevado de conflicto y dispersión que obstaculizan el avance del país. Si hemos de romper con estos impedimentos, tenemos que comenzar por reconocer que las dificultades de hoy no son ajenas a las realidades del pasado y que los instrumentos (y concepciones) que eran efectivos antaño, tanto en el plano político como en el social y económico, ya no necesariamente lo son en nuestros días.

El primer subproducto pernicioso que nos legó el viejo sistema político es quizá el más visible y palpable porque se encuentra presente en todas partes y constituye el mayor obstáculo a cualquier avance o movimiento. Se trata de los intereses arraigados que, en el curso de los años, se fueron adueñando de actividades y sectores, grupos y sindicatos, empresas y partidos. El viejo sistema, que se estructuró a partir del intercambio de beneficios por lealtades, propició la constitución de grupos fuertes en todos los ámbitos: en su afán por mantener el control y asegurar la estabilidad, el viejo sistema no sólo facilitó el arraigo de estos grupos e intereses, sino que premió a todo aquel que afianzara espacios para el sistema. Gracias a esa lógica, todo en el país se encuentra controlado por intereses comprometidos con el statu quo que impiden, por definición, cualquier cambio. Esta realidad es patente en las empresas paraestatales y en los grandes sindicatos, en la burocracia y en las policías, en los partidos políticos y en las bandas de delincuentes, en los manifestantes profesionales y entre los políticos que siguen orquestando, organizando y manipulando a ejércitos de campesinos pobres y maestros iletrados, obreros sindicalistas y empleados de empresas antes paraestatales. El punto es que el viejo sistema quizá perdió las elecciones, pero sigue vivito y coleando en todos los ámbitos de la vida nacional. El resultado es que todo se encuentra paralizado y nada podrá avanzar hasta que no se creen las estructuras de rendición de cuentas que hagan posible desarticular esta red de cacicazgos que legó, como herencia envenenada, el viejo sistema político.

Un segundo subproducto del viejo sistema político es igual de obvio, pero con frecuencia inasible. Se trata del legado mitológico del viejo sistema político. Paradójicamente, la derrota del PRI en las urnas no tuvo paralelo en el mundo de las ideas. Nada cambió en cuanto a las concepciones elementales de lo que es y lo que debe ser, lo que se vale y lo que es políticamente incorrecto. Hasta el «sentido común» que nos legó el viejo sistema político mexicano poco tiene de «sentido» y de «común»: se trata de un conjunto de concepciones que resultaron de ese enjambre de valores autoritarios y lealtades perversas, intereses cruzados y mitos fantasiosos del que estaba plagado el viejo sistema. Nada lo muestra de manera más fehaciente que el hecho de que sea el PRD, el menor de los partidos grandes, el que lleve la voz cantante en el Congreso, el que establezca los términos de la discusión. A pesar de que en las elecciones del 2000 ganóun candidato liberal, de origen empresarial y de clase media, el peso de la ideología del viejo sistema, del nacionalismo revolucionario que ahora expresa con tanta vehemencia el PRD, además de algunos priístas, sigue siendo apabullante. Todo esto ha frenado las intenciones de reforma del gobierno, impidiéndole, una vez más, romper con las amarras de esa mitología del pasado que ya no es operante y que no hace más que arraigar y hacer permanente el abuso, la pobreza, la corrupción e ignorancia de la mayoría de los mexicanos.

Finalmente, el tercer legado del viejo sistema político es patente en ese mundo de grises e indefiniciones que caracterizan a nuestra realidad política actual. En lugar de valores claros y distintos que permitan diferenciar con precisión lo bueno de lo malo, el viejo sistema dejó un lastre de vaguedades y abstracciones que impiden definir y diferenciar y, por lo tanto, tomar decisiones que exigen blancos y negros. La agenda de reforma del Estado es un ejemplo excepcional de esta realidad, al igual que el pacto nacional que se ha intentado consagrar en los últimos meses: se trata de muchas ideas y expresiones positivas de voluntad política, pero ninguna definición precisa de lo que se vale y de lo que no, de los derechos y de las obligaciones. Nadie que lea esos documentos puede saber a qué atenerse, pues se trata, otra vez, de un mundo de grises, de una mera extensión del pasado.

La revolución -el cambio- que el entonces candidato Fox prometió caló hondo en un amplio sector de la sociedad precisamente porque ofrecía definiciones claras y la posibilidad de saber a qué atenernos. Luego de años de parálisis y crisis económicas, de frenos y arranques a pesar del avance parcial de necesarias reformas económicas y políticas, la población clamaba precisiones, compromisos, la consecución de objetivos y ya no meras promesas. A poco más de un año del nuevo gobierno, lo obvio es que el país -todo el sistema político- encuentra enormes dificultades para romper con los obstáculos y limitaciones del pasado. El cambio ha sido enorme y, al mismo tiempo, sumamente limitado en sus alcances.

Venimos de años de promesas incumplidas y expectativas insatisfechas que son tan importantes y reales como los logros que sí se materializaron. Ambas son parte integral de la realidad sobre la que hay que construir el futuro. En última instancia, ese futuro va a depender de cómo y quién lo define y tiene la capacidad de construirlo. Aunque es posible ser manique -el gobierno vs. los ciudadanos, los partidos vs. el gobierno, la izquierda vs. la derecha- a final de cuentas lo crucial es encontrar un nuevo equilibrio, uno que permita a los ciudadanos elegir a sus gobernantes y representantes, que exija a esos representantes responder ante los ciudadanos y al ejecutivo tener una relación funcional y efectiva con el legislativo. Pero la única manera de asegurar transparencia y funcionalidad, capacidad de acción y responsabilidad, es colocando al ciudadano como la figura central de la nueva arquitectura institucional. Si una lección arroja el pasado es esa: es el ciudadano el que debe estar al mando y no al revés.